David Lodge |
DAVID LODGE
"La ficción ha perdido autoridad y poder de convicción"
Lourdes Gómez
30 de abril de 2004
La novela agotó su tradicional riqueza de voces al imponerse, en la segunda mitad del siglo XX, un punto de vista singular representado por el narrador o protagonista de la historia. Esta limitación de miras respecto a la literatura clásica y moderna ha venido acompañada de una progresiva pérdida de la autoridad de la ficción. De ahí el auge de los libros de memorias históricas, biografías y obras que el mundo anglosajón denomina life writing y que podría traducirse como vivencias. Estas y otras conclusiones se desprenden de La conciencia y la novela, el nuevo ensayo del novelista, pensador y crítico literario David Lodge.
Él mismo se ha apartado de la ficción absoluta desde la publicación de su última novela, Pensamientos secretos. En Author Author, prevista en las librerías británicas en el otoño, reconstruye la amistad y rivalidad profesional entre dos personajes reales: el escritor Henry James y el ilustrador satírico y novelista George du Maurier. "La proliferación de novelas basadas en hechos reales es síntoma de la desconfianza del escritor y del lector en el poder de convicción de la ficción", argumenta.
"El autor se limita a exponer una voz, la del narrador, de forma que la ficción literaria tiende cada vez más hacia la confesión"
"La crítica se ve afectada por la competencia entre los medios. Surge la tentación de escribir comentarios agudos e inteligentes, aunque no reflejen el contenido del libro"
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Lodge nació en Londres en 1935 y vive desde los años sesenta en Birmingham. De su experiencia en la universidad local, donde impartió clases de literatura y es hoy profesor emérito, surgieron los protagonistas y tramas de sus más celebradas novelas, entre ellas, Intercambio, La caída del Museo Británico y El mundo es un pañuelo (todas en Anagrama), además del material base de ensayos como El arte de la ficción.
David Lodge ha aprovechado una invitación a la Feria del Libro de Buenos Aires, el mes pasado, para salir de su burbuja, la literatura inglesa. Frente al jardín del hogar familiar, en su amplio despacho de trabajo y lectura, habla con entusiasmo de Plata quemada, del argentino Ricardo Piglia, autor que acaba de descubrir, y de su vieja admiración por Borges y Cortázar. Pero principalmente discute sobre las ideas volcadas en su último ensayo, La conciencia y la novela.
PREGUNTA. ¿Sirve el ensayo de marco teórico de Pensamientos secretos?
RESPUESTA. Es un derivado de mi novela y fruto de dos años dedicados al estudio de las ciencias cognoscitivas, la inteligencia artificial y el fenómeno de la conciencia. Aprendí más de lo que podía volcar en Pensamientos secretos y me planteé cómo podía aplicar dicho conocimiento a la historia de la novela. Me propuse entonces escribir una historia reducida de la novela en el contexto de la naturaleza de la conciencia humana. Sus diferentes representaciones en distintos periodos.
P. ¿Intenta usted hacer frente a la apropiación del fenómeno de la conciencia por la ciencia?
R. Sí, hay un elemento de ello en mi postura inicial. Pero llegué a la conclusión de que ambas aproximaciones, la literaria y la científica, son complementarias. La conciencia es un fenómeno muy individual como también la literatura trata de lo particular. En cambio, la ciencia busca teorías y explicaciones generales. Pero no se puede decir que una u otra perspectiva sea la correcta.
P. ¿Cree que la conciencia es el software de la mente humana?
R. En el sentido literario es una buena metáfora para describir la conciencia. Otra cuestión es si la mente funciona como un ordenador. Yo creo que el ordenador es un tipo de cerebro bastante limitado. Se dan analogías en su funcionamiento, pero también importantes diferencias. Principalmente en la conectividad de la mente humana y la ejecución de funciones simultáneas. Un ordenador nunca podrá replicar estas características pese a lo que nos aseguren los expertos en inteligencia artificial. Los ordenadores son mucho más rápidos que el cerebro humano, pero no creo que sean capaces de eliminar intuitivamente los elementos irrelevantes de una función. Nos ganarán en el ajedrez, pero nunca en la toma de decisiones que requiere una habilidad intuitiva.
P. ¿Por eso concede usted el liderazgo al novelista en la representación de la conciencia?
R. El novelista es capaz de transmitir una vívida sensación de lo que supone la conciencia. Puede introducir al lector en la mente de mucha gente diferente. Por eso leemos novelas, para hacernos una idea de cómo experimenta otra gente el mismo mundo. También porque la novela presenta una especificación de una experiencia. Nuestra memoria es terriblemente efímera y los detalles de nuestras vidas desaparecen con el tiempo. Esa especificidad que narra la novela es siempre accesible puesto que puedes abrir el libro y volver a leerla. Como sugiere el título de Proust En busca del tiempo perdido, las novelas están continuamente recuperando el tiempo perdido. De ahí su interés.
P. ¿Qué cambio más notable advierte en la aproximación literaria a la conciencia?
R. La pérdida de confianza, en la segunda mitad del siglo XX, en la habilidad del novelista para representar diferentes conciencias en un mismo libro. Las novelas clásicas del XIX, de autores como Dickens o George Eliot, pasaban de un personaje a otro y, al final de su lectura, el lector sentía que comprendía mejor el mundo porque lo había visto desde muchas y distintas perspectivas. La novela moderna, representada por Joyce, también parte de la base de que la realidad se asienta en la mente y en la forma en que se construye. Unos y otros creen en su capacidad para representar distintos puntos de vista. Esa confianza se ha perdido, y el autor se limita a exponer una voz, la del narrador o protagonista, de forma que la ficción literaria tiende cada vez más hacia la confesión, el recuento de una vida y la visión singular. Puede funcionar, pero es más limitativo.
P. ¿A qué se debe el empuje de la voz singular?
R. Confiamos mucho menos en nuestra capacidad para discernir la verdad y saber cómo son los demás. A cada momento se nos recuerda lo falible que es el juicio humano, lo parciales que somos en nuestra visión de cualquier asunto. Como cultura, ya no creemos en el dios omnipotente, que todo lo ve y conoce, y el novelista era un poco como dios, capaz de adivinar pensamientos y distinguir el bien del mal. Hemos perdido esta certeza metafísica y el novelista tiende ahora a lo seguro. Sabe que nadie podrá impugnar la validez de un punto de vista singular.
P. ¿Evitando el riesgo no se limita a la ficción?
R. La gente ya no confía en el poder de convicción de la ficción. La ficción ha perdido la autoridad que tenía en el pasado. De ahí la popularidad de la narrativa biográfica, también llamada de vivencias, en la que la ficción no abunda o incluso no existe, pero las experiencias se narran en el estilo vívido asociado a la novela. Medio siglo atrás, el autor hubiera novelado esas vivencias, reteniendo la libertad de alterar los hechos por razones artísticas. Con el nuevo tipo de ficción se establece un contrato con el lector basado en que las experiencias son reales y, por tanto, debe creer lo que se cuenta en el libro.
P. Su próxima novela es histórica. ¿Qué atractivos tiene el género?
R. Evitas el problema de tener que convencer al lector de que hay algo de verdad en la novela. Y a diferencia de un historiador, que no puede especular ni desviarse de los hechos, puedes recurrir a tu imaginación para describir pensamientos privados. El novelista utiliza su intuición para construir la densidad completa de la experiencia que se esconde detrás de los hechos.
P. ¿Con la novela biográfica está cayendo el autor en la red de la cultura de celebridades?
R. Sí, existe una conexión. La cultura de la celebridad es una forma degradada de curiosidad que nos lleva a leer novelas de vivencias. Pero tiene que haber arte en su redacción para que funcione como literatura y atraiga al gran público.
P. ¿El rango de celebridad de que gozan muchos autores es un fenómeno novedoso?
David Lodge es autor de libros como 'La caída del Museo Británico'.EFE |
R. El novelista literario solía ser una criatura tímida, que no concedía entrevistas y rara vez aparecía en los medios de comunicación. No creo que Joyce, T. S. Eliot o Virginia Woolf tuvieran mucho impacto en los medios de masas. Esa distinción se ha perdido y ahora cualquier autor de interés, por muy difícil que sea su obra, es aupado por los medios. Un ejemplo trágico se ve en Salman Rushdie, cuyo trabajo es prácticamente impenetrable, pero se convirtió en figura mundial con la publicidad asociada al Premio Booker. De haber publicado Los versos satánicos antes de recibir el galardón, lo hubieran leído algunos miles de personas y pronto hubiera quedado en el olvido. Pero salió cuando ya era una celebridad literaria, ofendió a la opinión musulmana, y su autor se vio en el blanco del objetivo. Es la desventaja y síntoma del interés de los medios en la alta cultura.
P. ¿La crítica literaria en los medios generales cae también en el juego de las celebridades?
R. La crítica se ve afectada por la competencia entre los medios. El periodista tiene que ser brillante, ameno, interesante. Surge la tentación de escribir comentarios agudos e inteligentes, aunque no reflejen con precisión el contenido del libro, pero que a ti, como crítico, te hacen sentirte bien. Este estilo de periodismo abunda mucho, al menos, entre la prensa inglesa.
EL PAÍS
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