martes, 26 de mayo de 2020

Jesús Pardo / El mayor error de mi vida



Jesús Pardo

EL MAYOR ERROR DE MI VIDA

1

  
  No puedo demorar más el relato del mayor error que he cometido en mi vida: casarme con Pauline Margaret Knibbs; tan grande como el que cometió ella casándose conmigo. Pocos matrimonios habrán sido tan evidente y recíprocamente incompatibles.
    Nos presentó Francis Hadwen una mañana en el Ritz de Londres, y luego nos vimos alguna vez en las tertulias matinales que tenía la droite infernale en la cafetería de Fortnum & Mason's.
    Pauline era casi tan alta como yo, pero había en sus movimientos un desencuadernamiento que rimaba en consonante con su rostro largo y un poco pasmado. La tupida melena rubia que le caía sobre los hombros se lo ensanchaba justo lo necesario para desequilibrárselo del todo. Tenía la sonrisa grande y fácil, llena de un candor que ocultaba, pobre de mí, la consumada doblez con que a su tiempo me pagaría las numerosas infidelidades que impuse yo a sus primeros años de casada conmigo.


    Al principio, Pauline vestía muy bien: la conocí embutida en un exacto modelo de Paquin, rematadas sus largas piernas por zapatos que, además de estar hechos a mano, lo proclamaban.
    En aquel grupo, donde casi no se hablaba más que de linajes, dorados o sobredorados, tampoco escaseaban los abolengos crematísticos. Pauline, que no se las daba de noble y era hija de un próspero hombre de ciencia australiano que hacía milagros con la cal, tenía entrada libre. En la aristocracia inglesa, siempre muy porosa, nadie pensaba en hipotéticas ebenbürdigkeiten,
y la mayor parte de sus miembros, llegado el momento, prefería vivir abiertamente del cuento a malguardar las apariencias con cuentas que se obstinaban en no salir.
    Yo siempre fui casadizo, quizás por mi falderísima niñez. En cuanto me apetecía una chica razonablemente beddable o bedworthy, como se decía entonces en Londres, mi instinto era pegarme a sus faldas día y noche, hasta que ella misma se viese forzada a casarse conmigo o a despedirme: el primer polvo solía ser para mí firma de contrato vitalicio.
    A Pauline, según ella misma me confesó más tarde, su incipiente experiencia empezaba a decirle que, de seguir negándose a cooperar con los chicos que la asediaban, se iba a quedar para vestir santos. Mi desgracia fue aparecer en escena justo cuando ella acababa de tomar la decisión de dar vía libre al primer llegado que le cayese medianamente bien. Esta circunstancia decidió nuestro noviazgo, y fue así como me refugié, sin casi pensarlo, en el amparo total que tanto echaba en falta desde la muerte de tía Curra: devine de nuevo parásito de una mujer que no me pedía otra cosa que pasividad en la que derramar pegajosa ternura y cuyos jugos me absorbían tan a fondo como al feto los del útero en que está encajado. Tal era, a mi modo de sentir de entonces, la única manera de borrar de mi mente y mis nervios la falta de una mujer como Jenny, cuyo talante, totalmente contrario, habría sido un reto constante a mis esfuerzos por mantenerla uncida, por nerviosa, desbocadamente que fuese, a mi frágil originalidad.


2

    Está claro que no voy a ser imparcial con Pauline: la memoria me escamotea recuerdos favorables a ella, o los matiza sistemáticamente a mi favor, presentándome en cambio intactos los desfavorables.
    Nuestras relaciones preconyugales duraron tres años sin hacernos patentes las desconexiones temperamentales que nos separaban. Lo malo de las liaisons
largas es que generan sus propios antídotos a las incompatibilidades mismas con las que tropiezan, y sin ponerlas al descubierto o suprimirlas, o bien hacen esto último, pero preventiva y provisionalmente, y sin advertirnos siquiera del peligro que aplazan. Eso es justo lo que nos pasó a Pauline y a mí: la larga costumbre tapujó nuestras incompatibilidades incurables bajo capas y capas de chapuceras, frágiles, efímeras comprensiones y compenetraciones.
    En Pauline el antídoto tomó forma de gran plenitud interior empapada de amor por mí, un amor menos carnal que espiritual, y en mí fue la certidumbre de tener siempre a mano solícita pasividad a todos mis deseos y afanosa premura a cualesquiera necesidades, perspectiva tan atractivamente aburrida que me inducía a buscarme amoríos con que salpimentarla al tiempo mismo que me congratulaba de tener tal báculo para mi juventud.
    A Pauline se le subió el sexo al corazón y yo seguí con el corazón firmemente encajado en el sexo.
    Antídotos que no tardaron en diluirse en nada en cuanto cayó sobre ellos el cerrojo del matrimonio: en mi caso, porque el aburrimiento se acentuó hasta un límite intolerable, y en el de ella por un gradual despertar a la urgencia erótica que su largo amor por mí le había ocultado durante mucho tiempo: Pauline llegó a la conclusión de que el tiempo pasaba y ella aún no sabía lo que era un orgasmo como es debido.
    Durante nuestro largo noviazgo hubo crípticos, pero alarmantes avisos de esto:
    Dos períodos de rechazo físico total tuvo Pauline contra mí, y sin que ello afectase en absoluto a su deseo de seguir abrumándome con su amor; al tiempo que me rechazaba en la cama, lacrimosa y gemebunda, y diciéndome cosas como: «I want to want yon», me regalaba corbatas, me daba dinero, me hacía comiditas, me planchaba pantalones, incluso se me desvanecía en los brazos.
    El primer periodo fue breve, y no recuerdo ya cómo y cuándo se remedió, aunque tengo un tenue recuerdo de Pauline echándoseme encima una mañana y diciéndome que una novena suya a no sé qué santa la había curado de golpe; el segundo, mucho más largo e intenso, duraba ya meses cuando fuimos los dos juntos de vacaciones a Madrid y una tarde lo resolvimos en una casa de citas con un acto mío que Pauline luego calificó de violento, pero no pudo serlo tanto si ella misma había entrado conmigo en un sitio que proclamaba su identidad a luz en cuello y me dejó contratar tranquilamente la habitación entendiendo como entendía muy bien el español. Salimos muy contentos; ella colgándoseme del brazo entre bromitas:
    —Ahora sí que soy una mujer perdida.
    No era ésta, por cierto, su primera visita a un prostíbulo español: años antes de conocerme a mí, viajando por el norte de España en compañía de su hermano Michael, los dos confundieron una casa de putas santanderina con una pensión barata.
    Ambos desoímos este doble aviso de la providencia, y bien que lo pagamos, porque el tercer ataque de rechazo físico llegó gradualmente, pero sin dar un solo paso atrás, y al cabo de cinco años de forcejeos físicos y mentales se remató, sin remedio posible, en separación definitiva.
    Todo eso estaba entonces en el futuro lejano. Fue en pleno segundo periodo de rechazo/amor cuando la providencia trató de subrayarme la urgencia del asunto presentándome a Karin Lewenhaupt.

3


    Baja y fina, delicada de rasgos y maneras, rica y noble: hija de un conde sueco de impecable ascendencia vikinga y huérfana de una inglesa de familia industrial de quien había heredado mucho dinero: pingüe, por tanto, su presente, y mucho más su futuro, extremos de los que me enteré enseguida, y que me indujeron a súbita, desbocada sed de oro: Karin era mi primer amor rico, y todo mi ser comenzó a no pensar en otra cosa que dinero: yo salía de nuestros orgasmos viendo debajo de mí su rostro escandinavo de nieve deslumbrada convertido en deslumbrante moneda de oro.
    Flechazo a primera vista, y su prolongación, muy accidentada por mi necesidad ineludible de simultanear a Karin con Pauline sin que ninguna de ambas se enterase, me planteó desde el principio difíciles problemas tácticos. Pauline, incluso rehuyendo acostarse conmigo, seguía teniendo a mis ojos derechos cuasi conyugales, lo que me impedía rematar con Karin lazos igual de recios, y, para mí, mucho más apetecibles.
    No recuerdo con detalle el laberinto de agridulces asperezas de aquella doble vida: ir a casa de Karin previa mentira a Pauline, o ver a Pauline previa mentira a Karin, o vernos Karin y yo a las horas y en los sitios más extraños: por ejemplo, en el departamento de animales vivos de Harrod's, junto a la jaula del mapache.

4


    Castas veladas junto a Pauline, recelosa ya de tantas inexplicables ausencias y tan torpes brusquedades mientras ella luchaba por volver a desearme entre las sábanas, lo que en aquel momento me apetecía más que nunca, curioso de pasar por la experiencia de tener al mismo tiempo dos amantes en titre. Cuando volvimos de Madrid camalmente reconciliados, yo me relamía por anticipado ante la doble experiencia, para mí muy literaria y sofisticada, que me esperaba en Londres.

5


    Engañaba a Karin con Pauline o a Pauline con Karin, según que en mi mente predominase el amor al dinero o la serenidad de la larga costumbre: los tintineos de Pauline eran tan rosa pálido o rojo fuego como los de Karin, pero mucho menos argentinos. Verdadero amor no creo haber tenido por ninguna de ambas: mi mente vacilaba, constante e indecisa, entre la perspectiva de una vida de rentista con Karin, agitada, sin duda, porque el dinero ajeno ni con ataduras nupciales es fácil, o de apacible domesticidad y humillada salarialidad con Pauline.
    Frecuentar dos camas al tiempo es edificante para la mente, pero agotador para el cuerpo y ruinoso para los nervios. Yo trataba instintivamente de reducir a Karin y a Pauline a la categoría abstracta de mujeres objeto, pero en vano, porque mi dominio sobre ellas nunca fue total a pesar de la admiración acrítica a que me sometían: la euforia física y el oropel mental que esto me inducía era espejismo insuficiente para salvar el margen de incertidumbre, pequeño, pero real, que persistía en mis relaciones con ambas, y que a punto estuvo de convertirme en caricatura de mí mismo.
    Acabé controlando bastante bien el aspecto puramente táctico de mi doble vida. Compaginaba pasablemente las parties y las cenas y meriendas de Karin y Pauline, y las de los amigos de ambas, que si me invitaban era por ellas, lo que aumentaba de forma dramática un círculo de amistades adventicias cuya permanencia dependía casi exclusivamente de la reciprocidad; esto me forzaba a mantener un ritmo de vida social, en ocasiones con prolongaciones eróticas de aluvión, para el que no tenía ni dinero ni energías, pero, sobre todo, pretextos. Todo lo cual podía dar lugar a enojosos atascos de planificación, como verme de pronto, sin saber cómo, con Pauline y Karin esperándome al mismo tiempo en sitios distintos, trance del que no me quedaba más remedio que salir airoso, y así salía, aunque a veces también chafado y con mi tupidísimo tejido de mentiras algo deshilachado, pero aún eficaz; sólo mi euforia seguía indestructible, porque aquella situación era un constante reto a lo más pueril de mi ego.
    Llegué a rizar el rizo de llevar a Karin a fiestas de Pauline, y a la inversa, e incluso a Karin a pasar un fin de semana en la casa de campo del padre de Pauline, y a Pauline de excursión a Brighton con Karin y sus amigos a ver delfines. Y tuve la curiosa experiencia de soslayar a Karin con una de sus mejores amigas, la bella, juncal Jane Russell, aficionadísima al sexo, la cual, como tantas inglesas finas, tenía el don infalible de frenar esta afición a distancia casi invisible, pero exacta, de la ninfomanía sin por ello privarse de ningún hombre que la apeteciese.
    Intenté pentagonizar el cuadrilátero buscándome amante, por adventicia que fuese, entre las amigas de Pauline; lástima que ninguna se prestase, porque, a poco que este remate me hubiera salido bien, habría llegado a la cima de mis aspiraciones eróticas, y también, de paso sea dicho, de mis posibilidades energético-crematísticas: claro que en momento de tanto triunfo tales minucias me habrían parecido indignas de escrutinio.

6


    Y fue justo por entonces cuando Pauline me dijo que estaba embarazada y no tenía más remedio que abortar.

    Recurrí a un médico polaco conocido mío que había sido famoso especialista en Varsovia. En Londres, marginado por el mundillo cerrado de la medicina inglesa, o tal decía él, se dedicaba a abortos: dinero fácil y pingüe, pero peligroso. Korneliusz Wiszniewski, acechado por la policía, hubo de escapar poco después de noche a un barco polaco que le llevó a su tierra, donde el Estado comunista le engranó inmediatamente en su servicio médico. Allí le vi años más tarde, aburrido por la cotidianidad profesional, por una esposa gorda y banal y por la estrechez sistemática que los sátrapas eurorientales imponían en su entorno en nombre de la igualdad.
    —Era una niña.
    A otra cosa: el mundo empezaba y terminaba en mí, y en cuanto a Pauline, éste fue su único comentario:
    —Mira que tener a un mecánico —el ayudante de Wiszniewski— enredándote por dentro...

7


    No sé si fue la naturaleza de las cosas o agotamiento y descuidos míos lo que acabó dando a Karin y a Pauline sospechas fundadas o certidumbre abstracta de mi doblez. Y fue casi simultáneo. Recuerdo confusamente que Karin ya recelaba algo, y Pauline no andaba lejos del recelo, pero otorgándome ambas el beneficio de la duda. Es posible incluso que ocultasen sus sospechas, si las tenían, por la fascinación que les infundía, como a mí, una tesitura que nuestra ingenuidad nos presentaba original y exótica.
    El hecho es que, al enfrentarme con sus acusaciones, hube de refugiarme en un número cada vez mayor de mentiras, jurando a cada una que mis relaciones con la otra eran castas en extremo. Las dos querían creerme, y Pauline me dijo más tarde que si ella resistía, a pesar de su casi certidumbre de mi doblez, era en la idea de que el tiempo estaba de su lado, y en esto tenía razón. Con Karin no pude hacer nunca autopsia del final de nuestra relación.
    Yo las veía a las dos a cualesquiera horas, pero procurando que las citas estuviesen muy separadas entre sí, y a Karin, de todas formas, también por la noche, después de cenar en casa de Pauline: me situaba bajo la ventana de su dormitorio, menos mal que era un primer piso, y tiraba una piedrecita contra el cristal, poniendo gran cuidado en la puntería, porque la ventana siguiente era del dormitorio de su padre.
    Karin salía a abrirme la puerta en camisón, y me escondía rauda en la vasta y muelle colchambre de su ex virginal cama, en un cuarto muy blanco y lleno de cisnes de porcelana, porque yo no era la única gran pasión de Karin, cuya aspirancia a prima ballerina assoluta había fracasado por su excesivo peso y ahora se compensaba en parte con una creciente colección de cisnes de porcelana, recuerdo de su única representación pública de ballet: una función benéfica de El lago de los cisnes.
    Karin desapareció durante dos meses en California, adonde fue con su padre a visitar a un hermano residente allí. Yo creo que ese viaje fue idea del viejo vikingo amante del champán, que me miraba con perplejo recelo: un periodista impecune no era lo que él soñaba para su hija. A ver si así le olvida, debió de pensar.
    Aproveché el respiro para consolidar mi compromiso con Pauline y preparar mi ruptura con Karin, pero una ruptura de la que esperaba de veras que siguiera abriéndome su cama sine finibus. Karin me escribía casi a diario, y me llamó un par de veces por teléfono desde California, cosa que para mí fue entonces una novedad.
    La principal razón de mi decisión final de casarme con Pauline fue la naturalidad con que ésta compartía conmigo su poco dinero, y sin recordatorios de devolución, mientras Karin se mostraba muy cuidadosa con el suyo, mucho más abundante. Las dos me sacaban de mis constantes líos de dinero: Pauline, sin darle importancia; Karin, apuntándolo y a título de préstamo. En una ocasión recurrí a Jenny, que me mandó un cheque por correo.
    Desde su vuelta a Londres comencé a jactarme con Karin de forma alarmante y cumulativa del dinero que gastaba locamente en toda clase de cosas innecesarias. Karin, asustada en lo más hondo de su alma burguesa, me escuchaba en silencio, y sin recelar teatro, o exageración siquiera, en mis palabras. A los pocos días de esta táctica, reaccionó justo como yo esperaba: Me dijo, muy seria, que había llegado a la conclusión de que iba a ser mejor no casarnos:
    —Así —añadió—, podremos seguir viéndonos, y tú spending yourself blue in the face.
    La mal fingida angustia con que escuché sus palabras no pareció decepcionarla o infundirle recelo.
    —Si me caso con Pauline —acabé por responder—, y tú y yo seguimos viéndonos, siempre me puedo divorciar de ella a los cinco años, ya sabes que entonces el divorcio es poco menos que automático.
    Comenzó así entre nosotros un erótico veranillo de San Martín, lleno de ternuras, despedidas y pequeños regalos, mientras los preparativos de mi boda con Pauline seguían adelante y las puertas del piso de Karin abriéndoseme previo guijarrazo contra el cristal de su ventana. De día nos veíamos a todas y a cualquier hora, y aun, con frecuencia, junto a la jaula del mapache. Su padre me trataba ahora con el alivio de saberme fuera de juego como posible yerno, y Pauline, inquieta por mis intermitencias, que diagnosticaba certeramente, acabó confiando en el futuro, ya muy inmediato, y tomando la situación con cierto humor negro:
    —Me das motivos de divorcio —me dijo una vez— antes incluso de casarnos.

8


    El padre de Pauline nos apalabró y financió por un año entero un elegante pisito junto a Harrod's, porque mi sueldo no hubiera bastado para otra cosa que el más barriobajero de los apartamentos; un par de semanas antes de la boda, Pauline me llevó a una joyería, donde nos compró su propio anillo de pedida y mi alianza.
    Fue también por entonces cuando, haciendo almohada de mi hombro y agazapándose contra mí como una gata, Karin, ojos bajos y voz temblorosa, me susurró:
    —Y puedes seguir acostándote conmigo hasta la víspera misma de tu boda.
    Éste fue el primer aviso del fin de una situación que yo deseaba eterna. Pensándolo luego, se me ha ocurrido que Karin llevaba ya meses: desde antes, quizá, de su viaje a Estados Unidos, considerándome parte prematura de su pasado, aprovechando mi compañía únicamente para acumular un caudal suficiente de recuerdos futuros. Bien tonto fui en seguir confiando, a pesar de esta evidencia, en poder alargar mis relaciones con ella: incluso llegué a planear años y años de amores adulterinos con Karin, sin tomar en serio este plazo que me imponía, el primero de nuestras relaciones, y que tomé desde el principio por ocurrencia del momento. Yo era entonces arrogante y duro como la juventud.

9


    Las ceremonias, religiosas o no, me han parecido siempre pura coreografía de impotencia, pues tratan nada menos que de imponer al tiempo y al espacio algo tan efímero y frágil como es un instante de la voz y la presencia del hombre en un punto cualquiera del planeta.
    El cura católico de moda entonces en Londres era el padre Zulueta, inglés a pesar de este apellido, que se me mostró demasiado importante para condescender a casar a un periodista, de modo que hube de reducirme a otro más modesto. Tampoco el duque de Primo de Rivera tuvo a bien aceptar mi invitación.
    La noche antes me acompañó hasta la ventana de Karin el novelista Luis de Castresana, de paso entonces por Londres; al despedirnos, me preguntó:
    —¿Y tú por qué te casas?
    Al día siguiente maté el tiempo como pude hasta la hora de la boda, que era a las tres de la tarde en una iglesia situada en pleno barrio de Chelsea. Primero, vagando de café en café, y luego yendo a cortarme el pelo a la peluquería de Harrod’s. A eso de la una me reuní con Michael de Stempel, que iba a ser mi padrino, en un restaurante de Notting Hill Gate. Después de comer fuimos los dos dando un paseo hasta la iglesia.

10 
 

 Así pasé por un matrimonio que iba a ser el primero de dos y que no tuvo otra razón de ser que mi actitud casadiza ante las mujeres. Como hice por segunda vez la primera comunión por mor de la chocolatada y el traje de terciopelo negro y la camisa de seda blanca con volantes. Experiencias dobles que, cuando menos, me han servido para salvar silencios embarazosos:
    «Yo, siempre que me caso, llevo corbata verde.»
    O:
    «Yo siempre hago la primera comunión de negro.»
    Después de la ceremonia olvidé pasar al cura las cinco libras que me había dado mi suegro para él, y avisar de mi boda al consulado español.
    Lo primero me dejó dinero para convidar a cenar a los padrinos, y lo segundo me mantuvo soltero a ojos de la administración española, lo que estuvo a punto de complicar considerablemente mi anulación matrimonial veinte años más tarde, pues es lo que me dijo el abogado que me la tramitó:
    —Menos mal que se anula usted en Londres, —donde consta su casamiento, porque en España sigue estando soltero. Y, claro, para poder anular su boda en Madrid tendría que casarse antes con la mujer de la que quiere anularse.

11


    En el banquete, que fue una recepción poblada por todos mis amigos, corté de raíz cualquier intento de discurso o solemne distribución de tarta nupcial. Nuestra llegada, ya muy beodos, al restaurante de Kensington donde yo solía ir con Karin, y donde ésta me había advertido que pensaba cenar con su padre esa noche, causó consternación a Karin y a Pauline por igual. Volvimos a casa hacia medianoche, y los vecinos de abajo se unieron a la juerga, que duró hasta la madrugada. En cuanto vi a Pauline sumida en exhausto, plúmbeo sueño, corrí a casa de Karin a tirar la piedrecita, y lo poquísimo que quedaba hasta el pleno día lo pasé riñendo con ella, que calificó mi aparición en el restaurante de awful, most tactless faux pas. Nos despedimos en dulciamargos términos eróticos, y tan tarde era que al salir del piso me expuse a topar con su padre, que ya estaba despierto. No pude convencer a Pauline de que había salido a dar un largo paseo para pensar mejor en ella al relente del alba.
    Seguí viendo a Karin sin cuidarme del creciente, angustioso desconcierto de Pauline.
    Cualquier transparente excusa me servía para faltar de casa a cualquier hora del día o de la noche. Pasé un fin de semana en la casa de campo de Karin, y Pauline me acompañó a la estación y acudió a recibirme el lunes siguiente con tal dolor en ojos y voz que hubiese debido ponerme en guardia: uno de esos dolores que hibernan años al acecho del más nimio pretexto para reaparecer bajo el disfraz que sea, frescos y recios e implacables, impacientes por pasar la cuenta del lejano desmán que les dio vida.

12


    La atracción que sentía Karin por mí fue en descrecendo hasta mediados de septiembre de 1958, año en cuyo once de enero había tenido lugar mi boda, y bien dura le resultó a mi arrogancia su pragmaticísimo punto final: la causa fue un joven cirujano indorruso de la armada británica a quien yo conocía por haberle visto alguna vez en reuniones de amigas de Karin, y sabía, y tomaba a broma, lo moscovitamente enamorado que estaba de ella.
    Karin, al principio, no le hacía caso, aunque alguna vez le invitó a cenar a su casa. Una noche, subiendo yo muy tarde su escalera, la bajaba él: ya no era posible dar marcha atrás, de modo que seguí subiendo. Nos cruzamos en el descansillo, y él me sonrió:
    — Good night, sin detenerse, deseando sin duda para sí la noche que a mí me esperaba con Karin. Y así, hasta la noche en que, por causa suya, Karin no respondió a mi guijarro contra su cristal, y al día siguiente me colgó el teléfono sin querer oírme. Unos días después accedió a verme en un café, pero ni siquiera respondió a mi proposición de que su primer hijo legítimo con el indorruso fuese mío.

13


    Karin era para mí la libertad, y su pérdida me forzó a enfrentarme con la pura y dura rutina diaria de un matrimonio inquerido cuyo gris camuflaban amistades de aluvión y una inundación permanente de vino barato. Me reconcomía pensando en lo brillante que habría sido mi vida con Karin. Las dos o tres veces que la vi por la calle respondí a sus tímidos intentos de afabilidad con fruncidísimo ceño y rápida huida, mientras la angustia de Pauline al verme tan distante crecía de día en día. Me acuciaba una desolada sensación de vacío e impotencia: la irracionalidad misma de mi situación me cerraba cualquier salida sensata, como enfrentarme conmigo mismo, olvidar a Karin y su dinero, abandonar a Pauline y su ternura, y otear por Londres oportunidades de trabajo y ligues entre mis amistades de antes y de entonces y los rescoldos, perfectamente reactivables, de las antiguas. O bien, tratar de recomponer mis relaciones con Pauline cuando aún había, justo, tiempo y oportunidad, y limitar mi vida a sus posibilidades reales en lugar de seguir acumulando reconcomio tras reconcomio sobre una monotonía cada vez más cotidiana, áspera e irremediable.


14

    Por entonces murió en Estados Unidos un tío de Pauline dejándole dinero suficiente para comprar una casa. Encontramos una muy cercana al centro: el número siete de Saint James's Gardens, placita burguesa de bastante postín, con bonito jardín vecinal, entre Shepherd's Bush, putesco y cutre, y Notting Hill Gate, elegante allí, pero cutre y comercial medio kilómetro más arriba.
    La plaza había sido cementerio en el siglo XVIII, lo que le daba la carrerilla mínima para serlo en el XX de mi primer matrimonio. Mi suegro nos adelantó el dinero para renovar la casa con cargo a la herencia de Pauline.
    Era grande y airosa: tres pisos, de los que vivíamos en los dos primeros y alquilábamos el último; había también un gran semisótano donde pusimos un cuartín para bodega, y cocina y comedor, ambos espaciosos, y aquélla tan supermoderna que nos la filmó la televisión para un programa de decoración doméstica; amén de un cuartito para invitados con ventana a la exigua huerta.
    Allí viví once años: con mi hijo, que nunca me entendió; mi hija, que me entendió siempre; mi mujer, que acabó harta de entenderme; y la gata Lenore, que cada vez me entendía mejor y hasta me gastaba complicadas bromas muy poco compatibles con la supuesta falta de sentido del humor de los gatos: me acechaba a la vuelta de las esquinas y fingía destrozarme a arañazos y mordiscos, pero sin sacar uñas ni mostrar dientes. Todos se fueron de la casa después de mí, menos Lenore, enterrada a mitad del camino bajo una mata de hortensias.


15

    La casa se llenó enseguida de libros y discos: hasta en la cocina y en el retrete llegó a haberlos, y se fue convirtiendo poco a poco, en virtud de mi latente nostalgia, en caricatura quiero y no puedo de villa San José. Acopié una vistosa bodega capaz para doce docenas de botellas, y cogí la costumbre de importar de Francia barriles de vino de Beaujolais: era toda una ceremonia ir a buscarlos a la aduana y traerlos a casa en el coche de algún amigo; en la fiesta de embotellamiento se iba una cuarta parte del barril, y el resto se consumía rápido. Mis hijos, desde pequeños, bajaban en pijama a tomarse su chupito matinal, manejando la espita con pericia para que no se desperdiciase una gota.

16

    El gusto por el alcohol debí heredarlo de mi padre, que era gran bebedor. Mis dos primeros años londinenses fueron casi abstemios: el precio del vino era prohibitivo para mi primer sueldo de corresponsal, pero su falta apenas me preocupaba. Fue al año siguiente, en casa de Frank Percival, cuando recomencé a beber en serio, y en una ocasión perdí el conocimiento por completo. Con el paso al Madrid renació en mí el gusto por la borrachera cotidiana, que se me desbocó en obsesión a partir de mi boda con Pauline.
    Todos los días, a la hora que los ingleses llaman six thirsty, empezaba a abrir botellas de vino y podía darme la media madrugada bebiendo y tratando al tiempo de leer u oír música coherentemente. Mi cerebro acababa sumiéndose en un negro nirvana sin sueños del que a la mañana siguiente tanto él como mi cuerpo salían ágiles, frescos y animados; un instante romo y mate de angustia blanca y sofocante separaba el desdormir del despertar.
    El alcohol, sobre todo el vino, fue para mí refugio cotidiano contra un mundo que se me antojaba cada vez más extranjero. Todos mis instintos de seguridad, y hasta de conservación, me avisaban de pronto, enloquecidas campanillas de alarma, cuando algún español se me quedaba mirando como a un bicho raro por mi creciente tendencia a anteponer adjetivos a nombres y a abusar de los pronombres personales, pero me dejaron sordo del todo el día en que, releyendo Fortunata y Jacinta, no reconocí a primera vista la palabra «engrudo». En esos momentos la angustia me exageraba lo absurdo de ser escritor español viviendo en inglés, e incluso llegué a pensar en irme de redactor raso a algún periódico de provincia española.


17

    Otra de mis obsesiones de entonces era la música, que en Madrid apenas oía más allá de canciones como la en un tiempo popularísima «Niña de fuego». Al flamenco sólo llegaba con ayuda del vino. Y en música clásica mi sordera era total. A veces, cuando la oía por razones ajenas a mi voluntad, me llegaban escalofríos tan breves como sobrecogedores. Comencé a comprar discos al mudarme a Ovington Square, porque una vocecilla incordiante llevaba algún tiempo apremiándome a ello, y desde el principio se me desencadenó un avasallador afán de oír más y más. Mis primeros microsurcos clásicos fueron, sobre todo, de Beethoven y Bartók. Mi melofagia cobró sed de rarezas: las obras más insólitas de los compositores más peregrinos. Mi discoteca empezó a crecer y fue desde el principio asombro de propios y extraños por su disparatada heterogeneidad. A los dos o tres años ya pasaban de mil mis discos; cinco mil eran cuando me volví a Madrid, trece o catorce años después: casi a disco diario. Biblio/melofagia que era a veces auténtica panfagia y cobraba visos de farsa chaplinesca: cuando el diario Madrid pasó a manos de Rafael Calvo Serer y Antonio Fontán Pérez y comenzó a enviarme por los cuatro puntos cardinales, yo le proponía a veces viajes a éste o aquel sitio con sólidas razones periodísticas que escondían la única verdadera: aprovisionarme en lejanos países de discos folclóricos inasequibles en Londres: hice un viaje a Atenas por mor de ciertos discos de las islas griegas, y otro a Bucarest en busca única y exclusiva de libros en rumano con que apacentar mi incipiente estudio de ese idioma. Hice incluso un viaje urgente a Varsovia sin otro motivo real que ver de nuevo a una chica polaca cuyo obsesivo recuerdo me endulzaba incluso el amor, es un decir, con Pauline. Esto, estrictamente cierto, pasaba inadvertido de mis jefes: tal era el rigor profesional de entonces.


18

    Vida que llegó a resultarme económicamente asfixiante y acabó deviniendo complicado tejido de trampas y mentiras, deudas y traspiés, llamadas intempestivas de cobradores insolentes, penitenciales visitas a tiendas contra las que mis cheques habían rebotado como pelotas de goma. Mi vida londinense era una auténtica deuda flotante en permanente riesgo de hundimiento. Mi suegro me sacó a flote dos o tres veces y acabó aconsejando a Pauline que me abandonase.


19

    Vida fiscalmente fantasmal: todos los meses, llegado mi sueldo, recogía a mi hija Emma en el colegio a media mañana y me la llevaba de juerga. Sacaba mi sueldo entero en metálico del banco adonde mi periódico me lo enviaba e iba a depositarlo en la cuenta bancaria de Pauline, pues yo, precaución elemental contra el fisco inglés, no la tenía. Así conseguí no pagar impuestos en Inglaterra sin por ello dejar de disfrutar de los beneficios del estado del bienestar británico. Entre banco y banco Emma y yo diezmábamos mi sueldo comprando de todo y comiendo por ahí; ella bebía un poco de vino a hurtadillas de los camareros y anotaba en su diario: «Today I got drunk.»


20

    Yo hablaba siempre en español con Emma, pero con Pauline acabé hablando en inglés, por lo que la niña llegó enseguida a la conclusión de que el español era idioma de hombres y el inglés de mujeres. Un día volvió con Pauline de la iglesia muerta de risa: había oído a un grupo de mujeres «hablando español, como papá».
    El español le parecía a Emma útilísimo porque le daba la oportunidad de insultar a la gente sin que la entendiesen, y oírselo hablar con su acento inglés solía enternecerme hasta el punto de quedar por completo a su merced. En la calle nuestras conversaciones bilingües, pues ella tendía a contestarme en inglés, pero entendiéndome perfectamente, solían llamar la atención de la gente, sobre todo cuando reñíamos, que era casi siempre.
    Teniendo Emma tres años o así, comencé a enseñarle un idioma inexistente, cuyas palabras iba yo inventando sobre la marcha y adjudicándoles significados arbitrarios que ella aceptaba sin chistar. Así acabamos diciéndonos frases enteras en un galimatías que sólo Emma y yo entendíamos. Pauline seguía este experimento con inquietud, y yo mismo acabé renunciando a él por miedo a complicar, quizás seriamente, la incipiente vida mental de Emma, que ya era muy precoz: a los tres o cuatro años solía bajar por la mañana temprano a mi biblioteca sin que nadie la viese para tratar de leer a escondidas los libros que más curiosidad le inspiraban, extasiándose con viciosa sofisticación ante las angustiosas ilustraciones de Gustavo Doré del
Inferno de Dante. De ese idioma inventado sólo recuerdo la palabra Zef,«para mí».

    Desde el principio hice cuanto pude por descristianizarla, liberándola así de las telarañas que la burocracia ensotanada tejió en tomo a mi mente infantil, tullendo y deformando mi niñez y mi juventud.


21

    De mi hijo Sebastián poco puedo decir, excepto que su mente quedó reducida desde muy temprano a una mezcla de inteligencia y cerrazón; sin ser, en absoluto, intratable vive en una penumbra en la que a veces luce sorprendente claridad, como cuando le dijo a una chica embarazada a la que vio fumando:
    —Deja de fumar, o tendrás un hijo como yo.

 22


    Mis relaciones con Pauline hicieron punto muerto hacia 1970. Para entonces ya se reducían a pura cirugía nocturna que ni ella ni yo mencionábamos a la mañana siguiente, como si de algo furtivo o incestuoso se tratase. Ella me recibía en hosco silencio, entre suaves, casi inaudibles lágrimas que ni interrumpían mi ataque ni me turbaban luego el sueño. Y de día apenas nos hablábamos.
    Así se dio la paradoja de que estuviésemos desunidos en todo menos en la cama, que era justo donde más desunidos estábamos.
    Nuestra somera cordialidad diurna era mero envoltorio de hostil vaciedad y espasmódicas intermitencias conversacionales.
    Situación que en otro lugar y tiempo: por ejemplo, en el Santander de mis abuelos, habría sido ideal hasta que la muerte sancionase nuestra larga separación uniéndonos en la fría contigüidad del panteón familiar. Tal fue el caso de mi tía María Pardo y su marido, Enrique Huidobro, que, después de no sé si cuarenta años de vivir unidos en Dios pero separados en la carne excepto para la función única y exclusiva de tener hijos, acabaron enterrados juntos: ella debajo y él encima, insólita postura para ambos, pero en la que siguen y seguirán en el futuro previsible, porque en el panteón familiar empezaba a escasear el sitio.
    En nuestro caso concreto, sin embargo, nuestra situación fue funesta como bomba de relojería: un ir tirando hasta que la inercia misma se encabritó.
    La casa seguía uniéndonos, pero como las fronteras de un país unen convencionalmente a sus habitantes más desunidos. Durante los dos o tres primeros años fue admiración y envidia de nuestros amigos, pero la falta de cuidados y dinero con que renovar su envejeciente decoración, sus ennegrecientes paredes, el creciente desvencijamiento de sus muebles, el progresivo deshilacharse de sus alfombras empezó a calmar admiraciones y a suscitar comentarios. El constante, a veces violento trasiego alcohólico dejaba también su huella por doquier: cortinas avinadas, lomos de libros moteados de manchas parduzcas. Y, sobre todo, patente pátina de decepción, de indiferencia.
    La casa apestaba cada vez más a vino, a tiempo perdido, a recíproca desidia.


23

    La rápida serie de viajes que me encomendó Calvofontán por toda Europa y el Oriente Medio fue oportunísima para mí, pues me llegó justo cuando mi porvenir requería el fin definitivo de mi inexistente matrimonio, y esas largas ausencias lo apresuraron, con la entusiasta cooperación de Pauline, que las encontró providenciales.
    En una primera versión de este libro traté de transformar el capítulo de mis viajes en épica crónica de deslumbrantes, exóticos periplos, como si tanto correr por el mundo fuese algo insólito. Lo difícil de escribir memorias está precisamente en saber distinguir entre lo general y lo singular, lo habitual y lo específico, y lo específico en mi caso era precisamente lo que omití de esa versión: mis viajes, por su longitud y sucesividad, nos pusieron a Pauline y a mí en la tesitura de romper, para siempre y sin remedio, en cuanto se nos presentó la oportunidad, la cual llegó poco después, con mi traslado a Nueva York y el cierre del Madrid: para entonces ya sólo nos faltaba el empujón final.
    En las relaciones conyugales el contacto diario tiene mucha fuerza: crea una inercia, cualquier interrupción de la cual deja irremediablemente al descubierto todo cuanto camuflaba y reprimía.
    Mis largas ausencias fueron para Pauline inesperado remedio de soltería que le permitió prescindir de la costumbre diaria en que yo me había convertido; pudo planear encuentros a cualquier hora, y hasta excursiones cualquier día, con el amante que ya tenía, profundizando así el uno en el otro y creándose ese vínculo que rompe todos los demás, sin otro problema a resolver por ambos que el de no despertar los recelos de mi hija Emma, ya muy avispada y sagaz.
    Mi vida conyugal había llegado a un punto tan aparte que podía considerarse muerto: un monótono, alcohólico, nostálgico ir tirando, un constante perder el tiempo con el aluvión de amigos de aluvión que superpoblaban mis veladas, en mi casa o en las de ellos, mientras Pauline buscaba contrapeso a esta situación en la compañía furtiva de un amante, el segundo que se echaba en nuestra vida conyugal, y ambos totalmente insospechados por mí: el primero había sido un campesino analfabeto, menos ofensivo, pues es de suponer que Pauline encontró en él la bucólica paz que, incluso si mis relaciones con ella hubiesen sido extáticas, yo no habría podido darle ni por aproximación.
    Mientras Pauline daba el último paso hacia su liberación de su insoportable vida conmigo, en la que seguía fingiendo un cierto ten con ten, o tal me dijo ella misma, por no complicar prematuramente la de nuestros hijos, yo, por mi parte, buscaba antídoto en mis viajes, convirtiéndolos en frenético beber y constante búsqueda de putas.
    Regresaba a Londres, a mi versión casera de una vida que me parecía gloriosamente cosmopolita, exótica y distinta, siendo, en lo esencial, la misma: vino peleón en vez de licores eurorientales, y mortales sesiones de cama con Pauline o con alguna falda volandera que en poco se diferenciaban de mis encuentros con putas multinacionales.
    Conversación de tontos conmigo mismo en la que ambos interlocutores: yo y yo, éramos tontos por igual. El impulso decisivo de mi liberación tenía que llegarme de fuera, sacándome de mi propia inercia, cáscara de rutina y desidia en la que estaba más y más hundido, pasiva contemplación de mi propia decadencia, aunque para entonces ya Inglaterra no podía hacer más por mí y yo me encontraba, a insabiendas de mí mismo, «puro y dispuesto a subir a las estrellas», es decir, a una España pasada por el baño María más que realmente transformada.
    Seguía atado a Pauline, mi rémora, como a un mal imprescindible. La inundaba desde los hoteles más exóticos con largas, divagatorias, alcohólicas cartas que ella ni siquiera leía, y cuyos cadáveres yo encontraba a mi regreso tirados por el suelo, con frecuencia sin abrir. Escritas casi siempre en trance de segunda o tercera botella de algún vino bárbaro: Kéknyelü o Trst, o de cuarto o quinto vaso de vodka, tsuica, vejerovka o dios sabe qué, pero sin que la letra, tal era mi veteranía, traicionase el constante flujo alcohólico en que se me diluían sangre y mente, o bien, a las tantas de la madrugada, tras haber despachado a alguna putita local a tantos dólares el polvo. Cartas añorantes de mi prisión íntima y éxtima, que eran Pauline y mi casa, convencido como estaba de que, a pesar de lo aburrido de nuestras relaciones y de lo persistente de sus mal fingidos sueños y peor imitadas indisposiciones en el momento de hacer el amor, todo seguía yendo bien entre nosotros porque nuestra común educación católica, totalmente rechazada por ambos, era vínculo irrompible. Si alguien merece aquí la palma del candor rayano en la inopia, ése soy yo: «ici», como en el poema de Tristán Tzara, «le lecteur commence á hurler» de incredulidad o de maravilla, pero mejorar la verdad sólo es posible inventando otra mentira mejor, de modo que déjale, qu’il hurle.

24

    Recuerdo esos años como un gran manchón en rouge, el color vital de Verlaine, y de ese manchón destacan los países eurorientales en púrpura casi negro, quizás por su enmohecido aroma decimonónico, prehistórico en ocasiones: agujeros negros de pasividad expectante, animados por súbitas explosiones de brutalidad y por la obsesiva hieratización de un poder surgido de eufórica, dogmática violencia, pero desmantelado de pronto con paradójica suavidad, mientras en Londres Pauline y su amante, libres de la rana viajera en que me había transformado tan providencialmente yo, se consideraban casados y comenzaban a ver en mí un estorbo del que había que ver la forma de prescindir sin herir excesivamente mi sensibilidad ni traumatizar demasiado a mis hijos.

25

    En El Cairo, donde pasé una semana y cogí purgaciones que pegué inmediatamente a Pauline, yo vivía pared por medio con Rafael Calvo Serer, que toleraba bienhumoradamente mis borracheras, pero a mí me atenazaba permanente angustia de llevar putas a mi cuarto sin alarmar la castidad votiva de mi jefe. Menos mal que el puritanismo musulmán frustró repetidas veces mis intentos.
    Todas las mañanas me despertaba al albor el estrépito de convoy tras convoy de camiones militares cargados de reclutas en dirección al frente del Sinaí. El embajador español, Ángel Sagaz, que no tardaría en morir de cáncer, justificó su apellido con esta observación:
    —Son muchachotes campesinos que nunca se habían puesto zapatos, y ahora lo que desean es que los israelíes les derroten de una vez para poder quitarse las botas de reglamento.

26

    Mi excesiva euforia recibió de pronto un golpe que la dejó bastante maltrecha: me enteré por conducto fidedigno de que Calvofontán había decidido dar la corresponsalía de Londres a Miguel Ángel Aguilar, su delfín.
    Tuve la suficiente lucidez, a través de mi ego herido, para comprender que si me oponía saldría irremediablemente derrotado, de modo que me adelanté poniendo mi puesto a disposición de Calvofontán a cambio de la corresponsalía neoyorquina, que aseguré mendazmente anhelar. Calvofontán no sólo me la otorgó, sino que, además, me prometió espontáneamente darme, al cabo de dos o tres años, la jefatura de internacional del Madrid en Madrid con suficiente sueldo para volver a España con mi familia. La cosa no quedó tan mal, pues me sacó con honra de mi desahucio londinense y me resolvió el candente problema del regreso definitivo.
    Lo malo fueron los meses que pasaron entre nombramiento y toma de posesión, pues de pronto me invadió un ansia imparable de irme cuanto antes de Londres. Pauline dejó claro desde el principio que no iría conmigo a Nueva York; su excusa: los niños no podían cambiar de colegio. Los casi mil dólares de mi nuevo puesto, pagaderos en Londres, seguirían camino de Nueva York, pero diezmados por lo que Pauline y los niños necesitaban para vivir.
    —Cada vez que recibas tu medio sueldo —me dijo Pauline— te acordarás de mí.
    No hay peor tristeza que la que no se siente, insensibilidad que no es verdadera defensa, porque, cuando acaba cediendo, el golpe es tanto más fuerte.
    Hosquedad entreverada de sonrisas, capaz incluso de endulzar una velada, o varias seguidas, con alardes culinarios especiales y hasta con concesiones eróticas liberadas de las sólitas prisas e indiferencias, pero hosquedad cuyo efecto acumulativo era imposible no captar, compuesta como estaba de pequeñas reacciones bruscas o distantes, matizadas a veces de sonrisas sordamente tintineantes a falso o desconocido cuño.
    Pauline me ordenaba, tajante, irme del cuarto donde estaba hablando por teléfono en voz susurrantemente baja, y no me daba luego explicaciones que me sirvieran, al menos, para seguir engañándome a mí mismo, manteniendo artificialmente la ficción de que seguíamos en contacto cotidiano, por somero y banal que fuese.
    Ficción muy batida en brecha por constantes salidas a todas horas sin otra excusa que la facilona «salgo de compras» o «he quedado con una amiga»; o campañas de beneficencia que ella organizaba con una vecina y se concretaban en grandes artesas de paella que llevaban entre las dos a cierta asociación encargada de satisfacer hambres inexistentes en la Inglaterra del Estado nodriza.
    Y a veces salía sola de noche con aire de «a ti qué te importa».
    Sí que me importaba, pero algo me impedía sacar la deducción lógica: Pauline tiene amante fijo; me habría desquiciado, razón por la que mi mente no me la brindaba. Aventuras adventicias no me habrían inquietado: lo importante es la lealtad, no la fidelidad, y leal Pauline me parecía seguirlo siendo. Una lealtad pasiva, carente de atención y solicitud, pero esencial.
    —Cuando vaya a morirme —le decía yo—, mis últimas palabras serán preguntarte cuántos amantes tuviste.
    —Para entonces, si tardas mucho, ya se me habrá olvidado.
    En las temporadas que pasaba en casa entre dos viajes comencé a notar caras nuevas: gente extraña, bohemia, y los más del País de Gales, adonde Pauline iba frecuentemente con los niños desde hacía algún tiempo a pasar fines de semana largos en casa de unos amigos nuestros; cerca de allí tenía la suya un cierto Cyril Cobbett, empleado del gabinete jurídico de La Voz de su Amo a quien Pauline y yo conocíamos por mi cuñado Michael, que había trabajado en esa empresa durante algún tiempo y ahora vivía en Nueva York, Cobbett venía a casa de vez en cuando, a veces con regalos para mí: botellas de ron blanco casi siempre, que yo, cuando Jenny estaba en Londres, guardaba en mi cuarto de trabajo para nuestras orgías vesperales, a las que ella aportaba, además de sí misma, la cocacola con que mezclarlo. Cobbett también me dio un estupendo diccionario inglés, y a veces discos de Wagner interpretado por extraños directores de orquesta: era muy melómano. Regalos algo fuera de lugar entre dos personas que no se tenían especial simpatía, y hubieran debido ponerme sobre aviso, o hacerme, cuando menos, recelar.
    Sólo en una ocasión tuve una inspiración abstracta de peligro: cenando a solas con Pauline y conmigo, y en respuesta a alguna aspereza mía, Cobbett me dirigió una rápida mirada de tan concentrado desdén que por un instante lo vi todo con meridiana claridad: chispazo que pasó antes de asírseme al cerebro, como esos sueños cuyos jirones sobreviven al despertar justo el tiempo imprescindible para recordarnos que los hemos olvidado sin remedio; recuerdo bien esa mirada, y más tarde la analicé como en su momento no supe: fue un lúcido manchón opaco, matemente luminoso.
    La gente nueva se mezclaba más y más entre nuestros amigos de siempre, de los que detonaban su talante desgreñado, sus maneras campesinas, galesas para mayor exactitud, y bohemias, y su afán de desordenarlo todo: discos y vidas. Yo reaccionaba ante ellos, según estuviese sereno o borracho, encerrándome en mí mismo o buscándoles disputa: ocasión hubo en la que llegué a echar de casa a alguno; o, peor, llevándoles la corriente y tratando de ponerme a su altura.
    Entre ellos había un ex primer lord del almirantazgo: Sir Caspar John, hijo del gran pintor anglogalés Augustus John: tan bohemio era que el haber dado órdenes a toda la armada inglesa no había modificado, ni atenuado siquiera, su afán de juerga nocturna con bebida y magreo. Los años, pues estaba jubilado, habían tenido en él el efecto contrario de acentuarlo. Y su mujer, oficialmente Lady John, era peor: discoteca o biblioteca que veía, discoteca o biblioteca que automáticamente desorganizaba. A punto estuvo de romperme una preciosa funda de botella de champán hecha de encaje de plata poniéndosela por montera para bailar un cha-cha-chá.
    Y siempre entre ellos la figura alta y la cara pasmada de Cyril Cobbett, tratando en vano de pasar a mis ojos por intelectual en algo que no fuese música clásica, porque de otra tampoco sabía nada. Acompañado en ocasiones de su mujer, conocedora, al contrario que yo, del idilio, ya en plena marcha, entre él y Pauline, e impaciente, me enteré luego, de que los dos acabasen liberándose de mí, porque así podría ella liberarse a su vez de Cyril, de quien llevaba años aburridamente separada bajo el mismo techo.
    Cyril, cuernos aparte, era muy hortera, y trataba de desacomplejarse hablando con desdén de su propia niñez: largos años de desesperada, monótona suburbanía protegida por los eternos sotos de alheña de la huerta paterna, entre orgías dominicales de semanarios sensacionalistas y rosbif con patatas regado con cerveza, indeleble lacra cuya obsesión trataba él de sofocar a fuerza de vino barato y Wagner.

27

    Por este trabajo Calvofontán casi me dobló el sueldo, lo que, traducido a mi sentido del vivir cotidiano, supuso una intensificación de lo que ya tenía: más discos, más alcohol, más parties. Mis temporadas caseras entre dos viajes comenzaron a parecerse más y más a mis frenéticas giras por el ancho mundo: amor negro y vino rojo.
    La vida en el número siete de Saint James's Gardens devino ininterrumpida juerga y anestesia permanente de mi sensibilidad contra cosas cuya presencia me rondaba inexplícitamente la mente. Mi inocencia llegó a ocultar mis escasas aventuras de faldas a la que seguía creyendo impoluta esposa, que las husmeaba indiferente, atenta sólo a que alguna de ellas me entretuviese lo suficiente para inducirme a abandonar el hogar y liberarla del autoimpuesto deber de engañar conmigo a su amante por mor de Emma y Sebastián. Yo me las daba de importante kremlinólogo y periodista cosmopolita, miembro de la élite periodística de Londres, ciudad que se parecía a mí en que ambos éramos el ombligo del mundo.

28

    A medida que se acercaba mi ida a Nueva York, yo trataba de concretar con Pauline nuestra ya no muy lejana vuelta a Madrid, pero ella se refugiaba en la necesidad de que nuestros hijos, sobre todo Sebastián, por su atraso mental, siguiesen haciendo sus estudios en inglés.
    —Te vas tú solo —me decía—, y yo te sigo a los cuatro años o así, cuando ellos terminen.
    Yo esto no sólo lo creía, sino que me sentía afortunado oyéndolo: ¡cuatro años de alegre soltería en Madrid, con mi familia pendiente siempre de mí al otro extremo del teléfono!
    —Estupendo —respondía—, y así tú puedes aprovechar para echarte algún amante inglés, es una experiencia que te falta, imprescindible para una inglesa inteligente.


29


    En la víspera de mi salida para Nueva York, Pauline y yo dimos una fiesta de despedida en la que reunimos por primera y anteúltima vez a todos nuestros respectivos amigos, dos grupos cada vez menos compaginables.
    Naturalmente, estaba allí Cyril Cobbett, con su mujer. La inopia en que yo seguía con respecto a él y a Pauline debió de sentirse herida por algún rayo de inspiración alcohólica totalmente ajeno a mi cándida inteligencia, porque, sin darme cuenta de lo que hacía, me acerqué en lo mejor de la fiesta a su juntiseparada mujer, mientras él hablaba con Pauline en el otro extremo del cuarto, y le dije, señalándoselos:
    —Mira, tu marido está a ver si se la tira de una vez.
    —¿Cómo dices?, saltó ella, sorprendida y divertida, en el mismo instante en que un tremendo dolor, justo debajo de la cintura, me doblaba hasta dar conmigo en el suelo, retrasándose así mi viaje a Nueva York una o dos semanas. Cólico nefrítico que sumió a Pauline en agria desesperación, pues ya tenía concertada la mudanza de Cyril Cobbett a nuestra casa para el día siguiente.
    Mi súbito atisbo resultó ser totalmente autónomo de mi mente, pues no volví a recordarlo, ni siquiera cuando, a mi vuelta de Nueva York, Cyril Cobbett se hizo asiduo de nuestra casa. Tuvo, sin embargo, la virtud de persuadirles a él y a su mujer de que yo estaba enterado de todo y lo tomaba poco menos que a broma, lo que me dio a sus ojos cierto halo de persona sofisticada y digna de respeto. Y cuando se aclaró todo, no pude menos de maravillarme, no tanto por la instintiva perspicacia de mi atisbo como por la inexplicable cerrazón en que lo recibió y lo mantuvo arrumbado mi mente durante tanto tiempo y contra tanta evidencia.


30

    Mis largas llamadas telefónicas a Londres intensificaban mis añoranzas, tan dispares, y hasta encontradas, como difíciles de deslindar. Pauline, mi añoranza central, pues no tuve el buen sentido de aprovechar tan providencial separación para racionalizar nuestra situación, se me mostraba extrañamente reticente por teléfono y desesperadamente afable por carta, mientras mis días neoyorquinos transcurrían entre extrañas comidas vegetarianas, porque me habían dicho que las hamburguesas, plato nacional de Nueva York, y lo único que yo podía sufragar a diario, se hacían exclusivamente con carne de burro viejo, interminables emputecimientos de ron blanco con agua tónica en los bares de la ONU, donde la agencia EFE compartía con el Madrid una angosta oficina, y botella tras botella de un vino californiano que era como el rioja barato de Londres, y que ahora, en vez de recordarme a España, me recordaba a Londres. El que me lo vendía aseguraba que era el mismo vino que servía el presidente en sus cenas con extranjeros importantes, lo que a mí no me parecía nada apropiado para la buena marcha de la política exterior norteamericana. En mi cuarto del hotel se amontonaban libros y más libros, y discos y más discos, sobre todo de jazz y música cowboy, pagaderos éstos, ¡ay!, al contado, hasta formar, freudiana tangibilización de mis recelos neoyorquinos, una especie de barricada en torno a mi cama. Hacia el final de mi estancia allí ya me era difícil ir derecho de la puerta a la ventana, o de la ventana a la cama, y tuve que acallar airadas quejas de la puertorriqueña que me limpiaba el cuarto conminándola a dejar su limpieza de mi cuenta. Jamona Jodlíguez no se lo hizo repetir: me dio una escoba y todas las mañanas me pasaba las sábanas limpias sobre la barrera de libros y discos a cambio de las sucias que yo le tendía.

31

    Al principio era raro que por las noches no hubiese invitación de neoyorquinos a quienes Pauline y yo habíamos festejado a su paso por Londres, pero eso no bastaba a animarme, porque mi soledad neoyorquina era invulnerable a cualquier compañía: al contrario, tanto más me punzaba cuanto más gente la henchía. Sólo el alcohol me aliviaba algo su superficie, y alcohol en Nueva York nunca faltaba.
    Algo le había pasado a mi capacidad de convocatoria femenina, porque hube de volver a la masturbación después de años de tenerla tan olvidada que si alguna vez recurría a ella era sólo por nostalgia o como investigativo lujo entre dos polvos. El ligue neoyorquino de recíproca combustión espontánea en cócteles o bares no acababa de irme: las chicas con quienes pegaba la hebra según las normas allí vigentes estaban o se decían ocupadas, y las otras me rehuían.
    Sólo tuve un ligue en todo ese tiempo, y tanto la defraudé que me rehusó dirección, número telefónico y hasta apellido.
    Nos conocimos en un bar italiano, aunque ella era irlandesa: alta, entrada en carnes, pelo rubio desleído, facciones escandinavamente atractivas: good melting-pot looks, como dicen los entendidos: llevaba vaqueros y blusa ceñidos, y su acento neoyorquino era muy cerrado, aunque decía hablar mejor el gaélico.
    En cuanto nos encerramos en mi cuarto me preguntó si yo era israelí:
    —Lástima —comentó, como para sus adentros, ante mi negativa—, porque los israelíes son muy valientes. Yo conocí a uno en París que tuvo el valor de enfrentarse con el director del museo Victor Hugo.
    No fue ésa la única decepción que le infligí, porque ni medio amor siquiera pude darle: no sé si fue exceso de alcohol o la creciente tesitura de introspección en que vivía sumido sin voluntad mínima de remedio.

32
    
    El veintinueve de noviembre de 1971 dejé a mis espaldas a amigos y parientes políticos neoyorquinos, súbitamente reconciliados conmigo ante una catástrofe que les desconcertaba por arbitraria y arcaica en una Europa ya casi finisecular.
    Pauline me esperaba en el aeropuerto con los niños, y ni en sus ojos ni en su sonrisa de bienvenida se traslucía pista alguna de que ya estuviese firme, definitivamente divorciada de mi antológica candidez marital: esto alivió algo mis angustias profesionales, agravadas ahora ante la falta de un periódico al que volver a Madrid a una vida de alegre soltero.

33

    Pauline, cuya doble vida se descaraba cada vez más en forma de constantes salidas a todas horas, trataba a veces de consolarme llevándome al cine o preparándome complicadas cenas. Nunca olvidaba mi botellón cotidiano de vino barato. A veces, benéfica hetaira, llegaba incluso a brindárseme espontáneamente a contrapelo de sus más íntimos escrúpulos.
    Yo desahogaba así mis calenturas, sintiéndome tan postumo como Jesucristo después de su
resurrección, e igual de mártir, mientras ella, bajándose, sigilosa, de la cama en cuanto me veía dormido, corría, toda fantasmal, a redimir tan adulterinas liberalidades en brazos de su maromo, que la aguardaba en el cuartito del semisótano, pues tenía llave para la puerta de abajo. Allí se refocilaba él en mis escurriduras nocturnas, aun calientes, como yo me había refocilado antes en las suyas, matinales y ya frías, derramadas, sin duda, a la hora de la compra.

34

    Hacia mediados de este calvario decidí dejar de hacer el amor con Pauline, razonándoselo así:
    — Look here, if I can’t stay on top of the world, I refuse to get on top of you.
    «Como no puedo montarme en el mundo, rehúso montarte a ti.»
    Incongruente decisión que rimaba en consonante con la ya tomada tiempo atrás de aislarme de Londres y de Madrid, negándome a contestar a cartas, haciendo caso omiso de invitaciones, evitando a amigos y parientes y dejando que el teléfono agotase sus timbrazos sin llevármelo al oído.
    Pauline, liberada así de mis asiduidades nocturnas, resistía mejor aquella vida, ahora menos doble, y hasta pudo dedicarme el verdadero cariño sororal que nunca había dejado de tenerme y sólo mi intempestiva pesadez erótica empañaba.
    Su amante comenzó a venir a vernos de vez en cuando, y yo le ponía música de Wagner, su obsesión permanente, le brindaba vino, le instaba a veces a quedarse a cenar; esto último le llenaba de júbilo, porque así no tenía que matar las horas a la intemperie hasta la de entrar en mi casa por la puerta de abajo a consumir el resto de la noche entre las piernas de Pauline.
    Cyril Cobbett fingía afable comprensión de mis problemas, cosa tanto más meritoria cuanto, por ciertas observaciones que luego me hizo Pauline, ambos estaban librando entonces arduas batallas dialécticas sobre la urgencia, para él evidente, de revelarme de una vez la verdadera situación de nuestro triángulo, a ver si así accedía yo a irme de casa y dejar libre un puesto que, a sus ojos, ya no era mío, pues sólo lo detentaba aún por ser Pauline incapaz de dar más pábulo a mi angustia rompiendo abiertamente nuestras relaciones residuales antes de que EFE me abriese sus puertas.
    Yo seguía soñando con volver al uso y abuso de mi mujer en cuanto ocurriese eso, y haciendo planes para mantener vivo mi matrimonio por carta y teléfono y visitas de fin de semana desde Ginebra, donde haría alegre vida de soltero:
    «Las mujeres desdeñan al derrotado», me decía, sin ver más allá de estas palabras, «por eso se me muestra tan esquiva Pauline.»


35

    Mi ucrotópico encierro ginebrino marcó para siempre la deprimente pauta de mis relaciones con la agencia, y permitió al amante de Pauline consolidar su
pied-à-terre en la entrepierna mental, cordial y subventral de ésta. Verdad es que en ambos terrenos mi suerte ya estaba echada, pero Ginebra apresuró los desenlaces.
    Sentí desde el principio la mano muerta de la agencia EFE preposfranquista, con sus obsesiones covachuelescas y sus jerarquías galdosianas, en las que la importancia subía en razón directa a la mediocridad. Menos mal que Armesto cerraba los ojos a mis largos fines de semana londinenses a contrapelo de normas cuyo estricto cumplimiento por la plebe de la agencia, en la que se intentó sumirme desde el principio, daba a jefes y jefecillos el complejo de clase privilegiada que necesitaban para tolerarse a sí mismos.
    Fines de semana que plantearon repetidamente a Pauline el grave problema de borrar a toda prisa de nuestra casa y de sí misma toda huella dejada allí por su amante. Mi hija Emma vivía en estado de constante escrúpulo de conciencia por tener que luchar entre dos deberes igualmente graves para su lealtad: iluminar la ignorancia de su padre o proteger la doblez de su madre; optó por lo segundo, pero mostrándose tan hosca con el intruso que provocó su ira en un par de ocasiones. Sólo cuando me fui definitivamente de Londres aceptó Emma la permanencia del intruso en una casa que ya no era de su padre.
    Pauline, sola o con los niños, amenizó cuatro o cinco veces mi exilio ginebrino, y Emma vino también un par de veces sola. Las cartas de Pauline comenzaron siendo muy luminosas, cálidas y largas, pero se oscurecieron, enfriaron y abreviaron tan de pronto que no supe explicármelo. Mis peticiones de explicación sólo recibían evasivas o quedaban sin otra respuesta que la persistencia de la oscuridad, el frío y la brevedad.

36

    Pauline me escribió de pronto a Ginebra, sin que viniese a cuento, que estaba dispuesta a acceder a cualquier demanda mía de divorcio, cosa en la que yo nunca había pensado ni pensado pensar. Por teléfono me enteré inesperadamente de que el sujeto de quien yo aún no sabía que llevaba cinco años siendo su amante se pasaba ahora las mañanas escribiendo en nuestro cuarto de estar, a la vista de todos los vecinos, cierto libro sobre la quiebra en la sociedad victoriana. Acusé por teléfono a Pauline de intolerable indiscreción, y ella me prometió espantarle de allí.
    Mi inquietud devino más y más perpleja, pero seguí confiando en que mi siguiente visita a Londres, en semana santa, aclararía los malentendidos. «Una pequeña liaison», me decía yo, «puede ser hasta tonificante, pero la cita diaria y a hora fija es otra cosa, y completamente impropia de Pauline.»
    Fueron ellos dos quienes me dieron el alto.
    La súbita carta de Pauline estaba muy corregida, y era evidente que había sido escrita con gran cuidado: décima versión, me decía, de un remoto original; en ella se extendía en largas y laboriosas explicaciones sobre sus relaciones con Cyril Cobbett: «Más íntimas e importantes», repetía, «que una simple liaison.»
    La carta del tercero en disconcordia venía a decirme que yo ya no pintaba nada en mi casa, pues Pauline sólo toleraba mi fantasmal presencia en ella por guardar las conveniencias y a efectos puramente sociales.
    Ambas cartas, coincidentes hasta el punto de llegarme en el mismo reparto postal, hubieran debido quitarme toda esperanza, pero, nada de eso, las guardé y al día siguiente estaban conmigo en Londres, donde no conseguí de Pauline otra cosa que una vaga promesa de romper sus relaciones físicas con su amante.
    Mis reflexiones ginebrinas comenzaron a teñirse de angustia: una sensación blanca, vaciándome y abotagándome al tiempo, sofocándome y colgándome de nada y de la nada entre largas, inconclusas, inconclusivas conversaciones telefónicas cuyos pretextos eran a veces tan nimios como interrumpirla en plena cena en casa de amigos para preguntarle cuánto tiempo hay que dejar hervir el arroz.
    Me asía a nimiedades, como la imposibilidad de que Pauline pudiese pensar siquiera en romper una sacramentalidad que ni ella ni yo tomábamos en serio. Me perdía en minuciosísimas cronometrías: la hora exacta de cada incidente, de cada idea, por insignificantes que fuesen los unos y banales las otras, como si mi ruptura con Pauline dependiera de artificiales puntualidades conmigo mismo, o como si hubiese de crearme un tiempo paralelo al irreal de mi burbuja y al convencional de la Ginebra circundante, que también era el de Pauline.
    Otra de mis defensas consistía en llenarme el apartamento de toda clase de latas de conserva y botellas de los más exóticos vinos y licores, que luego me costaba lo indecible consumir; cualquier baja en sus filas me hacía correr a la tienda más cercana por repuestos, aunque en mi despensa quedaba de sobra para más de un populoso banquete.

37

    Yo había conocido un par de semanas antes a Birgitta de Meuron, sueca divorciada de un suizo al cabo de nunca supe si meses o años de sordidez él y borracheras ella. Cuando la conocí estaba reducida a una pensión mensual cuya cuantía y puntualidad tenían por evidente objeto privarla de cualquier excusa pecuniaria para regresar al nido conyugal.
    Birgitta, en torno entonces a los cuarenta años, era la compañera ideal de cama para un hombre desesperado y, por consiguiente, sin demasiadas exigencias: apeponadamente guapa, angostamente inteligente, deslavazadamente rubia y rellena sin llegar de lleno a ambas cosas, bebedora y caótica, tendente a desmandarse pasado cierto número de copas seguidas y sin otro objetivo vital que atenerse escrupulosamente a una complicada medicación para seguir vida adelante contra una enfermedad con muerte segura a plazo fijo, de la que sólo llegué a saber que no era cáncer y que el plazo excedía con mucho mis expectativas de permanencia en Ginebra.
    Birgitta frecuentaba La Clemence, cuyo núcleo principal de clientela era resumen vivo de la ucronía utópica en que vivíamos los exiliados ginebrinos: entre la masa de chavalería vivalavirgen, el bar estaba siempre apuntalado por un grupo de gente del Palacio de las Naciones que habían entrado de lleno en la senectud sin otro báculo que el recuerdo muy mitificado de una edad de oro periodística y conyugal pasada en Londres, París o Nueva York y naufragada sin remedio en Ginebra. Esta gente vivía en diminutos apartamentos, solos o con faldas de aluvión, y no hacían más que hablar de su pasado. Si un platillo volante nos hubiese secuestrado de pronto para llevarnos a su planeta, ninguno de nosotros habría notado el cambio de ambiente y auditorio con tal de poder seguir hablando de sí mismo entre los nuevos oyentes; algunos ni siquiera necesitaban que se les escuchase: les bastaba con ver gente en torno a ellos.
    Una noche, Birgitta y yo nos vimos solos, cachondos y bebidos por igual, en la barra de La Clemence. Volvimos juntos a mi apartamento sin proponérnoslo de palabra, y, al llegar, le di al taxista, como solía, mi último vaso de vino, apurado durante el trayecto, a modo de propina.
    A partir de ese momento, Birgitta ya no salió de mi casa hasta la víspera misma de la última visita de Pauline a Ginebra, pero fue para volver como un rayo en cuanto la vio irse.
    Lo nuestro no era amor, sino desesperada soledad, matizada, en mi caso, de creciente angustia, y en el suyo de permanente necesidad de anestesiar su escociente vacío vital, del que nunca hablaba porque lo sentía tan incalmable como indefinible.
    Los días que Pauline pasó en Ginebra esa última vez transcurrieron entre largas discusiones en las que ella improvisaba sobre la marcha respuestas a mis acusaciones:
    —Cyril se ocupa de Sebastián, y tú le tenías abandonado; ahora le está enseñando a hablar como es debido.
    Por última vez en nuestras vidas caímos juntos en la cama: simple trámite brutal, sin otro objeto que imponer superioridades inexistentes. Pauline evitó la violación sometiéndoseme para no alarmar a los niños, que nos espiaban desde la terraza a través de la puerta acristalada.
    Este hito, inamovible del miliario de mi vida, tuvo lugar a mediados de junio de 1973, en víspera casi de mi vuelta a Londres.

38

    Allí y entonces pusimos punto final a nuestro matrimonio, que siguió aleteando insensatamente como gallina recién descabezada.
    Yo disté mucho de darme cuenta de ello hasta que pude ver la escena a la luz de los meses siguientes, y entonces me dije que nuestro último contacto, no digo amoroso, pues eso, por parte de Pauline, se perdía en un pasado remoto cuyos minutos hacían en el recuerdo papel de años, pero sí amable, cordial incluso, hubo de ser un viaje que hicimos los cuatro a Santander el agosto del primer cierre del periódico.
    Fue un mes de frágil euforia, puntuado por el aire santanderino, mi mejor receta contra la incertidumbre que se apuntaba en aquel primer golpe asestado por el gobierno a un periódico que ya había iniciado inequívocamente su enfrentamiento contra la raíz misma del sistema franquista.
    Mañanas enteras en la playa, tardes enteras en el Hotel Arenal, donde los niños tenían su propia habitación, pero a veces nos apiñábamos todos en la nuestra: siesta prehistórica de cuyo mogollón era difícil deducir a quién pertenecía qué miembro o apéndice.
    Yo me había apuntado a una casa de citas de la segunda Alameda, donde una serie de chachas pejinamente descaradas y rembrandtianamente cinceladas me quitaban el exceso de calenturas que Pauline, cuya buena voluntad estaba ya algo frenada por incipientes relaciones con Cyril Cobbett, pero todavía sin escrúpulos conyugales de nuevo cuño, no bastaba a calmarme.
    Eché ese mes en el arcón de los días corrientes, pero en los peores momentos de mi larga melancolía londinense comenzó a saltar pertinazmente a primera plana de mis recuerdos: se me aparecía dorado por el tiempo, como un paraíso irrecuperable.

39

    En Londres prosiguió la parábola de mi muerte desde el momento mismo de bajarme del avión, pues la única persona viva que acudió a buscarme al aeropuerto fue mi hija Emma. Pauline, que iba con ella, me lo había advertido claramente en Ginebra la última vez que se despidió de mí:
    —Si quieres, te mando aquí tus libros y tus discos, y así puedes volver directamente a Madrid sin pasar por Londres. ¿Qué se te ha perdido a ti en Londres?
    Y, en el aeropuerto, lo primero que me dijo:
    —I didn’t want you here.
    A partir de cuyas palabras ya no compartiríamos nada esencial que no pudiese ser compartido también con cualesquiera otras personas: el aire, por ejemplo. Al llegar la noche y disponerme yo a acostarme, Pauline remachó:
    —I'm not sharing your bed.
    Instalándose en el cuartín de abajo, junto al comedor, con lo que nuestro dormitorio devino estrictamente mío y de mis angustias, si bien con el consuelo de no poder llevármelo a Madrid.
    Dos muertes radicalmente distintas, la mía y la de Pauline: La mía, estanca, excluía a todo el mundo menos a Pauline, que no quería entrar en ella; la de Pauline, abierta, me excluía sólo a mí, que quería entrar en ella.
    Cada cual muere en vida como puede: yo fui siempre aisladizo, y por eso me resultó tan fácil volverme hermético como a ella, gregaria instintiva, desenfrenar su afán de gente. Si la vida es enfermedad incurable, parece lógico que su desenlace se manifieste exacerbando los síntomas.


40

    Left over time to kill, titula la viuda de Dylan Thomas la historia de su viudez, pasada íntegramente en compañía de su marido muerto, como yo pasé mi muerte en la de mi propio cadáver el año entero que seguí en Londres mientras EFE se decidía a devolverme a Madrid.
    Vivía en patética pasividad, sin pensar siquiera en buscar remedio a mi castidad forzosa, o a mi incómoda situación de intruso en mi propia casa, donde Cyril Cobbett había dejado su cabeza de puente en forma de un enorme magnetófono arrumbado en una esquina del comedor: su agresiva visibilidad me raspaba los nervios, conteniéndome al tiempo el impulso de tirarlo a la calle, escena de la que yo habría salido irremediable y catastróficamente perdedor.
    Me dolía en la mente la torcida alegría de verme, por fin, hundido entero en la separación que Pauline y yo llevábamos tanto tiempo soportando soterradamente, discorde acuerdo que se me diluía en el desconsuelo de no poder montarme en otro lugar de Londres una alegre vida nueva de soltero arrejuntado, para lo que me faltaba, en primer lugar, dinero, y, luego, oportunidad, pues muchas de las chicas que antes se me metían en la cama me rehuían ahora, como si parte decisiva de mi atractivo consistiese precisamente en tener a Pauline de víctima contigua. Yo mismo me retraía, además, consciente de no tener los nervios abiertos a otras sensaciones que las que ellos mismos irradiaban.
    Llegué a pensar en la posibilidad de un ménage á trois, a lo que Pauline respondió con un seco encogerse de hombros; o incluso á deux et demi, y esto le mereció una rápida mirada de divertida estupefacción; a lo que ni contestó siquiera fue a mi propuesta de un ménage a deux et zéro, conmigo en el papel de cero, refugiado en el desván, pero su mirada fue un elocuentísimo: «Dios le ampare, hermano.»
    Cyril Cobbett, por su parte, intentó en vano un par de veces forzarme por teléfono a una conferencia tripartita sobre la resolución de nuestro triángulo obtuso; le desconcertaba mi negativa a aceptar mi derrota e irme, como habría hecho cualquier inglés de su cuerda. Quería proponerme que me fuese a vivir a una pensión y ellos me invitarían a cenar a mi ex casa dos veces a la semana, y elogiarían ante todo el mundo mi civilizado realismo.
«A terrific chap», diría él de mí; «a lovely person, really», remataría ella, dulcemente reminiscente. Nunca consiguió hablar conmigo: le colgué el teléfono cuantas veces me llamó, como también se lo colgué a cuantos llamaban preguntando por él como la cosa más natural del mundo.
    Por encima de este fondo de implacable rechazo, Pauline trataba de mantener diurnamente una terca ficción de mínima cordialidad conmigo: atendía más o menos a mis necesidades mientras yo reforzaba mi soledad total cerrándome a todo el mundo, hasta el punto de que durante ese año entero casi no vi a nadie que no me fuese impuesto por mi trabajo.
    Pauline, en cambio, sobre verse todas las noches con Cyril Cobbett en el cuartín de abajo, tenía el barrio sembrado de casas amigas donde los dos se citaban constantemente, y hasta desaparecieron juntos un par de fines de semana: ancha era Inglaterra.

FINAL

    Mi traslado llegó de Madrid en dos fases:
    Primero, noticia de que estaba concedido; ya se me avisaría la fecha. Sabido lo cual, Pauline y yo dimos inmediatamente una separation party
a la que asistieron todos los amigos que habían participado, por pasivamente que fuese, en nuestro desastre conyugal, y su número resultó sorprendentemente alto. La fiesta transcurrió como en nuestros mejores tiempos, y Pauline y yo anunciamos oficialmente nuestra dimisión irrevocable como trasuntos de marido y mujer, noticia vieja para la mayoría de los invitados, pero la novedad estuvo en la euforia posconyugal con que la proclamamos.
    La segunda fase se hizo esperar varias semanas. Pauline, impaciente, veía acercarse su cumpleaños, que ella quería celebrar a solas con su amante, mientras yo seguía decidido a no moverme de allí hasta recibir la carta de EFE. Tal llegó a ser la impaciencia de Pauline que renunció a su indiferencia postal y salía todos los días desalada al encuentro del cartero para escrutar los sobres en busca del ansiado membrete, hasta que un día, por fin, víspera ya casi del cumpleaños, la oí subir de tres en tres los escalones que conducían a mi cuarto:
    —¡Mira, mira, ésta debe ser!
    Lo era. Un par de días más tarde despegué con el primer billete de avión de Londres a Madrid sin vuelta que sacaba en toda mi vida, y aún me sorprende lo poco que lo sentí.

Jesús Pardo
Retrato sin retoques
Cuarta parte, capítulos 39, 43, 44, 45, 46, 47, 50, 52, 53






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