martes, 2 de febrero de 2021

Patricia Highsmith / Los bárbaros

 


Patricia Highsmith 

LOS BÁRBAROS 
  (The Barbarians)


Stanley Hubbell pintaba los domingos, único día en que podía hacerlo. Los sábados ayudaba a su padre en su ferretería de Brooklyn. Los demás días de la semana se dedicaba a trabajos de investigación en una editorial especializada en publicaciones sobre industrias. Stanley no se tomaba muy en serio su pintura; era una especie de terapéutica para los nervios, recomendada por su médico. Al cabo de seis meses, no pintaba del todo mal.
    Un domingo, a comienzos de junio, Stanley estaba terminando un autorretrato en camisa blanca sobre un fondo verde. Era mayor y mucho mejor que su primer autorretrato. Había captado el fruncimiento preocupado de su ceja izquierda. Los ojos ya estaban castaño claro, algo tristes, intensos, esperanzados. ¿Esperanzas de qué? Stanley no lo sabía. Pero los ojos en la tela eran tan sus propios ojos que, al mirarlos, sonreía complacido. Quedaba por poner un toque de luz en la larga nariz, algo ganchuda, y luego oscurecer el fondo.
    Habría estado trabajando unos veinte minutos, tiempo apenas suficiente para humedecer los pinceles y preparar los colores en la paleta, cuando los oyó correr ruidosamente por el callejón contiguo a su edificio. Vaciló, mientras todavía imaginaba el efecto de la luz, aún no pintada, a lo largo de la nariz, y al mismo tiempo escuchaba para adivinar cuántos serían aquella tarde.


    «Hazlo ahora», se dijo, y rápidamente se inclinó hacia la tela, con la mano izquierda agarrando fuertemente el bastidor de la misma, y la derecha apoyándose en el antebrazo izquierdo. La punta del pincel rozó el puente de la nariz en la tela.
    —¡Vamos ya, Franky!
    —¡Ahí vaaaa!
    —Cuidado, ¡maldición! ¿Qué crees que quiero hacer? ¿Pelearme con toda la maldita…?
    —¡ Toma , Franky!
    ¡Bum!
    Siempre se calentaban durante un cuarto de hora o algo así, con una pelota dura y guantes de catcher.
    El pincel de Stanley se detuvo después de un centímetro y medio.  Hizo una pausa, esperando que hubiera un momento de silencio y sabiendo que no lo habría. Las rebuznantes voces continuaron, a seis metros por debajo de su ventana, fanfarroneando, dándose órdenes, explicando, exhortando.

    —¡Quita de en medio esta maldita mata! ¡Arráncala! —vociferó una voz.
    Stanley se arredró como si se lo hubiesen dicho a él.
    Dos domingos atrás habían tenido casi una disputa acerca de las matas. Uno de los hombres había tropezado con ellas, al tratar de alcanzar una pelota, y Stanley, al verlo, les gritó:
    —Por favor, no destruyan el seto.
    Le salió involuntariamente; lamentaba no haber hecho la observación con más energía. Todos se unieron en gritarle:
    —¿Qué cree que es esto? ¿Su jardín?
    —¿Quién es usted? ¿El jardinero?
    —¡Llama seto a este asco de matas!…
    Stanley se acercó a la ventana lo bastante para ver la base del muro de ladrillos que limitaba el lado más alejado del terreno baldío. Quedaban todavía cinco pequeñas matas frente al muro, desamparadas y descuidadas, pero arraigadas, todavía creciendo en ese mismo momento. Stanley las había plantado. Las halló creciendo, o mejor dicho luchando para sobrevivir, en rincones pedregosos del terreno, y al lado de los cubos de basura al final del callejón. Ninguna de las matas tenía más de tres palmos de altura, pero no había duda de que eran las apropiadas para un seto. Las había trasplantado por dos razones: para ocultar un poco la fealdad del muro y para ponerlas en un lugar en donde recibieran algo de sol. Fue un insignificante gesto para embellecer algo que, esencialmente, no tenía embellecimiento posible, pero realizó el esfuerzo y esto le satisfizo. Y aquellos hombres parecían saber que él las había plantado, tal vez porque les gritó que tuvieran cuidado con las matas y también porque al portero, que raramente estaba por la casa y que apenas si se ocupaba de los cubos de basura, nunca le hubiese ocurrido colocar matas de setos frente a un muro de ladrillos.
    Acercándose más a la ventana, Stanley pudo ver a los hombres. Aquel día eran cinco, desplegados por el estrecho terreno rectangular; se lanzaban la pelota unos a otros, sin ningún orden especial, lo cual significaba que cuatro de ellos estaban constantemente reclamando a gritos que les lanzaran la pelota.
    —¡Aquí, Joey, aquí !
    ¡Bum!
    Eran todos hombrachones de treinta años o más, y dos de ellos ya dejaban ver un principio de barriga. Uno de los barrigudos era pelirrojo y poseía la voz más fuerte y desagradable, aunque fuese el de pelo negro y vaqueros quien gritaba más, quien realmente nunca cesaba de gritar, ni siquiera cuando cazaba y lanzaba la pelota, y por esto, sin duda, ninguno de sus compañeros parecía prestar atención a lo que decía. Stanley se enteró de que el pelirrojo se llamaba Franky y el de pelo negro Bob. Dos de los otros llevaban botas herradas y saltaban y gritaban, entre pelota y pelota, levantando muy alto las rodillas y doblando los brazos para hacer músculo.
    — ¿Queréis ver cómo rompo una ventana? —vociferó Franky, mientras tomaba empuje.
    Lanzó la pelota a uno de los hombres con botas herradas, que al cogerla dejó escapar un alarido, como si lo hubiese matado.
    Por qué estaba mirándolos, se preguntó Stanley. Consultó el reloj. Sólo las dos y veinte. Jugarían por lo menos hasta las cinco. Stanley se dio cuenta de un temblor nervioso en su interior y se miró las manos. Se veían firmes. Se dirigió a la tela. El retrato parecía ahora nada más que pintura y tela. Las voces resonaban como si estuvieran en su mismo cuarto. Cerró una ventana. Hacía demasiado calor para cerrar las dos.
    Entonces, en algún lugar más arriba, se oyó el ruido de una ventana que se abría y, como si fuera una señal de combate, se puso rígido. El que había abierto la ventana estaba de su parte. Stanley, algo apartado de su propia ventana, miró hacia abajo.
    —¡Eh! —gritó una voz desde arriba—. ¿No saben que no se puede jugar a la pelota ahí? ¡Hay quienes tratan de dormir!
    —Pues que duerman —contestó a gritos el de los vaqueros, escupiendo al suelo entre sus rodillas separadas.
    Una obscenidad del pelirrojo y luego:
    —¡Lanza, Joey, lanza de una vez!
    —¡Eh! Si no se marchan voy a llamar a la policía —dijo la airada voz de arriba.
    El viejo estaba realmente enojado. Era el señor Collins, el velador. Pero la amenaza de la policía era puro viento y todos lo sabían. Stanley había hablado con un policía, un mes antes, contándole lo de los jugadores de pelota, y el policía se limitó a sonreírle —una sonrisa de indulgencia para los jugadores—, y murmuró algo acerca de que no se podía hacer nada contra gente que quería jugar a la pelota los domingos. ¿Por qué no podía hacer algo el policía?, se preguntó Stanley. ¿No había un cartel que decía: «Prohibido jugar a la pelota», escrito en la pared de su propio edificio y firmado por el Departamento de Policía? ¿Es que los ciudadanos respetuosos de la ley no tenían derecho a pasar el domingo tranquilos en su casa si así lo deseaban? ¿Y no había una campaña contra los ruidos, en Nueva York? Pero no formuló estas preguntas al policía, porque se dio cuenta de que era de la misma clase de hombres que los jugadores de pelota, sólo que con uniforme.
    Todavía estaban gritando el señor Collins y el quinteto de abajo. Stanley apoyó las palmas de la mano en el alféizar de ladrillo de la ventana y sacó medio cuerpo, para dar al señor Collins el sostén de su presencia visible.
    —No estamos cometiendo ningún delito. ¡Váyase al diablo!
    —Hablo en serio —gritó el señor Collins—. Yo trabajo.
    —Vuélvase a la cama, abuelito.
    Entonces, el pelirrojo recogió del suelo un guijarro o un pedazo de ladrillo e hizo el gesto como si fuera a arrojarlo al señor Collins, cuya voz se quebró a mitad de frase.
    —Cállese la boca o le rompo la ventana —bramó el pelirrojo, y al mismo tiempo se las arregló para cazar la pelota que iba en su dirección.
    Se abrió otra ventana y Stanley tuvo súbitamente la inspiración de gritar:
    —¿No hay otro lugar en el barrio para jugar a la pelota? ¿No nos pueden dejar tranquilos el domingo?
    —¡Que se vayan al diablo! —bramó uno de los jugadores.
    La pelota, lanzada por el bateador, hizo un sonido amenazador y se detuvo en el aire, apenas a un metro de la nariz de Stanley, antes de comenzar a descender. Ahora jugaban a béisbol, con un palo de batear y una pelota blanda.
    La rubia que vivía en el piso de encima del de Stanley, a la izquierda, estaba charlando con el señor Collins, mostrándole su simpatía.
    —Parece mentira, hombres hechos y derechos…
    El señor Collins, en voz alta, comentó:
    —Son peor que críos. Gamberros es lo que son. Tendría que llamar a la policía.
    —¡Y cómo hablan! ¡Qué palabrotas! Se lo he contado a mi marido pero trabaja los domingos y no puede imaginárselo…
    —De modo que el marido no está en casa, ¡eh! —dijo el pelirrojo y los otros se carcajearon.
    Stanley miró hacia abajo, a la espalda doblada y llena de pecas del pelirrojo, que se había quitado la camisa y que apoyaba las manos en las rodillas. Era una imagen repulsiva, aquella espalda blancuzca moteada de pecas color café, redondeada por gruesos músculos y grasienta de sudor. Ojalá tuviera una escopeta de caza, pensó Stanley como otras veces. Les dispararía, no para herirlos, sino para asustarlos. Asustarlos para que se fueran de una vez.
    Un grito de las cinco gargantas lo sacudió, dispersó sus pensamientos y lo dejó temblando.
    Se fue al baño y se mojó el rostro con agua fría. Luego volvió al cuarto y cerró la otra ventana. Pero las ventanas cerradas apenas amortiguaban los ruidos. Se inclinó hacia el caballete y aplicó la punta del pincel a la incompleta mancha de luz en la nariz. La punta del pincel se había secado y endurecido. La humedeció en el vaso con aguarrás.
    —¡Franky!
    —¡Corre, hombre, corre!
    Stanley dejó el pincel encima de la mesa. Había dado una ancha pincelada blanca en la nariz. La borró con un trapo, temblando.
    Ahora subía un griterío enorme, como si los cinco estuvieran peleándose. Stanley miró abajo. Franky y el otro barrigón estaban luchando por la pelota, en el seto. Con una risa salvaje, casi femenina, el pelirrojo cayó sobre las matas, ladrando mientras las ramas lo rasguñaban.
    Stanley abrió la ventana de un golpe.
    —¡Hagan el favor de no tocar las plantas! —gritó.
    —¡Ah! ¡Vaya con el chico! —gritó el pelirrojo, levantándose sobre una rodilla y al mismo tiempo arrancando una de las matas y arrojándola en dirección a Stanley.
    Los otros se rieron.
    —No está permitido destruir la propiedad pública —replicó Stanley con una sonrisa rápida y amarga, como si los hubiese pillado.
    Su corazón se había desbocado.
    —¿Qué quiere decir con que no está permitido? —preguntó el de los vaqueros, al tiempo que aplastaba con un pie otra mata.
    —¡Basta ya! —gritó Stanley.
    —¡Cállese ya la boca!
    —Tengo sed. ¿Quién va a buscar refrescos?
    El pelirrojo levantó la pierna y de un puntapié lanzó al aire otra mata.
    —Recoja esa planta y vuelva a ponerla donde estaba —gritó Stanley, apretando los puños.
    —¡Recoja sus huevos!
    Stanley atravesó su cuarto y abrió la puerta con fuerza, corrió escaleras abajo y salió. Súbitamente, se encontró en medio del terreno, bajo el brillante sol.
    —¡Hagan el favor de volver a poner las matas en su sitio! —gritó—. Más vale que uno de ustedes lo haga en seguida.
    —Mirad quién ha llegado…
    —Déjenos en paz. ¡Vamos, Joey, lanza!
    La pelota dio a Stanley en el hombro, pero apenas si la sintió, ni siquiera se preguntó si la habían dirigido contra él. Era evidente que no podía enfrentarse, físicamente, a ninguno de los cinco y menos a los cinco juntos, pero este hecho apenas rozó la superficie de su conciencia. Estaba furioso, lo bastante para atacar a los cinco y era sólo su dispersión lo que le impidió moverse. No sabía con cuál empezar.
    —¿Ninguno quiere ponerlas en su sitio? —preguntó.
    — ¡No!
    —¡Quítese de en medio, hombre!… Saldrá lastimado si no lo hace.
    Mientras recogía la pelota, cerca de Stanley, el de los vaqueros alargó un brazo y lo empujó. El cuello de Stanley hizo un sonido como de resorte que se suelta y con esfuerzo logró recobrar el equilibrio y no caer de bruces. Ahora, ya no le prestaban atención. Eran como un ejército disperso, móvil, seguro de su fuerza. Stanley caminó rápidamente hacia el callejón, sin prestar atención a las risas que lo seguían.
    Se encontró, sin saber cómo había entrado, en el vestíbulo oscuro y fresco del edificio. Sus ojos se fijaron en la piedra plana que se empleaba de vez en cuando para mantener abierta la puerta de entrada. La recogió y subió la escalera. Pensó en arrojarla por la ventana, en medio de aquellos hombres. ¡Los bárbaros!
    Depositó la piedra en el alféizar de la ventana, reteniéndola con ambas manos. El hombre de los vaqueros caminaba al lado de la pared de ladrillos, dando puntapiés a las matas que quedaban. Por algún motivo, habían cesado de jugar.
    —Venid, aquí está la bebida.
    Uno de los panzudos había llegado, con ambas manos llenas de botellas de refrescos.
    Mientras bebían, las cabezas se inclinaban hacia atrás. Soltaban murmullos y gruñidos de satisfacción animal. Stanley sacó el busto por la ventana.
    El pelirrojo estaba sentado exactamente debajo de su ventana, sobre una tabla puesta entre dos piedras para hacer con ella un banco. Stanley se dijo que si dejaba caer la piedra no podía errar la puntería, y casi al mismo tiempo empujó la piedra unos cuantos centímetros fuera del alféizar y la dejó caer. Retirándose rápido, Stanley oyó un sonido sordo, letal, y luego una maldición sorprendida.
    —¿Quién hizo esto?
    —¡Eh, Franky!… ¡Franky! ¿Qué te pasa?
    Stanley oyó un gemido.
    —Hemos de llamar a un médico. Que alguien me ayude…
    —Es ese cabrón de arriba…
    La frase llegó claramente.
    Stanley pegó un brinco, al mismo tiempo que algo rompía el cristal de la otra ventana, golpeaba la persiana y caía al suelo. Era una piedra del tamaño de un huevo grande.
    Ahora podía oír sus voces avanzando por el callejón. Stanley esperaba que subieran a por él. Apretó los puños y escuchó por si oía pisadas en las escaleras.
    Pero no sucedió nada. Súbitamente, se hizo el silencio.
    Stanley oyó la voz de la rubia que decía cansinamente:
    —¡Gracias a Dios!
    Pensó que sonaría el teléfono. Y luego la policía.
    Stanley se sentó en una silla y permaneció así, rígido, varios minutos. Calculó que la piedra debía pesar cuatro o cinco kilos. Lo menos que podía haber ocurrido era que el hombre sufriera una contusión. Pero Stanley se imaginaba el cráneo fracturado, el cerebro aplastado. Tal vez sólo había vivido unos instantes, después del golpe.
    Se levantó y se acercó a la tela. Con decisión, mezcló un color para la nariz entera, ocultó con pintura la huella malograda de luz y luego se dedicó al fondo, que hizo de un verde más oscuro. Cuando lo hubo terminado, la nariz estaba ya bastante seca para que pudiera volver a pintar el reflejo de luz, lo que hizo de prisa y con seguridad. No se oía ningún sonido, excepto el de su respiración un tanto acelerada. Pintaba como si sólo le quedaran cinco minutos más para pintar, cinco minutos más de vida antes de que fueran a por él.
    Pero a las seis nadie había ido. El teléfono no había sonado y el retrato se hallaba terminado. No estaba mal, mejor de lo que se atreviera a esperar. Stanley se sentía agotado. Recordó que no tenía café en casa. Ni leche. Necesitaba café. Tendría que salir.
    El miedo lo envolvía otra vez. ¿Estarían esperándolo abajo, frente a la entrada del edificio? ¿O se hallaban todavía en el hospital, viendo cómo su amigo se moría? ¿Y si ya estaba muerto? No se mata a un hombre porque juega a la pelota debajo de la ventana de uno él domingo… ni siquiera si uno siente ganas de hacerlo.
    Trató de serenarse, entró en el baño y se dio una rápida ducha fría, porque había sudado bastante. Se puso una camisa azul limpia y se peinó. Luego, se metió la cartera y las llaves en el bolsillo y salió. No vio rastro de los jugadores en la calle ni de nadie que pareciera interesarse por él. Compró café y leche en la tienda de la esquina y al regresar se cruzó con la rubia cuarentona que vivía en el piso de arriba del suyo.
    —Qué lata esta tarde, ¿verdad? —le dijo a Stanley—. Le vi discutir con ellos abajo. ¡Bien hecho! Se asustaron y se marcharon… —Movió la cabeza con desánimo—. Pero supongo que volverán el próximo domingo…
    —¿Vienen a jugar los sábados también? —preguntó súbitamente Stanley, y por simple nerviosismo, pues no le importaba si jugaban los sábados o no.
    —No —dijo ella, dudando—. Bueno, lo hicieron una vez, pero casi siempre vienen los domingos. Le prometo que haré que Al se quede en casa un domingo, para que los oiga. Para usted debe de ser peor que para mí, porque está más abajo.
    Movió de nuevo la cabeza. Era delgada, parecía fatigada, y tenía una complicada red de arrugas debajo de los ojos.
    —Muchas gracias por haber hecho que se marcharan algo más temprano, hoy.
    —Gracias —dijo Stanley, y casi lo dijo involuntariamente, por no haber mencionado, por no haber visto, lo que él hizo.
    Subieron juntos la escalera.
    —Puede estar seguro que el portero no está cuando se le necesita —dijo ella, en voz bastante alta para que se le oyera desde el apartamento del portero, en el segundo piso, delante del cual pasaban en aquel momento—. ¡Y pensar que le solemos dar todos buenos aguinaldos de Navidad!
    —¡Es una lata! —comentó Stanley con una sonrisa, mientras ponía la llave en su puerta—. Bueno, esperemos que el domingo próximo será mejor.
    —¡Y que lo diga! Ojalá llueva a cántaros —contestó ella, y siguió subiendo la escalera.
    Stanley tenía la costumbre de desayunar en un pequeño café entre su casa y el metro, y el lunes por la mañana uno de los jugadores —el que solía llevar vaqueros— estaba en él. Tomaba café y donuts cuando Stanley entró, y le dirigió una mirada tan desagradable y continuó mirándolo de ese modo durante un rato, que algunas personas se fijaron en ello y empezaron a observarlos. Stanley, tartamudeando, pidió café. El pelirrojo no había muerto, pensó. Probablemente estaba entre la vida y la muerte. Si Franky estuviera muerto o, por el contrario, si se hubiese repuesto del todo, la expresión del hombre del cabello negro sería distinta. Stanley terminó el café y pasó al lado de él al ir a pagar. Supuso que trataría de ponerle una zancadilla, o al menos de decirle algo, pero no lo hizo.
    Esa tarde, cuando Stanley regresó del trabajo a su casa, algo después de las seis, vio a dos de los jugadores —el del pelo negro, de nuevo, y uno de los barrigudos que, con un traje corriente, parecía un boxeador—. Estaban al otro lado de la calle. Lo miraron fijamente mientras entraba en el edificio. Una vez en su apartamento, Stanley reflexionó sobre el posible significado de su presencia allí, frente a donde vivía. ¿Es que su amigo había muerto o estaba a punto de morir? Tal vez acababan de venir del entierro. Ambos llevaban trajes oscuros que acaso eran los mejores que tenían. Stanley escuchó por si oía pisadas en la escalera. Sólo oyó el pesado caminar de la vieja que vivía con su perro en el último piso; todas las tardes, a esa hora, lo sacaba a pasear.
    De repente, Stanley se dio cuenta de que los vidrios de las ventanas estaban hechos añicos. En la alfombra había tres o cuatro piedras y pedazos de vidrio. Vio una  piedra encima de la cama. La ventana que habían roto el domingo casi no tenía cristal ahora, y de la mitad superior de las ventanas sólo quedaban dos o tres paneles enteros, como pudo ver al levantar la persiana.
    Se puso metódicamente a recoger las piedras y los pedazos mayores de vidrio, y los colocó en una bolsa de papel. Luego, tomó la escoba y barrió. Se preguntaba cuándo tendría tiempo de poner los cristales nuevos —no serviría de nada pedir al portero que lo hiciera— y se dijo que probablemente no le sería posible antes del próximo fin de semana, a menos que encargara los vidrios el día siguiente a mediodía, durante la hora del almuerzo. Tomó un metro y midió los paneles mayores, que eran de tamaño distinto, porque era una casa vieja, y luego hizo lo mismo con los paneles menores, anotando las medidas en un papel que se metió en la cartera. Tendría que comprar también masilla.
    Se irguió cuando oyó un ligero chasquido en la cerradura.
    —¿Quién está ahí? —gritó.
    Silencio.
    Sintió el impulso de abrir la puerta de golpe, pero se dio cuenta de que tenía miedo. Escuchó unos instantes. No oyó nada más y decidió olvidar el chasquido. Tal vez sólo lo imaginó.
    Cuando regresó a casa, la tarde siguiente, no pudo abrir la puerta. La llave entraba en la cerradura, pero no daba vuelta, ni siquiera unos milímetros. ¿Habrían puesto algo dentro, para trabarlo? ¿Habría sido eso el chasquido que oyó la tarde anterior? Pero la verdad era que unos seis meses antes la cerradura le había creado problemas. Durante varios días le costó abrirla, y luego volvió a abrirse sin dificultad. ¿O acaso eso ocurrió con la cerradura de la tienda de su padre? No lograba recordarlo.
    Se apoyó en la barandilla de la escalera, mirando la llave en la cerradura y preguntándose qué hacer.
    La mujer rubia subía la escalera.
    Stanley le sonrió y dijo:
    —Buenas tardes.
    —¡Hola! ¿Qué le pasa? ¿Se olvidó la llave dentro?
    —No. La cerradura está algo dura.
    —Siempre hay algo que va mal, en esta casa, ¿verdad? —comentó ella, avanzando por el pasillo—. ¿Ha visto usted otra igual a ésta?
    —No —asintió sonriendo.
    Pero la siguió ansiosamente con la mirada. Habitualmente, se detenía y charlaba un ratito. ¿Habría oído algo sobre lo que hizo, sobre cómo dejó caer la piedra? Y no había hablado de los cristales rotos, aunque estaba en casa todo el día y sin duda oyó el ruido.
    Stanley volvió a la cerradura, tratando de dar vuelta a la llave con toda su fuerza. Súbitamente, el cerrojo cedió. La puerta estaba abierta.
    Le llevó hasta medianoche colocar los cristales. Y mientras trabajaba, no le abandonaba la idea de que al otro día, al regresar a casa, podría encontrarlos rotos otra vez.
    A la tarde siguiente, los mismos dos hombres —el barrigón y el de cabello negro, ahora en mangas de camisa y vaqueros— estaban al otro lado de la calle y, con gran horror de Stanley, la atravesaron para salirle al encuentro frente a la puerta de su casa. El barrigón alargó un brazo y sujetó a Stanley por las solapas y la pechera de la camisa.
    —¡Oye, tú! —dijo pegando su cara a la de Stanley—. Puedes ir a la cárcel por lo que hiciste el domingo, ¿sabes?
    —No sé de qué está usted hablando —replicó rápidamente Stanley.
    —Conque no lo sabes, ¿eh?
    —¡No! —gritó Stanley.
    El hombre lo soltó empujándolo al mismo tiempo. Stanley se estiró la americana y se metió en el edificio. La cerradura de su puerta opuso de nuevo resistencia, pero empujó con la energía de la desesperación y acabó cediendo lentamente. Cuando Stanley sacó la llave, ésta arrastró un hilo elástico; habían llenado la cerradura con chicle. Stanley, asqueado, restregó la llave contra el suelo para limpiarla. No comenzó a temblar hasta que hubo cerrado la puerta de su apartamento. Entonces, mientras temblaba, pensó: «Los he vencido». No lo perseguían. ¿Ventanas rotas, chicle? ¡Y qué! No avisaron a la policía. Había mentido, desde luego, al contestarles que no sabía de qué hablaban, pero fue la respuesta acertada. No hubiese mentido a un policía, por descontado; pero todavía no habían llamado a la policía.
    Stanley comenzó a sentirse mejor. Además, las ventanas estaban intactas. Imaginó que el pelirrojo pasaba por una crisis prolongada. Pensó que en la conducta de los jugadores había algo contenido. ¿O acaso planeaban un ataque peor? Ojalá supiera si el pelirrojo estaba en el hospital o andaba suelto por ahí. Era posible, claro, que hubiese muerto. Tal vez los jugadores no estaban seguros de que hubiese sido él quien dejó caer la piedra. El señor Collins vivía encima de Stanley, por ejemplo, y bien pudo haberlo hecho él, y tal vez todavía le esperaba una investigación policíaca.
    El jueves por la tarde se cruzó en la escalera con el señor Collins, que se dirigía a su trabajo. A Stanley le pareció que el «Buenas tardes» del señor Collins era distante. Se preguntó si habría oído hablar de la piedra y lo consideraba un asesino o, por lo menos, un psicópata, por haber dejado caer una piedra de cinco kilos en la cabeza de alguien.
    Llegó el sábado y Stanley trabajó todo el día en la tienda de su padre, fue al cine y regresó a su casa hacia las once de la noche. Dos de los paneles pequeños en lo alto de una ventana estaban rotos. Stanley pensó que no eran bastante grandes para que se ocupara en cambiarlos hasta que el tiempo refrescara. Ni se hubiera fijado, de no haber examinado el estado de las ventanas.
    El domingo por la mañana durmió hasta tarde, pues la noche anterior se sentía muy cansado. Era cerca de la una cuando instaló el caballete. Pensaba pintar la apertura entre dos edificios, en la que había un árbol, y que podía ver por la ventana, más allá del terreno baldío. Ese domingo podría ser propicio para pintar, porque los jugadores probablemente no irían. Stanley se los imaginaba  desalentados, por lo menos lo bastante para ir a jugar a otro terreno.
    No había todavía terminado de esbozar, con carboncillo, los edificios y el árbol en la tela, cuando los oyó. Por un instante, creyó que se lo imaginaba, que sufría una alucinación auditiva. Pero, no. Oyó claramente en el callejón su hosca fanfarronería perceptible a través de un murmullo, un murmullo colectivo tan identificable para Stanley como una voz familiar. Esperó, algo retirado de la ventana.
    —¡Vamos, muchachos, a lanzar!
    —¡Síii!… ¡Vamos!
    Puro desafío, un desafío a quien se atreviera a disputarles el derecho de jugar allí.
    Stanley se acercó algo a la ventana, buscando con la mirada al pelirrojo. ¡Y ahí estaba! Un parche blanco en la cabeza, pero, aparte de esto, tan brutalmente enérgico como siempre. Mientras Stanley lo miraba, arrojó un guante de catcher a un compañero que estaba inclinado y le dio en las posaderas.
    Ronca, ruidosa risa.
    Entonces, desde arriba:
    —Por Dios, ¿cuándo crecerán ustedes, muchachos? ¿Por qué no se van a otra parte? ¡Ya estamos hartos!
    Era la rubia. Stanley sabía que el señor Collins no tardaría.
    —Ahórrese saliva, muñeca.
    —Baja y juega con nosotros, hermana.
    Aquel día había un nuevo tono de desafío en sus voces. Eran más fuertes. Estaban decididos a vencer. Habían vencido. Se hallaban de vuelta.
    Stanley se sentó en la cama, frustrado, abrumado, súbitamente agotado. Se alegraba de que el pelirrojo no hubiese muerto. De veras que se alegraba. Pero con el alivio de comprobarlo, algo se elevó dentro de él, algo combativo y amargo, algo arrastrado por una oleada de lágrimas no derramadas.
    —Vamos, Joey, ¡lanza ya!…
    ¡Bum!
    —¡Eh, Franky! ¡Mira, Franky!… ¡Mira!…
    Stanley se cubrió los oídos con las manos, alzó los pies para tenderse y cerró los ojos. Yacía en forma de zeta, con las piernas encogidas, tratando de no perder la calma, de no moverse. No servía de nada luchar, pensó. No valía la pena luchar ni llorar.
    De repente se le ocurrió algo y se sentó abruptamente. Ojalá hubiese vuelto a plantar las matas. Ahora ya era demasiado tarde, se dijo, porque habían estado tiradas por el terreno durante una semana. Pero cómo deseaba que se le hubiese ocurrido antes. Un simple gesto de desafío, un destello de belleza arrojado otra vez a sus caras…


Patricia Highsmith
Once



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