Lily King / Euforia II
Lily King
EUFORIA
2
Tres días antes había ido al río, decidido a ahogarme.
«¿En serio, Andy?» La pregunta me recorría el cuerpo a intervalos regulares, a veces en mi propia voz, otras en la de alguno de mis hermanos: en la de Martin, reflejando el sarcasmo de la situación; en la de John, más preocupada pero aun así con ese tono de quien levanta una ceja. Sentía el aire suave mientras atravesaba la vegetación más allá de mi pueblo, al noroeste, en dirección a un tramo del río sin gente. Unos pasos más cerca de Londres, sólo unos pasos. Hola, mamá; adiós, mamá. Te quería, sí que te quería, antes de que me echaras del hemisferio sangriento. No estaba seguro de estar absorbiendo oxígeno. No me sentía la lengua. «¿ No puede sentir la lengua o qué?», oía decir a Martin, dirigiéndose a John con la voz de nuestra vieja cocinera Mary. John se reía tanto que era incapaz de responder. Las piedras golpeteaban sonoramente contra mis muslos, de un modo ridículo. Ahora mis hermanos se reían de la chaqueta de lino, la de nuestro padre, la que tenía la mancha de huevo que Martin recordaría en aquel momento. A Andy le dio un ataque cuando le llamé la atención educadamente sobre la mancha. Seguí abriéndome paso por entre la espesa vegetación, con mis hermanos imitándome, riéndose de mí a mis espaldas, John diciéndole a Martin que dejara de hacerle reír o se mearía encima. Llegué al lugar donde aquel niño teket había sido mordido por una víbora de la muerte. Murió enseguida; el aparato respiratorio se cierra por completo. «Hay gente con suerte, ¿eh?», dijo Martin. Es curioso cómo te olvidas del dolor cuando estás decidido. La sensación que se me había pegado como la cera durante tanto tiempo había desaparecido y me sentía extrañamente eufórico, había recuperado el buen humor y tenía a mis hermanos más cerca de lo que los había sentido en años; casi como si fueran a hablar de verdad otra vez. A lo mejor todos los suicidios acaban siendo acontecimientos felices. A lo mejor es que en ese momento uno encuentra el sentido de todo esto: que una vez se ha nacido, no es otro que el de morir. Eso es lo único para lo que todos y cada uno de nosotros estamos programados, el destino al que nos dirigimos y que no podemos esquivar indefinidamente. Incluso mi padre, ya muerto también él, tendría que reconocerlo. ¿Era así como se sentía Martin cuando se dirigía a paso de marcha a Piccadilly? Así es como siempre me lo había imaginado, no caminando ni corriendo, sino a paso de marcha, marchando como John marchó a la guerra que se lo comió. Y luego la pistola, de su bolsillo a su oreja. No a su sien, sino a su oreja; eso lo habían dejado claro, por algún motivo. Como si hubiera querido dejar de oír, no dejar de vivir. ¿Habría tocado la piel el metal? ¿Se habría parado a sentir el frío o lo habría hecho todo en un instante, en un gesto fluido? ¿Se habría reído? En ese momento sólo me lo imaginaba riendo. Martin no se había tomado nada especialmente en serio. Desde luego no se tomaría en serio la imagen de un joven en Piccadilly con una pistola en la oreja. Eso es lo que me preocupó tanto cuando me enteré, cuando el director entró a buscarme a la clase de francés. ¿Por qué se había tomado tan en serio eso Martin? ¿No podía haberse tomado en serio alguna otra cosa? Sentí que volvía a abrirse ante mí el abismo, una especie de ahogamiento mental. El viejo Prall de la oficina se enteraría, y se sentiría como yo aquel día en el despacho del director, contemplando un helecho en el alféizar y poniendo en duda que Martin lo hubiera hecho en serio. Prall no sabría muy bien si reírse o llorar. «El jodido de Bankson se ha metido en ese río y se ha ahogado», diría, balbuciendo, a Maxley o a Henin en el pasillo. Y entonces alguien se reiría. ¿Cómo no iban a hacerlo? Pero yo no iba a volver a sentarme solo en aquella habitación con mosquiteras otra vez. Si no giraba hacia el río (que ya avistaba entre las carnosas hojas verdes grandes como platos) tendría que seguir caminando. Con el tiempo llegaría al poblado de los pabei. Nunca había visto uno. A la mitad los habían metido en calabozos porque se negaban a acatar las nuevas leyes.
Me dirigí hacia el agua. Me mordí fuerte el músculo de la lengua. Más fuerte. No lo sentía, aunque la sangre salió, metálica, inhumana. Fui derecho hacia el río. Sí, probablemente fue un gesto único, del bolsillo a la oreja y bang. El agua estaba templada y la chaqueta de lino no flotó: cogió peso y se me quedó pegada al cuerpo. Oí un movimiento por detrás. Un cocodrilo, quizá. Por primera vez no me dieron miedo. Devorado por un cocodrilo: eso supera el saltarse la tapa de los sesos en Piccadilly Circus. Los cocodrilos eran sagrados para los kiona. Quizá me convirtiera en parte de su mitología, el desgraciado hombre blanco que se convirtió en cocodrilo. Me sumergí. No tenía la mente tranquila, pero no era infeliz. Desgraciadamente, siempre había sabido contener la respiración. Competíamos a menudo, Martin, John y yo. A ellos les parecía curioso que yo, el más pequeño de los tres, tuviera los pulmones más grandes, que fuera capaz de perder el conocimiento antes que rendirme. «Eres como una cabra miotónica, de ésas que se desmayan del susto, Andy», me decía mi padre.
Me agarraron con tanta fuerza y tan rápido que tragué agua y, aunque volvía a estar rodeado de aire, no podía respirar. Los dos hombres me habían agarrado cada uno por debajo de una axila. Me arrastraron a la orilla, me dieron la vuelta, me aporrearon como a una torta de harina de sagú y me volvieron a poner en pie, sin dejar de aleccionarme en su idioma. Encontraron las piedras en mi bolsillo. Los dos hombres las agarraron con el cuerpo ya casi seco, al no llevar nada más que una cuerda atada en la cintura, mientras yo me tambaleaba por el peso de mi ropa. Con las piedras de mis bolsillos hicieron un montón en la playa y cambiaron de idioma, pasando a un kiona peor que el mío, explicándome que sabían que yo era el hombre de los teket, de Nengai. Las piedras son bonitas, dijeron, pero peligrosas. Las puedes coger, pero tienes que dejarlas en tierra antes de nadar. Y no hay que nadar con ropa. Eso también es peligroso. Y no hay que nadar solo. Eso sólo puede traer problemas. Me preguntaron si sabía cómo volver. Fueron secos y cortantes. Adultos sin paciencia para con un niño crecido.
—Sí —les dije—. Estoy bien.
—Nosotros no podemos ir más allá.
—No pasa nada —dije poniéndome a caminar.
Los oí a mis espaldas, alejándose río arriba. Hablaban rápido, en voz alta, en pabei. Oí una palabra que conocía, taiku , «piedras» en kiona. Uno la dijo, y luego la dijo el otro, más alto. Luego unas risas a carcajadas. Se reían como se reía la gente en Inglaterra antes de la guerra, cuando yo era un niño.
Al final iba a estar vivo para Navidad, así que hice la bolsa y me fui a pasarla con los borrachos del puesto gubernamental de Angoram.
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