viernes, 15 de mayo de 2020

Álvaro Mutis / Mi verdadero encuentro con Aurelio Arturo

Aurelio Arturo

Álvaro Mutis

MI VERDADERO ENCUENTRO 

CON AURELIO ARTURO
BIOGRAFÍA


    No recuerdo quién nos presentó. Tal vez fue Carlos Villar Borda o quizá Fernando Charry Lara. Recuerdo, sí, muy bien, la vez siguiente en que nos vimos. Me fue a saludar a mi oficina en el edificio en donde entonces estaba El Espectador. Y recuerdo también que, de nuevo, tornó a inquietar mi curiosidad su aspecto y sus maneras. No tenía Aurelio ninguno de los signos convencionales que en nuestra juventud admiramos como propios del poeta. Ni el engallado y envolvente entusiasmo de Carranza, ni el halo de silencio y distancia de Maya, ni la elegante bohemia de Ángel Montoya, ni, desde luego, el vikingo y picante colorido de León de Greiff, para referirme a los que solíamos ir a ver en las mesas del Café Asturias o del Molino y a quienes contemplábamos a distancia alelada mientras terminábamos la modesta cerveza o el ya abolido ¡helas!, sorbete de curaba. Recuerdo que el aspecto exterior de Aurelio y cierta reticencia de su trato personal me inhibieron para hablarle de literatura. Su corbatín, siempre en el clásico estampado “pays-ley”, sus trajes escogidos con cierta intención en donde la fantasía se hallaba gravemente encauzada por un vago dandismo del Harvard de los años veinte, su hablar apagado, casi monótono si no hubiera estado siempre al servicio de una como desdibujada ironía, su saber de las letras escanciado siempre con el dosificado entusiasmo de quien regresa de una experiencia con el escepticismo de los lúcidos, hicieron de mi trato con Aurelio una de las experiencias más gratificantes, tonificantes y exigentes de mis años de aprendizaje en las letras y en la vida.
    Nos veíamos con mucha frecuencia. Rota cierta prudente defensa que Aurelio sabía imponer a nuestros fervores literarios, tan efímeros a menudo, solíamos hablar larga y calurosamente de nuestras aficiones ya probadas por el tiempo y la relectura. Sana costumbre ésta que le debo precisamente a Aurelio. Sería tan larga la lista de los autores y libros que tienen para mí todavía, y tendrán siempre, el prestigio de haber sido indicados por Aurelio o haber corroborado con él mi entusiasmo. No solamente Eliot, Pound, Cecil Day Lewis o Hart Crane, sino también el Dickens de Barnaby Rudge ―aún escucho su risa gozadora cuando recordábamos al cuervo aquel que soltaba impertinencias desde el hombro del personaje principal de tan deliciosa obra― y de Great Expectations; Norman Douglas, los Garnett, Lytton Strachey y algunos otros miembros del grupo de Bloomsbury, Leon Paul Fargue y, obviamente, Milocz; las novelas policiacas de Dashiel Hammet, en fin, la lista se haría un tanto larga y demasiado personal por nostálgica y entrañable.

    Mi exilio en México suspendió nuestros encuentros mas no, desde luego, la amistad y cariño ya para entonces harto firmes. No hubo día en que no lo recordara en las páginas de un libro, en un rincón de Nueva Inglaterra, en ciertas tardes de lluvia cuando volvía a sus poemas como una manera de estar más cerca suyo, de dialogar de nuevo con quien fuera uno de mis mejores amigos de una Colombia, entonces lejana e imposible. Y aquí viene a cuento algo que me sucediera con la poesía de Aurelio Arturo y que quiero evocar ahora que ya no está con nosotros, a manera de homenaje al poeta y al amigo.

    Yo había leído Morada al sur y otros poemas, antes de conocerlo. Esa poesía me atrajo poderosamente por su ámbito de nostalgia y al mismo tiempo su rigor y transparencia; pero nunca fue, durante los años de nuestra amistad, la que más retuviera mi entusiasmo. Jamás hablé con él de sus poemas. No se prestaba a ello y evadía la menor alusión al asunto. En el exilio lo leía por un acto de afecto y una necesidad de diálogo, apreciaba de nuevo su condición marginal y su espléndida calidad, pero volvía de nuevo a mis poetas habituales extrañando a Aurelio y dejando su poesía en una penumbra de semiolvido.

    En uno de esos veranos que se instalan sobre México como un propósito deliberado de esta tierra de dioses sangrientos, de dar una lección a los hombres ajenos que la habitan ahora, resolví pasar un fin de semana en Tepoztlán al abrigo de los altos y frescos acantilados que la encierran misteriosamente. Llevé algunos libros de posible lectura. Entre ellos, vaya yo a saber debido a qué misteriosa señal secreta de mi inconsciente, estaba la edición de Morada al sur hecha por el Ministerio de Educación de Colombia: en Tepoztlán me sumergí en la delicia de ese ámbito de leve brisa que recorre como un pájaro ciego los altos farallones en donde pueden verse aún rastros de los toltecas y hasta una pirámide que se levanta en un lugar de imposible alcance, lo que suma aún más misterio al que su forma y su propósito ceremonial despiertan. La lectura se me hacía premiosa, difícil, esquiva. Ningún libro logró ganar mi curiosidad y alejarme del lugar que acaparaba toda la atención de mis sentidos y mi divagar sin pausa ni sosiego. Una tarde abrí el libro de Aurelio Arturo y empecé a leer sus poemas. Por una red de circunstancias que me niego a examinar, en ese instante las palabras de cada poema empezaron a decirme la plena y secreta hermosura de su designio, a mostrarme los más escondidos caminos que el poeta se propusiera recorrer en ese afán ciego y sin esperanza de crear para el hombre otros mundos y otros sueños que casi nunca merece. No recuerdo cuántas veces leí el breve libro. Lo que sí recuerdo muy bien es que durante un largo tiempo me fue imposible volver a ninguna otra poesía. Los poemas de Aurelio me acompañaban tan totalmente que no había cabida en mí para otras voces que no fuera la suya, para otra nostalgia sin salida que no fuera la de esas tierras del sur y esa infancia dichosa evocadas por él. Esta deslumbrada invasión de la poesía no me había ocurrido nunca antes ni creo que me ocurra ya jamás. Es un milagro que no puede repetirse.

    Regresé a Colombia. Torné a ver a Aurelio en mis esporádicas visitas a Bogotá. Hablamos de nuevo de nuestros asuntos, que nos habían esperado, intactos, durante diez años y nunca encontré palabras para contarle lo que me había sucedido con sus poemas. Siempre me proponía hacerlo en una ocasión más propicia y siempre había algo en él que me lo impedía. Ahora lo hago en la apresurada torpeza de estos recuerdos. Algo me dice que así ha sido mejor, que así lo hubiera querido el amigo y el poeta cuya ausencia empobrece mi vida para siempre.



 

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