sábado, 30 de junio de 2012

Antonio Muñoz Molina / Romanticismo del conocimiento



Antonio Muñoz Molina

Romanticismo del conocimiento



James Cook en Tahití, en un grabado del siglo XVIII. / DE AGOSTINI / GETTY IMAGES / DEA / G. DAGLI ORTI
Quizás no hay un gran libro que no contenga al menos un gran viaje. Uno de los mejores libros que yo he leído en bastantes años, La edad de los prodigios, del historiador británico Richard Holmes, está atravesado de la primera a la última página por los muchos viajes de la gran época de las exploraciones ilustradas, pero el marco temporal que cubre lo delimitan precisamente dos: dos vueltas al mundo, las dos tan llenas de aventuras que abarcarían cada una al menos una docena de novelas, las dos tan decisivas que cambiaron para siempre las vidas de quienes participaron en ellas y ensancharon en una escala revolucionaria los límites del conocimiento humano. En abril de 1769 el buque Endeavour, al mando del capitán James Cook, llegó a la isla de Tahití, en el curso de un viaje que iba a durar tres años, y cuya misión principal era observar el tránsito de Venus. En diciembre de 1831, el joven Charles Darwin, un naturalista aficionado, se embarcaba en elBeagle con la vaga tarea de hacerle compañía a su capitán y de realizar observaciones geográficas y botánicas en América del Sur. En nuestra época, dominada por la convicción idiota de que el pasado es un mundo de gente aburrida y provecta que a diferencia de nosotros lo ignoraba todo sobre las nuevas tecnologías, sorprende comprobar que los grandes exploradores y descubridores científicos de hace más de dos siglos fuesen gente tan joven: en 1831, Charles Darwin tenía 22 años; en abril de 1769, recién llegado a lo que parecía el paraíso terrenal de Tahití, Joseph Banks, el responsable de las observaciones astronómicas de la expedición de Cook, iba a cumplir 26.
Con un instinto para las simetrías inexactas que parecería más propio de un novelista, Richard Holmes empieza su libro con la llegada del Endeavour a Tahití, después de una travesía de más de seis meses desde Inglaterra, y lo termina con la partida del Beagle. El final de un gran libro es también muchas veces una perspectiva abierta sobre el porvenir que hay más allá de él, porque nos gusta que las historias se completen, pero también que nos recuerden que no hay trama que no sea incesante. Esa despedida narrativa de La edad de los prodigios es el comienzo de otra era en el conocimiento científico que ya es de algún modo la que vivimos nosotros: los cinco años de la vuelta al mundo de Darwin en el Beagle son el gran viaje educativo que dio lugar a El origen de las especies, que sigue estando en el centro de todas nuestras ideas sobre la vida y sobre el lugar de los seres humanos en la naturaleza, y que al cabo de más de siglo y medio, asombrosamente, aún provoca el escándalo de los integristas. Pero la gran ruptura de Darwin no habría sido posible sin una larga tradición de racionalidad y de observación empírica de las cosas que empieza en Inglaterra con Francis Bacon y Robert Hooke y continúa con Newton, y una generación más tarde con ese espíritu a la vez ilustrado y romántico que es el impulso del primer viaje de Cook.
Entre el viaje del Endeavour y el del Beagle, cuenta Richard Holmes, una misma pasión por el conocimiento impulsa a los investigadores que aún no se llaman científicos —el término en inglés, scientist, fue acuñado en 1834— y a los poetas a los que más tarde se llamaría románticos. Las divisiones exageradas más tarde por la miopía de los especialismos académicos nunca existieron. Samuel Taylor Coleridge era amigo de astrónomos, exploradores y químicos, y en su poesía y sus ensayos están presentes los debates científicos que le entusiasmaban tanto como la literatura. Keats y Shelley tuvieron formación médica. Humphry Davy, que hizo descubrimientos fundamentales en química, gustaba de los paseos solitarios por esos paisajes desolados en los que nadie había encontrado belleza hasta la irrupción de la mirada romántica, y escribió poemas casi con la misma fertilidad con que publicaba ensayos científicos. Ningún poeta ejercitó tan temerariamente la imaginación como el astrónomo William Herschel, que descubrió el planeta Urano, el primero que se añadía al Sistema Solar desde la Antigüedad. Fue Herschel quien concibió la idea del universo no como un templo o una bóveda en la que se movían ordenadamente los cuerpos celestes según las leyes de Newton, sino como un espacio de distancias que la luz tardaba millones de años en recorrer y en el que estrellas y galaxias estaban permanentemente formándose y destruyéndose. El devoto Haydn aseguraba que el sobrecogimiento de mirar por el telescopio de Herschel, el más grande construido nunca, le inspiró para componer su oratorio La Creación, que contiene alguna de la música más memorable de aquellos tiempos. Pero mucho antes de El origen de las especies, desde finales del siglo XVIII, las observaciones astronómicas de Herschel desbarataban implícitamente la veracidad obligatoria del relato bíblico: el espacio era mucho más grande de lo que había imaginado nadie y contenía muchos más soles y más mundos; el tiempo no podía medirse por las generaciones de la Biblia sino por la edad de las galaxias y la velocidad de la luz.
El conocimiento puro era una pasión tan heroica como la poesía y también una manera práctica de mejorar la vida de las personas y de establecer una fraternidad que estuviera por encima de las lealtades nacionales. William Herschel era un alemán que hizo toda su carrera en Inglaterra. Científicos británicos y franceses se mantenían en comunicación incluso durante las guerras napoleónicas. Ilustración y Romanticismo se combinan en los viajes de Mungo Park en busca de una Tombuctú que parece inventada en los sueños del opio y en el empeño de Humphry Davy por lograr una lámpara segura para los mineros del carbón, que morían en accidentes terribles cuando las llamas de sus candelas provocaban explosiones de metano, quemándolos o sepultándolos vivos bajo los aludes. El relato meticuloso de la invención de la lámpara de Davy absorbe tanto como el de las aventuras eróticas del joven Joseph Banks en Tahití o las primeras ascensiones en globo o las noches en vela de William Herschel y su hermana Caroline explorando el cielo con el telescopio. En nuestro país, décadas de adoctrinamiento en la ignorancia instigado por una mafia política agresivamente analfabeta han desprestigiado y casi extinguido el amor por el saber, lo han convertido en una especie de antigualla sombría que solo es tolerable si la reduce a unas cuantas pildoritas de colores administradas lúdicamente y con el adecuado envoltorio tecnopedagógico: en La edad de los prodigios Richard Holmes vuelca toda su erudición y todo su talento narrativo en el gran relato épico de la pasión humana por aprender, por descubrir, por explorar, por experimentar, por imaginar con solidez y rigor lo que todavía no se sabe si existe, la atracción del misterio que está en la raíz de la ciencia y de la literatura, la alegría de dedicar la vida a una vocación exigente, tan fértil para uno mismo como para los otros. Miguel Martínez-Lage murió cuando lo estaba traduciendo. Puedo imaginar cómo disfrutaría con ese trabajo, él que amaba tanto la buena prosa en inglés.
La edad de los prodigios. Terror y belleza en la ciencia del Romanticismo. Richard Holmes. Traducción de Miguel Martínez-Lage y Cristina Núñez Pereira. Turner. Madrid, 2012. 686 páginas. 32 euros.

EL PAÍS







Margaret Mazzantini / Nadie realmente feliz es escritor

Margaret Mazzantini
NADIE REALMENTE FELIZ
ES ESCRITOR


La italiana Margaret Mazzantini publica en España la melancólica novela ‘Nadie se salva solo’

Es la historia del camino que va del amor al desprecio



La escritora Margaret Mazzantini. / ALESSANDRO MOGGI

Hace un día gris en Roma. Nubarrones oscuros amenazan con descargar lluvia sobre la Ciudad Eterna. Sobre la relación entre Gaetano y Delia en cambio el diluvio ya cayó hace tiempo. Donde durante años reinó un sol brillante ahora tan solo hay escombros mojados y la nostalgia que conlleva una separación. Sobre cómo acabaron ahogados en esa pesadilla se interrogan los dos jóvenes a lo largo de Nadie se salva solo (Alfaguara), la última, melancólica novela de la escritora italiana Margaret Mazzantini (Dublín, 1961) que acaba de llegar a España.
El libro dura el espacio de una cena. Los treintañeros Gaetano y Delia quedan en un restaurante para, en teoría, organizar las vacaciones de sus hijos. La cita se convierte sin embargo en un río de flashbacks que narra cómo un enamoramiento puede transformarse en dolor. “Ambos son una representación letal de una pareja contemporánea. Han intentado ser distintos y han acabado siendo como los demás. Se ilusionaron y han perdido”, cuenta Mazzantini, sentada en el sofá de su amplia “oficina” romana.
Margaret Mazzantini
O, por decirlo a la manera del libro: “Han caído desde la roca más alta y por debajo el agua no era mucha. Se miran y no saben si se quedarán inmovilizados de por vida, en una silla de ruedas empujaba por alguien de buen corazón, o solo cojos. Desde luego ha sido un buen salto”.

Ambos son una representación letal de una pareja contemporánea. Han intentado ser distintos y han acabado siendo como los demás. Se ilusionaron y han perdido”
El símbolo de su derrota está en un tercer invitado que, según la autora, participa en la cena: “Ante ellos tienen al cadáver agonizante de su amor. Intentan reanimarlo. Él la llama 'puta', ella le echa el helado a la cara. Pero no hay manera”. La autopsia de su sentimiento desvela a lo largo de 218 páginas un viaje desgarrador que arranca con dos almas gemelas y termina con dos individuos que llegan a despreciarse por un albornoz dejado en el suelo o por cómo el otro coloca un vaso en una mesa.
Imperfecciones, dejaciones, es decir la marca de la casa de Mazzantini: “Siempre escribo de tipos que tienen fallos y faltas, que están cojos. Eso es lo que nos hace humanos”. Como Gemma, la protagonista de Venido al mundo, otra trágica novela que Mazzantini ambientó en el sitio de Sarajevo durante la guerra en Bosnia y que considera su obra maestra.
Una falta es también lo que lleva a la autora a escribir. “Es un sentimiento que se acerca, una vorágine, un hambre abierto. Nadie realmente feliz es escritor”, cuenta Mazzantini sobre el momento en el que vuelve a teclear. Un acto placentero –“es como volver a ver a tu enamorado”- pero también fatigoso, al menos para una mujer que es también, y sobre todo, madre de cuatro hijos: “No tengo tiempo: escribo cuando los niños están en el colegio, o durante las vacaciones. Siempre digo que para escribir hace falta fuerza física”.
Margaret Mazzantini
De habla rápida y apasionada, la autora de Nadie se salva solo dispara ráfagas de frases sin parar. Y así durante una hora y media. Infinitamente más necesitó su padre para terminar su ópera prima. “Se pasó 40 años escribiendo el mismo libro. Acabó bromeando con que le publicarían póstumo”, cuenta la escritora. A fuerza de ver a su progenitor sobrecogido por su hazaña literaria, Mazzantini creció con la idea de que la escritura “hacía daño”. “Los libros me parecían ataúdes”, remata.
Hasta que, en un viaje a París de hace 25 años, su marido, el actor y director Sergio Castellitto, le regaló un cuaderno. Llevaba Indiana Jones en la portada y, dentro, una serie de páginas en blanco que Mazzantini llenó con la historia de su abuela, a la sazón enferma terminal. Aquel borrador se convirtió en La palangana de zinc, el primer paso literario de Mazzantini. Aunque pocos años después, en 1998, la escritora dio más bien un salto olímpico con No te muevas, su obra más conocida y cuya fama se debe también a la versión cinematográfica interpretada por Castellitto y Penélope Cruz.

Somos el país del arte, de la cultura. Y sin embargo jamás hay atención por nuestro patrimonio”
Lo mismo ocurrió con Venido al mundo, tanto que más de una voz en Italia ha hablado de una suerte de empresa familiar: ella deslumbra libros, él los lleva al cine. “Quien lo ha dicho es un malpensado. Vivo con un cineasta y es normal que algunas de mis historias le puedan interesar”, defiende Mazzantini.
Una historia que parece fascinarle es la de su país. Con Italia la autora vive esa misma relación de amor-odio que la ata a la escritura: “Somos el país del arte, de la cultura. Y sin embargo jamás hay atención por nuestro patrimonio”. Cual tortura china, Mazzantini ve dos extremos que tiran cada uno por su lado hasta estrangular al público. “Ciertos programas de televisión nos han acostumbrado a la basura, nos han encaminado hacia la deriva. Pero también hay intelectuales y escritores demasiados elitistas, alejados de la gente”, sostiene la italiana. En medio está el país real, ese del que Mazzantini dice: “Italia está repleta de una humanidad fiel, leal, maravillosa”.
En ella se podría incluir a un anciano que la autora se encontró un día. El señor padecía por entonces un cáncer que no dejaba mucho espacio para la esperanza. Hoy el hombre ya ha fallecido, aunque Mazzantini recuerda sus palabras: “Me dijo que rezara por él y yo le contesté que no sabía si estaría a la altura”. El anciano respondió que sí, que aun así su ayuda sería importante. Por una simple razón: “Nadie se salva solo”.







viernes, 29 de junio de 2012

Granta profunda / De viaje literario por la América superficial

Entries Invited for the First Annual E360 Young Writers Awards ...

Granta profunda

De viaje literario 
por la América superficial


La edición española de la revista “Granta” te escoge como uno de los veintidós autores en español a tener en cuenta y de repente te descubres viviendo la versión barras y estrellas del típico “si hoy es miércoles, esto es Bélgica”. Eso le sucedió a Alberto Olmos, uno de los protagonistas patrios (junto a Javier Montes y Andrés Barba) de una gira que, bajo el lema de “Building Bridges”, lo condujo a Seattle, Chicago y Nueva York; a conocer al juez Garzón y al redactor de la Ley Sinde, a testimoniar una existencia de hoteles, “groupies” y lujos varios que, de algún modo, también forma parte de la literatura.

Por  ALBERTO OLMOS
La literatura era esto: aviones, hoteles, taxis, micrófonos, chicas guapas y millonarios. Creíamos que la literatura iba de morirse de hambre, de desperdiciar en pijama la vida por alcanzar la Gran Obra. Error. A día de hoy eso ya no es literatura; es escritura. La literatura en nuestro tiempo es todo lo que hace un escritor cuando sale de casa, es decir, cuando no escribe.

Entre todas las actividades que sacan a un novelista de su cuarto, ninguna tan literaria como una gira promocional. El primer avión me llevaba a Seattle. Allí comenzaba la tournée literaria “Building Bridges”, organizada por la revista Granta en español dentro del Programa SpainCulture. Junto a Javier Montes y Andrés Barba, otros dos autores de la lista Granta, pasaría dos semanas de aviones, hoteles y taxis, de micrófonos, de chicas guapas y millonarios. Lo único que debía preocuparme era no perder ningún vuelo, ningún taxi, ningún calcetín en ningún hotel; hablar en inglés ante el micro; firmar a las chicas dedicatorias decisivas y, sobre todo, recordar que a los millonarios les gusta que les llamen editores.
Del salmón a Garzón

En Seattle nos esperaba David Gutterson. Nadie sabía quién era. Premio Pulitzer, película con Ethan Hawke, traducido a veintiocho idiomas: ése era David. Nuestra road manager era Valerie Miles, la única editora capaz de hacer sentir a un escritor que todavía es él la estrella del show. Después de comer todos juntos, David nos llevó a ver salmones. David estaba entusiasmado con los salmones. Era temporada de cría (en realidad, no sé de qué) y en las esclusas del canal podríamos observar a los salmones remontando la corriente. Al señor Gutterson aquello lo emocionaba hasta las lágrimas. Parecía un escritor retirado, hastiado incluso, con pasiones nuevas que sólo alcanzaban los alrededores de Seattle, sus parajes y bichos, y al que la industria editorial le aburría tanto como a mí mirar el salto del salmón.

Por la mañana me había dado una vuelta por Seattle. Había casi tantos Starbucks como mendigos, una lonja, una biblioteca psicodélica y un montón de tristeza. Juzgar una ciudad por un rato que pasas en ella es una crueldad inevitable. Mi juicio sobre Seattle fue desolador. Mal vestidos, barbudos, erráticos como las grietas de una pared, numerosos peatones solitarios que me cruzaba por la calle parecían lamentarse aún de no haber parado con su propio cráneo el disparo que tumbó a Kurt Cobain. Llevaban todos gorros de lana, de colores mortecinos, alineados con sus sienes, como si las quisieran tener siempre presentes, en el punto de mira de un gesto por venir.

Por eso, quizá, leían. Siempre había libros en las mesas de las cafeterías, en esos bolsillos insondables del abrigo cotidiano; y la biblioteca, casi escandalosamente sofisticada, se insinuaba como el motor intelectual de todas las conversaciones de la ciudad.

Nuestra charla tuvo lugar en Elliot Bay Bookstore, una librería napoleónica y cálida, regentada por un tipo, Rick, que a la caída de su párpado izquierdo y a su pelo cano les administraba una inteligencia de tendero taimado y próspero. Su librería era de las pocas de Seattle que, de momento, no cerraba.

En esa primera charla estuvo Baltasar Garzón. Al día siguiente daba él mismo una conferencia en la universidad. Seguramente un español no puede resistirse a la solidaria maldad de escuchar a otro español hablando inglés.

Despaché con él en el ágape posterior al “panel”; y con decenas de asistentes. Todos firmamos un montón de Grantas y nos convencimos de que sí, de que la literatura era esto.

Darwinismo evidente

A partir de aquella charla con celebrity incluida, era evidente sin embargo que sólo podíamos ir a peor. Una charla puede ser aburrida o irritante para el que participa en ella, pero una gira de charlas clónicas es necesariamente aburrida e irritante. Eso aprendí.

La misma conferencia que dimos en Seattle la dimos en San Francisco, en Chicago, en Washington y, dos veces, en Nueva York. Un panelista profesional sabe que lo que va a decir ya lo ha dicho muchas veces, pero tiene que decirlo con impostada pasión nuevamente para que el público no note que le están sirviendo anécdotas recalentadas. El panelista profesional es un fingidor que finge sobre todo su reacción a la reacción del público, tan previsible, tan comprobada.

Era inevitable competir, pesar en balanzas inconscientes las risas que provocaba el otro escritor al hablar, las miradas que se le dirigían, la docta aprobación del moderador a su discurso. Esta soterrada sensación de competitividad, que era puramente deportiva en Elliot Bay Bookstore, en Books Inc., en el Instituto Cervantes de Chicago, en BusBoys & Poets y en The Center for Fiction, apareció insepulta y en todo su esplendor en la penúltima charla: la dábamos en McNally Jackson (Nueva York) y a ella asistirían un buen número de editores destacados: de New Directions, de Farrar Straus, de Penguin…

Por supuesto, yo no tenía ni idea de la existencia de estos sellos editoriales, pero sí era consciente de que sus responsables podían ser responsables a su vez de la más absoluta felicidad de un autor: ser publicado en Estados Unidos. Me miraba y nos miraba (a los autores de Granta, los ya mencionados Montes y Barba, pero también Oliverio Coelho, Federico Falco, Rodrigo Hasbún y Carlos Labbé, presentes en las charlas neoyorquinas) como a esos niños de la película Las normas de la casa de la sidra, que se repeinan y se revisten de ternura el día en el que acuden al orfanato las parejas adoptantes, con la intención de provocar en estas parejas la decisión que les saque del hospicio; del ruedo ibérico, en nuestro caso.

El salto al inglés parecía complicado, sin embargo. En todas las charlas, el último tramo que señalaban los moderadores o el público asistente de la presencia española en su cosmovisión literaria era el que representaban García Márquez y Vargas Llosa. Daban a entender que de la escalera de la literatura en español no se había subido ni un peldaño en las últimas cuatro décadas. Ni siquiera Roberto Bolaño era mencionado.

Después de las charlas, de las conversaciones epigonales y del cigarrillo post-simposio, solía haber chicas o fiestas. Estaba fumando con desaconsejable lentitud a las puertas del Intituto Cervantes de Chicago –dentro era donde estaba el negocio– cuando una mujer me abordó. Yo ya la había visto, al otro lado de la acera, lanzándome miradas mientras escribía a bolígrafo en un trozo de papel. “Hola –me dijo–, ¿tú estabas en la mesa, no?”. “Sí”, dije, triunfal. Su español era excelente. Tendió su mano con humildad y sonrojo. “¿Le podrías dar esto a Andrés Barba?”. Cogí la nota: en ella figuraba un número de teléfono y una dirección de mail. “Sí, claro”. “Me gustaría hablar con él, comentar”. “Sí, claro”.

Como buen go-between le hice llegar a Andrés el billete. Por supuesto, me vi obligado a comentar las características físicas de la dama. Por supuesto que la literatura era esto.

La fiesta más conveniente se desarrolló hacia el final de la gira, en el apartamento en Manhattan de una agente literaria llamada Nicole. A la fiesta acudirían todas las personas importantes del mundillo.

Yo no fui.

Desde luego, mi absentismo podía muy bien ser interpretado como una fenomenal estrategia autopromocional, porque no estar es siempre motivo de pesquisa, comentario o nombramiento, y uno es sin duda mucho más interesante cuando no está y es su hueco halagüeña embajada de su carisma.

No fui porque me perdí en la Sexta Avenida, caminando en la dirección contraria.

El espía y el escritor

Chicago fue turismo de poder. La charla era en el Cervantes de la ciudad y sólo hubo tiempo para un apresurado paseo matutino. El turismo de poder es como el turismo de las catedrales pero mientras las están haciendo. Todo el mundo era allí muy importante y llevaba camisas de cuadritos y tenía un gran futuro cayéndole encima. Conocí a un señor que era, de hecho, el organizador de la gira y que, cuando me dio la mano, ni siquiera me miró. Después hablé con él por casualidades del cóctel y acabamos comentando la acampada en la Puerta del Sol de Madrid, lo que nos llevó, azarosamente, a comentar la Ley Sinde, de la que yo me mostré temerariamente partidario. Me dijo: “Me alegro de que estés a favor, porque yo fui quién redactó esa ley”.

Era Guillermo Corral, y para demostrarme (soy suspicaz) sus responsabilidades mayores en la Ley Sinde sacó su iPhone y buscó su nombre en Google, y me mostró un texto donde le acusaban de ser un agente de la CIA.

“¿Lo eres?”, dije.

En Chicago también conocí a Aleksandar Hemon. Al contrario que el resto de autores, no sonreía, no era guapo, no vestía con elegancia, no parecía cómodo en la situaciones sociales y no tenía particulares pasiones por estrechar manos y dejar tarjetas en las palmas. Inmediatamente pensé: “Éste sí que es un escritor de verdad”.

¿Es Kate Winslet?

La última charla era en 192 Books y yo no participaba. Carlos Yushimito era la nueva incorporación del encuentro y los demás autores mencionados en esta crónica asistimos solidaria o activamente. Al acabar la primera ronda de intervenciones, salí a la calle a fumar. Ya no volví a entrar.

Miraba libros en el escaparate y me preguntaba cómo quedarían mis títulos en inglés y en Europa Editions o New Directions. Sopesaba, cigarrillo tras cigarrillo, el descomunal croquis informativo de nuevo cuño que debía integrar en mi memoria: nombres de sellos, de editores, de agentes, de autores publicados en esos sellos o llevados por esos agentes. Sopesaba la insoportable competitividad, el sueño de la fama, la tristeza de no estar escribiendo y, sin embargo, sentirme más literario que nunca.

En estas andaba cuando pasó delante de mí Kate Winslet, llevando de la mano a su hija. ¿Era Kate Winslet?, me pregunté. Viendo su ropa, sus andares, su rostro casi anodino, dudé. Junto a mí llevaban ya un buen rato tres mujeres vestidas con pantalón negro y blusa blanca: eran las camareras del cóctel que vendría luego. Una de ellas cuchicheó con las demás, emocionada: “¡Kate Winslet!”.

La fama es una cosa de camareros.

Cajones en las alturas

“Vamos a la fiesta de New Directions, ¿te vienes?”. Aurelio Major me encontró solo en la puerta y me hizo esta proposición. Yo me había perdido la gran fiesta de anoche, en casa de Nicole, y me pareció compensatorio animarme. “Bueno”.

En la 80 con 8th Avenue estaba la sede de New Directions, en la planta 19. Nada más pisar sus moquetas raídas y contemplar sus archiveros de metal baqueteado, supe que eso sí era literatura. Otra vez. Barbara Epler, la editora, empezó a darme libros y consejos, sobre todo acerca del paradero del alcohol. La editorial, con 75 años a sus espaldas y las medallas de Tennessee Williams, Ezra Pound o Henry Miller en el pecho, era un dédalo de cubiles miserables, encantadoramente diminutos. Circulaban por ellos personajes como Paul Yamazaki, librero de City Lights, el dramaturgo español Iñigo Ramírez de Haro (su Me cago en dios se había estrenado en la ciudad como Holly shit), la modélica librera de McNnally Jackson, Sarah McNnally, y un ruso pizpireto e inútil con el que estuve hablando de Horacio Castellanos Moya.

Curioseé por la sede editorial con considerable desvergüenza. Tiraba de las asas de todos los cajones donde aparecía escrito, en una cartela, algún nombre legendario: “Correspondencia de Dylan Thomas”, decía uno; “Correspondencia de TS Eliot”, decía otro. “Literatura Española/Derechos”, otro más. Pero todos estaban cerrados.

En un armario de puertas acristaladas, vi pegado una enorme hoja de papel con un poema manuscrito: iba firmado por Lawrence Ferlinghetti.

Todo era tan mítico que para salir al balcón había que saltar por la ventana.

Eran las doce de la noche en lo más alto de la ciudad.

Manhattan bramaba contra el río Hudson, y el río Hudson bramaba contra Manhattan.

Desde las alturas no se puede continuar el camino.


jueves, 28 de junio de 2012

Poetry Slam / El club de los poetas vivos

Foto de Guy Le Baube

Poetry Slam

El club de los poetas vivos
La poesía ha salido de la modorra de las academias y ha tomado los bares. Una liga de poetas está en marcha para aquéllos que quieran hacerse oír por una audiencia con ganas de que la poesía rompa su intimismo. Pasen y reciten… 
Por CARLOS DÁVALOS 

   La camarera pide a los que están de pie que por favor se sienten para que la dejen circular. No queda un solo asiento libre en el café Libertad 8 de Madrid. Las luces están apagadas pero un reflector queda encendido sobre un estrado. Sobre el escenario hay una chica de pelo rojizo que frunce el ceño antes de sonreír. A su lado hay un poeta o un slammer, como prefieran llamarlo. Ella lo presenta. Lleva gafas de pasta y el cabello ensortijado. El público enmudece antes de que el poeta empiece a recitar. Lo hace con gracia, con cierto carácter histriónico. Por momentos, el público se ríe. Cuando termina, la gente aplaude y lanza gritos. Por las mesas se va pasando una pizarra pequeña para que cada una ponga una puntuación. Ha llegado la hora de votar al poeta que ahora se retira y deja paso al siguiente.




   El Poetry Slam es una competición poética donde cualquiera puede participar y en la que cada noche hay un ganador. Desde hace dos años, los Poetry Slams se vienen llevando a cabo todos los meses en Madrid, “aunque ahora también se organizan en Barcelona, Granada o Jaén”, dice Eloisa Suárez que hasta hace poco fue la presentadora y organizadora del evento en la capital. El primero de todos se hizo en 2008 gracias a una iniciativa del instituto Goethe y en él trajeron a poetas de Alemania y Francia. “El evento tuvo tanto éxito que se decidió implantar de manera regular”.
   Pero el origen de los Poetry Slams data de mucho tiempo atrás, de mediados de los años 1980, cuando Marc Smith, un poeta americano que trabajaba como constructor, decidió comenzar una serie de recitales de poesía en un conocido bar de Chicago de nombre curioso (se llamaba sala Colócame) buscando dar forma y contribuir a los bares de micrófonos abiertos; es decir, donde la gente podía subirse al escenario y recitar libremente sus poemas. La idea de Smith estuvo influenciada por el arte punk y una legendaria disputa entre un poeta, Jerome Salla, y un músico, Jimmy Desmond. Ambos acudían a este circuito paralelo que ya existía en algunos bares y pubs estadounidenses donde la participación del público era tan importante como la del poeta. Una noche de 1980, luego de recitar sobre el escenario, Salla casi es agredido por Desmond, que desde el público le había lanzado una silla sobre la cabeza. La intervención del dueño del Colócame lo evitó, pero Salla retó públicamente a diez rounds poéticos a Desmond. Poco tiempo después montaron un ring en el bar, ambos se disfrazaron de boxeadores, pusieron jueces y hasta chicas en bikini que iban anunciando los rounds con pancartas. Salla ganó las dos veces que se enfrentaron y fue así como Marc Smith cogió la idea e hizo de la competición algo regular. Agregó la palabra Slam, que quiere decir “torneo”, y hasta ahora.
   “En países como Alemania es algo ya muy asentado, hay torneos nacionales que incluyen a Suiza y Austria, y la gente vive de eso”, dice Eloisa, que días después de esta entrevista partiría a Berlín en busca de nuevos horizontes. “Me voy a Alemania porque aquí en España no hay trabajo, si esto del Slam pagara me quedaría, además me gustaría ver como está la escena Slam en Berlín”.



Agrandar el círculo
Las reglas son sencillas y permiten que los poetas compitan en igualdad de condiciones: deben utilizar sus propios textos, sin música, con libertad de tema, pero con un tiempo límite de tres minutos. Uno de los poetas que más veces ha ganado y que más constancia ha mostrado es Rubén Prada, madrileño de 33 años que, de lunes a viernes, se desempeña trabajando en el departamento de recursos humanos de una empresa de logística farmacéutica. Escribe poemas desde los 15 años y descubrió en esto del Slam una buena forma de dar rienda suelta a su creatividad literaria. “El Poetry Slam me ha ayudado a tener menos miedo escénico en las presentaciones que tengo que hacer en la empresa, cuando me toca hablar delante de trabajadores, directores o de un equipo de trabajo. Me ha ayudado a soltarme y a tener mayor desparpajo al enfrentarme a este tipo de retos profesionales”, asegura Prada. “Creo que hay un punto de conexión entre las artes escénicas y el mundo empresarial; al final estás vendiendo un producto, en este caso se trata de un poema”. Por eso sabe qué tipo de poemas pueden funcionar mejor encima del escenario: “Los que funcionan suelen ser los que tienen un enganche fácil y emocional con el público, los que utilizan la palabra de forma efectista, fáciles de captar, porque al final el público los oye recitados y no tiene tiempo de releerlos, ni de pensar en lo que está oyendo. Tiene que provocar un efecto inmediato”.
   Ángela Angulo, de 51 años, es otra de las poetas. Apenas lleva tres presentaciones, pero una de ellas le bastó para ser la más votada del público y por ello fue elegida junto con Prada para representar a Madrid en un torneo nacional realizado en Barcelona con motivo del Kosmópolis. “Empecé muy tarde con eso de la poesía, apenas hace tres años, y me vino a la cabeza de repente. Luego empecé a organizar recitales con amigas y me empezó a gustar y comencé a ir a recitales poéticos”. Antes de apuntarse por primera vez al Slam estuvo asistiendo como espectadora durante un año, hasta que un día no pudo resistir más y se animó a subir. “Hay algo que hace que me encante estar encima del escenario. Voy con un poquito de nervios pero me encanta”.
   Entre los poetas hay algunos que ya no están más. César Blanco se hacía llamar “el poeta 21”, haciendo referencia a los veintiún gramos de peso que todos los seres humanos perdemos al morir. En febrero de 2010 había estado trabajando en un poema acerca del 23-F y del que hablaba con bastante entusiasmo a sus colegas. Lo tenía previsto recitar esa misma semana. Vivía en Vallecas y era artesano. Un día antes del recital, justo el mismo 23 de febrero, murió de un problema de corazón. “Una vez vino al Slam con varios peces de diferentes tamaños, incluidos una red de pesca y un barquito construido. Su trabajo de artesano estaba siempre relacionado con el mundo de la pesca y el mar, el mar aparecía mucho en sus poemas”, dice Rubén Prada, que tuvo oportunidad de hablar con él un día antes de su deceso.
   “Nosotros no hacemos restricciones, de ningún tipo; puede subir al escenario cualquiera que crea tener un buen poema y sepa que lo puede interpretar bien, que puede ponerlo en escena, porque de lo que se trata no es sólo de tener un buen poema, sino también de saber escenificarlo”, dice Eloisa Suárez.
   Dentro de poco saldrá un libro recopilatorio con los mejores poemas de esta primera etapa. “El Slam tiene que crecer. Hemos estado dos años en Madrid germinando este proyecto y lo que tiene que hacer ahora es madurar, expandirse, que sea una escena sólida. Se está pensando en hacer talleres en escuelas y universidades, y también proponer un Slam nacional aquí en Madrid, como ya ha ocurrido en Barcelona. Participar en una serie de eventos extraordinarios como La noche de los teatros, ese tipo de cosas. En otras palabras, agrandar el circulo de difusión y de actividades”.
   La cita es el último miércoles de cada mes. Más información en poetryslammadrid.blogspot.com.




miércoles, 27 de junio de 2012

Escritores delincuentes / Literatura a pluma armada

Álvaro Mutis
José Ovejero
ESCRITORES DELINCUENTES


Literatura a pluma armada

Ovejero y los escritores fuera de la ley
Sir Thomas Mallory, Cassady, Cervantes, Genet, Chester Himes, Karl May… son algunos de los escritores que cruzaron la frontera de la ley y José Ovejero ha decidido visitarlos en “Escritores delincuentes” (Alfaguara). Nos acerca a las circunstancias y trata de apuntar, sin voluntad de establecer juicios a favor o en contra, los muchos hilos que flotan alrededor de esas turbulencias que inevitablemente marcaron su tarea literaria. 
Por ANTONIO G. ITURBE

Por mucho glamour que se le quiera adjudicar al oficio de escritor, hay que rendirse a la evidencia: han salido muchas más grandes obras para la literatura universal de las cárceles que de los talleres de escritura o las academias. Ahí está la Balada de la prisión de Reading de Oscar Wilde, las Cartas de la cárcel de Céline o el mismísimo Quijote. José Ovejero bucea en la zona más turbia de las vidas de algunos de los escritores más célebres. Tras la lectura queda claro que no es posible llegar a ninguna conclusión general porque cada caso encierra un pequeño mundo, aunque vale la pena no perder de vista una afirmación de González-Ruano que se recoge en el arranque del libro: “No merece la pena ser escritor si no le hacen caso a uno”. De todas formas, Ovejero nos invita a un recorrido que muestra un abanico de situaciones que llevaron a diversas plumas a ponerse, voluntaria o involuntariamente, de manera justa o injusta, al otro lado de la ley. Seguimos a Ovejero en la indagación de algunas de esas vidas de las muchas que radiografía en este libro que trata de ir un paso más allá de la biografía: no sólo pretende exponer sino también entender lo que sucedió. Muchos han intentado tapar su pasado, otros lo han olvidado, algunos lo incorporan a su vida y obra, bastantes lo superan, pero… ¿la mayoría se ha arrepentido? Hay una frase de Eddie Bunker (atracador antes de hacerse novelista, de quien la editorial Sajalín está recuperando sus títulos oportunamente) muy clarificadora: “Nadie es culpable para sí mismo”. He aquí algunas tipologías que nos sugiere la lectura de Ovejero.
William Burroughs

Es uno de los iconos de esa generación Beat que quiso beberse la vida a tragos e incluso exprimirla para inyectarse el jugo por vía intravenosa. Burroughs tuvo muchos encontronazos con la justicia por sus excursiones al lado salvaje de la vida (sexo, drogas y descontrol) y condenas por narcotráfico y escándalo público. Pero se salvó de la más grande de todas: en circunstancias nunca del todo aclaradas, cuando tenía 37 años le metió un tiro en la cabeza a su esposa, Joan Vollmer. Ovejero, de manera sintética, centra muy bien lo que se conoce de ese episodio y también tira hilos que nos pueden ayudar a sacar nuestras propias conclusiones. Oficialmente, a ese yonki a perpetuidad que fue William Burroughs se le disparó accidentalmente una pistola en casa y la bala impactó en la cabeza de su mujer. Años después el propio Burroughs explicó que se trató de un juego a lo Guillermo Tell: ella sostuvo un vaso sobre la cabeza y él disparó. Asegura que apuntó a la parte superior del vaso. Falló. Ovejero nos pone en contacto con el narcisismo, el desequilibrio egoísta de Burroughs, la manera de bromear sobre ese incidente hacia el final de su vida, y uno ya no está muy seguro de a dónde apuntó este escritor tan apreciable de vida tan arrastrada. Dice Ovejero que “lo que más me atrae de Burroughs es su –al menos aparente– falta de compasión, hacia sí mismo y hacia los demás. Resulta fascinante alguien que nunca se siente obligado a justificarse”. Allá cada cuál con sus atracciones.

Álvaro Mutis

Mutis es un autor capaz de escribir algunas de las páginas más hondas, brillantes y existenciales del siglo XX en sus novelas de Maqrrol, el gaviero. A la vez, en su vida personal ha sido un bon vivant y hedonista profesional, organizador de fiestas y gourmet. Realmente, después de leer sus libros, cuesta imaginarse al autor como a una persona frívola y todo puede deberse a un gran malentendido. Lo cierto es que Mutis salió (y no por piernas, sino en avioneta) de Colombia al ser acusado de malversar (o al menos malgastar) fondos de la empresa Standard Oil en la que ejercía de Relaciones Públicas. Unos dicen que Mutis utilizó el dinero para ayudar a disidentes políticos perseguidos y que fue un linchamiento político. Otros mencionan fantásticas cuchipandas organizadas por Mutis, como una en que llenó un avión de músicos y amigos para montar una juerga en las islas del Rosario. No son pocos los escritores que comieron a dos carrillos a costa de la Standard Oil. Ovejero recoge oportunamente unas palabras de García Márquez al respecto: “Mutis estuvo en la cárcel por un delito que disfrutamos muchos escritores y artistas, y que sólo él pagó”. Finalmente cumplió condena (rebajada) en México, país donde ya se quedó para siempre. Mutis, con su habitual ecuanimidad, ha venido a decir que ninguna de las dos versiones es la verdadera, aunque algo haya de ambas. Su paso de quince meses en la cárcel parece que atemperó la frivolidad de este hijo de diplomático, criado en buenos colegios de Europa y acostumbrado a la buena vida, que desde entonces ha sido autor de páginas de una altura extraordinaria.

Miguel de Cervantes

Hay escritores que nacen estrellados. Tal vez por eso llegan a ser celebridades; lo vienen diciendo desde Aristóteles a Montero Glez: si no hay conflicto, no hay literatura. ¿Hubiera escrito Cervantes esa maravilla irónica, sarcástica, desmesurada, que chorrea vida y calle que es El Quijote si hubiera vivido en un palacete comiendo faisán en bandeja de plata? Cuando en 2005 se celebró el año del Quijote y se realizaron rimbombante homenajes a Cervantes en regias academias, con presencia de las máximas autoridades con sus mejores galas, uno se preguntaba si desde allá arriba Cervantes no se estaría partiendo la caja de la risa. Porque a él, en vida, los escritores académicos, representados por Lope de Vega, lo machacaron todo cuanto pudieron y las autoridades, en lugar de homenajes, lo que le dieron fueron palos a discreción. Ya de joven fue condenado a que le cortaran la mano derecha por participar en un duelo y tuvo que salir corriendo hacia Italia, autocondenándose al exilio. Después de alistarse en el ejército, fue apresado por los piratas berberiscos y paso cinco años encerrado en Argel. Las autoridades españolas, por las que había combatido, quedado inútil de la mano izquierda y luego secuestrado en un traslado, se desentendieron a la hora de reunir el dinero que reclamaban sus secuestradores. Después de regresar a España, bastante maltrecho, consiguió un empleo de esos que nadie quiere ni regalados: actuar como decomisador real. Era un empleo que levantaba mucho odio (algo así como ser inspector de la SGAE); el propio Ovejero cree muy probable que la acusación que lo llevó a la cárcel fuera una venganza. Se le acusó de haber revendido parte del trigo incautado para su beneficio. De haber sido así habría tenido holgura económica, cuando Cervantes estuvo siempre más tieso que un legionario pasando revista. La justicia no dejó de perseguirle, incluso por asuntos relacionados con las visitas “indecentes” que recibía su sobrina en el domicilio de los Cervantes, de las que él ninguna culpa tenía. Y, posteriormente, volvió de nuevo a la cárcel sin comerlo ni beberlo. Ejercía de recaudador de impuestos (otro oficio muy apreciado en la época) y tuvo la mala suerte de que el banco donde tenía depositado el dinero quebrara. Las cosas no eran como ahora y el que pringó fue el propio Cervantes, que acabó en la Cárcel Real de Sevilla en 1597. Pero, como no hay mal que por bien no venga, allí empezó a escribir sobre las andanzas de un hombre al que se le funde el cerebro leyendo novelas de caballerías y se va por las Españas a desfacer entuertos con una palangana en la cabeza a modo de yelmo.

Karl May

Karl May llenó la juventud de varias generaciones con vibrantes relatos ambientados principalmente en los grandes espacios del salvaje Oeste (protagonizados por Old Shatterhand, aquí conocido como Calzas de Cuero) y también de Asia y África. Que Karl May ambientara sus novelas en lugares que no había pisado es algo habitual e incluso admirable. Lo hicieron Julio Verne y muchos otros. Pero Ovejero nos muestra cómo lo de Karl May era enfermizo: él mismo se retrataba en la fotografía de solapa de los libros ataviado como un explorador, aunque nunca hubiera pasado de la esquina de su calle. Era la punta de un iceberg, de un afán por el enmascaramiento. Antes de ser un escritor con miles de lectores había pasado por la cárcel por cometer diversos robos y estafas, siempre utilizando falsas identidades. Eso le supuso una primera condena de cuatro años. Al salir de prisión (donde empezó a escribir) se inventó un personaje de presunto policía que, con la excusa de perseguir billetes falsos, se apropiaba de los verdaderos a costa de la ingenuidad de los ciudadanos. Eso le costó otros cuatro años de condena. Cuando finalmente salió libre y empezó a ganarse la vida como escritor trató de borrar las pistas de su pasado y crearse una biografía nueva de hombre honesto a carta cabal, gran viajero y políglota (decía que hablaba cuarenta idiomas, cuando en verdad apenas chapurreaba un par). Incluso llegó a comprarse un título de doctor honoris causa por la universidad Germana-Americana de Chicago para desmentir a los que empezaban a acusarle de farsante. Curiosamente, el declive definitivo de May le sobrevino cuando empezó a contar la verdad. Con más de 60 años viajó por fin a esa América que tantas veces había descrito asegurando que todos sus personajes eran reales y los había conocido en persona. También pocos años antes había viajado a Oriente. De resultas de esos viajes vio que lo que él describía en sus libros era erróneo, así que empezó a dar un giro menos exagerado y pintoresquista. Y ésa fue la puntilla a una carrera ya en declive: los críticos serios ignoraron su enderezamiento y siguieron despreciándolo profundamente, mientras que su público quedó decepcionado por aquellas aventuras tan poco vistosas. Como colofón a su hundimiento, falló en el desesperado intento de salvar su imagen para la posteridad con una maquillada autobiografía donde se describía como un gran caballero y descalificaba a sus detractores por mentirosos y envidiosos. El libro fue secuestrado cautelarmente por un juez y May murió poco después.

Jeffrey Archer

El poderoso Sir Archer al que Margaret Thatcher tenía en tan alta estima empezó trabajando de camarero, matriculándose en un academia de policía que abandonó al poco y encontrando su primer empleo estable como profesor de educación física en un colegio en Oxford. Ovejero prefiere no tratar cómo logró en tres años, gracias a su posición de entrenador de un equipo de muchachos con padres en la élite, ascender de manera rápida. Tenía encanto, ambición y una inusitada capacidad para construir patrañas. Se ofreció como captador de fondos para Oxfam y logró que los Beatles visitaran Oxford. Ahí encontró un filón: defender asociaciones humanitarias le permitía aparentar una elevada moral, conocer gente de alto estatus y alimentar su imagen de persona eficiente. Después llegó un puesto de concejal, un matrimonio con una mujer de clase alta y un ascenso en el partido conservador. Durante su estancia en el Ayuntamiento, sus hojas de gastos eran prodigiosamente imaginativas: no sólo aprovechaba las suyas, sino que rebañaba las de otros colegas municipales para hincharlas de gastos ficticios y luego les daba una comisión. De esa manera, ganó dinero y amigos. Y con esas habilidades llegó a diputado, claro. Ovejero destaca momentos brillantes defendiendo causas progresistas junto a meteduras de patas propias de quien actúa de manera intuitiva, siempre hacia adelante. Trató de sacar ventaja de su información privilegiada en una millonaria inversión en acciones que resultó un fraude y casi lo arruina. Al verse sin dinero se le ocurrió una manera de obtener ingresos: escribir novelas. Los editores británicos que recibieron el manuscrito de Ni un centavo más, ni un centavo menos (maniqueo, descaradamente comercial y plagado de faltas de ortografía) lo rechazaron. Pero en Estados Unidos vieron el filón y lo publicaron. La Warner compró los derechos para el cine y sus siguiente novelas tuvieron una espectacular difusión. En Reino Unido fue nombrado Lord, pero su carrera política estaba en la cuerda floja por la gran cantidad de asuntos oscuros de su pasado. El diario The Star sacó a la luz su relación con una prostituta y Archer (siempre hacia adelante) lo demandó. Manipuló su coartada, pagó a un par de testigos y arregló las pruebas de manera que The Star fuera condenado a pagarle una indemnización millonaria. Pero el ambicioso Archer quiso seguir subiendo: se codeaba ya con Thatcher y John Major. Demasiado en el ojo del huracán para que no aflorasen los cadáveres sumergidos. Terminó apareciendo su exsecretaria explicando cómo le mandó destruir su agenda antigua y confeccionar una nueva cambiando las fechas para justificar su coartada en el asunto de la prostituta y todo se empezó a desmoronar. Fue condenado a cuatro años por perjurio y obstrucción a la justicia. Archer clamó contra la manera en que la injusticia se cebaba contra él. “Uno no sabe si es un caso de cinismo exacerbado o realmente llega a creerse sus propias historias”, afirma Ovejero.

Anne Perry

Éste es el caso más terrible de los muchos que relata Ovejero. Y, probablemente, el que esté expuesto de manera más compleja, porque el asunto se las trae. Aunque la historia es conocida (la película Criaturas celestiales, no especialmente memorable, hizo muy popular el suceso), él nos la cuenta desde el principio y desde diferentes puntos de vista. Todo se remonta a los años 1950, cuando se hacen amigas en un colegio de Christchurch (Nueva Zelanda) las adolescentes Julie Glamuzina y Alison Laurie. Juliet tiene unos padres que gozan de buena posición y rápidamente empatiza con Alison, cuya familia es de clase algo más modesta. Su relación se hace muy estrecha, al parecer incluso deriva en relación amorosa. Los padres de ambas deciden separarlas y Juliet va a ser enviada a Sudáfrica con la excusa de su mala salud. Pero, antes de que eso suceda, una tarde la madre de Alison se agacha en el parque a recoger un amuleto del suelo, recibe un contundente golpe con un ladrillo en la cabeza y es rematada en el suelo. Las autoras del crimen han sido Alison y Juliet. Tras un juicio muy mediático, las niñas ingresan un tiempo en prisión y son puestas en libertad con la condición de no volver a verse nunca más. Juliet se casó con Walter Perry y se hizo escritora. Las novelas (de crímenes, por cierto) de Anne Perry son muy populares y ella, una escritora muy bien considerada. Respecto a aquellos sucesos de adolescencia no ha aclarado mucho: “Anne Perry afirma haber olvidado casi todo lo que sucedió los días previos al asesinato y que sólo tiene recuerdos nebulosos del juicio”. El paradero de Pauline sigue siendo una incógnita.




martes, 26 de junio de 2012

Granta / La narrativa colombiana se cortó el rabo de cerdo



La narrativa colombiana 

se cortó el rabo de cerdo

Poco conocidos pero con gran proyección: doce escritores elegidos por la revista 'Granta'

La versión en español de la revista inglesa reúne a escritores de cuatro décadas

Incluye textos inéditos de los elegidos y de otros otros escritores internacionales















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Viñeta de 'El viaje', de Paola Gaviria.

Las categorías literarias están para revelarse inoperantes y entre generaciones, manifiestos y bums, la idea del parricidio ha sido recurrente en la narrativa, incluida la colombiana. No han faltado ‑ni faltan‑ autores con varias horas pendientes en el diván, pero la más reciente edición de la revista  Granta en español muestra que desde los contemporáneos de García Márquez hasta los nacidos en los 70 hay un buen número de escritores sin complejos que no necesitaron renegar del paternal realismo mágico. En el Olimpo están los semidioses y en la tierra todos los mortales ya conocieron el hielo.
Colombia. Sus armas ocultas es el nombre de la Granta número 12, dedicada a brindar un panorama complejo de la ficción que se está escribiendo en Colombia: desde Nicolas Suescún (nacido en 1937) hasta Paola Gaviria y Andrés Felipe Solano (de 1977).
Aunque la intención del número es establecer un diálogo antes que una antología, la elección de doce nombres colombianos que representan cuatro décadas muy distintas no puede pasar por debajo de la mesa y deja en el aire la cuestión de las ausencias. Fueron seis meses de lecturas, recomendaciones y consejos para llegar a estas armas ocultas, que en efecto comparten espacio con siete escritores internacionales: Louis de Bernières, Lydia Davis, Aleksandar Hemon, Alice Munro, Julie Otsuka, Majo Ramírez y el difunto corresponsal de The New York TimesAnthony Shadid. Los editores de la revista, Valerie Miles y Aurelio Major, tomaron el título del poema “Batallas hubo” de Álvaro Mutis: “el tiempo, en fin, con sus armas ocultas. / Nada nuevo.”, idea que define el carácter soterrado de la lectura que proponen.

Nicolás Suescún, Fanny Buitrago, Ricardo Cano Gaviria, Jaime Manrique, Tomás González, Nayla Chehade, Eduardo García Aguilar, Louis de Bernières, Evelio Rosero, Carolina Sanín, Juan David Correa, Andrés Felipe Solano y Paola Gaviria son los elegidos
Entre los doce elegidos no hay ascensiones al cielo ni narcotráfico y es ahí donde la propuesta transversal de Major y Miles merece un aparte: los relatos podrán gustar más o menos, pero todos configuran una narrativa de proyección internacional que ojalá convoque curiosidad entre otros editores, como ya ocurrió con la selección de los 22 autores jóvenes latinoamericanos y españoles, de hace año y medio, hecha por la misma revista.
Tomás González (1950) y Evelio Rosero (1958) pueden considerarse los de mayor prospección. El primero acaba de publicar en España La luz difícil, (Alfaguara), si bien había tenido una tímida presencia iberoamericana con Norma. Sus grandes momentos narrativos están hechos de supresión de elementos y ese carácter silencioso se refleja en los cuentos inéditos de Granta: “El lejano amor de los extraños” y “Nostalgia por el mar ya visto”.
Del otro lado, Rosero ganó en 2007 el II Premio Tusquets de Novela con Los ejércitos, título que puede dialogar en igualdad de condiciones con cualquier clásico contemporáneo de la literatura iberoamericana. Este año publicó La carroza de Bolívar (Tusquets), y aunque el cuento “Como nunca en la vida” es de 1991, muestra la vigente habilidad del colombiano para relatar las tensiones tácitas en todas las relaciones que establecen hombres y mujeres. Dos escritores parcos en persona; comedidos y precisos en su obra.

Entre los doce elegidos no hay ascensiones al cielo ni narcotráfico y es ahí donde la propuesta transversal merece un aparte: los relatos podrán gustar más o menos, pero todos configuran una narrativa de proyección internacional que ojalá convoque curiosidad entre otros editores
Nicolás Suescún es el más cercano a la generación del boom en términos de edad y en “El predominio de la sensatez” habla de los tormentos de un político que trata de escribir sus memorias. Leerlo es asistir a una especie de monólogo indirecto, con una primera persona algo penosa similar a la de Fanny Buitrago (1945) en “Festejos en tu honor”, sobre la fama desgastada.
Aunque distintas formas de exilio están compartidas por los doce, Ricardo Cano Gaviria (1946), Jaime Manrique (1949), Eduardo García Aguilar (1953) y Nayla Chehade (1953) tienen la particularidad de haber vivido fuera del país tanto o más tiempo que adentro, por lo que incluso para los colombianos pueden parecer notas al margen de la literatura nacional. “Un león en la playa”, de Cano Gaviria, es el único sin nexos geográficos con Colombia, mientras que “Ifigenia colombiana”, de García Aguilar, es un buen ejemplo de cuánto cambia la rememoración de la infancia y la juventud cuando se hace desde otro lugar. Es el recuerdo de un episodio simbólico que reconstruye lo que somos, lejos del lugar donde estuvimos, como ocurre también en “Volver”, de Jaime Manrique, breve relato autobiográfico de su larga relación amorosa con un artista plástico.
El caso de Chehade merece un punto aparte, pues no ha publicado libro alguno en su país, pero “Ardiente es el paraíso” adelanta una novela y cuenta un episodio de la inmigración sirio-libanesa a la costa atlántica colombiana, el proceso de intercambio cultural más intenso que tuvo Colombia durante el siglo XX.
Aunque nacida en Quito, Paola Gaviria ‑nombre código: PowerPaola‑ es colombiana a casi todos los efectos y su “Km. 11” es la primera historia gráfica que publica Granta en español. Como ella, Carolina Sanín (1973), Juan David Correa (1976) y Andrés Felipe Solano, hacen parte de una generación nacida en los 70 que recientemente se ha abocado a escribir sobre su experiencia ante la violencia colombiana de los 80 y los 90, si bien entre los tres solo el relato de Correa, “Los cuerpos”, se mueve en ese contexto. En “Apocatástasis” Sanín hace un ejercicio metaliterario, bellatiniano, y en “Los hermanos Cuervo” Solano brinda otro adelanto de su segunda novela, muy esperada tras su inclusión en la Granta de los jóvenes narradores latinoamericanos.
Cuatro décadas de un país que no se compone solo de realismo mágico, doce escritores que se reconocen en esta lectura colectiva. Ni incesto, ni parricidio: las armas ocultas de Colombia están hechas de literatura.