Lily King
XAMBUN II
18
La cuarta noche de fiestas por el regreso de Xambun, Fen volvió a casa desnudo y embadurnado con un aceite que olía a queso rancio, afirmando que había bailado con Jesús, con su tatarabuela y con Billy Cadwallader.
Nell estaba frente a la máquina, escribiéndole una carta a Helen.
—¿Quién es Billy Cadwallader? —preguntó.
—¿Lo ves? Por eso sé que es de verdad. No podría haberme inventado un nombre así. No era más que un niño.
Miraba por la puerta hacia el exterior, como si esos compañeros de baile pudieran haberlo seguido a casa. Tenía el cabello lleno de cuentas de arcilla pintadas y la ceniza de las hogueras se le había pegado al aceite de la piel. Abrió bien las piernas para mantenerse en pie, pero aun así se tambaleaba. Era puro hueso y músculo, como un nativo. Él nunca habría rechazado un alucinógeno; habría bebido, comido, esnifado o fumado lo que le hubieran ofrecido.
—¿Sabes? Creo... —balbució haciendo sonar las cuentas al moverse, sonriéndole como si hasta aquel momento no hubiera observado su presencia—. Creo que mi madre quizá lo supiera.
—¿Quizá supiera quién era el niño? —dijo ella.
No le gustaba la manera como la miraba.
—Sí.
Él se acercó y el olor se hizo insoportable. Parecía estar buscando la palabra adecuada o cualquier palabra.
—Sexo —dijo por fin—. Me gusta el sexo, Nell. El sexo de verdad.
Afortunadamente, su pene no estaba escuchándole.
—No tiene nada que ver con...
Buscó la palabra, pero no la encontraba. «Hijos», supuso ella que quería decir.
Se giró, como si fuera Nell la que desprendía un olor nauseabundo. Entonces se dio media vuelta de golpe, fijándose en ella de nuevo.
—¿Trabajando, Nell Stone? Escribiendo, escribiendo, escribiendo... hay mucho que escribir, mucho que decir. Debe de ser agotador ser Nell Stone todo el rato —daba la impresión de que había encontrado un filón de palabras de pronto—. El ruido de esa jodida máquina es el ruido de tu jodido cerebro.
Dio un puñetazo sobre las teclas. Las letras se retorcieron unas con otras y salieron volando. Antes de que pudiera hacer una valoración de daños, Fen tiró la máquina al suelo de un empujón. Cayó de lado, y el brazo plateado se desprendió con un chasquido.
Fen se giró de nuevo y se fue, bajando la escalera con unos torpes movimientos que no parecían suyos, como si alguien lo guiara desde lo alto con unas cuerdas. Una vez, durante su primer mes juntos haciendo labor de campo, un anciano anapa se había acercado a Nell y le había dicho que no era seguro dormir a solas con su marido, y se ofreció para ser su hermano. En aquel entonces los dos se habían reído de aquello. Pero resultó que sí le habría hecho falta un hermano. Le habría hecho falta con los mumbanyo. Quizá no habría perdido a su bebé si hubiera tenido un hermano.
Nell estaba frente a la máquina, escribiéndole una carta a Helen.
—¿Quién es Billy Cadwallader? —preguntó.
—¿Lo ves? Por eso sé que es de verdad. No podría haberme inventado un nombre así. No era más que un niño.
Miraba por la puerta hacia el exterior, como si esos compañeros de baile pudieran haberlo seguido a casa. Tenía el cabello lleno de cuentas de arcilla pintadas y la ceniza de las hogueras se le había pegado al aceite de la piel. Abrió bien las piernas para mantenerse en pie, pero aun así se tambaleaba. Era puro hueso y músculo, como un nativo. Él nunca habría rechazado un alucinógeno; habría bebido, comido, esnifado o fumado lo que le hubieran ofrecido.
—¿Sabes? Creo... —balbució haciendo sonar las cuentas al moverse, sonriéndole como si hasta aquel momento no hubiera observado su presencia—. Creo que mi madre quizá lo supiera.
—¿Quizá supiera quién era el niño? —dijo ella.
No le gustaba la manera como la miraba.
—Sí.
Él se acercó y el olor se hizo insoportable. Parecía estar buscando la palabra adecuada o cualquier palabra.
—Sexo —dijo por fin—. Me gusta el sexo, Nell. El sexo de verdad.
Afortunadamente, su pene no estaba escuchándole.
—No tiene nada que ver con...
Buscó la palabra, pero no la encontraba. «Hijos», supuso ella que quería decir.
Se giró, como si fuera Nell la que desprendía un olor nauseabundo. Entonces se dio media vuelta de golpe, fijándose en ella de nuevo.
—¿Trabajando, Nell Stone? Escribiendo, escribiendo, escribiendo... hay mucho que escribir, mucho que decir. Debe de ser agotador ser Nell Stone todo el rato —daba la impresión de que había encontrado un filón de palabras de pronto—. El ruido de esa jodida máquina es el ruido de tu jodido cerebro.
Dio un puñetazo sobre las teclas. Las letras se retorcieron unas con otras y salieron volando. Antes de que pudiera hacer una valoración de daños, Fen tiró la máquina al suelo de un empujón. Cayó de lado, y el brazo plateado se desprendió con un chasquido.
Fen se giró de nuevo y se fue, bajando la escalera con unos torpes movimientos que no parecían suyos, como si alguien lo guiara desde lo alto con unas cuerdas. Una vez, durante su primer mes juntos haciendo labor de campo, un anciano anapa se había acercado a Nell y le había dicho que no era seguro dormir a solas con su marido, y se ofreció para ser su hermano. En aquel entonces los dos se habían reído de aquello. Pero resultó que sí le habría hecho falta un hermano. Le habría hecho falta con los mumbanyo. Quizá no habría perdido a su bebé si hubiera tenido un hermano.
Apagó la lámpara e intentó dormir, pero el corazón le latía demasiado rápido. Respiró hondo, pero no conseguía calmarlo. Tenía miedo de que volviera.
Se levantó y se puso su ropa sucia. Wanji no había hecho la colada desde tres días antes de la llegada de Xambun. En la playa había menos gente de la que se esperaba, sólo unas cincuenta personas, unas veinte bailando y otras treinta dispersas alrededor. Todos los bailarines eran hombres, con cuentas en la cabeza como las de Fen y unas elaboradas calabazas curvadas atadas a la cintura que les recogían el pene. La danza giraba en torno a estas calabazas: las hacían saltar y girar y les daban empujones con ellas a las mujeres, que estaban en grupos dispersos, mirando sin mucho interés, divertidas pero hastiadas, como los clientes de un club de estriptis cuando llevan demasiado tiempo dentro. Y allí estaba Fen, perfectamente ataviado, girando y haciendo chocar su calabaza con la de sus compañeros, pero sin la fluidez de movimientos que tenían los demás. Todos los flautistas se habían ido ya a la cama, y el único que tenía un tambor iba escorándose hacia un lado y dándole sólo de vez en cuando. Algunas mujeres cantaban o seguían el ritmo con piedras o palos. La mayoría estaban tendidas, con las cabezas próximas, hablando, sin apenas mirar alrededor. Xambun no estaba por allí.
El estado de ánimo con que se había presentado Fen en la casa se veía magnificado en aquel lugar. La fiesta había dado un giro. Los hombres estaban tensos, atontados, algunos apenas se sostenían en pie, otros echaban a correr de pronto como si intentaran escapar de sus propios cuerpos. Parecía un acto de muda desesperación, no la furia acumulada que se veía en una ceremonia mumbanyo, cuando tenía la impresión de que en cualquier momento podían liarse a cuchilladas. Aquélla no era una rabia homicida, sino suicida, como si la falta de interés de las mujeres, la desaparición de Xambun y la ausencia de lluvias fueran todo culpa suya.
Se sentó junto a una mujer llamada Halana, que le pasó un poco de kava y de taro. Abrió su cuaderno. Era la quinta noche. Ya lo había visto todo. No había nada más que añadir. Oyó a Boas regañándola: «Todo es material, incluso tu propio tedio; nunca ves una cosa dos veces, no creas que ya la has visto antes porque no es verdad». «Estoy trabajando», se dijo; era uno de sus trucos para ver las cosas de nuevo, más claras, para ver más allá. Halana se la quedó mirando. Imitó su forma de agarrar el lápiz, mordisqueando el extremo, y luego hizo como que se comía el lápiz entero, provocando las carcajadas de sus amigas.
La danza siguió y siguió, sin ningún tipo de forma, de principio o de fin. En un momento dado Fen le sonrió. Se le había pasado la rabia. Nell sintió que se dormía con los ojos abiertos. Y entonces observó un brillo, a la izquierda, más allá de los bailarines y cerca del agua. Forzó la vista. Era una luz minúscula, de color naranja, justo por encima de la roca que sobresalía desde la orilla. ¿Un cigarrillo? Se levantó y se acercó como si nada, como si fuera a tomar el camino de vuelta a casa, y luego giró y se metió entre los matorrales, en dirección a la roca. Miró a través de las hojas y comprobó que había visto bien: era el cigarrillo que una figura masculina encorvada, apenas discernible, tenía entre los dedos.
Estar solo no era algo habitual entre las tribus que había estudiado. Desde muy pequeños se advertía a los niños contra el aislamiento. Si estabas solo te arriesgabas a que los espíritus te robaran el alma o que los enemigos te secuestraran el cuerpo. Si estabas solo corrías el riesgo de que el mal se apoderara de tu mente. Todas las culturas tenían proverbios que lo desaconsejaban. La que más repetían los tam era «ni siquiera una comadreja camina sola». El hombre que estaba sobre la roca era Xambun, y no estaba de cuclillas como estaría cualquier otro tam, sino sentado, con las rodillas ligeramente levantadas y el torso curvado hacia delante, con la mirada fija en un punto al otro lado del agua. Su cuerpo había engordado y adquirido forma de pera a causa del arroz y la carne en lata que daban de comer a los trabajadores de la mina. Los zapatos hacían más ruido que los pies descalzos (él sabría que era ella), pero no se giró. Se llevó el cigarrillo a la boca. Aún llevaba los pantalones verdes de la mina, pero no lucía ningún adorno, ni cuentas, ni huesos ni conchas.
Un informador así en el terreno, un hombre criado en aquella cultura pero desplazado durante un tiempo, lo que le permitiría ver a su propia gente desde una perspectiva diversa, con la capacidad de comparar sus conductas con otras, era algo de valor inestimable. Y uno que hubiera estado expuesto a la cultura occidental... No recordaba a nadie que hubiera tenido acceso a un informador así en un lugar tan remoto.
Quería acercársele. Quizá no volvería a tener una oportunidad como aquélla. Y sin embargo la necesidad de soledad de aquel hombre era evidente. Tenía la impresión de que ya conocía su historia: el héroe en edad precoz, las falsas promesas de los reclutadores de mano de obra, el trabajo prácticamente en condiciones de esclavitud en la mina, la peligrosa huida para regresar y la tensión que suponía intentar ocultárselo a todos salvo a su familia, a los que lo habían recibido con todos los honores. Pero Nell era consciente de que la historia que conocemos nunca es la de verdad. Ella quería la historia de verdad. ¿Qué diría Xambun de todo aquello? Se sentía capaz de escribir un libro entero sobre él.
No se había movido, pero él se giró de pronto, la miró fijamente y le dijo que se fuera.
Hasta que no se encontró a mitad de la escalera de su casa no cayó en que no se lo había dicho en tam ni en pidgin, sino en inglés.
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