Estatua de Frankestein en Ginebra |
Jesús Pardo
MI BURBUJA TEMPORAL
Nueva York y Ginebra, las dos ciudades contra las que reboté en esos años, son periféricas: de Londres la una y de París la otra. Y, para mí, idénticas, pues en ambas sufrí tormentas/tormentos, exiliado de mí mismo y de lo que entonces consideraba mi vida, y sin nada interior, propio, con que sustituirme a mí mismo y a mi vida.
Casi un año pasé en Ginebra: de septiembre de 1972 a julio del año siguiente. Yo vivía en una burbuja temporal en torno a la cual no había otra cosa que ginebrinos obsesos de relojes y dinero. Y a la mayor parte de los funcionarios, periodistas y parásitos del Palacio de las Naciones les pasaba lo mismo: extranjeros inasimilables, como yo; tanto volumen de atmósfera ginebrina desplazaban nuestras burbujas temporales juntas que el aire se volvía irrespirable de puro espeso.
Nuestras vidas estaban inmovilizadas en sus instantes de más intensa nostalgia, y el mío era el de mi esplendor profesional/erótico londinense en el seno del diario Madrid. A través de nuestras ucrónicas burbujas veíamos pasar el tiempo crónico: minutos, horas, días, camuflaje convencional de nuestra inmovilidad. Pero era una inmovilidad vigilante, porque lo único que realmente sabíamos de Ginebra era que, a poco que nos descuidásemos, su parada y fonda podría trocársenos sudario y tumba. Ya lo era de nuestras carreras, y se trataba precisamente de que no lo fuese también de nuestra vidas.
Los ginebrinos sólo nos veían cuando salíamos de nuestras burbujas y entrábamos en su tiempo para comprar algo o tomar una copa o hacer una gestión, y esta breve visibilidad nos hacía vulnerables a sus exigencias.
En Ginebra no había acreedores porque no había deudores. La máxima de Shakespeare: neither a borrower nor a lender be, encajaba perfecta, herméticamente en la estricta moral pecuniaria de los ginebrinos, a quienes nada aguzaba tanto la alarma como el apremio a desembolsar dinero.
Razón por la cual los mendigos ginebrinos eran invisibles: reducidos al trágico extremo de pedirse limosna a sí mismos, sólo el hallazgo inesperado de una cartera repleta les daba súbita visibilidad.
Paradigma vivo de la tendencia ginebrina a no considerar humanos más que a los seres capaces de cobrar o pagar era madame Remor, multimillonaria dueña del bar La Clemence, también llamado La Cloche, alegre y costroso refugio de bohemios y jóvenes vivalavirgen situado en la cima misma de la ciudad vieja, entre librerías de viejo y restaurantes tunecinos, y protegido por la adusta faz tallada en bronce de Agrippa d’Aubigné, una de cuyas residencias en la tierra fue precisamente la casa vecina. Madame Remor servía mañana y tarde en la barra de su lucrativo bar, y sólo veía a sus clientes en el momento del pago, momento en el que nunca olvidaba exigir propina:
—C’est cinq francs, sans.
Yo salía de La Clemence entre dos vasos de vino en busca de libros nuevos y viejos, viejos sobre todo, y sobre todo a una vasta y rica librería de ídem regentada por un hermano gemelo de Pío Baroja, el cual, cuando le decías:
—Resérveme usted este libro hasta mañana, te contestaba invariablemente:
—D’accord, je le mets dans le frigo.
Días enteros pasados entre mis dos amores más cronorresistentes: beber libros y leer vino, y luciendo entre mis amigos ingleses mi colección de grabados japoneses decimonónicos: primeras ediciones todos, escogidos, día a día, uno a uno, en las tiendas de antigüedades que allí surgían como de pronto entre dos librerías de viejo para desaparecer con idéntica subitaneidad; la dueña de una de ellas, a quien pedí que me reservase algo hasta fin de mes, me contestó, displicente:
—Mais, m'sieur, c’est le premier aujord’hui, qui sait oú sera ma boutique dans un mois?
Me pasaba las horas muertas trabajando fútil y chapuceramente en la sala de prensa del Palacio de las Naciones. El ruido de las máquinas de escribir de mis colegas y el ronco, isócrono chillido de los pavos reales que merodeaban por el parque acentuaban mi creciente depresión: a los pavos les veía desde la ventana de mi tabuco, maravillándome el contraste entre su bello aspecto y su discordante y agorera voz sonora.
Era el nuestro un periodismo necrófago, en torno a una actualidad refleja cuyo desenlace se decidía siempre al margen de la ONU y de nuestros comentarios.
La única solución racional consistía en desaparecer, cosa nada difícil en el edificio no comercial más vasto del mundo, cuyos altos techos, amplios pasillos y holgados cubículos, opuestísimos a los de su angosto gemelo neoyorquino, acabaron por infundirme una fobia en la que el claustro y el ágora eran a veces difíciles de deslindar.
Es fama que en aquella vastedad se tardó dos años en dar con un polizón que se había refugiado en uno de los apartamentos cerrados del piso alto, donde vivía gratis en una de las ciudades donde la vivienda es más cara. Allí seguiría aún de no ser porque se observó una ligera discrepancia entre el consumo real y teórico de energía eléctrica, desperdicio mínimo, pero tan angustioso para las autoridades administrativas del Palacio de las Naciones que no pararon hasta dar con su causa.
Yo intenté en vano varias veces dar con algún túnel temporal capaz de reintegrarme a cualquier Londres, por antiguo o futuro que fuese.
Vida ucrónica cuya futilidad acabó gustándome, sobre todo porque en Ginebra sufría muy bien: tenía un estupendo apartamento en un elegante bloque ajardinado y amenizado por toda clase de tiendas y un buen restaurante, y la cuenta de gastos de la agencia era generosa. Entré a saco en ella desde el principio, cargándole cada copa que me tomaba, y hasta la comida más solitaria se convertía en ágape profesional a pagar por la agencia al margen de mi sueldo. Mandaba a Madrid todos los meses verdaderas toneladas de justificantes: hasta por un café o una cocacola mandaba justificante. Uno lo mandé en gallego cerrado, obra de un camarero recién inmigrado de Lugo: a Armesto, a quien se lo mostraron como prueba palpable de mi casquivana actitud ante la vida, le hizo gracia, y me lo comentó más tarde.
Mi ucrotópico encierro ginebrino marcó para siempre la deprimente pauta de mis relaciones con la agencia, y permitió al amante de Pauline consolidar su pied-à-terre en la entrepierna mental, cordial y subventral de ésta. Verdad es que en ambos terrenos mi suerte ya estaba echada, pero Ginebra apresuró los desenlaces.
Sentí desde el principio la mano muerta de la agencia EFE preposfranquista, con sus obsesiones covachuelescas y sus jerarquías galdosianas, en las que la importancia subía en razón directa a la mediocridad. Menos mal que Armesto cerraba los ojos a mis largos fines de semana londinenses a contrapelo de normas cuyo estricto cumplimiento por la plebe de la agencia, en la que se intentó sumirme desde el principio, daba a jefes y jefecillos el complejo de clase privilegiada que necesitaban para tolerarse a sí mismos.
Fines de semana que plantearon repetidamente a Pauline el grave problema de borrar a toda prisa de nuestra casa y de sí misma toda huella dejada allí por su amante. Mi hija Emma vivía en estado de constante escrúpulo de conciencia por tener que luchar entre dos deberes igualmente graves para su lealtad: iluminar la ignorancia de su padre o proteger la doblez de su madre; optó por lo segundo, pero mostrándose tan hosca con el intruso que provocó su ira en un par de ocasiones. Sólo cuando me fui definitivamente de Londres aceptó Emma la permanencia del intruso en una casa que ya no era de su padre.
Pauline, sola o con los niños, amenizó cuatro o cinco veces mi exilio ginebrino, y Emma vino también un par de veces sola. Las cartas de Pauline comenzaron siendo muy luminosas, cálidas y largas, pero se oscurecieron, enfriaron y abreviaron tan de pronto que no supe explicármelo. Mis peticiones de explicación sólo recibían evasivas o quedaban sin otra respuesta que la persistencia de la oscuridad, el frío y la brevedad.
La agencia me mandó unos días a Belgrado a petición mía, y me instalé en un hotel nuevo del que se decían maravillas. El bar era boite de noche, con pista de baile, y se llenaba de chicas espectaculares. La primera noche que bajé allí me quedé paralizado de asombro. Sentado a una mesa, ante una botella de whisky mediada, estaba Troy Kennedy Martin, famoso guionista inglés de cine y televisión que vivía en la casa vecina a la mía en Saint James’s Gardens. Cuando me hube cerciorado de que era él, me acerqué y me senté a su lado. Yo sabía, por chismorreo epistolar de Pauline y otros amigos de Londres que me escribían, que Troy estaba pasando por una seria crisis conyugal: su mujer, joven y muy guapa, se había liado con un carnicero, pero tan discretamente que sólo lo sabía todo el mundo menos él. O sea, exactamente mi situación conyugal. Estaba allí, me dijo, negociando con un productor alemán el encargo de un guión para una superproducción anglogermana. Recuerdo la honda pena que me dio de pronto la tragedia que le acechaba y lo penosamente que resistí la tentación de ponerle al corriente de ella. Realmente hay coincidencias difíciles de explicar, como si el destino jugase al ajedrez con nosotros.
Pauline me escribió de pronto a Ginebra, sin que viniese a cuento, que estaba dispuesta a acceder a cualquier demanda mía de divorcio, cosa en la que yo nunca había pensado ni pensado pensar. Por teléfono me enteré inesperadamente de que el sujeto de quien yo aún no sabía que llevaba cinco años siendo su amante se pasaba ahora las mañanas escribiendo en nuestro cuarto de estar, a la vista de todos los vecinos, cierto libro sobre la quiebra en la sociedad victoriana. Acusé por teléfono a Pauline de intolerable indiscreción, y ella me prometió espantarle de allí.
Mi inquietud devino más y más perpleja, pero seguí confiando en que mi siguiente visita a Londres, en semana santa, aclararía los malentendidos. «Una pequeña liaison», me decía yo, «puede ser hasta tonificante, pero la cita diaria y a hora fija es otra cosa, y completamente impropia de Pauline.»
Fueron ellos dos quienes me dieron el alto.
La súbita carta de Pauline estaba muy corregida, y era evidente que había sido escrita con gran cuidado: décima versión, me decía, de un remoto original; en ella se extendía en largas y laboriosas explicaciones sobre sus relaciones con Cyril Cobbett: «Más íntimas e importantes», repetía, «que una simple liaison.»
La carta del tercero en disconcordia venía a decirme que yo ya no pintaba nada en mi casa, pues Pauline sólo toleraba mi fantasmal presencia en ella por guardar las conveniencias y a efectos puramente sociales.
Ambas cartas, coincidentes hasta el punto de llegarme en el mismo reparto postal, hubieran debido quitarme toda esperanza, pero, nada de eso, las guardé y al día siguiente estaban conmigo en Londres, donde no conseguí de Pauline otra cosa que una vaga promesa de romper sus relaciones físicas con su amante.
Mis reflexiones ginebrinas comenzaron a teñirse de angustia: una sensación blanca, vaciándome y abotagándome al tiempo, sofocándome y colgándome de nada y de la nada entre largas, inconclusas, inconclusivas conversaciones telefónicas cuyos pretextos eran a veces tan nimios como interrumpirla en plena cena en casa de amigos para preguntarle cuánto tiempo hay que dejar hervir el arroz.
Me asía a nimiedades, como la imposibilidad de que Pauline pudiese pensar siquiera en romper una sacramentalidad que ni ella ni yo tomábamos en serio. Me perdía en minuciosísimas cronometrías: la hora exacta de cada incidente, de cada idea, por insignificantes que fuesen los unos y banales las otras, como si mi ruptura con Pauline dependiera de artificiales puntualidades conmigo mismo, o como si hubiese de crearme un tiempo paralelo al irreal de mi burbuja y al convencional de la Ginebra circundante, que también era el de Pauline.
Otra de mis defensas consistía en llenarme el apartamento de toda clase de latas de conserva y botellas de los más exóticos vinos y licores, que luego me costaba lo indecible consumir; cualquier baja en sus filas me hacía correr a la tienda más cercana por repuestos, aunque en mi despensa quedaba de sobra para más de un populoso banquete.
Yo había conocido un par de semanas antes a Birgitta de Meuron, sueca divorciada de un suizo al cabo de nunca supe si meses o años de sordidez él y borracheras ella. Cuando la conocí estaba reducida a una pensión mensual cuya cuantía y puntualidad tenían por evidente objeto privarla de cualquier excusa pecuniaria para regresar al nido conyugal.
Birgitta, en torno entonces a los cuarenta años, era la compañera ideal de cama para un hombre desesperado y, por consiguiente, sin demasiadas exigencias: apeponadamente guapa, angostamente inteligente, deslavazadamente rubia y rellena sin llegar de lleno a ambas cosas, bebedora y caótica, tendente a desmandarse pasado cierto número de copas seguidas y sin otro objetivo vital que atenerse escrupulosamente a una complicada medicación para seguir vida adelante contra una enfermedad con muerte segura a plazo fijo, de la que sólo llegué a saber que no era cáncer y que el plazo excedía con mucho mis expectativas de permanencia en Ginebra.
Birgitta frecuentaba La Clemence, cuyo núcleo principal de clientela era resumen vivo de la ucronía utópica en que vivíamos los exiliados ginebrinos: entre la masa de chavalería vivalavirgen, el bar estaba siempre apuntalado por un grupo de gente del Palacio de las Naciones que habían entrado de lleno en la senectud sin otro báculo que el recuerdo muy mitificado de una edad de oro periodística y conyugal pasada en Londres, París o Nueva York y naufragada sin remedio en Ginebra. Esta gente vivía en diminutos apartamentos, solos o con faldas de aluvión, y no hacían más que hablar de su pasado. Si un platillo volante nos hubiese secuestrado de pronto para llevarnos a su planeta, ninguno de nosotros habría notado el cambio de ambiente y auditorio con tal de poder seguir hablando de sí mismo entre los nuevos oyentes; algunos ni siquiera necesitaban que se les escuchase: les bastaba con ver gente en torno a ellos.
Una noche, Birgitta y yo nos vimos solos, cachondos y bebidos por igual, en la barra de La Clemence. Volvimos juntos a mi apartamento sin proponérnoslo de palabra, y, al llegar, le di al taxista, como solía, mi último vaso de vino, apurado durante el trayecto, a modo de propina.
A partir de ese momento, Birgitta ya no salió de mi casa hasta la víspera misma de la última visita de Pauline a Ginebra, pero fue para volver como un rayo en cuanto la vio irse.
Lo nuestro no era amor, sino desesperada soledad, matizada, en mi caso, de creciente angustia, y en el suyo de permanente necesidad de anestesiar su escociente vacío vital, del que nunca hablaba porque lo sentía tan incalmable como indefinible.
Los días que Pauline pasó en Ginebra esa última vez transcurrieron entre largas discusiones en las que ella improvisaba sobre la marcha respuestas a mis acusaciones:
—Cyril se ocupa de Sebastián, y tú le tenías abandonado; ahora le está enseñando a hablar como es debido.
Por última vez en nuestras vidas caímos juntos en la cama: simple trámite brutal, sin otro objeto que imponer superioridades inexistentes. Pauline evitó la violación sometiéndoseme para no alarmar a los niños, que nos espiaban desde la terraza a través de la puerta acristalada.
Este hito, inamovible del miliario de mi vida, tuvo lugar a mediados de junio de 1973, en víspera casi de mi vuelta a Londres.
Allí y entonces pusimos punto final a nuestro matrimonio, que siguió aleteando insensatamente como gallina recién descabezada.
Yo disté mucho de darme cuenta de ello hasta que pude ver la escena a la luz de los meses siguientes, y entonces me dije que nuestro último contacto, no digo amoroso, pues eso, por parte de Pauline, se perdía en un pasado remoto cuyos minutos hacían en el recuerdo papel de años, pero sí amable, cordial incluso, hubo de ser un viaje que hicimos los cuatro a Santander el agosto del primer cierre del periódico.
Fue un mes de frágil euforia, puntuado por el aire santanderino, mi mejor receta contra la incertidumbre que se apuntaba en aquel primer golpe asestado por el gobierno a un periódico que ya había iniciado inequívocamente su enfrentamiento contra la raíz misma del sistema franquista.
Mañanas enteras en la playa, tardes enteras en el Hotel Arenal, donde los niños tenían su propia habitación, pero a veces nos apiñábamos todos en la nuestra: siesta prehistórica de cuyo mogollón era difícil deducir a quién pertenecía qué miembro o apéndice.
Yo me había apuntado a una casa de citas de la segunda Alameda, donde una serie de chachas pejinamente descaradas y rembrandtianamente cinceladas me quitaban el exceso de calenturas que Pauline, cuya buena voluntad estaba ya algo frenada por incipientes relaciones con Cyril Cobbett, pero todavía sin escrúpulos conyugales de nuevo cuño, no bastaba a calmarme.
Eché ese mes en el arcón de los días corrientes, pero en los peores momentos de mi larga melancolía londinense comenzó a saltar pertinazmente a primera plana de mis recuerdos: se me aparecía dorado por el tiempo, como un paraíso irrecuperable.
Birgitta me acompañó al aeropuerto: neceser y maletín en una mano, y en la mente urgencia de buscarme sustituto. Ni amor, ni apenas pena. Mi último taxista ginebrino hizo alto camino del aeropuerto y se fue a dar una vuelta para permitirnos a Birgitta y a mí ejecutar un ballet carnal, despedida que no tuvo un adarme de ternura. Digna acta de defunción de una relación nonata.
Birgitta volvió a Ginebra en el mismo taxi, al que sólo hizo esperar en el aeropuerto lo justo para desearme buena suerte.
Ciudad digna de Lewis Carroll, de la que no saqué un solo contacto racional, irracional, inerte. Ni una carta ni una llamada telefónica me llegó jamás a Londres desde Ginebra o hube yo de enviar a Ginebra desde Londres, ni un solo tictac mental fijó en Ginebra mis reminiscencias, por brevemente que fuese.
Metidos en nuestras burbujas temporales, ajenos a cualquier historia no generada por nosotros mismos, los fantasmas ginebrinos nunca nos penetramos mutuamente ni penetramos el ambiente circundante.
Es verdaderamente milagroso que la agencia EFE me mantuviera un año entero en Ginebra sin recibir de mí más actualidad digna de tal nombre que la que cualquiera podría leer a diario en los teletipos de la sala de prensa del Palacio de las Naciones.
De todo ese año sólo dos cosas me quedaron duraderamente: el cortante chillido de los pavos reales que merodeaban bajo nuestras ventanas, y una agenda donde tenía apuntados cuantos polvos echamos juntos Birgitta y yo.
Alguien me dijo poco después que Birgitta de Meuron acababa de morir repentinamente en brazos de un noruego especializado en pasar dinero negro por la frontera franco-suiza. Yo había estado haciendo el amor con un cadáver, cosa muy propia de mi Ginebra.
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