martes, 19 de mayo de 2020

Lily King / Euforia V


Gregory Bateson y Margaret Mead



Lily King
EUFORIA




5


    Mi poblado en Nengai se encontraba a cuarenta millas de Angoram, río arriba. Eso a vuelo de pájaro, pero el Sepik, el río más largo de Nueva Guinea, es extraordinariamente sinuoso, el Amazonas del Pacífico Sur, y serpentea tanto que, tal como supe una década más tarde en circunstancias muy diferentes, ha creado más de quince mil brazos muertos, lugares donde los meandros eran tan cerrados que se separaron del curso del río. Pero cuando viajas de noche en una canoa tallada, aunque lleve motor, no eres consciente de lo poco que se avanza con el zigzag de la ruta. Simplemente notas que el río se curva hacia un lado y luego hacia el otro. Te acabas acostumbrando a los bichos en los ojos y en la boca, a las siluetas rugosas y brillantes de los cocodrilos asomando en el agua, y al revoloteo y el trajín de miles de animales nocturnos poniéndose las botas mientras sus depredadores duermen. No sientes las veinte millas innecesarias que recorres de más. Si acaso, se te hace corto.

    La luna plateó la superficie del río. Tal como esperaba, Nell se acurrucó entre sus bolsas y parecía cómoda. Me sentí aliviado cuando se le cerraron los ojos, como si fuera mi propia hija, una niña enfermiza que necesitara descanso, y me quedé pensando en ello, asombrado ante aquella sensación, mientras hablaba con Fen. Hablamos no sobre el trabajo, sino sobre Cambridge, donde él había pasado un año mientras yo estaba con los baining, y sobre Sídney, donde nos habíamos conocido. Hablamos de fútbol, del primer ministro MacDonald y de la India. Lo último que había oído yo era que Gandhi había iniciado otra huelga de hambre, pero ninguno de los dos sabía cómo había acabado. La historia quedaba suspendida durante meses. Y yo disfrutaba de mi ignorancia.
    Tras aproximadamente una hora de total oscuridad en ambas orillas, llegamos a un recodo y vimos hogueras y las siluetas de cuerpos engalanados por toda la playa, en la orilla sur. Era el poblado olimbi de Kamindimimbut, que estaba en plena celebración. Nos llegó el olor a jabalí asado, y el repiqueteo de los tambores nos hizo vibrar el pecho.
    Cuesta creer, ahora que escribo este relato, que faltaran sólo seis años para la siguiente guerra mundial o que en nueve años los japoneses arrebataran el control del Sepik y de todos los territorios de Nueva Guinea a los australianos o que yo acabara permitiendo que el gobierno de Estados Unidos me interrogara a fondo para sacarme hasta el último dato que pudiera darles sobre la zona. ¿Habrían hecho lo mismo Fen y Nell? «Contribución antropológica», lo llamaban en la Oficina de Servicios Estratégicos. Un generoso eufemismo para la prostitución científica.
    Yo dirigí una operación de rescate por el Sepik con la que llegamos a este poblado a finales de 1942, y después los japoneses mataron a todos los hombres, mujeres y niños de Kamindimimbut, al enterarse de que unos cuantos hombres olimbi nos habían ayudado a encontrar a los tres agentes americanos capturados y retenidos en las cercanías. Más de trescientas personas asesinadas simplemente porque yo sabía qué grupo de casas sobre pilotes era el suyo, cuál era su playa.
    —Así pues, ¿cuánto sabes sobre mujeres, Bankson? —preguntó Fen sin venir a cuento nada más dejar atrás Kamindimimbut.
    Yo me reí.
    —Es una pregunta algo personal para nuestro primer viaje en canoa, ¿no?
    —Sólo me preguntaba si habías seguido la ruta de Malinowski. Sayers visitó a los trobriand el año pasado y me dijo que había unos cuantos adolescentes con la piel de un sospechoso tono mulato.
    —¿Y tú te lo crees?
    —¿Has visto a ese tipo en acción? Nell y yo coincidimos con él en una estación de Nueva York y lo único que me dijo fue: «Necesito un martini en la mano y una chica en la cama». En serio, chico, esto a solas es muy duro. Yo no creo que pudiera hacerlo otra vez.
    —La próxima vez me buscaré algún compañero. También se es más eficiente trabajando en equipo.
    —Yo no diría tanto.
    Su cigarrillo apagado trazó un pequeño arco anaranjado hasta caer al río. Disminuí la velocidad para que pudiera encenderse otro y luego volví a acelerar.
    A veces, de noche, me daba la impresión de que no era el motor el que impulsaba la embarcación, sino que era el propio río el que empujaba la embarcación y el motor, y que las ondas del agua no eran más que un dibujo, como un decorado que avanzaba con nosotros.
    —A veces pienso que me habría gustado ir al mar —dije, quizá simplemente por permitirme el lujo de expresar en voz alta un pensamiento efímero ante alguien que entendería lo que quería decir.
    —¿Ah, sí? ¿Y eso?
    —Creo que me muevo mejor en el agua que en la tierra. Me encuentro mejor en mi piel, como dicen los franceses.
    —Los capitanes de barco que he conocido eran todos unos imbéciles.
    —Sería agradable tener un trabajo que no consistiera en deshacer un gran nudo invisible, ¿no?
    No respondió, pero no me molestó. Me sentía halagado de que ya hubiéramos llegado a aquella fase, que pudiéramos dejar vagar la mente sin tener que disculparnos por ello. Atravesamos un gran enjambre de luciérnagas, miles de ellas brillando a nuestro alrededor, y fue como viajar por entre las estrellas.
    Las oscuras siluetas de la orilla se volvieron cada vez más familiares: el alto y estrecho árbol de quinina australiana que yo llamaba Big Ben, el saliente de esquisto azul, el alto terraplén fangoso del extremo oeste de la aldea kiona. Debí de bajar la velocidad porque Fen dijo:
    —¿Ya llegamos?
    —Faltan una o dos millas.
    —Nell —dijo en el mismo tono de voz, no para despertarla, sino más bien a modo de comprobación; satisfecho de que siguiera durmiendo, se inclinó hacia mí y me preguntó en voz baja—: ¿Los kiona tienen un objeto sagrado, apartado del poblado, algo que alimenten y protejan?
    Ya me había hecho muchas preguntas de ese estilo en Angoram.
    —Tienen objetos sagrados, desde luego: instrumentos, máscaras y cráneos de antiguos guerreros.
    —¿Los guardan en sus casas de ceremonias?
    —Sí.
    —Yo me refiero a algo más grande. Que tengan aparte. Algo de lo que quizá no te hayan hablado, pero que tengas la sensación de que existe.
    Estaba sugiriendo que, después de casi dos años, me estaban ocultando algún aspecto vital de su sociedad. Yo le aseguré que me habían enseñado todos los objetos totémicos que tenían.
    —A mí me dijeron que el suyo era un descendiente del de los kiona.
    —¿Quiénes? ¿Los mumbanyo? ¿Y de qué hablaban?
    —Hazme un favor y vuelve a preguntarles. Por una flauta. Que a veces guardan, aislada, y que tienen que alimentar.
    —¿Alimentar?
    —¿Podrías preguntárselo en mi presencia? Puede que tu informador no te diga la verdad, pero al menos podré observar su reacción.
    —¿Tú la has visto? —le pregunté.
    —No me enteré hasta pocos días antes de nuestra marcha.
    —¿Y la viste?
    —Me la presentaron, por decirlo así.
    —¿Como regalo?
    —Sí, eso creo. Como regalo. Pero entonces el otro clan (había dos clanes enfrentados en nuestro poblado) se la llevó antes de que pudiera examinarla bien. Yo quería convencer a Nell para que nos quedáramos más tiempo, pero cuando se le mete algo en la cabeza no hay manera de hacerla cambiar de opinión.
    —¿Por qué quería marcharse?
    —Quién sabe. No encajaban con el planteamiento de su tesis. Y ella es la que manda: dependemos del dinero de su beca de investigación. ¿Le preguntarás a tu hombre por una flauta sagrada?
    —Ya les he interrogado cientos de veces sobre esas cosas, pero de acuerdo, lo haré.
    —Gracias, amigo. Sólo por verle la cara, de verdad. A ver cómo reacciona.
    Al doblar la curva apareció mi playa.
    —¿Aún tienes el cazamariposas? —preguntó.
    —¿Qué?
    —Te lo dio Haddon en Sídney, ¿te acuerdas? Me dio cierta envidia.
    Yo no lo recordaba.
    Paré el motor y acerqué la barca a la orilla a remo, para no despertar al poblado. Esta vez Fen meneó a Nell para despertarla.
    —Nell, hemos llegado. Estamos con los famosos kiona.
    —Chis. No les despertemos —susurró ella—. O igual acabamos atravesados por las flechas de los Grandes Guerreros del Sepik.
    —Príncipes —la corrigió Fen—. Príncipes del Sepik.
    Mi casa estaba apartada del resto, y no había vivido nadie en ella durante muchos años. Estaba construida alrededor de un eucalipto arcoíris que atravesaba el suelo y salía por el tejado. Muchos kiona habían llegado a creer que era un árbol de los espíritus, un lugar donde sus familiares muertos se reunían y hacían sus planes, y algunos mantenían las distancias, dando un gran rodeo alrededor de mi casa al pasar por allí. Se habían ofrecido a construirme una casa más cerca del centro del poblado, pero yo había oído hablar de antropólogos que habían esperado meses a que les acabaran la vivienda y tenía prisa por instalarme. Me preocupaba que Nell tuviera dificultades con mi escalera, que era poco más que un grueso poste con pequeñas hendiduras a modo de peldaños, pero ella subió con facilidad, farol en mano. No vio el árbol hasta que estuvo dentro y la llama iluminó la estancia. Entonces soltó un gran «Uau» al más puro estilo americano.
    Fen y yo subimos los petates, y yo encendí mis tres lámparas de aceite para que el lugar se viera más amplio. El eucalipto ocupaba un espacio considerable. Nell lo acarició. La corteza se había desprendido y el tronco era liso, con manchas de color naranja, verde intenso y añil. No sería el primer eucalipto arcoíris que veía, pero era un ejemplar impresionante. Pasó la palma de la mano por una franja azul. Tuve la extraña sensación de que se estaban comunicando, como si le acabara de presentar a un viejo amigo y ya se llevaran bien. Porque lo cierto es que yo había acariciado aquel árbol más de una vez, le había hablado, había llorado contra su tronco. Me puse manos a la obra, recogí mis medicinas y busqué el whisky porque estaba cansado y algo sensible tras la larga noche y la larga travesía, y no estaba muy seguro de no echarme a llorar allí mismo si me hacía una sola pregunta sobre mi árbol.
    —Ah, justo lo que estaba deseando —dijo Fen al mirar dentro de la taza de metal que le pasé.
    Los dos nos sentamos en los pequeños sofás que me había hecho con tela de corteza de árbol y fibra de kapok, mientras Nell examinaba el lugar. Sentía el cuerpo como si aún estuviera surcando el agua del río.
    —No fisgues, Nellie —dijo él, mirando hacia atrás. Luego se dirigió a mí—: Los americanos son tan buenos antropólogos porque son así de maleducados.
    —¿Estás admitiendo que soy una buena antropóloga? —preguntó ella desde mi estudio.
    —Estoy diciendo que eres una fisgona.
    Ella estaba inclinada sobre mi mesa de trabajo sin tocar nada pero mirando atentamente. Vi que había una hoja de papel en la máquina de escribir, pero no recordaba qué decía.
    —Esas heridas que tiene necesitan tratamiento.
    Fen asintió.
    —Nunca he visto a otra persona trabajando en el terreno —dijo ella.
    —Supongo que yo no cuento —apuntó Fen.
    —¿Aquí dice hojas de mango? ¿Tienes una pregunta sobre las hojas de mango?
    —Y ahora te va a resolver el problema, apenas cinco minutos después de su llegada.
    Yo fingí no entender y fui al estudio con ella. Estaba mirando el lío de cuadernos, hojas sueltas y papel carbón que había en la mesa.
    —Esto hace que eche de menos el trabajo.
    —Sólo han pasado unos días, ¿no?
    —Con los mumbanyo nunca pude asentarme así.
    Miró mi montón de papeles desordenados como si tuviera valor, como si estuviera segura de que de algún modo de allí saldría algo importante.
    Vi la nota a la que se refería.
 

    hojas de mango otra vez en una tumba?
 

    Le expliqué que había asistido al funeral de un niño en otra aldea kiona y que sobre la tumba habían puesto con todo cuidado unas hojas de mango.
    —¿Esa figura ya la habías visto?
    —No, la figura que forman las hojas es diferente cada vez. Pero no he encontrado un patrón que defina las figuras.
    —Edad, sexo, estatus social, causa de la muerte, forma de la luna, posición de las estrellas, orden de nacimiento, rol familiar.
    Nell se detuvo para tomar aliento. Daba la impresión de tener otras cuarenta y cinco ideas que ofrecerme.
    —No. Ellos insisten en que no hay un patrón.
    —Quizá no lo haya.
    —Siempre es la misma anciana la que da las instrucciones en voz baja.
    —¿Y si le preguntas a ella directamente?
    —Déjalo, Nell —dijo Fen desde el sofá—. Lleva aquí el doble de tiempo que tú, por Dios bendito.
    —No pasa nada. No me iría mal algo de ayuda. La anciana es la única del lugar que no me habla.
    —¿Ni siquiera indirectamente, a través de un familiar?
    —Un hombre blanco mató a su hijo.
    —¿Conoces las circunstancias?
    —Hubo escaramuzas río abajo y los kiaps acudieron al asalto. Apresaron a la mitad del poblado. Este joven estaba visitando a su primo, no tenía nada que ver con los enfrentamientos, se resistió al arresto y murió de un golpe en la cabeza.
    —¿Has hecho algo para desagraviarla?
    —¿Cómo?
    —¿Le has ofrecido algo a esa mujer por el error cometido por los tuyos?
    —Esos cerdos no son nada mío.
    —Para esa mujer sí. No creen que haya más de una docena de los nuestros en todo el mundo.
    —Le he dado sal y cerillas y he intentado ganármela de todos los modos posibles.
    —¿Existe un ritual formal de redención?
    —No lo sé.
    Nell parecía exasperada conmigo.
    —No te puedes permitir tener a alguien en tu contra. Todo el mundo lo sabrá, y medirán las respuestas que te dan en función de eso. Esa mujer está distorsionando tus resultados.
    Fen soltó una carcajada desde detrás.
    —Esta vez no has tardado mucho. Quizá hayas batido tu propio récord. ¿Quieres que hagamos una hoguera con todas sus notas?
    Su rostro reaccionó como pudo, con un leve rubor.
    —Lo siento, yo... —dijo tendiéndome la mano.
    —Estoy seguro de que tienes razón. Debería descubrir cómo desagraviarla.
    No parecía creerse el tono de mi voz ni la expresión de mi rostro, y volvió a disculparse. Pero a mí no me había incomodado lo que me había dicho, más bien al contrario. Estaba ansioso, desesperado por recibir más. Ideas, sugerencias, críticas a mi enfoque. Fen quizá pensara que había sido demasiado, pero a mí me había parecido demasiado poco.
    —Vamos a ver qué podemos hacer con esas heridas de guerra.
    Fui a la parte trasera de la casa a coger las medicinas que había reunido y oí a Fen que decía:
    —Parece que le has dado un buen repaso, ¿eh?
    No oí la respuesta de Nell. Cuando volví, estaba sentada a su lado y su rostro había recuperado el tono amarillo pálido. Fen no hizo ningún movimiento, así que le pedí a Nell que tendiera primero la mano izquierda, la que tenía el corte en la palma. No entendía que se hubieran despreocupado tanto de aquellas heridas. La sepsis era uno de los mayores riesgos del trabajo de campo. Fen debió de ver algo en mi rostro.
    —Nuestras medicinas desaparecen en una semana —dijo—. Cada vez que llega una remesa, Nell las usa para las rozaduras y los golpes de todos sus niños.
    Apliqué yodo al corte, le puse una capa de ungüento de ácido bórico y se lo cubrí con una venda de gasa. Al principio su mano flotó inerte sobre la mía, pero muy pronto la dejó muerta y adquirió peso.
    Trabajé despacio, lo confieso. Después de la mano me ocupé de las lesiones cutáneas: dos en el brazo, una en el cuello y, tras levantarse la pernera del pantalón, otra en la espinilla derecha. A mí me parecieron pequeñas úlceras tropicales, no bubas infectadas. Sospechaba que habría más, pero no podía pedirle que se quitara la ropa. Le di aspirina para la fiebre. Fen, a su lado, se quedó observando hasta que se le cerraron los ojos.
    —Debo pedirte perdón por lo que he dicho antes sobre las hojas —dijo ella.
    —Si quieres que presente una disculpa formal a la señora, tendréis que jurarme que no me dejaréis para iros con los aborígenes.
    —Lo juro —dijo levantando la mano vendada.
    —Bueno, ahora cuéntame qué pasó con los mumbanyo. A menos que quieras irte a dormir.
    —Ya he descansado en la canoa. Gracias por las curas. Todo está mejor. —Tomó su primer sorbo de whisky—. ¿Sabes algo de ellos, de los mumbanyo?
    —Nunca he oído hablar de ellos.
    —La versión de Fen será muy diferente a la mía.
    Sus heridas brillaban con el ungüento que le había puesto.
    —Dame la tuya.
    Parecía abrumada ante mi petición, como si le hubiera pedido que escribiera una monografía sobre la tribu allí mismo. Pero justo cuando pensaba que me iba a decir que estaba muy cansada, se lanzó. Era una tribu con recursos, a diferencia de los anapa, que tenían que hacer esfuerzos cada día para salir adelante. El afluente de los mumbanyo proporcionaba mucha pesca, y cultivaban tabaco en la zona. Disponían de mucha comida y de abundantes conchasmoneda. Pero estaban llenos de miedo y agresividad, bordeando en la paranoia, y tenían la región sometida y aterrada con sus impulsivas amenazas.
    —Nunca antes había sentido aversión por ningún pueblo. Casi una repulsión física. No soy una neófita en la región: he visto muertes, sacrificios, escarificaciones que acaban mal. No soy... —Me miró con cara de espanto—. Matan a su primogénito. Matan a todos los gemelos. No en un ritual, no con emoción y ceremonia. Simplemente los tiran al río. Los tiran por la selva. Y a los niños que se quedan, apenas los cuidan. Los llevan bajo el brazo como un periódico o los meten en una cesta rígida y cierran la tapa, y cuando el bebé llora rascan la cesta. Ése es su gesto más cariñoso, el rascar el exterior de la cesta. Cuando las niñas tienen siete u ocho años, sus padres empiezan a practicar sexo con ellas. No es de extrañar que crezcan desconfiadas, resentidas y con instinto asesino. Y Fen...
    —¿Estaba intrigado?
    —Sí. Fascinado. Absolutamente cautivado. Tuve que sacarlo de allí —intentó reírse—. No dejaban de decirnos que estaban comportándose de un modo ejemplar por nosotros, pero que eso no duraría para siempre. Echaban la culpa de todo lo que iba mal a que no se estaba derramando la suficiente sangre. Nos fuimos siete meses antes de lo previsto. A lo mejor lo habrás notado, desprendemos cierto hedor a fracaso.
    —No lo he notado, no —dije.
    Me habría gustado hablarle de mi propia sensación de fracaso, pero me pareció que sería demasiado largo de explicar. En lugar de eso le miré los pies, enfundados en unos zapatos de piel de colegiala, con cordones, casi tan gastados como los míos. No podía estar seguro de que aún conservara todos los dedos de los pies. Eran lo primero que se perdía con aquellas úlceras tropicales.
    —Tienes una carta para tu madre en la máquina de escribir —dijo.
    —Suelo tenerla.


«Querida mamá, déjame en paz. Te quiere, Andrew.»


    —Andrew.
    —Sí.
    —Nadie te llama así.
    —Nadie. Sólo mi madre —dije, y noté que quería saber más—. Ella querría que estuviera en un laboratorio en Cambridge. En cada carta amenaza con cortarme el grifo. Y yo no puedo hacer este trabajo sin su apoyo; no tenemos la financiación que tenéis en Estados Unidos. Ni he escrito un best seller, ni ningún libro, a decir verdad.
    Estaba claro que iba a preguntarme por el resto de la familia, así que pensé que debía desviar el tema:
    —Todos los demás están muertos, así que me dedica toda su energía, y parece que tiene mucha —añadí.
    —¿Quiénes son todos los demás?
    —Mi padre y mis hermanos.
    —¿Cómo es eso?
    Ahí la tenía: una antropóloga americana. Nada de cambiar de tema delicadamente, nada de «Te acompaño en el sentimiento» o, incluso, «¡Qué duro habrá sido!», sino un directo y contundente «¿Cómo narices fue eso?».
    —John en la guerra. Martin en un accidente, seis años más tarde. Y mi padre de infarto, muy probablemente debido al hecho de que su legado había quedado reducido a mi mísera existencia.
    —No me parece que sea muy mísera.
    —A nivel cerebral. Mis hermanos eran genios, cada uno a su manera.
    —Todo el mundo se convierte en genio si muere joven. ¿En qué destacaban?
    Le hablé de John y de sus botas y su cubo, de la polilla extraña, de los fósiles en las trincheras. Y de Martin.
    —Mi padre pensó que el hecho de que Martin intentara escribir poesía era señal de un orgullo desmedido.
    —Fen me dijo que tu padre fue quien acuñó la palabra «genética».
    —No lo hizo aposta. Quería dar una clase sobre Mendel y lo que entonces se llamaba genoplasma, y le pareció que hacía falta darle un término más digno que «plasma».
    —¿Quería que tú continuaras donde lo dejó él?
    —Era incapaz de imaginar otro futuro para nosotros. Era lo único que le importaba. Estaba convencido de que era nuestro deber.
    —¿Cuándo murió?
    —Este invierno hizo nueve años.
    —Así que supo que habías desobedecido sus órdenes.
    —Sabía que estaba haciendo de profesor auxiliar de etnografía con Haddon.
    —¿Lo consideraba una ciencia menor?
    —Para él no era ciencia en absoluto. Me parece oírle aún: «Menuda tontería».
    —¿Y tu madre piensa igual?
    —Como Stalin para su Lenin. Tengo casi treinta años, pero sigo sometido a ella. Mi padre la dejó al mando para que fuera ella quien tirara de los hilos.
    —Bueno, al menos has conseguido crearte tu propia cárcel a una buena distancia de ella.
    Lo correcto habría sido sugerir que se fuera a dormir. «Tienes que descansar», debí haber dicho, pero no lo hice.
    —Lo de Martin no fue un accidente. Se suicidó.
    —¿Por qué?
    —Estaba enamorado de una chica y ella no lo quería. Se presentó en su piso con un poema que había escrito y ella no quiso leerlo. Así que se fue a Piccadilly Circus y se pegó un tiro bajo la estatua de Anteros. Tengo el poema. No es su mejor composición, pero las manchas de sangre le dan cierta dignidad.
    —¿Cuántos años tenías?
    —Dieciocho.
    —Pensaba que era Eros, el de Piccadilly —dijo ella.
    Jugueteó con un lápiz de mi escritorio; por un segundo pensé que iba a ponerse a tomar notas.
    —Mucha gente lo cree. Pero es su hermano gemelo, el vengador del amor no correspondido. Poético hasta el final.
    La mayoría de las mujeres disfrutan ahondando en una herida del pasado, hurgando la frágil costra, para consolarte después de haber provocado aún más dolor. Nell no.
    —¿Hay algo de todo esto que te guste particularmente? —preguntó.
    —¿Qué cosa?
    —De este trabajo.
    ¿Que me gustara particularmente? En aquel momento, había pocas cosas que no me dieran ganas de volver a correr al río con los bolsillos llenos de piedras. Meneé la cabeza.
    —Tú primero.
    Ella se mostró sorprendida, como si no se esperara que la pregunta se le volviera en contra. Frunció sus ojos grises.
    —Ese momento, a los dos meses, más o menos, cuando crees que por fin le has cogido el punto al lugar. De pronto te da la impresión de que dominas el terreno. Es una falsa ilusión (sólo llevas ahí ocho semanas), y justo después pierdes cualquier esperanza de entender nada. Pero en ese momento tienes la impresión de que el lugar es todo tuyo. Es un momento de euforia, brevísima y pura.
    —¡Caray! —dije, y me reí.
    —¿A ti no te pasa?
    —Por Dios, no. Para mí un buen día es cuando los niños no me roban los calzoncillos, me los agujerean con palos y me los vuelven a traer llenos de ratas.
    Le pregunté si creía que podría llegar a comprender realmente otra cultura. Le dije que, cuanto más tiempo pasaba, más inútiles me parecían mis intentos, y que lo que había acabado encontrando más interesante era cómo nos convencemos de que podemos ser objetivos de algún modo, nosotros que llegamos con nuestras propias definiciones personales de amabilidad, fuerza, masculinidad, feminidad, Dios, civilización, lo correcto y lo incorrecto.
    Me dijo que sonaba tan escéptico como mi padre. Que nadie tenía más que una perspectiva, incluso en las ciencias «puras». En todo lo que hacemos en el mundo, dijo, estamos siempre limitados por la subjetividad. Pero nuestra perspectiva puede ser amplísima, si le damos la libertad necesaria para abrirse. Fíjate en Malinowski, dijo. Fíjate en Boas. Ellos definieron sus culturas tal como las vieron, tal como ellos interpretaban el punto de vista de los nativos. La clave está, dijo, en desvincularse de todas las ideas que tenemos sobre lo que es «natural».
    —Aunque lo consiguiera, la próxima persona que venga aquí contará una historia diferente sobre los kiona.
    —Sin duda.
    —¿Y entonces de qué sirve?
    —Esto no se diferencia tanto del laboratorio. ¿De qué sirve que alguien busque respuestas? Algún día incluso Darwin acabará pareciéndonos un pintoresco Ptolomeo que sólo vio lo que quería ver, nada más.
    —Ahora mismo estoy un poco atascado.
    Me limpié el sudor del rostro con las manos, unas manos sanas: mi cuerpo se encontraba perfectamente en el trópico; era mi mente la que amenazaba con fallar.
    —¿A ti estas cuestiones no te hacen dudar? —le pregunté.
    —No. Pero yo siempre he pensado que mi opinión era la correcta. Es un pequeño defecto que tengo.
    —Un defecto americano.
    —Quizá. Pero Fen también lo tiene.
    —Entonces será un defecto típico de las colonias. ¿Por eso escogisteis este tipo de trabajo, para poder dar vuestra visión de las cosas y que la gente tenga que viajar miles de millas y escribir su propio libro si quieren refutar vuestras tesis?
    Ella sonrió abiertamente.
    —¿Qué pasa? —pregunté.
    —Es la segunda vez esta noche que he recordado una tontería, algo en lo que no había pensado durante años.
    —¿Y de qué se trata?
    —De mi primer boletín de notas en el colegio. No fui a clase hasta los nueve años, y el comentario de mi profesora al final del primer trimestre fue: «Elinor muestra un entusiasmo exacerbado por sus propias ideas y escaso interés por las de los demás, especialmente por las de su profesora».
    Me reí.
    —¿Cuándo ha sido la primera vez que has pensado en eso?
    —Al llegar, cuando estaba curioseando por tu mesa. Todas esas notas, esos papeles y esos libros... Sentí una avalancha de ideas, algo que hacía tiempo que no sentía. Había llegado a pensar que no me volvería a pasar. Parece que no me crees.
    —Te creo. Pero me aterra pensar en lo que puede ser ese entusiasmo exacerbado, si lo que veo ahora es un entusiasmo contenido.
    —Si te pareces lo más mínimo a Fen, no te gustará mucho.
    Supuse que yo no me parecía en absoluto a Fen. Nell miró a su marido, que estaba sumido en un sueño profundo a su lado, con los labios fruncidos y la frente arrugada, como si le estuvieran dando de comer y él se negara.
    —¿Cómo os conocisteis?
    —En un barco. Después de mi primer viaje de trabajo.
    —Un idilio entre las olas —constaté, aunque casi parecía una pregunta, como si tuviera dudas sobre si había sido demasiado precipitado, y enseguida añadí, sin mucho empeño—: Es lo mejor.
    —Sí. Fue muy repentino. Yo regresaba de las Salomón. Había un grupo de turistas canadienses que estaban muy impresionados con el hecho de que hubiera estudiado a los nativos sin acompañante, y yo tenía un montón de historias que contarles. Fen se pasó unos días merodeando entre las sombras. Yo no sabía quién era (nadie lo sabía), pero era el único hombre de mi edad y no quería bailar conmigo. Y de pronto un día se me acercó en el desayuno y me preguntó qué había soñado aquella noche. Me contó que había estado estudiando los sueños de una tribu llamada dobu, y que se dirigía a Londres para dar clase. La verdad es que descubrir que aquel australiano robusto y moreno era antropólogo como yo fue una gran sorpresa. Ambos regresábamos de nuestro primer viaje de estudio sobre el terreno y teníamos mucho de lo que hablar. Se lo veía lleno de energía y de buen humor. Los dobu son todos hechiceros, así que Fen se dedicó a lanzar embrujos y maleficios a todo el mundo, nos escondíamos y observábamos a ver si funcionaban. Éramos como niños excitados al encontrar a un amigo entre todos aquellos adultos estirados. Y a Fen le encanta vivir con esa mentalidad de «nosotros contra el mundo» que al principio resulta muy atractiva. El resto de los pasajeros fueron desapareciendo. Nos pasamos el viaje hasta Marsella hablando y riendo. Dos meses y medio. Después de todo ese tiempo con una persona acabas convencido de que la conoces.
    Tenía la mirada puesta en algún punto por encima de mi hombro izquierdo. No pareció darse cuenta de que había dejado de hablar. Me pregunté si se habría dormido con los ojos abiertos. Entonces retomó el discurso:
    —Él se fue a Londres a dar clase durante un semestre. Yo me fui a Nueva York a escribir mi libro. Un año más tarde estábamos casados y volvimos aquí.
    Estaba exhausta.
    —Deja que te prepare una cama —dije poniéndome en pie.
    Me dirigí a la pequeña habitación con mosquitera donde dormía. No había cambiado las sábanas desde hacía semanas y mi ropa estaba tirada por todas partes. Lo metí todo en el arcón que usaba como mesilla de noche y puse sábanas limpias sobre el colchón, creando lo más parecido que pude a una cama de verdad. Tenía una buena almohada, de casa de mi madre, pero la humedad había pegado las plumas entre sí, de modo que parecía más arcilla que plumón.
    Oí una risa a mis espaldas. Nell estaba de pie, al otro lado de la red, observando mis intentos por darle esponjosidad.
    —No te preocupes por eso, por favor. Pero dime dónde está la letrina, si hay.
    Salimos y la acompañé. En el trópico hay que construirlas bastante lejos de las casas. Eso lo aprendí a expensas de los baining. El cielo estaba claro y no necesitábamos linterna. No estaba muy seguro del estado en que se encontraría la letrina, pues nunca había pensado que la usaría una mujer, y quería echarle un vistazo antes de dejarla pasar, pero ella llegó antes y entró sin que pudiera detenerla.
    Ahora estaba en un dilema. Sentía que debía quedarme cerca, por si había una serpiente o un murciélago en el interior de aquel espacio reducido. Me había encontrado antes con ambas cosas, así como con un zorro volador y un precioso pájaro rojo y dorado que según Teket era producto de mi imaginación. Pero también sabía que para hacer sus necesidades todo el mundo precisa intimidad. Antes de que pudiera decidir a qué distancia sería correcto quedarme, oí que su orina fluyó con una fuerza asombrosa, y el flujo duró un buen rato. Luego salió y volvió al sendero conmigo, cojeando pero con energías renovadas.
    Cuando volvimos, Fen se había puesto de lado y expelía el aire a grandes
bocanadas, como una ballena en la superficie. Me pareció un ruido terriblemente íntimo y deseé haberle hecho pasar al dormitorio antes de darle ocasión de dormirse tan profundamente. Pensé que Nell se iría a la cama, pero me siguió a la parte de atrás de la casa, donde mi intención era prepararme una taza de té y ponerme a pensar dónde podría llevarlos para que encontraran una tribu decente.
    Me preguntó cuál era la última pieza del rompecabezas de los kiona, y yo le hablé de una ceremonia llamada Wai que sólo había visto una vez, al llegar, y de mis sospechas sobre el recurso al travestismo. Me preguntó si había probado a cotejar mis ideas con ellos. Me reí.
    —Algo así como: «Nmebito, ¿sabías que al dar salida a tu lado femenino esta noche has aportado cierto equilibrio a esta comunidad, amenazada por las exageradas agresiones masculinas propias de tu cultura?». ¿Es eso lo que quieres decir?
    —Quizá más bien: «¿Crees que el hecho de que los hombres se vuelvan mujeres y las mujeres se vuelvan hombres trae paz y alegría?».
    —Pero es que ellos no reflexionan tanto.
    —Claro que sí. Reflexionan sobre el momento en que han salido a pescar el día anterior, si les ha ido bien o si deberían volver al mismo sitio al día siguiente. Reflexionan sobre sus hijos, sus parejas, sus hermanos, sus deudas, sus promesas.
    —Pero no veo ninguna prueba evidente de que los kiona analicen sus propios rituales en busca de significado.
    —Estoy segura de que algunos lo hacen. Lo que ocurre, simplemente, es que han nacido en una cultura en la que no hay lugar para eso, así que el impulso se debilita, como un músculo que no se usa. Tienes que ayudarles a ejercitarlo.
    —¿Es eso lo que haces tú?
    —No todo en un día, pero sí. El significado está en su interior, no en el tuyo. Tú sólo tienes que sacarlo al exterior.
    —Estás presuponiendo una capacidad analítica que no estoy seguro de que posean.
    —Son humanos, con mentes humanas plenamente efectivas. Si no creyera que son tan humanos como yo misma, no estaría aquí. —Ahora tenía las mejillas sonrojadas de verdad—. No me interesa la zoología.
    «Observa, observa, observa», me habían enseñado siempre. Nada sobre compartir tus hallazgos o promover el análisis por parte de los propios sujetos.
    —¿Y este enfoque no crearía en el sujeto una conciencia individual que podría alterar los resultados?
    —Yo creo que observar sin compartir los resultados crea un ambiente extremadamente artificial. Ellos no entienden por qué estás aquí. Si te abres a ellos, todo el mundo se mostrará más relajado y más honesto.
    Volvía a tener el aspecto de un cuscús, con el gesto absolutamente despierto y aquellos grandes ojos grises ligeramente desenfocados.
    —¿Podemos sentarnos y tomarnos ese té? —propuso.
    Cuando lo hicimos, prosiguió:
    —Freud dijo que los primitivos son como los niños occidentales. Yo eso no me lo creo en absoluto, pero la mayoría de los antropólogos lo aceptan sin pestañear, así que lo aceptaremos porque me va bien para presentar mi argumento, que es que todos los niños buscan el significado de las cosas. Cuando tenía cuatro años recuerdo que le pregunté a mi madre, que estaba en avanzado estado de gestación: «¿Qué sentido tiene todo esto?» «¿Qué?», me preguntó. «Toda esta vida.» Recuerdo cómo me miró, y que tuve la sensación de haber dicho algo muy malo. Fue a sentarse a mi lado a la mesa y me dijo que acababa de plantear una pregunta muy grande, y que no encontraría la respuesta hasta que no fuera muy, muy anciana. Pero se equivocaba. Porque dio a luz, y cuando trajo a casa a aquella niña supe que ya lo había encontrado. Se llamaba Katie, pero todo el mundo la llamaba la Niña de Nell. Era mi niña. Yo me ocupaba de todo: le daba de comer, le cambiaba los pañales, la vestía, la acostaba. Y a los nueve meses enfermó. A mí me enviaron a casa de mi tía, a Nueva Jersey, y cuando volví la niña ya no estaba. Ni siquiera me dejaron despedirme. Ni siquiera pude tocarla o cogerla en brazos. Había desaparecido, como una alfombra o una silla. Sentí que había aprendido la mayoría de las lecciones de la vida antes de cumplir siquiera los seis años. Para mí, lo importante son las otras personas, pero las otras personas pueden desaparecer. Supongo que a ti no hace falta que te lo cuente.
    —Los kiona le dan a todo el mundo un nombre sagrado, un nombre de espíritu secreto para que lo usen en el otro mundo. Yo les puse nuevos nombres a John y Martin y eso me ayuda un poco; hace que de algún modo los sienta más cerca. —De pronto el corazón me latía con fuerza—. ¿Katie era tu única hermana?
    —Mi madre tuvo un niño dos años más tarde, Michael. Pero yo no podía ni acercarme. Decía cosas malas de él. Supongo que por eso acabaron enviándome a la escuela. Para apartarme del pobre Michael.
    —¿Y ahora qué sabes de él?
    —No mucho. Sé que está bastante enfadado conmigo porque no he cambiado mi apellido por el de Fen, y se ha publicado en los periódicos de varias ciudades.
    Yo también lo había oído en algún sitio.
    —¿Tus hermanos y tú estabais muy unidos? —me preguntó.
    —Sí, pero eso no lo supe hasta que murieron. —Sentía la garganta algo tensa, pero hice un esfuerzo para que las palabras salieran—. Cuando murió John yo tenía doce años y pensé que ojalá hubiera sido Martin. Pensé que podría haber llevado mejor la muerte de Martin porque me resultaba mucho más familiar e irritante. John era como un tío al que adoras, que venía a casa, me llevaba a cazar ranas y me compraba golosinas. Martin se metía conmigo y me imitaba. Y entonces, seis años después de John, murió Martin, y sentí...
    La garganta se me cerró del todo, ahora sí, y no pude hacer nada para abrirla. Se me quedó mirando y asintió en silencio, como si yo siguiera hablando y todo lo que dijera tuviera sentido.







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