Max von Sydow: el carácter moral del actor
Von Sydow, que falleció el 8 de marzo, trabajó hasta el final y nunca cayó en el cliché: disfrutaba actuando ese exilio permanente de uno mismo que significa ser actor.
Sigfrid Monleón
11 de marzo de 2020
Incluso en una película tan kitsch como Flash Gordon (1980), donde interpretaba al emperador Ming del planeta Mongo, el actor de origen sueco Max von Sydow solo podía causar respeto y admiración. Para entonces ya llevaba tres décadas en el oficio, y once películas clave en la filmografía de Ingmar Bergman, el director que le dio a conocer internacionalmente. Aún le quedaban cuatro décadas más por delante, con directores como John Huston, David Lynch, Woody Allen, Wim Wenders o Steven Spielberg. No paró nunca, hasta que el pasado lunes 8 de marzo fallecía a los 90 años de edad. Se iba un icono del cine mundial.
Jean Cocteau sugería que la esencia del tiempo en el cine es ese momento que dura el plano de un actor, su rostro envejeciendo ante la cámara, el registro en la película de la inexorable aproximación de la muerte. Si le damos la vuelta al pensamiento de Cocteau y observamos el rostro de Max von Sydow, veremos desfilar por los surcos de sus facciones el cine de autor europeo, las producciones de Hollywood, algunas aventuras con directores noveles, como la que le trajo a España a rodar Intacto a las órdenes de Juan Carlos Fresnadillo, hasta una secuela de Star Wars o un episodio de Juego de Tronos.
Más que interpretar, Max von Sydow disfrutaba actuando ese exilio permanente de sí mismo que significa ser actor. “Disfrácese otra vez para que pueda reconocerle”, le dice el doctor que interpreta Gunnar Björnstrand en El rostro (1958) de Bergman. Aquí Max von Sydow era un misterioso mago que no es nadie sin sus postizos. Sin su máscara se convierte en un simple mortal que mendiga para aliviar su precaria existencia. Durante media película simula ser mudo y hasta que no se quita su disfraz cuesta reconocer al joven caballero cruzado que un año antes había desafiado a la muerte, esbozando una sonrisa, en El séptimo sello, su primera película con Bergman.
En los títulos que protagoniza para el director sueco ya brilla la versatilidad de su arte. A pesar de poseer un físico tan característico, alargado como un personaje de El Greco, el cabello rubio, la frente despejada, la tez pálida, los ojos azules de mirada penetrante y la voz cavernosa, encarnó personajes fracturados y vulnerables.
Impresiona verlo en un plano general de El manantial de la doncella (1960), derribando con su cuerpo el abedul con cuyas ramas se friega el cuerpo en la sauna antes de vengar la muerte de su hija. En La hora del lobo (1968) sostiene un emocionante primer plano de cuatro minutos de duración mientras consume una cerilla tras otra evocando las palizas de que le daba su padre. Y en el contexto bélico de La vergüenza (1968) vemos cómo pasa de ser un músico sensible a ser alguien capaz de cometer un asesinato.
Resulta paradójico que Hollywood llamara al actor que había encarnado los oscuros dilemas existenciales de Bergman para hacer de Jesús en La historia más grande jamás contada (1965). Pero ahí estaba Max von Sydow, siempre dispuesto a hacer un buen papel. Después sería el cínico jefe de una organización neonazi en Conspiración en Berlín (The Quiller Memorandum, 1966), de Michael Anderson, un enamorado comandante soviético en La carta del Kremlin (1970), de John Huston, o el frío criminal de Los tres días del cóndor (1975), de Sydney Pollack…
En el papel del padre Merrin de El exorcista (1973) le otorgó credibilidad al carrusel de fluidos de la niña endemoniada, y se podría decir que incluso doblado en el cine italiano, en Excelentísimos cadáveres (1976) de Francesco Rosi o El desierto de los Tártaros (1976) de Valerio Zurlini, resultaba impecable.
Nunca abandonó el cine de su país y volvió a las órdenes del director Jan Troell, con quien había trabajado en las epopeyas Los emigrantes (1971) y La nueva tierra (1972), para explorar la contradictoria personalidad del novelista Kurt Hamsum en Hamsun (1996), quizá su último gran papel protagonista. Ni en personajes de esta complejidad ni en ninguno de los numerosos característicos que hizo, Max von Sydow cayó nunca en el cliché.
No sucumbía a la interioridad en busca de una explicación ni reproducía mecánicamente las falsas evidencias de las emociones: sabía que no se ordena a la piel estremecerse de deseo o de rabia, que la mano va a menudo donde no se la envía. Comprendió como actor la pura disponibilidad, nuestra desocupación esencial, para mostrar el disimulo y la mentira que habita en cada uno de nuestros gestos. Su labor infatigable está preñada de humildad e ironía y alcanza una dimensión ética. El actor Max von Sydow era un carácter moral y por ello, hiciera lo que hiciera, infundía tanto respeto como admiración.
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