lunes, 18 de mayo de 2020

Antonio Muñoz Molina / Diarios

Miguel Torga, poesía agreste
Miguel Torga
Antonio Muñoz Molina
DIARIOS

10 de febrero de 1994


A punto de morir de un cáncer, Miguel Torga publica el último volumen de su diario, en cuya página final ha escrito una elegía para sí mismo. Unos días antes de quitarse la vida, Cesare Pavese escribió la última anotación en el suyo, y luego se encerró en una habitación de hotel en la que tal vez echaría dé menos, mientras se aproximaba al suicidio, el hábito de escribir del que se había despedido al cerrar el diario: Ni una palabra más, había anotado, pero es seguro que su imaginación continué segregando palabras, y que se iría contando a sí mismo lo que hacía y lo que pensaba, escribiéndolo no en el papel, sino en la conciencia que estaba a punto de extinguirse y de la que ya no quedaría ningún testimonio final. Para ser fieles, las ediciones de ese diario, El oficio de vivir, deberían terminar con varias páginas en blanco.

Heroica desgracia 

El diario de Pavese es un documento devastador que puede hacerle mucho daño a quien lo lea sin una cierta dosis de desconfianza y de fortaleza moral: contiene sustancias tóxicas, como el alcohol y el opio, e igual que ellos puede engañarlo a uno con simulacros de resplandeciente -lucidez y de heroica desgracia. El de Miguel Torga, del que yo sólo conozco la selección que publicó Alfaguara hace algunos años, viene a ser exactamente lo contrario, una, celebración diaria de la vida y del mundo, de la historia personal de un hombre convertida en parábola de la experiencia y del conocimiento. A lo largó de seis décadas y de no sé cuántos volúmenes, Miguel Torga ha ido poniendo en su diario una energía tan enciclopédica como la que puso Neruda en el Canto general o Balzac en La comedia humana. Torga ha escrito día a día, a lo largo de su vida, La Iliada en prosa y la Enciclopedia universal de un solo hombre; como el acto de escribir ese diario no ha estado nunca separado del acto de vivir, la publicación de su último volumen equivale a un ingreso prematuro en la muerte, a un retirarse solitariamente hacia ella.

Cuando Don Quijote se entera de que uno de los galeotes a los que acaba de liberar es autor de un libro de memorias le pregunta si ya lo ha terminado, y el canallesco salteador, Ginés de Pasamonte, le contesta: "¿Cómo puede estar acabado si aún no es acabada mi vida?". La vida y el libro de Ginés de Pasamonte se pertenecen de tal modo que sólo en el instante de morir podrá escribirse el punto final. Miguel Torga da por terminado su diario porque comprende que su supervivencia de quimioterapias y hospitales ya es una vida póstuma de la que sólo puede dar cuenta la literatura siniestra de los partes médicos. Es, o era, uno de esos escritores que miran el mundo en primera persona y parece que escriben con la misma inmediata fluidez con que respiran o conversan. Hagan lo que hagan, siempre están escribiendo un diario personal sobre aquello que tienen en ése instante en la imaginación o delante de los ojos: el maravilloso, el ¡limitado señor de Montaigne, por. ejemplo, el Stendhal de los diarios y de las crónicas italianas de viajes. En España, ese arte lo han poseído en grado máximo Josep Pla y el Francisco Umbral de los primeros años setenta, y habría podido poseerlo César González Ruano de no haber sido por un exceso de apresuramiento o de codicia y también del conformismo franquista que encanalló y embotó a su generación.

Aunque Pla no hubiera publicado El cuaderno gris habría sido un diarista memorable, ya que en toda su vida, en la que escribió tanto, sólo escribió en realidad páginas de un diario que abarca uno por uno todos los volúmenes de sus obras completas. Pla y Torga practicaron en público su diarismo incurable: Manuel Azaña, como Thomas Mann o John Cheever, prefirió esconderse en sus cuadernos íntimos, dibujando en ellos un autorretrato que nadie pudo ver sino después de su muerte, y legando al mismo tiempo a la ingrata posteridad un monumento sumergido de la mejor prosa española. Azaña, que en público era un orador deslumbrante, adopta -en los diarios una voz próxima y conversadora que al cabo de unas cuantas páginas ya se nos ha vuelto familiar. No estamos leyendo o escuchando a un autor, sino a un hombre, como quería Pascal, alguien que disfruta de su ensimismamiento y que a la vez tiene muy abiertos los ojos hacia las cosas y habla de ellas y de sí mismo sin engolar la voz.

Es posible que el engolamiento sea una enfermedad literaria española, y que por eso resulten tan antipáticos y tan artificiales la mayor parte de los diarios de escritores que se publican. Lo que uno encuentra en Torga, en Pla y Azaña es lo mismo que ya lo ha conmovido en Montaigne y en Stendhal, la instantaneidad de la escritura, el equilibrio de la introspección y de la curiosidad, que se corresponde con la doble tarea de escribir para uno mismo y también para cualquiera, para el desconocido en quien se habrá convertido uno cuando vuelva al cabo de unos pocos años a esos cuadernos.

Pero la tradición de Azaña y de Pla se ha perdido entre nosotros. Tal vez para escribir una página que no merezca el olvido igual en una novela que en un diario íntimo haga falta un cierto grado de desprendimiento o de modestia, una disposición menos de soberbia que de gratitud, y esas virtudes gozan de muy escaso prestigio entre la clase intelectual española, que suele valorar el desdén muy por encima del entusiasmo y no se resiste casi nunca a encontrar méritos en las exhibiciones frenéticas de vanidad. Por eso es tan improbable en España una figura como la de Miguel Torga, que tiene siempre en las páginas de su diario la reservada naturalidad de una voz portuguesa. Aquí casi no se publican diarios, pero los pocos que aparecen poseen sobre todo un interés de orden clínico: tienden a atestiguar que la egolatría carece de pudor y, de límites y que es una pasión tan perfectamente estéril para la vida como para la literatura.

* Este artículo apareció en la edición impresa del jueves, 10 de febrero de 1994.

EL PAÍS

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