Jesús Pardo
NUEVA YORK
EL CAMPAMENTO DE ATILA
En la víspera de mi salida para Nueva York, Pauline y yo dimos una fiesta de despedida en la que reunimos por primera y anteúltima vez a todos nuestros respectivos amigos, dos grupos cada vez menos compaginables.
Naturalmente, estaba allí Cyril Cobbett, con su mujer. La inopia en que yo seguía con respecto a él y a Pauline debió de sentirse herida por algún rayo de inspiración alcohólica totalmente ajeno a mi cándida inteligencia, porque, sin darme cuenta de lo que hacía, me acerqué en lo mejor de la fiesta a su juntiseparada mujer, mientras él hablaba con Pauline en el otro extremo del cuarto, y le dije, señalándoselos:
—Mira, tu marido está a ver si se la tira de una vez.
—¿Cómo dices? —saltó ella, sorprendida y divertida, en el mismo instante en que un tremendo dolor, justo debajo de la cintura, me doblaba hasta dar conmigo en el suelo, retrasándose así mi viaje a Nueva York una o dos semanas. Cólico nefrítico que sumió a Pauline en agria desesperación, pues ya tenía concertada la mudanza de Cyril Cobbett a nuestra casa para el día siguiente.
Mi súbito atisbo resultó ser totalmente autónomo de mi mente, pues no volví a recordarlo, ni siquiera cuando, a mi vuelta de Nueva York, Cyril Cobbett se hizo asiduo de nuestra casa. Tuvo, sin embargo, la virtud de persuadirles a él y a su mujer de que yo estaba enterado de todo y lo tomaba poco menos que a broma, lo que me dio a sus ojos cierto halo de persona sofisticada y digna de respeto. Y cuando se aclaró todo, no pude menos de maravillarme, no tanto por la instintiva perspicacia de mi atisbo como por la inexplicable cerrazón en que lo recibió y lo mantuvo arrumbado mi mente durante tanto tiempo y contra tanta evidencia.
Nueva York me pareció hostil incluso en sus sonrisas, y cierto es que en mi circunstancia no era posible otra cosa, pues me hallé de pronto fuera de mi Londres cotidiano y rodeado de un inglés que me sonaba a bárbaro y entre gente cuyo talante me parecía brutal. Era como verse relegado de pronto a la periferia después de veinte años de vivir en el centro. Me pinchaban púas rurales en la más urbana de las urbes. Mis añoranzas londinenses sustituyeron en mi mente a las españolas, hasta el punto de que durante los dos meses o así que pasé en Nueva York no tuve tiempo de echar de menos a España.
Todo el esnobismo antinorteamericano que yo llevaba años luciendo en Londres, donde la actitud general era tan anti, pero un anti más bien de familia, como pro, se juntó de pronto con un súbito reflorecer de mi antiguo comunismo surrealista, atizado por una ignorancia casi total del marxismo y el sistema soviético. De poco o nada me habían servido apresuradas lecturas, contactos esporádicos con diplomáticos eurorientales que en mí sólo veían posibilidades propagandísticas, y visitas, periodísticas en el peor sentido de esta palabra, a los países donde el socialismo real camuflaba con bastante éxito sus carencias y aberraciones a visitantes extranjeros que, como yo, se creían más listos que sus anfitriones.
Reñí enseguida con casi todos los amigos y parientes políticos que tenía en Nueva York, que fueron dejando de invitarme, y algunos hasta de saludarme. Y todo porque les decía cosas como:
—A ver si esos dos bluffs de URSS y USA, que hasta en las siglas se parecen, se declaran la guerra en Alaska y nos dejan en paz de una vez a los europeos.
Acostumbrado a la sedeña hirsutez inglesa, la agitada, abigarrada y dura vida neoyorquina, siempre al borde del infarto o la agresión, intensificó desde el principio mi desasosiego íntimo y mi nostalgia de un Londres cuyas aristas yo había hecho mías a lo largo de veinte años de paciente labor de lima; todos mis engranajes mentales se confabularon desde el principio para cerrarme herméticamente a Nueva York: me retraje en mi concha, imaginándome esta ciudad como un inmenso puercoespín cuyos habitantes estuviesen permanentemente asidos a sus púas sin otra meta que la embriaguez de cada día, única defensa a su alcance contra la hostilidad cotidiana en que vivían:
—Los norteamericanos —me repetían mis amigos neoyorquinos— bebemos para emborracharnos.
Yo comparaba esto con la suave borrachera inglesa: lenta, graduada, coherente hasta el final, en la que el alcohol, de común, tácito acuerdo entre los sexos, servía para facilitar el ligue, y me decía que la actitud norteamericana era antierótica, porque descalificaba a sus exponentes como amantes improvisados; si lo sabría yo, a quien la impaciencia alcohólica había privado de más de la mitad de las oportunidades eróticas que me surgieron en
parties y hasta con chicas a solas.
Del aeropuerto Kennedy fui derecho al apartamento, grande, céntrico y muy desvencijado, de la novia de mi cuñado Michael, el cual iba allí todos los días a compartir manteles con el ex marido de ella y la hija de ambos, no mayor de quince o dieciséis años. Terminada la comida, padre e hija se retiraban a un rincón a fumar juntos hasta la última chupada un porro cuya droga la chica cultivaba asiduamente en el balcón de su cuarto al calor de una lámpara infrarroja. Tanto mi cuñado como el ex marido rociaban sus comidas con grandes vasos de leche tibia, pues estaban destetándose de alcohol, lo que no les impidió morir poco más tarde de aparatoso y violento alcoholismo terminal.
De tan extravagante piso pasé a un intravagante hotel, también desvencijado, pero angosto e incómodo.
Mi única diversión allí consistía en pasarme las horas muertas observando desde mi ventana a una pareja blanquinegra en constante trance de afanoso fornicio en el cuarto de enfrente, justo al otro lado del estrecho patio.
Yo sólo veía los cuatro pies ortodoxamente dispuestos: los negros, arriba, cogidos entre los blancos, abajo, visión cuya misma incompleción me exaltaba tanto como a Dante la del paraíso, sobre todo por la increíble persistencia de sus actores, hasta el punto de que llegué a sospechar que la blanca estuviese cambiando constantemente de negro. Un día debió de ser ella quien se percató de mi espionaje, porque el reluciente cuerpo de él llenó de pronto la ventana, mostrándome la polla insolentemente erguida al tiempo que bajaba de golpe las persianas. Persianazo que cegó mi única ventana a la vida, y fue para mí tan triste como para el prisionero del romance el ballestazo que le mató la avecilla que le cantaba al albor.
La novia de Michael alivió mi melancolía musical prestándome un gramófono portátil y un montón de discos. Y la palaciega librería Harcourt, Brace & Johannovich, situada justo debajo de mi hotel, me remedió la urgencia libresca apresurándose, a los pocos días de verme aparecer por allí a todas horas, y sin otro incentivo que dos o tres compras más bien modestas, a ofrecerme crédito ilimitado. Ni siquiera me pidieron garantías: me abrieron cuenta con sólo mi dirección de Londres como fuente de pago.
A partir de entonces fue raro el día que pasé en Nueva York sin llevarme de allí un montón de libros, caros o baratos, me daba igual. Mis amigos neoyorquinos encontraban esto, para mí insólito, natural a más no poder:
—Si no pagas tú, paga el seguro.
Un par de meses más tarde me llegó a Londres la fastuosa factura, y mi falta de reacción no suscitó en la librería ni persistencia ni queja, como si les diese igual cobrar o no los más de cien libros de cuyo peso les había aliviado.
Mis largas llamadas telefónicas a Londres intensificaban mis añoranzas, tan dispares, y hasta encontradas, como difíciles de deslindar. Pauline, mi añoranza central, pues no tuve el buen sentido de aprovechar tan providencial separación para racionalizar nuestra situación, se me mostraba extrañamente reticente por teléfono y desesperadamente afable por carta, mientras mis días neoyorquinos transcurrían entre extrañas comidas vegetarianas, porque me habían dicho que las hamburguesas, plato nacional de Nueva York, y lo único que yo podía sufragar a diario, se hacían exclusivamente con carne de burro viejo, interminables emputecimientos de ron blanco con agua tónica en los bares de la ONU, donde la agencia EFE compartía con el Madrid una angosta oficina, y botella tras botella de un vino californiano que era como el rioja barato de Londres, y que ahora, en vez de recordarme a España, me recordaba a Londres. El que me lo vendía aseguraba que era el mismo vino que servía el presidente en sus cenas con extranjeros importantes, lo que a mí no me parecía nada apropiado para la buena marcha de la política exterior norteamericana. En mi cuarto del hotel se amontonaban libros y más libros, y discos y más discos, sobre todo de jazz y música cowboy, pagaderos éstos, ¡ay!, al contado, hasta formar, freudiana tangibilización de mis recelos neoyorquinos, una especie de barricada en torno a mi cama. Hacia el final de mi estancia allí ya me era difícil ir derecho de la puerta a la ventana, o de la ventana a la cama, y tuve que acallar airadas quejas de la puertorriqueña que me limpiaba el cuarto conminándola a dejar su limpieza de mi cuenta. Jamona Jodlíguez no se lo hizo repetir: me dio una escoba y todas las mañanas me pasaba las sábanas limpias sobre la barrera de libros y discos a cambio de las sucias que yo le tendía.
Al principio era raro que por las noches no hubiese invitación de neoyorquinos a quienes Pauline y yo habíamos festejado a su paso por Londres, pero eso no bastaba a animarme, porque mi soledad neoyorquina era invulnerable a cualquier compañía: al contrario, tanto más me punzaba cuanto más gente la henchía. Sólo el alcohol me aliviaba algo su superficie, y alcohol en Nueva York nunca faltaba.
Algo le había pasado a mi capacidad de convocatoria femenina, porque hube de volver a la masturbación después de años de tenerla tan olvidada que si alguna vez recurría a ella era sólo por nostalgia o como investigativo lujo entre dos polvos. El ligue neoyorquino de recíproca combustión espontánea en cócteles o bares no acababa de irme: las chicas con quienes pegaba la hebra según las normas allí vigentes estaban o se decían ocupadas, y las otras me rehuían.
Sólo tuve un ligue en todo ese tiempo, y tanto la defraudé que me rehusó dirección, número telefónico y hasta apellido.
Nos conocimos en un bar italiano, aunque ella era irlandesa: alta, entrada en carnes, pelo rubio desleído, facciones escandinavamente atractivas: good melting-pot looks, como dicen los entendidos: llevaba vaqueros y blusa ceñidos, y su acento neoyorquino era muy cerrado, aunque decía hablar mejor el gaélico.
En cuanto nos encerramos en mi cuarto me preguntó si yo era israelí:
—Lástima —comentó, como para sus adentros, ante mi negativa—, porque los israelíes son muy valientes. Yo conocí a uno en París que tuvo el valor de enfrentarse con el director del museo Victor Hugo.
No fue ésa la única decepción que le infligí, porque ni medio amor siquiera pude darle: no sé si fue exceso de alcohol o la creciente tesitura de introspección en que vivía sumido sin voluntad mínima de remedio.
El edificio neoyorquino de la ONU me daba claustrofobia con sus techos bajos y su engañosa endeblez. No hice allí un solo amigo en todo mi tiempo neoyorquino, y su ambiente acabó pareciéndome una especie de campamento de Atila lleno de hirsutos, voraces enemigos al acecho de mi inocencia. No tardé en ampliar esta impresión a la ciudad entera, a pesar de la evidente, aunque brusca buena fe, y de la espontánea, aunque espinosa, cordialidad de su gente.
El tiempo ha ido corrigiéndome esto, y ahora Nueva York me parece un mundo aparte del europeo al que por derecho pertenece. Como un erizo de mar: punzante por fuera cuanto sabroso por dentro, Nueva York se me presenta ni culta ni civilizada, pero llena de brotes y núcleos de concentrada cultura y recia civilización, y pienso que allí habría podido yo resolver para siempre, y todavía muy a tiempo, mis añoranzas y anhelos, artificiales y autoimpuestos en buena parte, a poco que lo hubiese intentado. Ni siquiera se me pasó esto por la mente, como si la persistencia y hasta el incremento de mis desasosiegos fuesen parte imprescindible de mi serenidad íntima, más aún, como si esos desasosiegos fuesen su propia y única solución.
Apenas visité la ciudad y sus entornos, a pesar de su candente interés: la muchedumbre multirracial que se agolpaba en su centro y se distribuía por bares y restaurantes étnicos hubiera debido tentarme a penetrar en barrios donde sólo se hablaba italiano o yidish, por calles donde todo era alemán o finés.
Conocí a un filólogo inglés que llevaba años compilando un tratado en varios tomos sobre los mil y un idiomas hablados en Nueva York, comparándolos con sus respectivas versiones nacionales transoceánicas.
—El castellano —me dijo, exudando entusiasmo—, que tiene como cincuenta variantes, se ha unificado en Nueva York hasta el punto de que aquí españoles e hispánicos de todo tipo lo hablan prácticamente igual. ¿Por qué no convierten ustedes el castellano neoyorquino en la lingua franca del mundo hispánico?
Pasé minutos de angustia en un bar negro de Harlem donde yo era el único blanco:
Dos negrazos se situaron con ostensible agresividad a ambos lados de mi solitaria figura, que iba ya por el quinto bourbon on the rocks. Comenzaron a echarme bocanadas de humo de tabaco a la cara. Aguanté cuanto pude, y cuando traté de irme se me pusieron detrás, impidiéndomelo.
—¿Por qué me acosan ustedes? —les dije—, ¡soy tan negro como ustedes!, ¡soy puertorriqueño!
Se hicieron a un lado y me dejaron marchar.
Yo entonces no conocía la extraña, íntima relación entre ambas plebes neoyorquinas, a las que los blancos veían del mismo color rojo sangre:
—La única diferencia entre ellos —me dijo una chica blanca— es que los negros te atacan con pistola y los puertorriqueños con navaja.
Poquísimos neoyorquinos blancos carecían de recuerdos violentos de negros y puertorriqueños, y chicas conocí en cócteles de lo más encopetado que se me confesaron atracadas, violadas y hasta asesinadas por unos y otros o por ambos sucesiva y simultáneamente. Tan ufanamente lo decían que uno no sabía si felicitarlas o darles el pésame. Nadie se metía en un ascensor a solas con un negro o un puertorriqueño, y todas las casas tenían siete cerrojos, tan ineficaces contra ambos como el eterno zumbido de los aparatos de aire acondicionado, en su mayor parte prehistóricos, contra el frío o el calor.
La embajada española ante la ONU era una especie de patio de monipodio intelectual. El primer secretario, un cierto Pedro Manuel de Arístegui y Petit, luego espectacularmente asesinado por terroristas en el Líbano, se me pegaba con patética asiduidad para ver si podía sonsacarme información reservada, pues, no sé por qué, me creía con acceso a arcanas fuentes informativas; me abrumaba con invitaciones a restaurantes y bares de lujo, todo por cuenta del contribuyente español, y yo correspondía con noticiones tremendos, como que rusos y mauritanos estaban conchabados para repartirse las islas Canarias, y eso que yo de los mauritanos lo único que sabía era que su delegado en la ONU había desaparecido misteriosamente en un momento en que su voto era vital para la causa de Occidente y los comandos enviados en su búsqueda por todo Nueva York acabaron encontrándole en un prostíbulo de las mil y una noches del que rehusó moverse así se hundiese el mundo; en cuanto a los rusos, mi único contacto con ellos era la visita que hacía a mi cuchitril de EFE el corresponsal de Pravda cada vez que se le estropeaba el télex, porque no podía mandar su información sobre la ONU a Moscú sin saber antes cuál era la línea soviética del día, no fuese a cometer el pecado, no sé si mortal o venial, de informar la estricta verdad.
Entre alcohol, melancolía, abstinencia erótica y comida vegetariana empecé a debilitarme peligrosamente. Caía en largos sopores en los que veía cosas familiares cambiar de forma y abigarrarse en colores irreales ante mis ojos cerrados, y despertaba de mi modorra contra una hondísima estocada mental de fría soledad: la soledad de la muerte; era como un instantáneo sudor helado en la mente, que tiende a eternizar cada instante de angustia, sintiéndome al borde de desintegrarme: sudoroso y temblón, incapaz de interpretar las efímeras señales residuales de mi medio sueño, irremediablemente idas cuando me aprestaba a captarlas, lo que las hacía más agoreras aún. El espectáculo de mis libros y mis discos me tranquilizaba, pero a la gente que hablaba conmigo le chocaba cada vez más lo incoherente de mis razones, y como algunos de éstos eran españoles llegué a temer que cundiese por Madrid noticia de mi inminente desquiciamiento.
Un buen día el télex que yo compartía con EFE en la ONU me comunicó el cierre definitivo del Madrid, noticia tan inesperada en mi campana de cristal neoyorquina como, en cierto modo, consoladora, porque marcaba el fin de una estancia inquerida en una ciudad hirsuta de asperezas desgreñadas por mi desesperación, una ciudad en la que yo mismo me caía encima a mí mismo entre soledades sin asidero.
Recordé, con el papel de la noticia en la mano, el temprano pronóstico de Rafael Calvo Serer:
—¡Mira, y si nos cierran, pues bueno, que nos cierren!
Ya podía estar contento: nos habían cerrado.
Llamé inmediatamente al periódico y a Manuel Blanco Tobío. El primero me ordenó volver a Londres cuanto antes; el segundo me aconsejó tranquilidad absoluta.
Menos mal que tenía billete de vuelta.
Jesús Pardo
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