Lily King
FIEBRE I
11
Siete semanas. Esperé siete semanas completas y ya no pude esperar más. Subí a la canoa antes del amanecer y di gas a fondo, abriéndome paso por entre las negras nubes de mosquitos y algún cocodrilo que otro flotando como un tronco. El cielo estaba de un color verde pálido, como la pulpa de un pepino. El sol salió de pronto, derrochando luz. Empezó a hacer calor enseguida. Estaba acostumbrado al calor, pero aquella mañana, incluso con la velocidad de la canoa, me pilló por sorpresa. A medio camino empecé a ver brillos y se me oscureció la visión, y tuve que parar un rato.
Sabía que los tam habían sido un éxito sólo con el recibimiento que me dispensaron. Las mujeres que estaban en medio del lago con sus canoas me saludaron con voces que oí pese al ruido del motor, y unos cuantos hombres y niños se acercaron a la playa y me saludaron con los ostentosos gestos típicos de los tam. Era un cambio notable con respecto a la contenida bienvenida de la que habíamos sido objeto seis semanas antes. Apagué el motor y acudieron varios hombres que tiraron de la barca hasta la orilla y, sin necesidad de decir una palabra, dos jovencitos de trasero respingón con una especie de bayas rojas enredadas entre el cabello rizado me llevaron por una cuesta y me hicieron luego bajar un camino, dejando atrás una casa de los espíritus con un enorme rostro tallado en la entrada: un tipo delgado e iracundo con tres huesos gruesos atravesándole la nariz y una gran boca abierta con numerosos dientes afilados y una cabeza de serpiente en lugar de lengua. Era una imagen mucho más elaborada que las rudimentarias representaciones de los kiona, con líneas más limpias y colores —rojo, negro, verde y blanco— mucho más vivos y brillantes, como si la pintura aún estuviera húmeda. Pasamos por delante de varias de estas casas de ceremonias; los hombres que había en la puerta les decían algo a mis guías y ellos respondían. Me llevaron en una dirección y luego, como si no fuera a darme cuenta, me hicieron dar la vuelta para ir en dirección opuesta, por delante de las mismas casas, hasta que el lago quedó de nuevo a la vista. Cuando empezaba a pensar que su plan era el de pasearme por el poblado todo el día, doblaron una esquina y se pararon frente a una gran casa de reciente construcción con una especie de porche delante y cortinas de tela azul y blanca en las ventanas y en la entrada. Al ver aquella especie de tetería inglesa rodeada de hierba alta en medio de la jungla no pude reprimir una carcajada. Unos cuantos cerdos escarbaban en el suelo alrededor de la escalera.
Desde abajo oí pasos que hacían crujir el suelo de madera nueva. La tela de las ventanas y de la entrada osciló con el movimiento del interior.
—¡Ah de la casa!
Eso lo había oído en una película del Oeste.
Esperé a que saliera alguien, pero no apareció nadie, así que subí y, una vez en el estrecho porche, llamé con los nudillos sobre uno de los postes. El sonido quedó engullido por el de las voces del interior, apagadas, casi susurros, pero insistentes, como el zumbido de un avión volando en círculos. Me acerqué algo más y abrí la cortina unos centímetros. Lo primero que me impactó fue el calor, luego el olor. Había al menos treinta tam en la sala de delante, en el suelo o encaramados a las sillas, en grupitos o incluso solos, pero todos con una tarea entre manos. Muchos eran niños y adolescentes, pero también había hombres, unas cuantas madres lactantes y ancianas. Algunos cruzaban la sala muy atareados, como si estuvieran en un banco o en un gabinete de prensa, pero con movimientos típicamente tam, con el peso del cuerpo atrás y deslizando los pies descalzos hacia delante. De vez en cuando tenía que girar la cabeza hacia un lado para respirar un aire más fresco y menos cargado de aquel fétido olor a cuerpos humanos, como un nadador girándose para coger aire. El olor a humanidad (sin jabones, sin lavarse, sin médicos que eliminen la podredumbre de los dientes o de los miembros) resulta penetrante incluso al aire libre, en una ceremonia, pero en el interior, con las cortinas cerradas y el fuego encendido para ahuyentar a los bichos, es casi asfixiante. Poco a poco, observando lo que tenía delante mientras respiraba el aire que tenía detrás, tomé constancia de lo numeroso de sus pertenencias. Yo pensaba que lo de que habían necesitado doscientos porteadores para el ascenso hasta la tribu de los anapa era una exageración, pero ahora entendía que tenía que ser cierto.
Habían traído estantes, una cómoda holandesa y un pequeño sofá. Al menos había mil libros sobre los estantes y desparramados por el suelo en grandes pilas. Había lámparas de aceite sobre mesitas auxiliares. Dos escritorios en la gran sala con mosquiteras. Cajas y más cajas de papel blanco y papel carbón. Equipo de fotografía. Muñecas, juegos de construcción, trenes, un cobertizo de madera con animales, arcilla de modelar y material para pintar. Y aún quedaban grandes arcones por abrir. En la habitación con mosquitera vi un colchón, un colchón de verdad, aunque no un somier o canapé: estaba tirado en el suelo, y parecía hinchado y fuera de lugar. No entendía por qué los tam no estaban toqueteándolo todo, apretando las teclas de la máquina de escribir o arrancando las páginas de los libros, como habían hecho los pocos niños kiona a los que había dejado entrar en mi casa. Nell y Fen habían establecido un orden (y un nivel de confianza) que yo no habría podido imaginar siquiera.
Justo cuando pensaba que era hora de dejar de curiosear y que más valía que volviera al centro del poblado a buscarlos, un niño que estaba en una esquina ladeó el cuerpo y la vi. Estaba sentada con las piernas cruzadas, con una niña en el regazo y otra cepillándole el cabello. Le mostraba una tarjeta a una mujer que tenía delante. La mujer, cuyo hijo mamaba con vehemencia de un pecho que parecía agotado, dijo algo, y ambas se rieron. Nell tomó unas notas y luego le mostró otra tarjeta. Los tam solían echar la barbilla hacia delante, como en actitud desdeñosa, y Nell también levantaba la barbilla con el mismo gesto. Después de pasar unas cuantas cartas, un hombre se acercó y ocupó el lugar de la mujer. Cuando Nell se puso en pie para recoger algo de su escritorio, vi que también había adoptado su forma de caminar, deslizando suavemente los pies.
El niño que se había movido fue el que primero me vio. Dio un grito y Nell levantó la vista.
Tranquilizó a sus invitados y se acercó a la puerta.
—Has venido —dijo como si no esperara volver a verme.
Yo me esperaba algo más cálido. Llevaba las gafas de Martin.
—Estás trabajando.
—Yo siempre estoy trabajando.
—Ya han traído todas vuestras cosas. Y os han construido una casa —dije, como un idiota.
Se la veía muy pequeña, del tamaño de los tam, y yo estaba allí de pie, como una farola. La niña que le había cepillado el cabello se lo había dejado crepado, convertido en una maraña esponjosa. Tenía las muñecas muy delgadas, pero parecía descansada y su rostro había recuperado el color. Me sentí abrumado ante su presencia, que era aún más fuerte de lo que yo recordaba. Con las mujeres solía pasarme lo contrario. Ahora me daba cuenta de lo mucho que había intentado no encontrarla atractiva seis semanas atrás. No recordaba sus labios, cómo el inferior asomaba ligeramente por el centro. Llevaba una blusa que no le había visto antes, de color azul claro con topos blancos. Le daba un brillo especial a sus ojos grises. De algún modo, viéndola allí con las gafas de mi hermano puestas, daba la sensación de ser algo mío. Se la veía estupenda, de nuevo sana y trabajando. Daba la impresión de que no tenía muy claro qué hacer conmigo.
—No quería perderme la euforia. No me la he perdido, ¿no? Decías que aparecía a los dos meses.
Me pareció que contenía una sonrisa.
—No, no te la has perdido —miró hacia el hombre al que le estaba enseñando las tarjetas—. Habíamos perdido la esperanza de volver a verte.
—Yo... —Todos los rostros se volvieron hacia nosotros escuchando nuestro extraño modo de hablar; Teket me había dicho que sonaba como a cascar nueces—. No quería estorbar.
Ella me seguía mirando a través de las gafas de Martin, que le hacían los ojos redondos, dándole un aire cómico.
—Recuérdame cómo se dice hola —le pedí.
—Hola y adiós son lo mismo: baya ban —contestó—. Tantas veces como seas capaz de decirlo.
Luego se giró hacia los demás. Me señaló y dijo unas cuantas frases entrecortadas, rápido pero sin rítmica, lo que me sorprendió. Fue repasando toda la sala, pasando de uno a otro, diciéndome el nombre de cada uno, y yo decía baya ban, la persona en cuestión decía baya ban y yo volvía a decir baya ban, y entonces Nell interrumpía a mi interlocutor con el nombre de la siguiente persona. Después de presentármelos a todos, llamó a alguien que estaba detrás de la cortina, en lo que supuse que era la cocina, y aparecieron dos chicos, uno desnudo y achaparrado, con una sonrisa teatral, y otro alto, más tímido, con unos pantalones cortos que le iban largos, evidentemente de Fen, atados a la cintura con una cuerda gruesa, bajo los cuales asomaban unas espinillas finas como una cuchilla. Intercambié saludos con ambos. Varios de los niños se rieron del atuendo de Bani y él rápidamente se retiró tras la cortina, pero Nell volvió a llamarle.
—¿Qué estabas haciendo con esas tarjetas? —pregunté.
—Son manchas de tinta.
—¿Manchas de tinta?
Mi ignorancia la divertía. Me hizo un gesto para que me acercara y yo me abrí paso por entre la maraña de piernas y todo su equipo hasta entrar en la sala con mosquitera. El escritorio que teníamos más cerca estaba cubierto de folios y papel carbón, cuadernos y carpetas. Había unos cuantos libros abiertos cerca de la máquina de escribir, con frases subrayadas y notas a los márgenes, y uno de ellos tenía un lápiz apoyado en el centro. El otro escritorio estaba vacío salvo por una máquina de escribir aún en su funda, y no había una silla donde sentarse. Me habría gustado sentarme en el escritorio desordenado, leer las notas y los subrayados, ojear los cuadernos y leer las páginas mecanografiadas. Era impactante ver a otra persona haciendo mi trabajo, siguiendo exactamente el mismo proceso. Viendo su escritorio, me parecía un trabajo de una gran profundidad, mientras que cuando miraba el mío me parecía algo prácticamente sin sentido. Pensé en cuando se había ido directamente a mi estudio en Nengai, con aquel respeto, casi veneración, en cómo me había querido ayudar a resolver el misterio de las hojas de mango.
Se había dado cuenta de que tenía el cabello levantado, flotando en aquel aire cargado de humedad humana, y se apresuró a recogérselo hacia atrás con una goma, en un gesto rápido, dejando a la vista su largo cuello. Me pasó la tarjeta que estaba en lo alto del montoncito. Era exactamente eso: una mancha de tinta, una imagen especular de nada en particular a ambos lados de un eje central, aunque no era de fabricación artesana y no había un pliegue central.
—No entiendo.
—Son de Fen, de cuando estudiaba psicología —dijo sonriendo al verme confundido—. Siéntate.
Me senté en el suelo y ella se sentó a mi lado, señalando la gran mancha simétrica.
—¿Qué te parece que es esto?
No pensé que decir «nada» fuera a dar muy buena impresión, así que dije:
—¿Dos zorros peleándose por un jarrón?
Sin hacer comentarios pasó a la siguiente.
—¿Dos elefantes con unas botas enormes?
Y la siguiente.
—¿No se supone que no debes reírte de tu paciente? —señalé.
Ella hizo un esfuerzo por no sonreír.
—No me río —dijo mostrándome la tarjeta.
—¿Unos colibríes?
Dejó las cartas.
—Dios santo. Está claro que puedes apartar al hombre de la biología, pero no puedes apartar la biología del hombre.
—¿Es ése su diagnóstico completo, herr Stone?
—Es mi observación. La valoración es algo más inquietante: extremada y preocupantemente anormal. ¿Elefantes con unas botas enormes?
Se rio con ganas. Yo también me reí, y me sentí de pronto aliviado. Era como si pudiera flotar hasta el techo.
—¿Qué utilidad pueden tener estas tarjetas aquí?
—Yo creo que casi todo puede arrojar algo de luz sobre la psique de una cultura.
«La psique de una cultura.» Asentí, pero me pregunté qué pensaba que quería decir aquello. Deseé poder sentarme a tomar una taza de té con ella y discutirlo, pero su trabajo estaba del otro lado de la mosquitera y no quería alterar más aún su programa matinal.
—¿Puedo observarte mientras trabajas con ellos?
—Bani nos está preparando algo de comer. Debes de estar hambriento. Haré dos cuestionarios más y luego podemos ir a buscar a Fen. Estará encantado de almorzar como Dios manda.
Volvió a sentarse en la misma esquina con su cuaderno al lado y llamó a una mujer llamada Tadi. Yo me situé a un par de metros, apoyado contra un poste. Las tarjetas estaban como todo después de un tiempo en aquel clima: desgastadas, quebradas, húmedas y mohosas. Todas ellas tenían una hendidura idéntica en la parte inferior central, por donde las cogía con tres dedos, a la espera de una respuesta. Y la espera era larga. Tadi se quedó mirando la tarjeta de los zorros cogiendo el jarrón. Ella no había visto nunca un zorro ni un jarrón griego, así que estaba atascada. La miraba con una concentración exagerada. Era una mujer corpulenta, madre de muchos niños, por el aspecto de sus largos pezones y de la piel del vientre estriada, que le colgaba en unos pliegues uniformes como las sábanas apiladas en el armario de la ropa limpia de mi madre. Sólo tenía tres dedos en la mano izquierda y cuatro en la derecha. Llevaba pocos abalorios, sólo una fina cinta de corteza de melinjo atada alrededor de una muñeca con una pequeña caracola ensartada. Al igual que el resto de las mujeres, tenía la cabeza afeitada. Podía apreciar el temblor de su pulso en una vena de la coronilla. Y cuando me vio mirándola, sostuvo la mirada varios segundos hasta que yo aparté la mía. Las únicas mujeres kiona que me habían mirado a los ojos habían sido las más jóvenes o las más ancianas. Para las demás era tabú. Nell bajó la tarjeta y Tadi espetó algo, koni o kone. Nell tomó nota y le mostró otra.
Después de Tadi pasó Amun, un niño de ocho o nueve años con una gran sonrisa. Amun miró alrededor para ver quién observaba y luego dijo una palabra que hizo que sus amigos se rieran y que los mayores le regañaran. Nell apuntó la palabra, pero no parecía contenta. Antes incluso de levantar la tarjeta siguiente el niño gritó otra palabrota y ella enseguida llamó a una mujer que estaba fumando con la pipa irlandesa de Fen para que ocupara su puesto. Amun cruzó la estancia y se acomodó en el regazo de una niña, que se apartó para hacerle espacio sin dejar de reparar una red. Nell pidió a la mujer que se sentara a su lado, como todos los demás, y le enseñó las tarjetas como si estuvieran ojeando una revista juntas.
El tal Bani me trajo una taza de té y un montón de galletas. Yo pensé que eran demasiadas, hasta que casi todos los niños de la sala se pusieron en pie de un salto y me rodearon haciendo idénticos sonidos lastimeros. Partí las galletas en tantos trozos como pude y las fui pasando.
Cuando acabó, Nell se puso en pie y los echó a todos sin mucha ceremonia, haciendo gestos con las manos en dirección a la puerta. Antes de salir volvieron a ponerlo todo en sus cajas y las cajas en los estantes, y al cabo de unos minutos la casa volvía a estar en orden y el suelo temblaba con los pasos de todos aquellos pies que se dirigían a la escalera.
—Lo tienes muy bien organizado.
Aunque me estaba mirando, no me había oído. Seguía enfrascada en su trabajo. Ella también llevaba una cinta de corteza de melinjo, justo por encima del codo. Me pregunté qué pensarían de aquella mujer que les daba tantas órdenes e iba apuntando sus reacciones. Curiosamente, todo parecía más vulgar cuando veías hacerlo a otra persona. Me sentía como mi madre, de repente asqueado ante todo aquello. Y sin embargo a Nell se le daba bien, mejor que a mí. Era sistemática, organizada, ambiciosa, un camaleón capaz no de imitarlos, sino de convertirse en su reflejo. No parecía que fuera algo consciente o calculado; era simplemente su forma de trabajar. Yo temía no poder librarme nunca de mi pose de «inglés entre salvajes», a pesar del respeto genuino que había desarrollado por los kiona. No obstante, ella, con sólo siete semanas, estaba más integrada entre los tam de lo que yo lo estaría nunca en ninguna tribu, por mucho tiempo que pasara. No era de extrañar que Fen hubiera acabado desanimándose.
—Déjame que guarde todo esto —dijo, cogiendo las tarjetas y su cuaderno.
Yo la seguí, deseoso de ver su despacho otra vez, de no perderme ni un paso de su proceso de trabajo. Dejó las tarjetas sobre un estante y el cuaderno al lado.
—Perdona. Espera un momento —dijo, y abrió el cuaderno para añadir unas ideas más.
Tras ella, en el estante de abajo, había más de un centenar de cuadernos como aquél. No cuadernos nuevos, sino muy ajados. Un registro de todos sus días desde julio de 1931, supuse. Por algún motivo me sentí de nuevo enfermo, febril, y vi aparecer unos brillos difusos en los bordes de mi campo de visión. No quería vomitar sobre sus cuadernos. Di un paso atrás y oí mi propia voz preguntando algo.
—Por las mañanas —dijo ella, pero yo ya no sabía muy bien qué había preguntado.
Me describió sus tardes, cuando visitaba todas las casas del camino de las mujeres. Dijo que también visitaba otras dos aldeas tam cerca de allí. Le pregunté si iba sola.
—No hay peligro.
—Estoy seguro de que habrás oído hablar de Henrietta Schmerler.
Sí que había oído hablar de ella.
—La mataron —dije intentando ser delicado.
—Fue algo peor que eso, por lo que he oído.
Estábamos ya fuera, en el camino que venía del lago. Las náuseas habían pasado pero aún no me encontraba del todo bien. Unos minutos antes el sudor me había cubierto todo el cuerpo, y ahora estaba helado.
—La presencia de una mujer blanca los confunde.
—Exactamente. No creo que me consideren del todo mujer. No creo que se les haya pasado por la cabeza violarme o asesinarme.
—Eso no puedes saberlo —dije yo (¿no considerarla mujer?, ojalá pudiera hacer eso yo)—. Y el asesinato es uno de los primeros impulsos naturales que tiene cualquier criatura ante lo desconocido.
—¿Ah, sí? Desde luego yo no lo tengo.
Se había hecho un bastón para no cargar el tobillo. Golpeaba el suelo, junto a mi pie izquierdo, con una fuerza considerable.
—Pareces tan interesada en las mujeres de aquí como en los niños o quizá más —dije, recordando lo rápido que había despachado a Amun.
Nell y su bastón se pararon de golpe.
—¿Has observado algo? ¿Te ha dicho algo Teket?
—Nada. Pero sí he visto que esa mujer, Tadi, me aguantaba la mirada sin problemas, y que ese niño...
—¿No tenía el autodominio habitual que ves en niños de esa edad?
Me reí al ver la velocidad con que había completado mi frase. Su mirada era intensa. ¿Qué iba a decir sobre el niño? Casi ni me acordaba. El sol abrasaba el camino, no había sombra ni brisa. La curva de sus pechos a través de la fina camisa.
—Supongo, sí.
Ella golpeó la tierra seca y dura con su bastón.
—Lo has visto. En menos de una hora, ya has visto eso.
De hecho eran dos y media, pero no quise discutir. Alguien la llamó desde el camino.
—Oh —dijo, acelerando el paso—. Tienes que conocer a Yorba. Es una de mis preferidas.
Yorba también se apresuró, tirando de una compañera. Cuando nos encontramos, Nell y Yorba hablaron en voz muy alta, como si aún estuvieran en extremos opuestos del camino. Yorba tenía el sencillo aspecto de las mujeres tam, con la cabeza afeitada y un brazalete, pero su amiga llevaba joyas de conchas y plumas y una cinta en el pelo con escarabajos de color verde brillante. Yorba se la presentó a Nell, y Nell me presentó a mí a Yorba y luego me presentaron a su amiga, que se llamaba Iri, todo ello diciendo baya ban unas ochenta y siete veces para cada presentación. La amiga no me miró a los ojos. Nell me explicó que era la hija de Yorba, que se había casado con un hombre motu y que había ido de visita unos días. Seguíamos a pleno sol y supuse que seguiríamos adelante enseguida en busca de Fen, pero Nell las acribilló a preguntas. La hija, que no podía ser hija de Yorba realmente, ya que parecía unos años mayor, no ocultó su deleite al ver cómo Nell abusaba del lenguaje, cómo se detenía a buscar las palabras y luego las soltaba a chorro con su acento carente de matices. A Nell lo que más le interesaba era cómo veía Iri a los tam ahora que llevaba viviendo fuera de aquella cultura muchos años. Pero ambas mujeres llevaban grandes recipientes de cerámica en unas bolsas de malla colgadas de la espalda y el placer dio paso de inmediato a la impaciencia. Yorba le tiró a Iri de los brazaletes. Nell hizo caso omiso a su creciente incomodidad hasta que Yorba levantó ambas manos como si fuera a empujar a Nell para tirarla al suelo y le gritó lo que parecían improperios dirigidos a ella. Cuando acabó, cogió a Iri del brazo y las dos mujeres se fueron arrastrando sus pies desnudos.
Nell sacó un cuaderno de un gran bolsillo cosido expresamente en su falda, y sin desplazarse siquiera a la sombra llenó cuatro páginas con sus pequeños jeroglíficos.
—Me gustaría visitar a los motu en algún momento —dijo tras volver a guardar el cuaderno, en absoluto afectada por la manera como había acabado la conversación—. No sabía que Yorba tenía una hija.
—Es imposible que sea hija suya.
—Es sorprendente, ¿no? Yo he pensado lo mismo.
—Deben de usar la palabra indiscriminadamente, como los kiona. Cualquiera puede ser una hija: una sobrina, una nieta, una amiga.
—Ésta era hija suya de verdad. Se lo he preguntado.
—¿Le has preguntado si era su hija biológica? —dije yo.
Hasta expresiones como «de verdad» o «relación de sangre» no siempre significaban lo mismo para ellos.
—Le he preguntado a Yorba si Iri había salido de su vagina.
—No, no te creo —dije por fin.
Nunca antes había oído en voz alta la palabra «vagina», y menos aún de boca de una mujer.
—Sí que lo he hecho. Las palabras que me aseguro de aprender el primer día en cualquier lugar son madre, padre, hijo, hija y vagina . Muy útiles. No hay otro modo de estar seguro.
Se puso a andar de nuevo, tomamos un sendero y fue golpeando los matojos con su bastón, lo cual supuse que enfurecería a las serpientes, más que asustarlas. Mientras atravesábamos la vegetación, intenté pasar lo más desapercibido posible.
Llegamos a un pequeño claro, el último pedazo de terreno llano antes de que empezara la jungla. Fen estaba sentado, apoyado en un tocón, observando cómo unos hombres pintaban una canoa recién tallada con jugo de algas. No llevaba cuaderno, tenía las rodillas flexionadas e iba retorciendo un tallo de una hierba larga. Los hombres nos vieron y le dijeron algo a Fen, que se puso en pie de golpe y se acercó de un salto.
—Bankson.
Se había dejado crecer una espesa barba negra. Me abrazó igual que había hecho en Angoram.
—Hombre, por fin. ¿Qué te ha pasado?
—Siento haberme presentado sin avisar.
—No pasa nada. De todos modos el mayordomo hoy tiene el día libre. ¿Acabas de llegar?
—Sí —dijo Nell—. Bani nos está preparando un buen almuerzo. Hemos venido a buscarte.
—¡Esto sí que es una novedad! —exclamó, y luego se dirigió a mí—. ¿Dónde has estado? Dijiste que volverías al cabo de una semana.
—¿Eso dije? Pensé que era mejor daros algo de tiempo para que os situarais. No quería...
—Mira, Bankson, somos nosotros los que estamos en tu territorio, no tú en el nuestro —dijo.
Esa historia de que el Sepik me pertenecía a mí me ponía de los nervios.
—Tenemos que poner fin a esto ya, a esta tontería —respondí, consciente de que la voz me salía con un tono mucho más brusco de lo deseado, pero no conseguía modularla—. No tengo más derecho a los kiona, a los tam o al río Sepik que ningún otro antropólogo o que cualquier otro mortal. No comparto esta idea de que el mundo primitivo se puede trocear y repartir entre unos cuantos que toman posesión de él, excluyendo a los demás. Un biólogo nunca se atribuiría la propiedad de una especie. Por si no os habéis dado cuenta, he pasado aquí veintisiete meses de desesperante soledad. No quería que os fuerais. Pero en cuanto me fui de aquí tuve la sensación de que ya no os podría servir de nada y que no me necesitabais merodeando por aquí. A algunas tribus les incomoda mi altura. Y doy mala suerte en el campo, soy absolutamente inútil. Ni siquiera conseguí suicidarme. Me he mantenido alejado todo el tiempo que he podido, y hasta ahora no me he dado cuenta de que he sido un maleducado al no venir antes. Perdonadme.
En aquel momento los brillos volvieron a aparecer por todas partes, y sentí un gran dolor en los globos oculares.
El mundo se oscureció, pero yo seguía de pie.
—Estoy perfectamente —dije.
Luego, por lo que me contaron más tarde, caí al suelo como un árbol de kapok.
Sabía que los tam habían sido un éxito sólo con el recibimiento que me dispensaron. Las mujeres que estaban en medio del lago con sus canoas me saludaron con voces que oí pese al ruido del motor, y unos cuantos hombres y niños se acercaron a la playa y me saludaron con los ostentosos gestos típicos de los tam. Era un cambio notable con respecto a la contenida bienvenida de la que habíamos sido objeto seis semanas antes. Apagué el motor y acudieron varios hombres que tiraron de la barca hasta la orilla y, sin necesidad de decir una palabra, dos jovencitos de trasero respingón con una especie de bayas rojas enredadas entre el cabello rizado me llevaron por una cuesta y me hicieron luego bajar un camino, dejando atrás una casa de los espíritus con un enorme rostro tallado en la entrada: un tipo delgado e iracundo con tres huesos gruesos atravesándole la nariz y una gran boca abierta con numerosos dientes afilados y una cabeza de serpiente en lugar de lengua. Era una imagen mucho más elaborada que las rudimentarias representaciones de los kiona, con líneas más limpias y colores —rojo, negro, verde y blanco— mucho más vivos y brillantes, como si la pintura aún estuviera húmeda. Pasamos por delante de varias de estas casas de ceremonias; los hombres que había en la puerta les decían algo a mis guías y ellos respondían. Me llevaron en una dirección y luego, como si no fuera a darme cuenta, me hicieron dar la vuelta para ir en dirección opuesta, por delante de las mismas casas, hasta que el lago quedó de nuevo a la vista. Cuando empezaba a pensar que su plan era el de pasearme por el poblado todo el día, doblaron una esquina y se pararon frente a una gran casa de reciente construcción con una especie de porche delante y cortinas de tela azul y blanca en las ventanas y en la entrada. Al ver aquella especie de tetería inglesa rodeada de hierba alta en medio de la jungla no pude reprimir una carcajada. Unos cuantos cerdos escarbaban en el suelo alrededor de la escalera.
Desde abajo oí pasos que hacían crujir el suelo de madera nueva. La tela de las ventanas y de la entrada osciló con el movimiento del interior.
—¡Ah de la casa!
Eso lo había oído en una película del Oeste.
Esperé a que saliera alguien, pero no apareció nadie, así que subí y, una vez en el estrecho porche, llamé con los nudillos sobre uno de los postes. El sonido quedó engullido por el de las voces del interior, apagadas, casi susurros, pero insistentes, como el zumbido de un avión volando en círculos. Me acerqué algo más y abrí la cortina unos centímetros. Lo primero que me impactó fue el calor, luego el olor. Había al menos treinta tam en la sala de delante, en el suelo o encaramados a las sillas, en grupitos o incluso solos, pero todos con una tarea entre manos. Muchos eran niños y adolescentes, pero también había hombres, unas cuantas madres lactantes y ancianas. Algunos cruzaban la sala muy atareados, como si estuvieran en un banco o en un gabinete de prensa, pero con movimientos típicamente tam, con el peso del cuerpo atrás y deslizando los pies descalzos hacia delante. De vez en cuando tenía que girar la cabeza hacia un lado para respirar un aire más fresco y menos cargado de aquel fétido olor a cuerpos humanos, como un nadador girándose para coger aire. El olor a humanidad (sin jabones, sin lavarse, sin médicos que eliminen la podredumbre de los dientes o de los miembros) resulta penetrante incluso al aire libre, en una ceremonia, pero en el interior, con las cortinas cerradas y el fuego encendido para ahuyentar a los bichos, es casi asfixiante. Poco a poco, observando lo que tenía delante mientras respiraba el aire que tenía detrás, tomé constancia de lo numeroso de sus pertenencias. Yo pensaba que lo de que habían necesitado doscientos porteadores para el ascenso hasta la tribu de los anapa era una exageración, pero ahora entendía que tenía que ser cierto.
Habían traído estantes, una cómoda holandesa y un pequeño sofá. Al menos había mil libros sobre los estantes y desparramados por el suelo en grandes pilas. Había lámparas de aceite sobre mesitas auxiliares. Dos escritorios en la gran sala con mosquiteras. Cajas y más cajas de papel blanco y papel carbón. Equipo de fotografía. Muñecas, juegos de construcción, trenes, un cobertizo de madera con animales, arcilla de modelar y material para pintar. Y aún quedaban grandes arcones por abrir. En la habitación con mosquitera vi un colchón, un colchón de verdad, aunque no un somier o canapé: estaba tirado en el suelo, y parecía hinchado y fuera de lugar. No entendía por qué los tam no estaban toqueteándolo todo, apretando las teclas de la máquina de escribir o arrancando las páginas de los libros, como habían hecho los pocos niños kiona a los que había dejado entrar en mi casa. Nell y Fen habían establecido un orden (y un nivel de confianza) que yo no habría podido imaginar siquiera.
Justo cuando pensaba que era hora de dejar de curiosear y que más valía que volviera al centro del poblado a buscarlos, un niño que estaba en una esquina ladeó el cuerpo y la vi. Estaba sentada con las piernas cruzadas, con una niña en el regazo y otra cepillándole el cabello. Le mostraba una tarjeta a una mujer que tenía delante. La mujer, cuyo hijo mamaba con vehemencia de un pecho que parecía agotado, dijo algo, y ambas se rieron. Nell tomó unas notas y luego le mostró otra tarjeta. Los tam solían echar la barbilla hacia delante, como en actitud desdeñosa, y Nell también levantaba la barbilla con el mismo gesto. Después de pasar unas cuantas cartas, un hombre se acercó y ocupó el lugar de la mujer. Cuando Nell se puso en pie para recoger algo de su escritorio, vi que también había adoptado su forma de caminar, deslizando suavemente los pies.
El niño que se había movido fue el que primero me vio. Dio un grito y Nell levantó la vista.
Tranquilizó a sus invitados y se acercó a la puerta.
—Has venido —dijo como si no esperara volver a verme.
Yo me esperaba algo más cálido. Llevaba las gafas de Martin.
—Estás trabajando.
—Yo siempre estoy trabajando.
—Ya han traído todas vuestras cosas. Y os han construido una casa —dije, como un idiota.
Se la veía muy pequeña, del tamaño de los tam, y yo estaba allí de pie, como una farola. La niña que le había cepillado el cabello se lo había dejado crepado, convertido en una maraña esponjosa. Tenía las muñecas muy delgadas, pero parecía descansada y su rostro había recuperado el color. Me sentí abrumado ante su presencia, que era aún más fuerte de lo que yo recordaba. Con las mujeres solía pasarme lo contrario. Ahora me daba cuenta de lo mucho que había intentado no encontrarla atractiva seis semanas atrás. No recordaba sus labios, cómo el inferior asomaba ligeramente por el centro. Llevaba una blusa que no le había visto antes, de color azul claro con topos blancos. Le daba un brillo especial a sus ojos grises. De algún modo, viéndola allí con las gafas de mi hermano puestas, daba la sensación de ser algo mío. Se la veía estupenda, de nuevo sana y trabajando. Daba la impresión de que no tenía muy claro qué hacer conmigo.
—No quería perderme la euforia. No me la he perdido, ¿no? Decías que aparecía a los dos meses.
Me pareció que contenía una sonrisa.
—No, no te la has perdido —miró hacia el hombre al que le estaba enseñando las tarjetas—. Habíamos perdido la esperanza de volver a verte.
—Yo... —Todos los rostros se volvieron hacia nosotros escuchando nuestro extraño modo de hablar; Teket me había dicho que sonaba como a cascar nueces—. No quería estorbar.
Ella me seguía mirando a través de las gafas de Martin, que le hacían los ojos redondos, dándole un aire cómico.
—Recuérdame cómo se dice hola —le pedí.
—Hola y adiós son lo mismo: baya ban —contestó—. Tantas veces como seas capaz de decirlo.
Luego se giró hacia los demás. Me señaló y dijo unas cuantas frases entrecortadas, rápido pero sin rítmica, lo que me sorprendió. Fue repasando toda la sala, pasando de uno a otro, diciéndome el nombre de cada uno, y yo decía baya ban, la persona en cuestión decía baya ban y yo volvía a decir baya ban, y entonces Nell interrumpía a mi interlocutor con el nombre de la siguiente persona. Después de presentármelos a todos, llamó a alguien que estaba detrás de la cortina, en lo que supuse que era la cocina, y aparecieron dos chicos, uno desnudo y achaparrado, con una sonrisa teatral, y otro alto, más tímido, con unos pantalones cortos que le iban largos, evidentemente de Fen, atados a la cintura con una cuerda gruesa, bajo los cuales asomaban unas espinillas finas como una cuchilla. Intercambié saludos con ambos. Varios de los niños se rieron del atuendo de Bani y él rápidamente se retiró tras la cortina, pero Nell volvió a llamarle.
—¿Qué estabas haciendo con esas tarjetas? —pregunté.
—Son manchas de tinta.
—¿Manchas de tinta?
Mi ignorancia la divertía. Me hizo un gesto para que me acercara y yo me abrí paso por entre la maraña de piernas y todo su equipo hasta entrar en la sala con mosquitera. El escritorio que teníamos más cerca estaba cubierto de folios y papel carbón, cuadernos y carpetas. Había unos cuantos libros abiertos cerca de la máquina de escribir, con frases subrayadas y notas a los márgenes, y uno de ellos tenía un lápiz apoyado en el centro. El otro escritorio estaba vacío salvo por una máquina de escribir aún en su funda, y no había una silla donde sentarse. Me habría gustado sentarme en el escritorio desordenado, leer las notas y los subrayados, ojear los cuadernos y leer las páginas mecanografiadas. Era impactante ver a otra persona haciendo mi trabajo, siguiendo exactamente el mismo proceso. Viendo su escritorio, me parecía un trabajo de una gran profundidad, mientras que cuando miraba el mío me parecía algo prácticamente sin sentido. Pensé en cuando se había ido directamente a mi estudio en Nengai, con aquel respeto, casi veneración, en cómo me había querido ayudar a resolver el misterio de las hojas de mango.
Se había dado cuenta de que tenía el cabello levantado, flotando en aquel aire cargado de humedad humana, y se apresuró a recogérselo hacia atrás con una goma, en un gesto rápido, dejando a la vista su largo cuello. Me pasó la tarjeta que estaba en lo alto del montoncito. Era exactamente eso: una mancha de tinta, una imagen especular de nada en particular a ambos lados de un eje central, aunque no era de fabricación artesana y no había un pliegue central.
—No entiendo.
—Son de Fen, de cuando estudiaba psicología —dijo sonriendo al verme confundido—. Siéntate.
Me senté en el suelo y ella se sentó a mi lado, señalando la gran mancha simétrica.
—¿Qué te parece que es esto?
No pensé que decir «nada» fuera a dar muy buena impresión, así que dije:
—¿Dos zorros peleándose por un jarrón?
Sin hacer comentarios pasó a la siguiente.
—¿Dos elefantes con unas botas enormes?
Y la siguiente.
—¿No se supone que no debes reírte de tu paciente? —señalé.
Ella hizo un esfuerzo por no sonreír.
—No me río —dijo mostrándome la tarjeta.
—¿Unos colibríes?
Dejó las cartas.
—Dios santo. Está claro que puedes apartar al hombre de la biología, pero no puedes apartar la biología del hombre.
—¿Es ése su diagnóstico completo, herr Stone?
—Es mi observación. La valoración es algo más inquietante: extremada y preocupantemente anormal. ¿Elefantes con unas botas enormes?
Se rio con ganas. Yo también me reí, y me sentí de pronto aliviado. Era como si pudiera flotar hasta el techo.
—¿Qué utilidad pueden tener estas tarjetas aquí?
—Yo creo que casi todo puede arrojar algo de luz sobre la psique de una cultura.
«La psique de una cultura.» Asentí, pero me pregunté qué pensaba que quería decir aquello. Deseé poder sentarme a tomar una taza de té con ella y discutirlo, pero su trabajo estaba del otro lado de la mosquitera y no quería alterar más aún su programa matinal.
—¿Puedo observarte mientras trabajas con ellos?
—Bani nos está preparando algo de comer. Debes de estar hambriento. Haré dos cuestionarios más y luego podemos ir a buscar a Fen. Estará encantado de almorzar como Dios manda.
Volvió a sentarse en la misma esquina con su cuaderno al lado y llamó a una mujer llamada Tadi. Yo me situé a un par de metros, apoyado contra un poste. Las tarjetas estaban como todo después de un tiempo en aquel clima: desgastadas, quebradas, húmedas y mohosas. Todas ellas tenían una hendidura idéntica en la parte inferior central, por donde las cogía con tres dedos, a la espera de una respuesta. Y la espera era larga. Tadi se quedó mirando la tarjeta de los zorros cogiendo el jarrón. Ella no había visto nunca un zorro ni un jarrón griego, así que estaba atascada. La miraba con una concentración exagerada. Era una mujer corpulenta, madre de muchos niños, por el aspecto de sus largos pezones y de la piel del vientre estriada, que le colgaba en unos pliegues uniformes como las sábanas apiladas en el armario de la ropa limpia de mi madre. Sólo tenía tres dedos en la mano izquierda y cuatro en la derecha. Llevaba pocos abalorios, sólo una fina cinta de corteza de melinjo atada alrededor de una muñeca con una pequeña caracola ensartada. Al igual que el resto de las mujeres, tenía la cabeza afeitada. Podía apreciar el temblor de su pulso en una vena de la coronilla. Y cuando me vio mirándola, sostuvo la mirada varios segundos hasta que yo aparté la mía. Las únicas mujeres kiona que me habían mirado a los ojos habían sido las más jóvenes o las más ancianas. Para las demás era tabú. Nell bajó la tarjeta y Tadi espetó algo, koni o kone. Nell tomó nota y le mostró otra.
Después de Tadi pasó Amun, un niño de ocho o nueve años con una gran sonrisa. Amun miró alrededor para ver quién observaba y luego dijo una palabra que hizo que sus amigos se rieran y que los mayores le regañaran. Nell apuntó la palabra, pero no parecía contenta. Antes incluso de levantar la tarjeta siguiente el niño gritó otra palabrota y ella enseguida llamó a una mujer que estaba fumando con la pipa irlandesa de Fen para que ocupara su puesto. Amun cruzó la estancia y se acomodó en el regazo de una niña, que se apartó para hacerle espacio sin dejar de reparar una red. Nell pidió a la mujer que se sentara a su lado, como todos los demás, y le enseñó las tarjetas como si estuvieran ojeando una revista juntas.
El tal Bani me trajo una taza de té y un montón de galletas. Yo pensé que eran demasiadas, hasta que casi todos los niños de la sala se pusieron en pie de un salto y me rodearon haciendo idénticos sonidos lastimeros. Partí las galletas en tantos trozos como pude y las fui pasando.
Cuando acabó, Nell se puso en pie y los echó a todos sin mucha ceremonia, haciendo gestos con las manos en dirección a la puerta. Antes de salir volvieron a ponerlo todo en sus cajas y las cajas en los estantes, y al cabo de unos minutos la casa volvía a estar en orden y el suelo temblaba con los pasos de todos aquellos pies que se dirigían a la escalera.
—Lo tienes muy bien organizado.
Aunque me estaba mirando, no me había oído. Seguía enfrascada en su trabajo. Ella también llevaba una cinta de corteza de melinjo, justo por encima del codo. Me pregunté qué pensarían de aquella mujer que les daba tantas órdenes e iba apuntando sus reacciones. Curiosamente, todo parecía más vulgar cuando veías hacerlo a otra persona. Me sentía como mi madre, de repente asqueado ante todo aquello. Y sin embargo a Nell se le daba bien, mejor que a mí. Era sistemática, organizada, ambiciosa, un camaleón capaz no de imitarlos, sino de convertirse en su reflejo. No parecía que fuera algo consciente o calculado; era simplemente su forma de trabajar. Yo temía no poder librarme nunca de mi pose de «inglés entre salvajes», a pesar del respeto genuino que había desarrollado por los kiona. No obstante, ella, con sólo siete semanas, estaba más integrada entre los tam de lo que yo lo estaría nunca en ninguna tribu, por mucho tiempo que pasara. No era de extrañar que Fen hubiera acabado desanimándose.
—Déjame que guarde todo esto —dijo, cogiendo las tarjetas y su cuaderno.
Yo la seguí, deseoso de ver su despacho otra vez, de no perderme ni un paso de su proceso de trabajo. Dejó las tarjetas sobre un estante y el cuaderno al lado.
—Perdona. Espera un momento —dijo, y abrió el cuaderno para añadir unas ideas más.
Tras ella, en el estante de abajo, había más de un centenar de cuadernos como aquél. No cuadernos nuevos, sino muy ajados. Un registro de todos sus días desde julio de 1931, supuse. Por algún motivo me sentí de nuevo enfermo, febril, y vi aparecer unos brillos difusos en los bordes de mi campo de visión. No quería vomitar sobre sus cuadernos. Di un paso atrás y oí mi propia voz preguntando algo.
—Por las mañanas —dijo ella, pero yo ya no sabía muy bien qué había preguntado.
Me describió sus tardes, cuando visitaba todas las casas del camino de las mujeres. Dijo que también visitaba otras dos aldeas tam cerca de allí. Le pregunté si iba sola.
—No hay peligro.
—Estoy seguro de que habrás oído hablar de Henrietta Schmerler.
Sí que había oído hablar de ella.
—La mataron —dije intentando ser delicado.
—Fue algo peor que eso, por lo que he oído.
Estábamos ya fuera, en el camino que venía del lago. Las náuseas habían pasado pero aún no me encontraba del todo bien. Unos minutos antes el sudor me había cubierto todo el cuerpo, y ahora estaba helado.
—La presencia de una mujer blanca los confunde.
—Exactamente. No creo que me consideren del todo mujer. No creo que se les haya pasado por la cabeza violarme o asesinarme.
—Eso no puedes saberlo —dije yo (¿no considerarla mujer?, ojalá pudiera hacer eso yo)—. Y el asesinato es uno de los primeros impulsos naturales que tiene cualquier criatura ante lo desconocido.
—¿Ah, sí? Desde luego yo no lo tengo.
Se había hecho un bastón para no cargar el tobillo. Golpeaba el suelo, junto a mi pie izquierdo, con una fuerza considerable.
—Pareces tan interesada en las mujeres de aquí como en los niños o quizá más —dije, recordando lo rápido que había despachado a Amun.
Nell y su bastón se pararon de golpe.
—¿Has observado algo? ¿Te ha dicho algo Teket?
—Nada. Pero sí he visto que esa mujer, Tadi, me aguantaba la mirada sin problemas, y que ese niño...
—¿No tenía el autodominio habitual que ves en niños de esa edad?
Me reí al ver la velocidad con que había completado mi frase. Su mirada era intensa. ¿Qué iba a decir sobre el niño? Casi ni me acordaba. El sol abrasaba el camino, no había sombra ni brisa. La curva de sus pechos a través de la fina camisa.
—Supongo, sí.
Ella golpeó la tierra seca y dura con su bastón.
—Lo has visto. En menos de una hora, ya has visto eso.
De hecho eran dos y media, pero no quise discutir. Alguien la llamó desde el camino.
—Oh —dijo, acelerando el paso—. Tienes que conocer a Yorba. Es una de mis preferidas.
Yorba también se apresuró, tirando de una compañera. Cuando nos encontramos, Nell y Yorba hablaron en voz muy alta, como si aún estuvieran en extremos opuestos del camino. Yorba tenía el sencillo aspecto de las mujeres tam, con la cabeza afeitada y un brazalete, pero su amiga llevaba joyas de conchas y plumas y una cinta en el pelo con escarabajos de color verde brillante. Yorba se la presentó a Nell, y Nell me presentó a mí a Yorba y luego me presentaron a su amiga, que se llamaba Iri, todo ello diciendo baya ban unas ochenta y siete veces para cada presentación. La amiga no me miró a los ojos. Nell me explicó que era la hija de Yorba, que se había casado con un hombre motu y que había ido de visita unos días. Seguíamos a pleno sol y supuse que seguiríamos adelante enseguida en busca de Fen, pero Nell las acribilló a preguntas. La hija, que no podía ser hija de Yorba realmente, ya que parecía unos años mayor, no ocultó su deleite al ver cómo Nell abusaba del lenguaje, cómo se detenía a buscar las palabras y luego las soltaba a chorro con su acento carente de matices. A Nell lo que más le interesaba era cómo veía Iri a los tam ahora que llevaba viviendo fuera de aquella cultura muchos años. Pero ambas mujeres llevaban grandes recipientes de cerámica en unas bolsas de malla colgadas de la espalda y el placer dio paso de inmediato a la impaciencia. Yorba le tiró a Iri de los brazaletes. Nell hizo caso omiso a su creciente incomodidad hasta que Yorba levantó ambas manos como si fuera a empujar a Nell para tirarla al suelo y le gritó lo que parecían improperios dirigidos a ella. Cuando acabó, cogió a Iri del brazo y las dos mujeres se fueron arrastrando sus pies desnudos.
Nell sacó un cuaderno de un gran bolsillo cosido expresamente en su falda, y sin desplazarse siquiera a la sombra llenó cuatro páginas con sus pequeños jeroglíficos.
—Me gustaría visitar a los motu en algún momento —dijo tras volver a guardar el cuaderno, en absoluto afectada por la manera como había acabado la conversación—. No sabía que Yorba tenía una hija.
—Es imposible que sea hija suya.
—Es sorprendente, ¿no? Yo he pensado lo mismo.
—Deben de usar la palabra indiscriminadamente, como los kiona. Cualquiera puede ser una hija: una sobrina, una nieta, una amiga.
—Ésta era hija suya de verdad. Se lo he preguntado.
—¿Le has preguntado si era su hija biológica? —dije yo.
Hasta expresiones como «de verdad» o «relación de sangre» no siempre significaban lo mismo para ellos.
—Le he preguntado a Yorba si Iri había salido de su vagina.
—No, no te creo —dije por fin.
Nunca antes había oído en voz alta la palabra «vagina», y menos aún de boca de una mujer.
—Sí que lo he hecho. Las palabras que me aseguro de aprender el primer día en cualquier lugar son madre, padre, hijo, hija y vagina . Muy útiles. No hay otro modo de estar seguro.
Se puso a andar de nuevo, tomamos un sendero y fue golpeando los matojos con su bastón, lo cual supuse que enfurecería a las serpientes, más que asustarlas. Mientras atravesábamos la vegetación, intenté pasar lo más desapercibido posible.
Llegamos a un pequeño claro, el último pedazo de terreno llano antes de que empezara la jungla. Fen estaba sentado, apoyado en un tocón, observando cómo unos hombres pintaban una canoa recién tallada con jugo de algas. No llevaba cuaderno, tenía las rodillas flexionadas e iba retorciendo un tallo de una hierba larga. Los hombres nos vieron y le dijeron algo a Fen, que se puso en pie de golpe y se acercó de un salto.
—Bankson.
Se había dejado crecer una espesa barba negra. Me abrazó igual que había hecho en Angoram.
—Hombre, por fin. ¿Qué te ha pasado?
—Siento haberme presentado sin avisar.
—No pasa nada. De todos modos el mayordomo hoy tiene el día libre. ¿Acabas de llegar?
—Sí —dijo Nell—. Bani nos está preparando un buen almuerzo. Hemos venido a buscarte.
—¡Esto sí que es una novedad! —exclamó, y luego se dirigió a mí—. ¿Dónde has estado? Dijiste que volverías al cabo de una semana.
—¿Eso dije? Pensé que era mejor daros algo de tiempo para que os situarais. No quería...
—Mira, Bankson, somos nosotros los que estamos en tu territorio, no tú en el nuestro —dijo.
Esa historia de que el Sepik me pertenecía a mí me ponía de los nervios.
—Tenemos que poner fin a esto ya, a esta tontería —respondí, consciente de que la voz me salía con un tono mucho más brusco de lo deseado, pero no conseguía modularla—. No tengo más derecho a los kiona, a los tam o al río Sepik que ningún otro antropólogo o que cualquier otro mortal. No comparto esta idea de que el mundo primitivo se puede trocear y repartir entre unos cuantos que toman posesión de él, excluyendo a los demás. Un biólogo nunca se atribuiría la propiedad de una especie. Por si no os habéis dado cuenta, he pasado aquí veintisiete meses de desesperante soledad. No quería que os fuerais. Pero en cuanto me fui de aquí tuve la sensación de que ya no os podría servir de nada y que no me necesitabais merodeando por aquí. A algunas tribus les incomoda mi altura. Y doy mala suerte en el campo, soy absolutamente inútil. Ni siquiera conseguí suicidarme. Me he mantenido alejado todo el tiempo que he podido, y hasta ahora no me he dado cuenta de que he sido un maleducado al no venir antes. Perdonadme.
En aquel momento los brillos volvieron a aparecer por todas partes, y sentí un gran dolor en los globos oculares.
El mundo se oscureció, pero yo seguía de pie.
—Estoy perfectamente —dije.
Luego, por lo que me contaron más tarde, caí al suelo como un árbol de kapok.
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