Alejandro Zambra Barcelona, 2020 MASSIMILIANO MINOCRI |
EL DESORDEN DE LEER 3
Salsa de tomate en mi ejemplar de ‘La montaña mágica’
Descubrir o redescubrir 'No leer', del chileno Alejandro Zambra, procura un placer grande, picudo y redondo
JUAN CRUZ
1 DE ABRIL DE 2020
Qué placer tan grande, tan picudo y tan redondo, es leer, y aún más releer, pero nunca no leer, a Alejandro Zambra. Este libro, No leer (Anagrama, 2018; hubo ediciones anteriores, en Diego Portales y en Alpha Decay), prolonga desde dentro, como si fuera su diario de combate, su modo de tachar, como los surrealistas o los Beatles, todo aquello que fuera cursi o exagerado. En el prólogo él declara que muchas veces se pelearon con él poetas o narradores, por las críticas que aquí recoge en parte. Pero cuando se lee el libro se advierte, como si una navaja abriera el cerebro de los enfadados, que en los casos en que esos cabreos se produjeran quienes respiraron por la herida merecían, por lo menos, el silencio eterno. Pero ahí siguen, Zambra no los mató, sólo escribió de ellos, los puso de manifiesto.
Conocí a Zambra por culpa de un avión, el que venía de Santander a Madrid al principio del verano de 2006; acaba de salir a la calle Bonsái, una novela fulgurante que dura lo que un viaje de esa distancia. Me lo fue a llevar, desde la cola del avión hasta las medianías, la política y buena lectora que es Ana Pastor, ahora vicepresidenta del Congreso español. Vino veloz porque sentía que era urgente que, entre los habitantes del aéreo, al menos yo leyera esa obra de arte. Cuando descendí en Madrid yo era tan feliz de haber leído Bonsái que me dediqué, como si fuera su editor, que era ya desde entonces Jorge Herralde, a hacerlo saber a los cuatro vientos, entre ellos al viento del cine español. Éste no anduvo diestro y fue un chileno, Cristián Jiménez, el que más tarde la lanzó en celuloide. Esa experiencia de llevar su nombre en los títulos de una película, sin duda alegre para Zambra, es una de las mejores partes de este No leer, que es en efecto un libro en el que se hace crítica, incluso, de libros no leídos, o que el autor juró en su día no leer jamás.
No leer es una autobiografía de Alejandro Zambra mientras lee como si se desnudara. Él juega a veces con estas metáforas, pues leer es también vestirse con libros, o desvestirse de libros. Entre las ocurrencias que manifiesta haber tenido, por ejemplo, desliza su (supongo que cierta) iniciativa de hacer en Chile, su patria (cuya historia es, para él, “una novela triste”), “el primer Festival de la Novela Larga, que no llegó a realizarse pero que me parece una buena idea”. Una novela larga, apunta Zambra, es lo mejor que puede ocurrir cuando vienen las gripes, cuyo confinamiento pone a tu disposición, por ejemplo, tiempo para avanzar en una novela larga o lenta… “Por eso”, recuerda, “hay huellas de salsa de tomate en mi ejemplar de La montaña mágica”.
Todos estos textos fueron publicados en periódicos chilenos; el editor de muchos de ellos fue Andrés Braithwaite, que luchaba con Zambra para que no fuera excesivo o bruto, como sugiere Zambra que él mismo podía llegar a ser. Abarcan, suaves o demoledores, una larga lista de autores de su propio país; pero ningún texto, ninguno, renuncia a excursiones cosmopolitas que van de Jorge Luis Borges a Heinrich Böll, del que recoge un cuento maravilloso, el del hombre que colecciona silencios grabados distraídamente por técnicos de radio. Si yo ahora resumiera cualquiera de esos textos, es más, si les digo qué dice de los buenos o de los malos, de los leídos y de los que nunca leyó, ustedes se perderán una exploración que a mí me hizo tan pletórico que en algún momento sentí que si me daba fiebre sería de alegría por haber leído así a aquel Zambra que ya me había hecho hizo feliz volviendo en avión, otro confinamiento, desde Santander a Madrid una tarde de la que tengo ya el recuerdo.
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