domingo, 23 de marzo de 2003

Graham Greene / Hombres de bien


Graham Green
Sciammarella

Hombres de bien


RAFAEL ARGULLOL
23 de marzo de 2003


Lo que asombra de esos tipos es que todos creen saber lo que es el bien, no sólo el bien en general, sino nuestro bien. Estos días hay un auténtico despilfarro de bondad transmitido por los medios de comunicación de todo el mundo. En homenaje a Graham Greene, lo podríamos llamar el factor Pyle.


Pyle es uno de los protagonistas de The quiet American, El americano tranquilo, o impasible, la novela del escritor británico de la que estos días se estrena, con oportunidad histórica, una adaptación cinematográfica. El otro protagonista es Fowler, álter ego apenas disimulado del propio Greene. La acción transcurre en el Vietnam de los años cincuenta, durante la guerra de los vietnamitas con los franceses que culminaría en una independencia relativa y en una nueva guerra, esta vez contra los norteamericanos.



En tiempos inquietantes nada lo es tanto como que las personas que ejercen el poder se presenten ante el mundo como apóstoles del bien

El periodista inglés Fowler representa en la novela a esta "vieja Europa" tan evocada estos días: es algo cínico, bastante escéptico, y sobre todo arrastra en su alma un legado con miles de matices. Mujeriego, borracho, fumador de opio, por nada del mundo se atrevería a pontificar sobre la bondad y prefiere orientarse provisionalmente en el laberinto de las horas que para él constituye la existencia. Odia las definiciones morales porque en ellas se disuelve la vida.
Frente a Fowler, Pyle, el americano tranquilo, representa la antítesis ética que Graham Greene dibuja en varias de sus novelas pero que en ésta adquiere naturaleza definitiva. En esta perspectiva no deja de ser un heredero de los magistrales retratos realizados por Henry James en sus relatos: el héroe americano, símbolo de una inocencia y un optimismo desmedidos, atrapado en telarañas demasiado complejas para el desarrollo de sus ideas preconcebidas.
Greene, no obstante, aplica al modelo de James esta corrosión inigualable con que a menudo los británicos tratan a sus primos norteamericanos: Pyle tiene convicciones tan apabullantes acerca de la libertad y la democracia que con extrema frecuencia se desliza por ridículos grotescos. Sus palabras encajan sorprendentemente bien en la música de nuestros días y el lector actual puede, en muchas ocasiones, confundir los argumentos de este personaje de ficción con los de algunos personajes contemporáneos de carne y hueso.
Fowler-Greene se ceba sarcásticamente con la inocencia aparentemente bondadosa de Pyle: "Ya sé que sus motivos son buenos, siempre lo son. A veces me gustaría que tuviera usted unos pocos motivos malos, así podría comprender algo más de los seres humanos". En otra página: "No tenía más idea que cualquiera de ustedes sobre lo que pasa aquí y ustedes le dieron dinero y los libros de York Harding sobre Oriente, y le dijeron: 'Adelante. Conquista Oriente para la democracia". O en otra: "La democracia era uno de sus temas y declaraba sus intolerables opiniones sobre lo que los Estados Unidos estaban haciendo en pro del mundo".
Aun aceptando la soberbia mala uva de Graham Greene -la estirpe de los ingleses católicos y provocadores-, no hay duda de que, desde hace un par de años al menos, una legión de mister Pyle ha invadido nuestra cotidianidad, 50 años después de que la criatura apareciera en las páginas de un libro. Estamos rodeados por el factor Pyle, es decir, por hombres que saben dónde está la verdad, adónde dirigirse para hacer el bien y cómo hacer para vivir en libertad. Caminos de perfección que sólo tienen el defecto de ser espantosamente simples.
Lean El americano tranquilo. Reconocerán a Pyle por todas partes. Cuando hablan estos soldados destinados al frente de guerra, habla Pyle; cuando hablan los especialistas de cualquier campo, habla Pyle; cuando hablan la mayoría de los diplomáticos y políticos, habla Pyle asimismo. Como corresponde, la más exacta reencarnación de Pyle es George Bush mismo, el cual jamás usa argumentos que ya no hubieran sido concebidos para poner en boca del buen Pyle.
Lo que quizá ha sido más inesperado es que la epidemia de bondad se haya extendido del nuevo al viejo continente y en el seno de la vetusta Europa hayan surgido émulos de Pyle. Aunque, más propiamente, aquí habría que hablar de gentes que hacen de Pyle: el histriónico Blair -lástima que ya no podemos escuchar la opinión de su compatriota Graham Greene, aunque sí tuvimos la suerte de conocer la de John Le Carré- y el inenarrable Aznar, que habla con la solemnidad de un personaje de Calderón y piensa con la sutileza de uno de zarzuela.
El problema es que los Pyle, empezando por el protagonista de El americano tranquilo, están destinados a destrozar ese mismo mundo que quieren resguardar del mal y convertir al bien. Defienden la claridad absoluta porque son incapaces de vislumbrar la oscuridad que llevan consigo. Y su supuesta inocencia moral es el peligro mayor. Greene lo describe con mordaz contundencia: "La inocencia es como un leproso mudo que ha perdido su campanilla y que se pasea por el mundo sin querer hacer daño".
En tiempos inquietantes como éstos nada puede ser tan inquietante como que el poder sea ejercido por los que se presentan ante el mundo y -en su delirio- quizá ante sí mismos como los apóstoles del bien. Byron, al que Graham Greene evoca, lo escribió como nadie en el poema Don Juan: "Ésta es la época expresa de las nuevas invenciones para matar los cuerpos, y para salvar las almas, todas propagadas con las mejores intenciones".
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 23 de marzo de 2003