lunes, 25 de mayo de 2020

Jesús Pardo / La pensión de Mis Smythe


LONDRES En Londres vas a vivir un día perfecto de forma distinta ...

Jesús Pardo 

LA PENSIÓN DE MIS SMYTHE

    
Mi salida de Madrid fue accidentada en extremo, y mi llegada a Londres estuvo en un tris de no tener lugar, pues mi madre física la puso en peligro en el último momento por partida doble.
    Primero, amenazándome con denunciarme a las autoridades como prófugo del servicio militar obligatorio, del que estaba exento gracias a ella como hijo de viuda indigente, si no me comprometía a pasarle mensualmente parte de mi futuro sueldo de corresponsal. La amenaza era muy real, pues bastaba con que mi madre física declarase que no necesitaba de mi ayuda para subsistir, de modo que le prometí enviarle un tercio de mi sueldo; luego, ni yo cumplí mi promesa ni ella me la recordó.


    Lo segundo fue que, a fines del verano, cuando el calor madrileño, incluso de noche, era aún espantoso, volví una noche a casa bastante bebido, y al meterme en la cama encontré las sábanas tan calientes que era incómodo dormir entre ellas. Me levanté, convencido de que mi madre física, por mala uva, me las había calentado con la plancha, fui a su cuarto y la abofeteé, después de increparla. Ella, a la mañana siguiente, corrió a denunciarme a la policía, y a su debido tiempo recibí aviso de que estaba condenado a seis meses de cárcel. Nombré un abogado que me pagó Charles David Ley y acudimos ella y yo a juicio. Ella retiró la denuncia y el juez me absolvió en vísperas de coger el tren. Esto, que pudo haber cambiado radicalmente mi vida, me hizo comprender esas tragedias de la pobreza que tan ridículas parecen desde fuera. La ecuación es bien sencilla: vino fuerte y sol ardiente contra un cerebro desguarnecido de esperanza, igual a cualquier cosa: puñaladas, por ejemplo, o matricidio.

    Mi primera patrona londinense se llamaba Miss Smythe, y era solterona y católica militante. Irlandesa expansiva, lo primero que hizo al enterarse de que yo era católico fue darme una lista completa de las misas, novenas y trisagios de su devoción, pero enseguida quedó clara mi firme oposición a poblar su soledad religiosa como católica única en su larguísima calle anglicana. Y también que esa oposición no era por devoción a la devoción solitaria, pues el cura que le hacía de espía le dijo sin tardanza que yo no aparecía a ninguna hora por la iglesia católica del barrio de Wimbledon. Miss Smythe llegó a la conclusión de que, en lo referente a dar ejemplo de catolicismo activo, yo era un cero a la izquierda, y esto le hizo cogerme profunda ojeriza.

    Para comprender la tremenda decepción que hubo de causar a Miss Smythe mi indiferencia religiosa hay que hacerse una idea de lo que era ser católico en la Inglaterra de aquellos años: tan incómodo casi como ser extranjero, y, si, encima, eras extranjero, imagínese el lector. Aquel Londres sólo era cosmopolita de verdad en el centro, y, aun allí, muy someramente, mientras el resto se quedaba en interminable sucesión de villorrios provincianos donde el anglosajón blanco y anglicano cultivaba sus prejuicios con preferencia a sus rosas, y escrutaba con agresiva lupa a cuantos tuviesen la tez mínimamente atezada, el acento más o menos bárbaro del sur, o las creencias torcidas en dirección a Roma. Miss Smythe, católica e irlandesa, y de clase baja, era extranjera por partida triple: los irlandeses plebeyos pasaban en aquel Londres poco menos que por negros retintos.
    La masa católica respondía a este recelo, casi general, con agresiva cohesión. Más de un católico, en mis veinte años de vida inglesa, me buscó larga y afanosamente por populosas y apretujadas fiestas sociales para darme la mano con triunfante sonrisa:
    —Me dijeron que había otro católico en esta reunión, ¿no será usted?
    La aristocracia católica inglesa tenía la ventaja de que entre la gente fina no se hablaba de religión, y, sobre todo, de que su fe era prueba fehaciente de alcurnia anterior a Enrique VIII; formaba un núcleo autosuficiente en el que era raro que entrase sangre protestante, al menos en las grandes familias. Entre ellos usaban la palabra proddy, «protestantillo», como término insultante.
    Pero en política se seguía recelando a fondo de los católicos hasta el punto de que era difícil que llegasen a la cima: a ministro de Hacienda, no fuese a escapar a Roma con el tesoro real; o de Asuntos Exteriores, por si se le ocurría uncir la política inglesa a los intereses papales.

    Como si mi acatolicidad no bastase, la ojeriza que me tenía Miss Smythe creció rápidamente por causa de lo que para ella era haraganería inexcusable: me pasaba la mañana entera en pijama. Al segundo día de bajar así, y sin afeitarme, a desayunar a las ocho con los demás, Miss Smythe cortó por lo sano, y decidió, cosa sin precedentes en su larga experiencia de patrona de pensión, subirme el desayuno a la cama a las nueve. Concluyó que yo era completamente indeseable y empezó a pensar que iba a ser mejor echarme.

    Entre los pupilos de Miss Smythe había de todo: un chico que me ofrecía azúcar racionada para tentarme a oírle leer las cartas de amor que recibía de una mujer casada; un empleado de una empresa malaya cuyo padre había sido actor especializado en papeles de pirata bondadoso; y un viajante de comestibles que acababa de comprarse un coche nuevo, lo que hacía de él la estrella de la pensión, porque los coches ingleses eran entonces casi exclusivamente para la exportación: él al suyo le echaba colonia a granel y le sacaba brillo todas las mañanas.
    Todos ellos tenían en común no comprender la vida sin oficina o taller con horario fijo. No les cabía en la cabeza que yo me pasara la mañana entera en casa en pijama y alegase encima tener trabajo. Sus esquemas eran rígidos: el que no salía de casa estaba enfermo o era un zángano.
    Un día, después del desayuno, subieron todos a mi cuarto a decirme que, como mi haraganería me impedía vestirme a la hora de la gente decente y mi bolsillo no me daba para batín, ellos estaban dispuestos a sufragarme uno utilitario. Miss Smythe, al enterarse de su oferta y mi aceptación, puso el veto: lo que yo tenía que hacer, dictaminó, era vestirme a las diez como muy tarde; si no, me expulsaría de su pensión. Opté por vestirme.

    La razón principal de mi rendición era que aquella pensión, a pesar de tanto incordio y de lo lejos que estaba del centro, tenía para mí dos grandes ventajas. Tangible la primera: baratura, pues me costaba tres libras a la semana. Intangible la segunda: parecerme un trasunto vivo de villa San José.
    Era una casona vieja y fría, hincada en un gran jardín tupido y asilvestrado, y hasta el ambiente de mi habitación: grande, desnuda y fría, me recordaba la mía del Sardinero. Curiosamente, mis recuerdos más entrañables de villa San José son todos invernales. Incluso el barrio de Wimbledon me tuvo desconcertado desde el principio por su parecido con el Sardinero. Yo debía de estar algo desequilibrado por el brusco traslado a Londres, porque esos parecidos, sobre todo el último de ellos, eran pura aberración de mis sentidos, pero en aquel momento me dije que el cultivo de mis añoranzas bien valía un madrugón. Esto me desenrareció algo el ambiente, pero mi presencia, incluso vestido y afeitado, por la casa a las horas en que todos sus pupilos estaban en el trabajo, pareció poner muy nerviosa a Miss Smythe, que llegó a rogarme que me fuera de paseo o me recluyese en mi cuarto. A pesar de mi insistencia se negó a darme de comer al mediodía, en mi cuarto o en el comedor, de modo que unos días ayunaba y otros iba a tomarme un sándwich al
pub de enfrente. La cena era a las siete, y el que llegase a y media se quedaba en ayunas. Los miércoles miss Smythe salía y no había cena: ese día, como ella decía, «los chicos se van de juerga», pero dejaba en la cocina un gran puchero de sopa caliente.

    Durante los dos meses o así que duró este ten con ten tuve mucho tiempo para observar. Leía vorazmente la prensa londinense y aprovechaba mi categoría de corresponsal para visitar centros oficiales y políticos y entrevistarme con toda clase de gente, a quienes hacía las peregrinas preguntas que me dictaba mi ignorancia de la política y la vida inglesa.
    Me chocó desde el principio la naturalidad de mis entrevistados. Incluso sus afectaciones de grandes tímidos y la espontaneidad con que respondían o rehusaban responder a mis preguntas; su falta de ideología y dogmatismo, y, sobre todo, de autoimportancia. Como las chicas con las que trataba de ligar en cafeterías y bares, que se me enfrentaban científica, pragmáticamente, sin recurso a coqueterías o argucias pseudomorales. Era una civilización distinta, y su primer impacto, muy oportuno, rellenó el levitante vacío dejado en mí por el olvido casi total que me aislaba de pronto de Madrid y su gente.

    En la pensión de Miss Smythe los cuartos se limpiaban a partir de las diez de la mañana, hora a la que yo no quería que la interina me echase del mío, de modo que acabé diciéndole que lo dejase, que ya lo adecentaría yo mismo; ella, encantada de trabajar menos, no se hizo de rogar, y así fue como colchón y sábanas comenzaron a acumular mugre, y polvo el cuarto entero, hasta una mañana en que Miss Smythe, oliendo quizás de lejos tanta porquería, decidió una súbita visita de inspección.
    Fue la gota que desbordó el vaso. Allí mismo me echó de su pensión, exigiéndome no recuerdo cuánto dinero para reponer colchón y sábanas, porque, me aseguró, ninguna lavandería aceptaría éstas, y en Inglaterra no había limpiacolchones.
    Conseguí quince días de plazo para irme, pero sometiendo mi cuarto a limpieza diaria.
    Buenas lenguas me dijeron alguna vez que durante mucho tiempo Miss Smythe siguió comentando mi haraganería, mi suciedad, mi extraña querencia por los pijamas, como un auténtico hito en su vida de patrona.


Jesús Pardo
Autorretrato sin retoques





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AUTORRETRATO SIN RETOQUES

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