Woody Allen y Mia Farrow DAVID MCGOUGH |
...Y MIA FARROW DEVORÓ HASTA LAS MEMORIAS DE WOODY ALLEN
A propósito de nada', la autobiografía de Woody Allen, sale hoy a la venta en España.
Paloma Rando
20 de mayo de 2020
En A propósito de nada, la biografía de Woody Allen que sale hoy a la venta en España publicada por la editorial Alianza, el nombre Mia –Farrow– se puede leer en 295 ocasiones. El lector mejor intencionado puede no ver extraño, dadas las circunstancias (13 años de relación, 13 películas juntos y un escándalo que les unirá para siempre), que Allen se refiera tanto a ella.
El nombre de Soon-Yi, con la que mantiene una sólida relación desde hace 28 años, figura 153 veces. Se lo dedica, eso sí: “Para Soon-Yi, la mejor. La tenía comiendo de mi mano y entonces me di cuenta de que me faltaba el brazo”.
La necesidad de Woody Allen de explicarse con respecto al escándalo que ha empañado su trayectoria es comprensible. A pesar de que fue absuelto en 1993 tras una investigación de siete meses y ha hablado del caso en alguna ocasión, como en la entrevista que concedió a Time en 2001, la opinión pública del último lustro lo ha condenado gracias a los esfuerzos del hoy cuestionado Ronan Farrow.
Las circunstancias han cambiado, Un día de lluvia en Nueva York estuvo a punto de no estrenarse y el rechazo de la publicación original de las memorias por Hachette, debido al boicot de sus empleados, no hacen más que darle la razón a Woody en su afán por explicarse.
El problema es que le predica al coro. En un caso tan escrutado como este, el que no oye es que no tiene oídos para oír.
La voz de Allen está en todo A propósito de nada, igual que la leímos en Cuentos sin pluma o en Cómo acabar con la cultura. Y no solo en su sentido del humor, también en su visión de la vida, inseparable de este, y sus intenciones. Unas memorias que el seguidor de Allen leerá asintiendo con la cabeza cuando por ejemplo se identifica con la Blanche Dubois de Un tranvía llamado deseo cuando exclama: “No quiero la realidad. Quiero magia”. “Siempre he despreciado la realidad y anhelado la magia”, dice. “Intenté ser un mago, pero me di cuenta de que solo podía manipular cartas y monedas y no el universo”. Entonces ese mismo lector estará pensando en La rosa púrpura de El Cairo y al momento leerá que es el personaje con el que más se siente identificado de su filmografía. Su infancia en Brooklyn, su familia, su pasión por el beisbol, sus visitas a Manhattan, sus primeros romances y su primer matrimonio, su vida como cómico... El paso de Allan Stewart Konigsberg a Woody Allen están contados de forma tan cándida y divertida es nostálgico hasta para el lector más ajeno a los primeros años de la vida del director. Y es pasmosa su modestia, que ese mismo lector entenderá como una cura en salud de las inseguridades y neurosis que la han nutrido.
También lo es a la hora de reconocer sus carencias: “Nunca he visto un montaje de Hamlet. Ni ninguna versión de Our town. No he leído el Ulises, El Quijote, Lolita, Catch 22, 1984, nada de Virginia Woolf, nada de E.M. Forster, ni de D. H. Lawrence, las Brontë o Dickens”. “Por otro lado, soy uno de los pocos de mi entorno que se ha leído la novela de Joseph Goebbels”, remata. Y en cuanto al cine señala que nunca le entusiasmaron Con faldas y a lo loco, La fiera de mi niña, Qué bello es vivir, Vértigo, Ser o no ser y El gran dictador.
Si queremos tirar de anécdotas nacionales, le podemos encontrar cantando las bondades de Oviedo: “Es un pequeño paraíso estropeado solo por la presencia antinatural de una estatua de bronce de un torpe”, “Me gustaría decir que hice algo nombre y valiente por Oviedo para merecer ese honor, pero aparte de visitarla, rodar un poco allí, caminar sus calles y disfrutar su estupendo clima (como en Londres, en el caluroso verano, es fresca y gris y siempre cambia) no hice nada para merecer ningún tipo de escultura”. Incluso una comida con Arthur Miller en Oviedo cuando en 2002 ambos recibieron el Príncipe de Asturias. Y cuando después de conocerle en la ceremonia el entonces príncipe Felipe acabó yendo a cenar a su apartamento de Nueva York.
También hay anécdotas para el lector al que le gusta pasar lista. Fellini, Truffaut, Godard, Tati, Tennesse Williams, Barbra Streisand, Paddy Chayefsky, Harpo Marx, Garry Marshall, Warren Beatty, Peter Sellers, Peter O’Toole, Hugh Hefner y hasta un Polanski que resultó no ser Polanski.
Pero en el momento en el que A propósito de nada, hacia la mitad, entra en Mia Farrow. Todo es Mia Farrow. Y empieza por excusarse: “Mia tenía tres hermanas y tres hermanos. Uno de los hermanos murió detrás de los controles avión. Otro se suicidó con un arma. El tercero fue encarcelado por acosar niños. Ahora sé lo que están pensando: ¿Qué clase de idiota soy? Dado el perfil que acabo de recitar, ¿por qué no me largué, fingí mi propia muerte y empecé de nuevo en una situación con menos potencial para la combustión emocional? No tengo respuesta”.
El enamoramiento de la actriz con Mike Nichols, su dificultad para mantener relaciones sentimentales no dañinas, su obsesión con tener hijos, su mal comportamiento con los que ya tenía... El número de alertas que le deberían haber saltado a alguien tan perspicaz como Woody Allen sobre el comportamiento de su por entonces novia son tan largas como exasperantes y fáciles de analizar a toro pasado. De la misma manera y como contraposición, pormenoriza el inicio de su romance con Soon Yi y que repasó Raquel Piñeiro en este artículo. Pero no ofrece casi nada nuevo en este sentido. Hasta los detalles más escabrosos, como la operación de piernas a la que Mia sometió a Ronan cuando terminó derecho para que pudiera ser algo más alto y favorecer así, según ella, su posible carrera política, ya eran de dominio público.
No queda muy claro si este afán es fruto de su lejanía del mundo (no tiene móvil, ni correo electrónico, ni por supuesto redes sociales), de su necesidad de volver sobre algo creyendo que no se conoce (cuando la realidad es que no se quiere conocer) o simplemente la consecuencia de la frustración que supone ser un proscrito. Puede que algo de las tres. A Allen nunca ha parecido importarle demasiado la opinión que los demás tengan sobre él, pero se detiene de forma desapasionada a nombrar a bastantes de los actores que renegaron de haber trabajado con él, tal vez para señalar cómo el arte de adecuarse a la opinión pública, publicistas mediante, puede levantar carreras. O al menos intentarlo, como la ruindad marca Chalamet.
Aun así, también hay sitio para agradecer a quienes le apoyaron, entre ellos Almodóvar. Y también para una posible reconciliación con su hija: “Soon-Yi y yo recibiríamos a Dylan con los brazos abiertos si alguna vez quisiera ponerse en contacto con nosotros, como hizo Moses, pero por ahora solo es un sueño”.
Aun más desesperada resulta su actitud cuando señala lo evidente: “He trabajado con cientos de actrices, ha creado 106 papeles protagonistas femeninos con 62 nominaciones a diferentes premios para las actrices y nunca ha habido ni un mínimo atisbo de comportamiento inapropiado con ninguna de ellas. Ni con ninguna de las figurantes. Ni con las dobles. Y desde que soy independiente de los estudios he empleado a 230 mujeres detrás de las cámaras, por no mencionar que editoras, productoras y cualquier otra mujer del equipo siempre ha cobrado lo mismo que los hombres en mis películas”. Y lo que en otro resultaría una fanfarronería absurda, aquí parece parte de un innecesario alegato final.
Y por si no había abordado el asunto desde todas las perspectivas añade una, la más interesante, tirando hacia el final: “Ronan Farrow animó a las mujeres a hablar, pero cuando Soon-Yi contó su historia, a él no le gustó lo que escuchó. Le parece bien que las mujeres digan la verdad mientras sea La versión de la verdad de mamá”.
Esta amargura final solo se compensa con su sentido del humor en forma –“Siendo un misántropo la gente no puede decepcionarte nunca”– y en fondo –“Quizá no puedo transformar mi sufrimiento en arte elevado o en filosofía, pero puedo escribir buenos one-liners, que distraen momentáneamente y aportan un breve alivio a las irresponsables consecuencias del Big bang”–.
Y con una de sus última voluntades –“que esparzan mis cenizas junto a una farmacia”– y otra de las penúltimas –“En lugar de vivir en los corazones y las cabezas del público, prefiero vivir en mi apartamento”– se despide un hombre que ha dedicado alrededor de 200 páginas a tratar de limpiar el espacio que ocupa en los corazones y las cabezas en las que no quiere vivir. Es justo, aunque no sea necesario.
No hay comentarios:
Publicar un comentario