miércoles, 27 de mayo de 2020

Antonio Muñoz Molina / Obra incompleta



Pessoa visto por Dariush Radpou.Ampliar foto
Pessoa visto por Dariush Radpou.

Obra incompleta

Quizá la muerte excusó a autores como Pessoa de buscar una coherencia que no llegaría a la altura del desorden de sus materiales


Antonio Muñoz Molina
16 de septiembre de 2016

A Miguel Hernández, que tan pocos años tuvo para completar nada, lo entristecía de antemano la idea de unas obras completas: “Yo sé que en esos sitios tiritará mañana / mi corazón helado en varios tomos”. Hay algo antiguo y funerario en esa visión de unos tomos idénticos, encuadernados en oscuro, en piel o semipiel o pseudopiel, alineados en una estantería como en un catafalco. Las únicas obras completas que no inducen a la somnolencia de lo monumental son quizás las de La Plèiade, que tienen un tamaño muy manejable y una flexibilidad seductora, y aun así lo intimidan a uno cuando las ve como un gran muro de inmortalidad impenetrable en los estantes de las librerías francesas. En la exposición sobre Camilo José Cela que hay ahora en la Biblioteca Nacional, una de las cosas que llaman la atención, aparte de su interés por coleccionar esquelas mortuorias y diplomas y esculturas o artefactos de premios, es lo joven que era todavía cuando ya había emprendido la publicación de sus Obras completas, como un faraón que empieza las obras de su pirámide nada más ser elevado al trono.
dibujos Lorca0002: Payaso con guitarra | García lorca, Dibujos ...
Dibujo de Federico García Lorca
Cuando yo tenía 20 años, una de las cosas que compré con mi primera beca no de hambriento fue el tomo de las Obras completas de García Lorca publicado por Aguilar en plena dictadura de Franco, con un prólogo largo y muy hermoso de Jorge Guillén. Pero era un tomo, uno solo, aunque fuera muy grueso, aunque abrirlo y leerlo me diera la impresión de estar hojeando el libro de arena de aquel cuento de Borges que se publicó por esos años. Y lo mejor de aquel volumen, con toda su amplitud, era su cualidad aluvial, su amontonamiento de cosas muy diversas, a veces inacabadas, cartas a amigos y poemas que Lorca no publicó en vida, versos magníficos de ocasión escritos en el reverso de una foto tomada en una feria.
Algo que me parece cada vez más revelador de García Lorca es su parsimonia a la hora de publicar libros, como si se resistiera a dar una forma definitiva y cerrada a las cosas en las que estaba trabajando de manera intermitente, los poemas que difundía recitándolos o copiándolos a mano para sus amigos o para sus amores, los que barajaba y abandonaba y corregía y seguía teniendo entre manos. En el catálogo de las obras maestras conjeturales, inacabadas, nunca fijadas y fosilizadas en un texto final, una de las más altas, junto al Libro del desasosiego, los poemas de Emily Dickinson, el Moisés y Aarón de Schönberg, el Don Quijote de Orson Welles, etcétera, es Poeta en Nueva York. Nos estremece la historia de la visita de Lorca a la oficina de José Bergamín para dejarle el manuscrito, y la nota que le dejó en la mesa al ver que no estaba, prometiéndole livianamente un regreso que no pudo suceder nunca. Y se ha estudiado mucho el proceso de la publicación póstuma en México, y la incertidumbre sobre la lista y el orden de los poemas que García Lorca planeaba incluir. Pero se reflexiona mucho menos sobre el hecho, del todo irregular, de que García Lorca tardara seis años enteros en decidirse a su publicación, siendo como eran, y él sin duda lo sabía, la cima de todo lo que había escrito hasta entonces, un torrente de furia expresiva que no tenía comparación sino con algunas odas de Fernando Pessoa, con The Bridge de Hart Crane —Lorca compartió con él alguna noche de juerga en Nueva York— o con la Waste Land de Eliot.
Una de las cosas que compré con mi primera beca no de hambriento fue el tomo de las Obras completas de García Lorca publicado por Aguilar en plena dictadura de Franco
Por pereza, por cautela, por distracción, por el instinto de no interrumpir un largo proceso en marcha, Lorca dejó sin publicar durante los seis años más productivos de su vida esa colección nunca organizada ni cerrada de poemas. Los filólogos y los editores especulan sobre ellos, pero esa incertidumbre que nadie puede resolver ahora se ha inscrito en su naturaleza misma, se ha convertido en parte de su originalidad y su poderío. Tampoco sabemos nada de cuántos poemas habría publicado Emily Dickinson si hubiera tenido tiempo de armar un libro: por ahí andan, agrupados en colecciones exhaustivas o en antologías o selecciones que en vez de aminorar su sentido lo amplían al encontrar conexiones nuevas, secuencias y arquitecturas del azar.
Baudelaire nunca llegó a publicar en libro los poemas en prosa dispersos por los periódicos, ni tuvo un título seguro para ellos, así que lo mismo puede llamarse, según la elección de los editores, Pequeños poemas en prosa o El ‘spleen’ de París. El profesor Francisco Fuster ha publicado diversas antologías de artícu­los de Julio Camba, y en cada una de ellas esos textos dispersos se organizan como por sí mismos con una gozosa coherencia, con un impulso de orden que se parece más a los procesos de la naturaleza que a los propósitos siempre poco dúctiles de la voluntad humana. Los artículos de Julio Camba, los poemas de Emily Dickinson forman libros casi tan infaliblemente como los cristales de hielo forman estrellas geométricas.
Baudelaire nunca llegó a publicar en libro los poemas en prosa dispersos por los periódicos, ni tuvo un título seguro para ellos
Los mundos académicos y literarios andan todavía fascinados por la superstición del diseño inteligente, una prueba más del contumaz oscurantismo que los mantiene hostiles y cerrados a los aires saludables del conocimiento científico. No ha hecho falta que nadie diseñe una hoja, una nube, una pupila, un cerebro. Es probable que la armonía y la belleza de una obra de arte, literaria o visual o musical, dependa también más de sus propias leyes interiores que de la voluntad consciente de su autor. Todo el silencio y la holganza del mes de agosto los he dedicado, con la ayuda de un diccionario portugués-español, a leer un libro que es mucho más rico y más estimulante porque su autor nunca llegó a darle una forma definitiva, el Livro do Desassossego, en una estupenda edición de bolsillo ordenada por Richard Zenith, y publicada en Lisboa por Assírio & Alvim. Y esa lectura la he disfrutado más todavía al compartirla con la de las obras sueltas de Walter Benjamin que viene publicando con persistencia ejemplar la editorial Albada, en traducciones de Alberto Brotons Muñoz. Albada publica también en tomos muy imponentes las Obras completas de Benjamin, pero yo soy un lector ambulante y comodón y me quedo siempre que puedo con los libros aislados, breves y abarcables, en mayor o menor medida sobrevenidos y conjeturales, porque una gran parte de los mejores ensayos de Benjamin o quedaron inacabados o él nunca llegó a reunirlos: piezas dispersas, publicadas en periódicos y revistas, al azar de una ocasión, por un impulso o por un encargo; cuadernos de notas y páginas de diario. La única organización que Walter Benjamin dio en vida a su obra más ambiciosa fue la de guardar manuscritos y borradores en una maleta, más o menos como Fernando Pessoa con las confesiones esquinadas y las divagaciones del ayudante de contable Bernardo Soares. Los dos murieron, como Lorca y como Proust, antes de tiempo, pero quizás la muerte lo que hizo fue excusarlos de intentar una coherencia voluntaria que nunca habría estado a la altura del desorden fértil y orgánico de sus materiales. A mí lo que me gustaría es trabajar durante años, sin ningún apuro, en un libro inacabado.


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