lunes, 18 de mayo de 2020

Lily King / Euforia I


Lily King
EUFORIA




1

    Cuando dejaban a los mumbanyo les arrojaron algo que cabeceó sobre el agua a pocos metros de la popa. Algo de color pardo.
    —Otro bebé muerto —dijo Fen.
    Ya le había roto las gafas, así que ella no pudo saber si estaba bromeando.
    Ante ellos se extendía un claro luminoso en la curva de tierra verde por donde pasaría la canoa. Nell se concentró en aquello y no volvió a mirar atrás. Los pocos mumbanyo que había en la playa estaban cantando y tocando el gong de la muerte en su honor, pero no se giró a mirarlos por última vez. De vez en cuando, los cuatro remeros (todos de pie, dando voces a su gente o a los que iban en las otras canoas) bogaban simultáneamente y Nell sentía una tenue ráfaga de aire contra la piel húmeda. Las llagas le escocían y se le tensaban, como si tuvieran prisa por sanar con el aire seco. La brisa llegaba y paraba, llegaba y paraba. Notó el desfase entre el momento en que percibía el contacto con el aire y el instante en que lo reconocía, y supo que la fiebre estaba volviendo a hacer acto de presencia. Los remeros pararon un momento para acuchillar una tortuga cuello de serpiente y subirla al bote aún retorciéndose. A sus espaldas, Fen murmuró un canto fúnebre por la pobre tortuga, tan bajito que sólo ella podía oírlo.


    En la confluencia del Yuat y el Sepik los esperaba una lancha. A bordo había dos parejas blancas y el piloto, un hombre llamado Minton que Fen había conocido en Cairns. Ellas llevaban vestidos almidonados y medias de seda; ellos, esmoquin. No se quejaban del calor, lo que significaba que vivían allí, los hombres gestionando plantaciones o minas o encargándose de hacer cumplir las leyes que los protegían. Al menos no eran misioneros; en aquel momento no habría podido soportar a un misionero. Una de las mujeres tenía el cabello de un color dorado brillante; la otra tenía unas pestañas como helechos negros. Ambas llevaban bolsos de cuentas. La suave piel de sus brazos era tan blanca que parecía falsa. Habría querido tocar a la que tenía más cerca, subirle la manga y comprobar hasta dónde llegaba el blanco, igual que hacían con ella todas las tribus que visitaba la primera vez que la veían. Las mujeres los miraron con compasión al verlos subir a bordo, con sus fardos de lona y sus ojos enfermos de malaria.
    El motor arrancó con un ruido tan inesperado que se llevó las manos a las orejas en un movimiento reflejo casi infantil. Vio que Fen tuvo la misma reacción y sonrió instintivamente, pero a él no le gustó que lo advirtiera y se alejó para hablar con Minton. Nell se sentó con las mujeres en el banco de popa.
    —¿Qué se celebra? —le preguntó a Tillie, la del pelo dorado.
    Si ella hubiera tenido aquel cabello, los nativos no habrían dejado de tocárselo. Hubiera sido imposible hacer estudios de campo con aquel cabello.
    Las dos mujeres consiguieron oírla pese al ruido del motor y se rieron.
    —¡Es Nochebuena, tonta!
    Ya habían estado bebiendo, aunque no podían ser más de las doce del mediodía, y hubiera sido más fácil admitir que la llamaran tonta si no hubiera llevado un mugriento vestido de algodón sobre el pijama de Fen. Tenía heridas, un corte reciente en la mano que se había hecho con la espina de una palma de sagú, un esguince en el tobillo derecho y la neuritis en los brazos contraída en las Islas Salomón, además de un prurito entre los dedos de los pies que esperaba que no fuera otro episodio de tiña. Normalmente soportaba cualquier molestia mientras trabajaba, pero viendo a aquellas mujeres con sus sedas y sus perlas el picor se hacía más patente.
    —¿Creéis que estará el teniente Boswell? —preguntó Tillie.
    —Ella lo encuentra divino —explicó Eva, que era más alta e imponente y no llevaba alianza.
    —No creo que esté. Y a ti también te gusta —dijo Tillie.
    —Pero tú eres una mujer casada, querida.
    —No puedes esperar que una deje de fijarse en la gente en el momento en que le ponen la alianza —dijo Tillie.
    —No lo espero. Pero tu marido desde luego que sí.
    Nell iba tomando notas mentalmente:

    — adornos en cuellos, muñecas, dedos
    — pintura sólo en la cara
    — acentúan los labios (rojo oscuro) y los ojos (negro)
    — destacan la cadera apretándose la cintura
    — conversación competitiva
    — el elemento más valorado es el hombre, no necesariamente poseerlo, sino tener la capacidad de atraer a uno

    No podía evitarlo.
    —¿Ha estado estudiando a los nativos? —le preguntó Tillie.
    —No, viene del Baile a Media Luz en el Palacio Flotante —respondió Eva, que tenía un acento australiano más marcado, parecido al de Fen.
    —Pues sí —dijo ella—. Desde julio. Es decir, desde julio del año pasado.
    —¿Un año y medio perdida ahí arriba, por ese río? —exclamó Tillie.
    —¡Dios santo! —dijo Eva.
    —Primero un año en las montañas al norte de aquí, con los anapa —explicó Nell—. Y luego otros cinco meses y medio con los mumbanyo, a orillas del Yuat. Nos fuimos antes de tiempo. No me gustaron.
    —¿No le gustaron? —preguntó Eva—. Yo habría dicho que el objetivo más razonable sería mantener la cabeza pegada al cuello.
    —¿Eran caníbales?
    No era seguro darles una respuesta honesta. Nell no sabía quiénes eran sus hombres.
    —No. Comprenden y respetan absolutamente las nuevas leyes.
    —No son nuevas —precisó Eva—. Se impusieron hace cuatro años.
    —Yo creo que para una tribu antigua eso debe de parecerles nuevo. Pero obedecen. Y culpan de su mala suerte a la falta de homicidios.
    —¿Hablan de ello? —preguntó Tillie.
    Nell se preguntó por qué todos los blancos le preguntaban por el canibalismo. Pensó en Fen cuando volvió de sus diez días de cacería, en su lamentable intento de escondérselo. «La he probado —confesó por fin—. Y tienen razón, sabe a cerdo viejo.» Era una broma que solían hacer los mumbanyo, que los misioneros sabían como a cerdo viejo.
    —Hablan de ello con gran nostalgia.
    Las dos mujeres —incluso Eva, que tanto desparpajo había mostrado— se encogieron un poco. Y entonces Tillie preguntó:
    —¿Ha leído el libro sobre las Islas Salomón?
    —¿Donde todos los niños fornican entre los arbustos?
    —¡Eva!
    —Sí, lo he leído —dijo Nell, y luego no pudo contenerse y añadió—: ¿Les ha gustado?
    —Oh, no sé qué decir —respondió Tillie—. No entiendo muy bien el motivo de tanto escándalo.
    —¿Ha provocado un escándalo? —dijo Nell.
    No había oído nada sobre su recepción en Australia.
    —Diría que sí.
    Habría querido preguntar quién se había escandalizado y por qué, pero en aquel momento se acercó uno de los hombres con una enorme botella de ginebra para rellenar los vasos.
    —Su marido ha dicho que usted no querría —dijo a modo de disculpa, ya que no traía un vaso para ella.
    Fen estaba de espaldas a Nell, pero ésta se imaginaba la expresión de su rostro sólo por su postura, de pie, con la espalda arqueada y los talones ligeramente levantados. Estaría compensando sus ropas arrugadas y su extraña profesión con una intensa mirada viril. Sólo se permitiría una leve sonrisa en caso de que fuera él mismo quien hiciera la broma.
    Tillie dio unos sorbos a su copa y, más animada, siguió con sus preguntas:
    —¿Y qué escribirá sobre esas tribus?
    —Aún no lo tengo muy claro. Nunca sé qué voy a escribir hasta que vuelvo a mi despacho en Nueva York —dijo.
    Nell fue consciente de su propio impulso por competir, por imponer su dominio sobre aquellas mujeres guapas y limpias aludiendo a un despacho en Nueva York.
    —¿Es ahí adonde se dirige ahora? ¿Vuelve a su despacho?
    Su despacho. Su escritorio. La ventana en diagonal que daba a Amsterdam Avenue y la calle 118. A veces la distancia se sentía como una terrible claustrofobia.
    —No, vamos a Victoria, a estudiar a los aborígenes.
    —¡Pobre mujer! —respondió Tillie frunciendo los labios—. Ya parece bastante agotada con lo que lleva encima.
    —Si quiere, nosotras podemos decirle ahora mismo todo lo que necesita saber sobre los abos —dijo Eva.
    —Sólo han sido cinco meses con esta última tribu.
    No se le ocurría cómo podía definirlos. No había nada de los mumbanyo sobre lo que Fen y ella estuvieran de acuerdo. Él la había despojado de sus opiniones. Ahora se daba cuenta, asombrada, de cómo lo había conseguido. Tillie la miraba con la hueca preocupación de un borracho.
    —A veces te encuentras con una cultura que te rompe el corazón —añadió Nell por fin.
    —Nellie —llamó Fen—. Minton dice que Bankson sigue aquí —dijo, señalando con la mano río arriba.
    «Claro que sigue aquí», pensó ella, pero en cambio dijo, intentando hacer una gracia:
    —¿El que te robó el cazamariposas?
    —No me robó nada.
    ¿Qué era lo que había dicho, exactamente? Había sido en el barco, cuando volvían de las Islas Salomón, en una de sus primeras conversaciones. Estaban chismorreando sobre sus antiguos profesores. «A Haddon le gustaba yo —dijo Fen—, pero fue a Bankson a quien le dio su cazamariposas.»
    Bankson les había chafado los planes. Habían llegado en el año 1931 para estudiar dos tribus de Nueva Guinea, pero como aquél estaba en el río Sepik, ellos se fueron al norte, montaña arriba, donde estaban los anapa, con la idea de volver un año más tarde, esperando que Bankson se hubiera ido y poder escoger entre las tribus del río, de culturas menos aisladas y por tanto con una rica tradición artística, económica y espiritual. Sin embargo, él seguía allí, así que habían tenido que ir hacia el sur, alejándose de él y de los kiona que estaba estudiando, siguiendo el Yuat, un afluente del Sepik, donde habían encontrado a los mumbanyo. A la primera semana Nell ya sabía que estudiar aquella tribu era un error, pero tardó cinco meses en convencer a Fen para que se fueran de allí.
    Éste estaba de pie a su lado.
    —Deberíamos ir a verlo.
    —¿De verdad?
    Era la primera vez que sugería algo así. ¿Por qué ahora, cuando ya habían arreglado las cosas para irse a Australia? Fen había estado con Haddon, Bankson y su cazamariposas cuatro años atrás, en Sídney, y a Nell no le había dado la impresión de que se cayeran muy bien mutuamente.
    Los kiona de Bankson eran guerreros, habían sido los señores del Sepik antes de que el gobierno australiano hubiera aplicado mano dura, separando los poblados, asignándoles parcelas de terreno que no querían y metiendo en la cárcel a los que se resistían. Los mumbanyo, que también eran fieros guerreros, contaban historias de las proezas de los kiona. Por eso Fen quería visitar a Bankson. «La tribu del otro siempre resulta más atractiva», solía decirle ella. Pero era imposible no sentir envidia de los pueblos de los demás; hasta que no ponías todo en claro sobre el papel, tu propia tribu parecía un caos.
    —¿Crees que lo veremos en Angoram? —le preguntó.
    No podían perseguir a Bankson: habían tomado la decisión de ir a Australia. El dinero no les duraría mucho más de seis meses y tardarían varias semanas en asentarse entre los aborígenes.
    —Lo dudo. Estoy seguro de que evitará los puestos de control gubernamentales.
    La velocidad de la lancha la desorientaba.
    —Tenemos que tomar ese barco a Port Moresby mañana, Fen. Los gunai son una buena opción para nosotros.
    —También pensabas que los mumbanyo eran una buena opción cuando íbamos hacia allí —dijo él agitando el hielo de su vaso vacío.
    Parecía que tenía algo más que decir, pero dio media vuelta y volvió junto a Minton y los otros hombres.
    —¿Llevan mucho tiempo casados? —preguntó Tillie.
    —En mayo hará dos años —dijo Nell—. Celebramos la ceremonia el día antes de venir aquí. Una luna de miel exquisita.
    Ambas se rieron y la botella de ginebra volvió a circular.
    Durante las cuatro horas y media siguientes Nell
observó a aquellas parejas bien vestidas bebiendo, bromeando, flirteando, buscándose las cosquillas, riéndose, disculpándose, separándose y juntándose de nuevo. Observó sus jóvenes rostros inquietos, la fina capa de aplomo que los cubría y lo fácilmente que la perdían cuando nadie los miraba. De vez en cuando el marido de Tillie levantaba el brazo señalando algo en tierra: dos chicos con una red, un gato marsupial colgado de un árbol como un saco, un águila pescadora planeando hacia su nido, un loro rojo imitando el ruido de su motor... Nell intentó no pensar en los poblados que iban dejando atrás, las casas sobre pilotes, las hogueras y los niños cazando serpientes entre la paja con sus lanzas. Todos los pueblos que se estaba perdiendo, las tribus que nunca llegaría a conocer y las palabras que nunca oiría, la preocupación de que en esos momentos estuvieran pasando de largo el pueblo ideal para su estudio, un pueblo cuyo genio ella podría descubrir, y que a su vez despertaría sus ideas geniales, un pueblo que tuviera un modo de vida al que ella encontrara sentido. En lugar de eso, estaba observando a aquellos occidentales y a Fen, que daba lecciones a los hombres, cuestionando su trabajo, respondiendo defensivamente cuando le preguntaban por el suyo, yendo a buscarla para luego castigarla con unas palabas cortantes y una brusca retirada. Lo hizo cuatro o cinco veces volcando en ella su frustración, siguiendo una pauta que él mismo no reconocía. No se cansaba de cargar contra ella por querer dejar a los mumbanyo.
    —Es guapo su marido —dijo Eva cuando nadie más podía oírlas—. Apuesto a que además viste bien.
    La lancha bajó la velocidad, el agua se tiñó de un rosa salmón con la luz del atardecer y llegaron a su destino. Tres mozos vestidos con pantalones blancos, camisas azules y gorras rojas llegaron corriendo desde el Angoram Club para amarrar la barca.
    —Lukaut long —les gritó Minton en pidgin—. Isi isi .
    Entre ellos hablaban en la lengua de su tribu, probablemente taway. A los pasajeros que desembarcaban les dijeron «buenas tardes» con un marcado acento británico.
    Nell se preguntó hasta dónde llegaría su conocimiento del inglés.
    —¿Qué tal va la tarde? —le preguntó al chico más grande.
    —Muy bien, gracias, señora —dijo él, y le recordó al chico anapa que cazaba para ellos, siempre confiado y sonriente.
    —He oído que es Nochebuena.
    —Sí, señora.
    —¿Vosotros la celebráis?
    —Desde luego, señora.
    Los misioneros habían hecho su trabajo a conciencia.
    —¿Y tú qué esperas que te regalen? —le preguntó al segundo en edad.
    —Una red de pesca, señora —dijo él intentando ser tan conciso y frío como el otro, aunque no pudo evitar añadir—: Como la que le regalaron a mi hermano el año pasado.
    —¡Y lo primero que cazó con ella fue a mí! —gritó el más pequeño.
    Los tres chicos se rieron mostrando sus dientes de un blanco radiante. A su edad la mayoría de los niños mumbanyo ya no tenían muchos dientes: se les pudrían o los perdían en las peleas, y los pocos que les quedaban los tenían manchados de rojo por la nuez de betel que mascaban.
    En el momento en que el mayor de los tres jóvenes se disponía a explicarse, Fen llamó a Nell desde la pasarela. Las parejas blancas, ya en tierra, parecían estar riéndose de ellos, de la mujer vestida con un cochambroso pijama de hombre que intentaba hablar con los nativos, del australiano barbudo que quizá supiera vestir con elegancia o quizá no, que bregaba con sus bolsas mientras llamaba a su mujer.
    Nell les deseó a los chicos feliz Navidad, algo que le pareció muy gracioso, y ellos le desearon lo mismo. Le habría gustado sentarse a charlar con aquellos chicos en el muelle toda la noche.
    Fen no estaba enfadado. Se cargó ambas bolsas sobre el hombro izquierdo y le ofreció el brazo derecho como si ella también llevara un vestido de noche. Nell le pasó la mano izquierda por el brazo derecho y él se la agarró contra el cuerpo. La herida de la mano le dolió con la presión.
    —Es Nochebuena, por Dios. ¿Es que nunca dejas de trabajar? —dijo él, pero con tono de broma, casi de disculpa.
    «Estamos aquí —decía su brazo agarrado al de ella—. Hemos acabado con los mumbanyo.» La besó, y aquello también hizo que se avivara el dolor, pero no se quejó. A él no le gustaba verla fuerte, pero tampoco débil. Se había cansado hacía meses de enfermedades y dolores. Cuando había tenido fiebre, la había combatido con caminatas de sesenta kilómetros. Al encontrarse con un grueso gusano blanco que le crecía bajo la piel de la pierna, se lo había sacado él mismo con una navaja.

    Les dieron una habitación en el primer piso. La música del comedor del club, que estaba debajo, hacía vibrar los tablones del suelo.
    Nell tocó una de las dos camas. Estaba hecha, con sábanas blancas muy tiesas y una gruesa almohada. Levantó el extremo de la sábana de arriba, muy ajustada, y se metió dentro. No era más que un estrecho catre militar, pero le pareció una nube, una nube limpia, suave y almidonada. Tenía mucho sueño, un sueño pesado, como el de su infancia, que se apoderaba de ella.
    —Buena idea —dijo Fen quitándose los zapatos; había otra cama para él, pero se hizo un hueco a su lado y ella tuvo que ponerse de lado para no caerse—. Hora de procrear —canturreó.
    Sus manos se deslizaron por la parte trasera de los pantalones de ella, le agarraron con fuerza el culo y se le pegó. Nell pensó en cuando cogía dos muñecas de papel y pegaba la una a la otra como si se besaran, cuando ya era demasiado mayor para jugar con ellas pero aún no las había dejado. Pero aquello no funcionó, así que Fen le cogió la mano, la bajó hasta su entrepierna y se la movió arriba y abajo en una cadencia que ella conocía bien pero que él nunca le dejaba probar por su cuenta. La respiración se le volvió más rápida y agitada,
pero su pene tardó un buen rato en mostrar el mínimo signo de erección. Estaba mustio, entre las manos de los dos, como una medusa. En cualquier caso tampoco era una buena ocasión: Nell estaba a punto de tener la regla.
    —Mierda —murmuró Fen—. Maldita sea.
    La rabia debió de activar algo en su miembro porque de pronto reaccionó y se les disparó entre las manos, enorme, duro y de un morado encendido.
    —Métetela —dijo Fen—. Métetela enseguida.
    No cabía la posibilidad de razonar con él, de hablarle de sequedad, del mal momento o de las llagas o heridas que se abrirían con el roce contra la tela de lino. Dejarían manchas de sangre que las doncellas taway atribuirían a la menstruación y tendrían que quemar aquellas espléndidas sábanas limpias por superstición.
    Se la metió. Las escasas zonas del cuerpo que no le dolían las tenía insensibles, si no muertas. Fen apretó con fuerza.
    Cuando acabó dijo:
    —Ahí tienes tu bebé.
    —Al menos una pierna o dos —respondió ella en cuanto recuperó la voz.
    Él se rio. Los mumbanyo creían que había que hacerlo muchas veces para formar un bebé entero.
    —Esta noche nos pondremos con los brazos —dijo él; se giró y la besó—. Ahora preparémonos para esa fiesta.
    


    Había un enorme árbol de Navidad en la esquina más alejada. Parecía auténtico, como si lo hubieran enviado desde New Hampshire. La sala estaba llena, sobre todo de hombres, terratenientes y capataces, patrones de barco y kiaps del Gobierno, cazadores de cocodrilos con sus malolientes taxidermistas, comerciantes, contrabandistas y unos cuantos ministros dados a la bebida. Las elegantes señoritas del barco brillaban con luz propia, cada una en el centro de un círculo de hombres. Los criados taway, ataviados con delantales blancos, llevaban bandejas con copas de champán. Tenían las extremidades largas y la nariz larga y estrecha, sin perforaciones ni escaras. Nell supuso que serían un pueblo no guerrero como los anapa. ¿Qué pasaría si colocaran un puesto de control gubernamental en el río Yuat? A un mumbanyo no le puedes poner un delantal blanco. Si lo intentaras, te cortaría el cuello.
    Cogió una copa de una bandeja que le presentaron. En el otro extremo de la sala, más allá de la bandeja y del camarero taway que la sostenía, vio a un hombre junto al árbol, un hombre quizá más alto que el propio árbol, que tocaba una rama con los dedos.
     


    Sin sus gafas, mi rostro posiblemente fuera poco más que un borrón rosado entre muchos otros, pero dio la impresión de que sabía que era yo en cuanto levanté la cabeza.









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