martes, 2 de febrero de 2021

Patricia Highsmith / La pajarera vacía

 


Patricia Highsmith 

LA PAJARERA VACÍA

(The Empty Birdcage)


La primera vez que Edith lo vio, se rió. No podía creer lo que veía.
    Se apartó a un lado y volvió a mirar. Estaba todavía allí, pero algo menos preciso. Un rostro como de ardilla —pero diabólico por su intensidad— la miraba por el agujero redondo de la pajarera. Una ilusión, desde luego, algo que tenía que ver con las sombras, o un nudo de la madera del fondo de la pajarera. El sol caía de lleno sobre la pajarera de quince por veintitrés centímetros, situada en el ángulo que formaban el cobertizo de las herramientas y la pared de ladrillos del jardín. Edith se acercó, hasta quedar a tres metros de distancia. El rostro desapareció.
    Era curioso, pensó, mientras volvía a la casa. Por la noche tendría que contárselo a Charles.


    Pero se olvidó de decírselo.
    Tres días más tarde, volvió a ver el rostro. Esta vez se estaba enderezando, después de colocar dos botellas vacías de leche junto a la entrada trasera de la casa. Un par de ojos negros, gotas brillantes, la miraban directamente y a su nivel, desde la pajarera; parecían rodeados de piel peluda de un color marrón. Edith se estremeció y luego se quedó erguida y rígida. Le pareció ver dos orejas redondas, una boca que no era de cuadrúpedo ni de pájaro, sino simplemente cruel y torva.
    Pero sabía que la pajarera estaba vacía. La familia de abejarucos se había marchado hacía semanas, y sus pequeños lo habían pasado mal, aquel día, pues el gato de los Mason, los vecinos de al lado, se mostró interesado por ellos y podía llegar al agujero de la pajarera alargando su pata desde el tejado del cobertizo; Charles había hecho el agujero demasiado grande para los abejarucos. Pero Edith y Charles consiguieron mantener a Jonathan alejado hasta que los pájaros se marcharon. Unos días después. Charles bajó la pajarera —que colgaba, como un cuadro, de un clavo mediante un pedazo de alambre—, y la sacudió, para asegurarse de que no quedaba dentro ninguna ramita. Los abejarucos, explicó, a veces hacían otro ruido. Pero no lo hicieron, esta vez. Edith estaba segura de ello, porque había estado vigilando.
    Y las ardillas nunca se instalaban en las pajareras. ¿O tal vez lo hacían? De todos modos, no había ardillas en el vecindario. ¿Ratas? Nunca les pasaría por la cabeza hacer su nido en una pajarera. ¿Cómo podrían entrar, en todo caso, sin echarse a volar?
    Mientras estas ideas discurrían por la mente de Edith, miraba fijamente el intenso rostro marrón, y los penetrantes ojos negros le devolvían la mirada.
    «Iré a ver qué es», se dijo, y entró en el sendero que conducía al cobertizo. Pero sólo avanzó tres pasos y se detuvo. No quería tocar la pajarera y que la mordiera, tal vez, un sucio roedor. Por la noche se lo diría a Charles. Pero ahora que estaba cerca, aquella cosa seguía allí, más clara que nunca. No era una ilusión óptica.
    Su marido, Charles Beaufort, un ingeniero de computadoras, trabajaba en una fábrica situada a doce kilómetros de donde vivían. Frunció ligeramente el ceño y sonrió cuando Edith le contó lo que había visto.
    —¿De veras? —dijo.
    —Tal vez me equivoqué. Me gustaría que sacudieras la pajarera otra vez y vieras si hay algo dentro —pidió Edith, sonriendo aunque en tono serio.
    —Bueno, lo haré —respondió rápidamente Charles, y empezó a hablar de otra cosa. Estaban a mitad de la cena.
    Edith tuvo que recordárselo mientras colocaban los platos en el lavavajillas. Quería que mirara antes de que oscureciera. De modo que Charles salió y Edith se quedó   en la puerta, observando. Charles dio golpes en la pajarera y aplicó una oreja para escuchar. Descargó la pajarera, la sacudió y luego la inclinó lentamente, hasta que el agujero quedara por abajo. Volvió a sacudirla.

    —No hay absolutamente nada —le gritó a Edith—. Ni siquiera unas briznas de paja.
    Sonrió jovialmente a su mujer y volvió a colgar la pajarera.
    —¿Qué debes haber visto? No te habrás bebido un par de whiskys, ¿verdad?
    — ¡No! Ya te lo describí.
    Edith se sintió repentinamente vacía, como privada de algo.
    —Era una cabeza mayor que la de una ardilla, unos ojitos brillantes y negros, y una boca muy seria.
    —¡Una boca seria!
    Charles inclinó la cabeza hacia atrás y se rió mientras regresaba a la casa.
    —Una boca tensa, torva —dijo Edith sin vacilar.
    Pero no volvió a hablar del tema. Se sentaron en el cuarto de estar. Charles ojeó el diario y luego abrió la carpeta con los informes que se había llevado de la fábrica. Edith consultaba un catálogo, tratando de elegir un modelo de azulejos para la cocina. ¿Azul y blanco? ¿O rosado, azul y blanco? No estaba de humor para decidir y Charles nunca ayudaba en esas cosas, pues se contentaba con decir:
    —Lo que escojas me va bien, querida.
    Edith tenía treinta y cuatro años. Ella y Charles llevaban siete de casados. En el segundo año de matrimonio, Edith perdió el niño que llevaba en el seno, y lo hizo más bien deliberadamente, pues le causaba pánico la idea de dar a luz. Es decir, su caída por las escaleras había sido más bien a propósito, pero no lo admitió, claro, y el aborto se atribuyó a accidente. No había tratado de tener otro hijo y nunca hablaron de eso ella y Charles.
    Consideraba que formaban una pareja feliz. Charles estaba bien en Pan-Com Instruments, y disponían de más dinero y más libertad que varios de sus vecinos, atados por dos o más niños. A ambos les gustaba recibir a amigos, a Edith en esta casa, mientras que a Charles le agradaba hacerlo en su embarcación, una lancha de motor de once metros en la que podían dormir cuatro personas. Recorrían el río y sus canales los fines de semana, cuando hacía buen tiempo. Edith cocinaba casi tan bien a bordo como en tierra firme y Charles se ocupaba de la bebida, los equipos de pesca y el tocadiscos. A petición de los invitados, estaba dispuesto a bailar una danza marinera, un hornpipe .
    Durante el fin de semana siguiente —y que no fue un fin de semana en la lancha, porque Charles tenía trabajo extra—, Edith miró varias veces la pajarera, tranquilizada ahora, porque sabía que no había nada dentro. Cuando el sol daba en ella, sólo veía en el agujero redondo una mancha marrón más débil, que era el fondo de la pajarera. Y cuando quedaba en la sombra, el agujero parecía negro.
    El lunes por la tarde, al cambiar las sábanas a tiempo para que las recogiera el repartidor de la lavandería, que venía a las tres, vio algo deslizarse por debajo de una manta que recogía del suelo. Algo que corrió y salió por la puerta, y algo pardo y mayor que una ardilla. Edith se sobrecogió y dejó caer la manta. Fue de puntillas hasta la puerta del dormitorio, miró al vestíbulo y la escalera, cuyos cinco primeros escalones podía ver.
    ¿Qué clase de animal no hacía absolutamente ningún ruido, ni siquiera en los escalones de madera? ¿Es que realmente había visto algo? Estaba segura de que sí. Hasta vislumbró unos ojos pequeños, negros. Era el mismo animal que la había mirado por el agujero de la pajarera.
    Lo único que debía hacer era descubrir al animal. Se acordó en seguida del martillo como arma, en caso de necesidad, pero el martillo estaba abajo. Tomó un libro grueso y bajó lentamente la escalera, alerta y mirando a todas partes, a medida que, descendiendo, se iba ensanchando su campo de visión.
    No había nada a la vista en el salón. Pero podía estar debajo del sofá o del sillón. Fue a la cocina y sacó de un cajón el martillo. Regresó entonces al salón y apartó cosa de un metro, de un solo tirón, el sillón. Nada. Se dio cuenta de que tenía miedo de inclinarse para mirar debajo del sofá, cuya funda llegaba casi hasta el suelo, pero lo apartó unos centímetros y escuchó. Nada.
    Supuso que había podido ser un engaño de la vista. Algo así como una mancha flotando ante los ojos, después de inclinarse sobre la cama. Decidió no decirle nada de eso a Charles. Pero de todos modos lo que había visto en el dormitorio había sido algo más definido que lo que viera en la pajarera.
    Una hora más tarde, mientras estaba harinando una pierna de ternera en la cocina, se dijo que era un yuma, un bebé yuma. Pero ¿de dónde vino? ¿Existía ese animal? ¿Había visto una foto en una revista o leído en alguna parte esa palabra?
    Edith se forzó a terminar todo lo planeado en la cocina y luego fue a consultar el grueso diccionario, buscando la palabra «yuma». No estaba. Era una mala pasada que le jugaba su mente. Del mismo modo que el animal era una jugarreta de sus ojos. Pero era extraño que encajaran tan bien y que el nombre fuese tan absolutamente apropiado para el animal.
    Dos días más tarde, mientras ella y Charles llevaban las tazas de café a la cocina, Edith vio al animal salir como una flecha de debajo de la nevera —o de detrás de ella—, atravesar en diagonal la cocina y entrar en el comedor. Casi dejó caer la taza y el plato, pero los retuvo. Castañetearon en sus manos.
    —¿Qué te pasa? —inquirió Charles.
    —Lo volví a ver —dijo Edith—. El animal.
    —¿Qué?
    —No te lo dije —empezó a explicar, con la garganta repentinamente seca, como si estuviera haciendo una penosa confesión—. Creo que vi esa cosa… la cosa que estaba en la pajarera… La vi el lunes arriba, en el dormitorio. Y creo que he vuelto a verla. Ahora mismo.
    —Edith, querida, no había nada en la pajarera.
    —Cuando miraste, no. Pero ese animal se mueve muy de prisa. Casi  vuela.
    Una expresión preocupada apareció en la cara de Charles. Miró hacia donde Edith dirigía la vista, a la puerta de la cocina.
    —¿Lo viste ahora mismo? Lo buscaré —dijo, y entró en el comedor.
    Miró por el suelo, echó una ojeada a su mujer; luego, casi de paso, se inclinó y miró debajo de la mesa, entre las patas de las sillas.
    —Ya ves, Edith, que…
    —Mira en el salón —pidió Edith.
    Charles lo hizo, acaso durante quince segundos, y regresó sonriendo.
    —Siento decírtelo, querida, pero me parece que ves visiones. A menos que fuera un ratón. Podría haber ratones, pero espero que no.
    —¡Oh, no! Es mucho mayor. Y es pardo. Los ratones son grises.
    —Bueno —dijo Charles vagamente—. No te preocupes. No te atacará, de todos modos. Huye… —Y con voz carente de convicción agregó—: Si es necesario, llamaremos a los fumigadores.
    —Sí, hagámoslo —dijo ella en seguida.
    —¿Qué tamaño tiene?
    Separó las manos a una distancia de unos cuarenta centímetros.
    —Así de grande.
    —Podría ser un hurón.
    —Es todavía más rápido que un hurón. Y tiene ojos negros. Hace un momento se detuvo un instante y me miró fijamente. De veras, Charles.
    Le comenzaba a temblar la voz. Señaló a un punto junto a la nevera.
    —Ahí se detuvo por una fracción de segundo y…
    —Edith, domínate.
    Le apretó el brazo.
    —Parece tan malvado. No sé cómo explicarlo…
    Charles la miraba en silencio.
    —¿Hay algún animal llamado yuma? —preguntó ella.
    —¿Yuma? Nunca oí este nombre. ¿Por qué?
    —Porque se me ocurrió este nombre, hoy, de repente. Se me ocurre que… que… porque nunca había visto un animal así, pensé en ese nombre y me dije que tal vez lo había visto en alguna parte.
    Charles deletreó el nombre, para estar seguro: Y-U-M-A…
    Edith asintió.
    Charles, sonriendo de nuevo, pues la cosa le parecía ya un juego, miró en el diccionario, como hiciera Edith antes. Lo cerró y acudió a la Enciclopedia Británica que estaba en los estantes inferiores de la librería. Después de buscar un momento, dijo:
    —No está ni en el diccionario ni en la Británica . Creo que te inventaste la palabra. —Se rió—. O tal vez es una palabra de Alicia en el país de las maravillas .
    «Es una palabra verdadera», pensó Edith, pero no tuvo valor de decirlo. Charles lo negaría.
    Edith se sentía agotada y se acostó alrededor de las diez, llevándose un libro. Estaba todavía leyendo cuando Charles entró, sobre las once. En ese momento, ambos lo vieron: corrió como un rayo de los pies de la cama, sobre la alfombra, a plena vista de Edith y Charles, se metió debajo de la cómoda y Edith creyó verlo salir por la puerta. Charles debió pensar lo mismo, pues fue rápidamente a mirar al vestíbulo.
    —Ya lo viste —dijo Edith.
    El rostro de Charles estaba rígido. Encendió la luz del vestíbulo, miró y luego bajó.
    Estuvo fuera unos tres minutos y Edith lo oyó mover muebles. Luego, regresó.
    —Sí, lo vi.
    Su rostro se había vuelto pálido y cansado.
    Pero Edith suspiró y casi sonrió, contenta de que finalmente la creyera.
    —Ahora comprendes lo que quería decir. No veía visiones.
    —No —asintió Charles.
    Edith se sentó en la cama.
    —Lo malo del asunto es que parece que sea imposible de cazar.
    Charles se desabrochaba la camisa.
    —Imposible de cazar. ¡Qué expresión! Nada es imposible de cazar. Tal vez es un hurón. O una ardilla.
    —¿No lo sabes? Pasó junto a ti.
    —Sí —Charles se rió—. Pasó como un rayo. Tú lo has visto dos o tres veces y no puedes decir lo que es.
    —¿Tiene cola? No sabría decir si la tiene o si el cuerpo es alargado…
    Charles guardó silencio. Alcanzó su bata y se la puso lentamente.
    —Creo que es más pequeño de lo que parece. Es muy rápido y por esto se ve alargado. Podría ser una ardilla.
    —Tiene los ojos delante de la cabeza. Los de las ardillas están más a los lados.
    Charles se inclinó, a los pies de la cama, y miró debajo de ésta. Pasó la mano por la ropa de cama debajo del colchón. Luego se levantó.
    —Mira, si volvemos a verlo… si es que lo vimos…
    —¿Qué quieres decir con eso? Sí lo vimos… Tú lo viste. Tú mismo lo dijiste.
    — Creo que lo vi. —Charles se rió—. ¿Cómo sé que mis ojos o mi mente no me juegan una mala pasada? Tu descripción fue tan elocuente…
    Casi parecía enojado con ella.
    —Bueno… ¿si lo vemos…?
    —Si volvemos a verlo, pediremos prestado un gato. Un gato lo cazará.
    —No el de los Mason. Me fastidiaría pedírselo.
    Había tenido que arrojar grava al gato de los Mason para mantenerlo alejado, cuando los abejarucos comenzaban a volar. A los Mason no les gustó. Tenían todavía buenas relaciones con ellos, pero ni a Edith ni a Charles se les pasaría por la cabeza pedirles que les prestaran a Jonathan .
    —Podríamos llamar a un fumigador —sugirió Edith.
    —Sí, pero ¿qué le diríamos que debe exterminar?
    —Lo que vimos —respondió Edith, molesta porque justamente Charles había sugerido un fumigador apenas dos horas antes.
    Le importaba la conversación, estaba vitalmente interesada por ella, pero la deprimía. La encontraba vaga y exasperante, y quería hundirse en el sueño.
    —Probemos un gato —dijo Charles—. Farrow tiene uno, ¿sabes? Se lo dieron sus vecinos. ¿Sabes quién quiero decir? Farrow, el contable, que vive en Shanley Road… Se quedó con el gato cuando sus vecinos se mudaron.
    Pero dice que a su mujer no le gustan los gatos. Ese que tiene…
    —Tampoco a mí me entusiasman —dijo Edith—. No vamos a quedarnos con un gato.
    —No, de acuerdo. Pero estoy seguro de que podemos pedirlo prestado. Pensé en él porque Farrow dice que su gato es un cazador fantástico. Es una hembra de nueve años…
    A la noche siguiente, Charles regresó a casa con el gato treinta minutos más tarde que de costumbre, porque había acompañado a Farrow a su casa a recogerlo. Edith y Charles cerraron puertas y ventanas y en el salón sacaron de la cesta la gata. Era blanca, mosqueada de gris y con cola negra. Se mantenía tiesa, mirando a su alrededor con un aire displicente y algo crítico.
    —Vamos, Puss-Puss … —dijo Charles, inclinándose, pero sin tocarla—. Sólo estarás aquí un día o dos. ¿Tenemos leche, Edith? O mejor crema.
    Hicieron una cama para la gata con una caja de cartón en la que pusieron, doblada, una toalla vieja; la colocaron en un rincón del salón, pero a la gata le gustó más un extremo del sofá. Había explorado por encima la casa, sin mostrar ningún interés por los armarios o la despensa, aunque Edith y Charles confiaban en que lo haría. Edith dijo que le parecía que la gata era demasiado vieja para cazar lo que fuese.
    A la mañana siguiente, la señora Farrow llamó por teléfono a Edith y le dijo que si querían podían quedarse con Puss-Puss .
    —Es limpia y muy sana. Pero a mí no me gustan los gatos. De modo que si se acostumbran a ella o ella se acostumbra a ustedes…
    Edith se escabulló del ofrecimiento con un despliegue sorprendentemente fluido de palabras de agradecimiento y de explicaciones de por qué habían pedido prestada la gata, y prometió llamar a la señora Farrow al cabo de un par de días. Le dijo que creían que había ratones en la casa, pero no estaban bastante seguros para llamar a un fumigador. Este alarde verbal la dejó agotada.
    La gata se pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo en el extremo del sofá o a los pies de la cama, arriba, cosa que a Edith le desagradaba, pero a la que no se opuso para no hacerse antipática al animal. Hasta hablaba con ésta afectuosamente y la llevaba a las puertas abiertas de los armarios de pared, pero Puss-Puss se ponía ligeramente rígida, no de miedo, sino de aburrimiento, e inmediatamente se apartaba. Entretanto, comía mucho atún como habían indicado los Farrow.
    Edith estaba puliendo la cubertería de plata, en la mesa de la cocina, cuando vio la cosa correr a su lado, por el suelo, desde detrás de ella y salir por la puerta de la cocina hasta el salón, como un cohete pardo. La vio torcer hacia la derecha del salón, donde la gata estaba durmiendo.
    Edith se levantó y se acercó a la puerta del salón. No había señales del animal y la gata seguía con la cabeza descansando en sus patas. Tenía los ojos cerrados. El corazón de Edith latía precipitadamente. El miedo se mezclaba con impaciencia y por un instante experimentó una sensación de caos y de terrible desorden. El animal estaba en el salón. Y la gata no servía de nada. Y los Wilson venían a cenar a las siete. Y apenas si tendría tiempo de contarle todo eso a Charles, porque en cuanto llegara se pondría a lavarse y cambiarse y no iba a hablar de ello delante de los Wilson, aunque los conocían bastante bien. A medida que el caos de Edith se convertía en frustración, las lágrimas le saltaban a los ojos. Se imaginaba torpe y nerviosa toda la velada, dejando caer cosas e incapaz de decir lo que le pasaba.
    —El yuma. ¡El maldito yuma! —murmuró queda y amargamente, y regresó a la mesa de la cocina a seguir puliendo los cubiertos de plata. Luego puso la mesa.
    Sin embargo, la cena estuvo bien y no se le cayó ni quemó nada. Christopher Wilson y su mujer, Frances, vivían al otro lado del pueblo y tenían dos chicos, de siete y cinco años. Christopher era abogado de la Pan-Com.
    —Pareces cansado. Charles —le dijo Christopher—. ¿Por qué no venís a pasar el domingo con nosotros, tú y Edith?
    Echó una mirada a su mujer.
    —Vamos a nadar a Hadden y luego haremos un picnic. Sólo nosotros y los chicos. Tomaremos el aire…
    —Pues…
    Charles esperaba que Edith declinara la invitación, pero se mantuvo callada.
    —Muchas gracias. Por mí… La verdad es que habíamos pensado en sacar la lancha. Pero hemos pedido prestado un gato y me parece que no debemos dejarlo solo todo el día.
    —¿Un gato? —inquirió Frances Wilson—. ¿Prestado?
    —Sí. Creímos que había ratones y queríamos comprobarlo —interpuso Edith con una sonrisa.
    Frances hizo un par de preguntas sobre el gato y luego abandonaron el tema. Puss-Puss , en ese momento, estaba arriba, supuso Edith. Siempre subía, cuando entraba en la casa una persona a la que no conocía.
    Más tarde, una vez los Wilson se hubieron marchado, Edith dijo a Charles que había vuelto a ver el animal en la cocina y que Puss-Puss no salió de su indiferencia.
    —Ése es el problema. No hace ningún ruido —dijo Charles. Luego frunció el ceño—: ¿Estás segura que lo viste?
    —Tan segura como que lo vi otras veces —respondió Edith.
    —Demos al gato un par de días más.
    A la mañana siguiente, sábado, Edith bajó a eso de las nueve, a preparar el desayuno, y se detuvo sobrecogida ante lo que vio en el suelo del salón. Era el yuma, muerto, con la cabeza, la cola y el abdomen destrozados. La cola estaba arrancada, excepto por un pedazo de cuatro centímetros. En cuanto a la cabeza, ya no existía. Pero la piel era parda, casi negra allí donde la cubría la sangre.
    Edith se volvió y corrió arriba.
    —¡Charles!
    Estaba despierto, pero soñoliento.
    —¿Qué pasa?
    —La gata lo cazó. Está en el salón. Baja, por favor. No puedo ir sola… de veras que no.
    —Claro, querida —dijo Charles, apartando las sábanas.
    Unos segundos más tarde estaba abajo. Edith lo siguió.
    —¡Hum!… Bastante grande —dijo Charles.
    —¿Qué animal es?
    —No lo sé. Voy a buscar el recogedor.
    Entró en la cocina.
    Edith lo observó mientras Charles empujaba el animal hacia el recogedor con un periódico enrollado. Miraba la sangre coagulada, el cuello abierto, los huesos. Las patas tenían pequeñas garras.
    —¿Qué es? ¿Un hurón? —preguntó Edith.
    —No lo sé. De veras que no.
    Charles envolvió rápidamente aquella cosa en un periódico.
    —Lo meteré en el cubo de la basura. El lunes vienen a recogerla,    ¿verdad?
    Edith no contestó.
    Charles atravesó la cocina y la mujer oyó el ruido de la tapadera del cubo de la basura al otro lado de la puerta de la cocina.
    —¿Dónde está la gata? —preguntó Edith, cuando Charles regresó.
    Charles se lavaba las manos en la cocina.
    —No lo sé.
    Cogió el palo con la bayeta y lo llevó al salón. Limpió el lugar donde había estado el cadáver.
    —No hay mucha sangre. En realidad, no veo ninguna en el suelo.
    Mientras desayunaban, la gata entró por la puerta principal que Edith había abierto para airear el salón, aunque no notó ningún olor especial. La gata los miró con aire de cansancio, apenas si levantó la cabeza.
    —Miaaauuuu.
    Era el primer sonido que emitía desde su llegada.
    —Buen gato —dijo Charles con entusiasmo—. ¡Bravo, Puss-Puss !…
    Pero el gato eludió la mano que iba a darle unos golpecitos de felicitación en su espalda, y se fue lentamente a la cocina a buscar su desayuno de atún.
    Charles miró a Edith con una sonrisa que ella trató de devolverle. Había terminado con esfuerzo el huevo, pero no podía dar un mordisco más a la tostada.
    Tomó el coche e hizo la compra envuelta en una bruma, saludando las caras familiares como hacía siempre, pero sin sentir ningún contacto entre ella y los demás. Cuando volvió a casa, encontró a Charles tendido en la cama, ya vestido, con las manos detrás de la cabeza.
    —Me preguntaba dónde estabas —dijo Edith.
    —Me sentía soñoliento. Lo lamento.
    Se sentó.
    —No importa. Si quieres dormir, hazlo.
    —Quería quitar las telarañas del garaje y barrerlo.
    Se levantó.
    —¿No te alegras de que se haya acabado, de que ya no esté… fuese lo que fuese? —preguntó, forzándose a reír.
    —Claro que sí, bien lo sabe Dios.
    Pero se sentía todavía deprimida y se percató de que lo mismo le ocurría a Charles. Se detuvo, vacilante, en el umbral.
    —Me pregunto qué era.
    «Si sólo hubiésemos visto la cabeza», pensó, pero no pudo decirlo. ¿No aparecería la cabeza, dentro o fuera de la casa? La gata no pudo haberse comido el cráneo.
    —Algo parecido a un hurón —dijo Charles—. Ahora si quieres podemos devolver la gata.
    Pero decidieron aguardar al día siguiente para llamar a los Farrow.
    Ahora Puss-Puss parecía sonreír cuando Edith lo miraba. Era una sonrisa fatigada. ¿O acaso la fatiga estaba sólo en los ojos? En fin de cuentas, la gata tenía nueve años de edad. Edith la miró muchas veces mientras se ocupaba de la casa, durante aquel fin de semana. Tenía un aire distinto, como si hubiese cumplido con su deber y lo supiera, pero sin enorgullecerse especialmente por ello.
    Edith sentía, de una manera confusa, como si la gata estuviera aliada con el yuma o lo que fuese… estuviera o hubiera estado aliada con él. Ambos eran animales y se habían comprendido; uno el enemigo más fuerte, el otro, la presa. La gata pudo verlo, tal vez también oírlo, y había logrado clavarle las garras. Por encima de todo, la gata no tenía miedo como ella, y hasta Charles reflexionó. Al mismo tiempo que pensaba todo esto, Edith se daba cuenta de que le desagradaba la gata. Tenía un aspecto sombrío, secreto. Y ellos tampoco le gustaban a la gata.
    Edith se había propuesto telefonear a los Farrow sobre las tres de la tarde del domingo, pero Charles tomó el teléfono y dijo que él los llamaría. Edith temía escuchar aunque sólo fuese parte de la conversación de Charles, pero se sentó en el sofá, con los periódicos del domingo, y escuchó.
    Charles les dio profusamente las gracias y les explicó que la gata había cazado un hurón o una ardilla grande. Pero no querían quedarse con la gata, aunque fuese tan agradable. ¿Podían llevársela a eso de las seis?
    —Pero… Ya ha hecho lo que esperábamos, ¿comprende…? Y se lo agradecemos mucho… Desde luego, preguntaré en la fábrica si hay alguien que quiera una gata… claro que sí…
    Charles se desabrochó el cuello de la camisa después de colgar el teléfono.
    —¡Vaya!… Fue difícil. Me sentí como un majadero… Pero no sirve de nada decir que queremos una gata que no queremos, ¿verdad?
    —Claro que no. Deberíamos llevarles una botella de vino o algo así, ¿no crees?
    —Desde luego. Es una buena idea. ¿Tenemos alguna?
    No tenían ninguna. No había ninguna botella sin abrir, excepto una de whisky, y Edith propuso alegremente llevársela.
    —Nos hicieron un gran favor —dijo.
    Charles sonrió.
    —¡Ya lo creo!
    Envolvió la botella en uno de los papeles verdes que las tiendas-bodegas usan para repartir, y se marchó con Puss-Puss en la cesta.
    Edith había dicho que no quería ir, pero le pidió que diera las gracias a los Farrow en su nombre. Luego, se sentó en el sofá y trató de leer el periódico, mas su mente se apartaba de la lectura. Miraba la estancia vacía, silenciosa, miraba al pie de la escalera y por la puerta del comedor.
    Ya no estaba, el bebé yuma. No sabía por qué imaginaba que era un bebé. ¿Un bebé de qué ? Siempre pensó en él como joven… y al mismo tiempo como cruel, al tanto de toda la crueldad del mundo, el mundo animal y el mundo humano. Y una gata le había cortado el cuello. No habían encontrado la cabeza.
    Estaba todavía sentada en el sofá cuando Charles regresó.
    Entró en el salón con pasos lentos y se dejó caer en el sillón.
    —Bueno… no deseaban exactamente que se lo devolviésemos.
    —¿Qué quieres decir?
    —No es su gato, ¿sabes? Lo recogieron por bondad o algo así… cuando sus vecinos se mudaron. Se iban a Australia y no podían llevarse la gata. Ésta vive entre las dos casas, pero los Farrow le dan de comer. Es triste…
    Edith sacudió involuntariamente la cabeza.
    —No me gustaba esa gata. Es demasiado vieja para acostumbrarse a una nueva casa.
  —Tienes razón. Bueno, con los Farrow por lo menos no se morirá de hambre. ¿No te vendría de gusto un poco de té? Lo prefiero a una copa.
    Charles se acostó  temprano, después de frotarse linimento en el hombro. Edith sabía que temía empezar a sufrir de artritis o reumatismo.
    —Me estoy volviendo viejo —le dijo Charles—. Bueno, esta noche me siento viejo.
    Edith también. Y además se sentía melancólica. Mirándose en el espejo del cuarto de baño, le pareció que las leves arrugas de debajo de los ojos se habían hecho más profundas. Había sido un día tenso, y eso que era domingo. Pero el horror ya no estaba en la casa. Algo era algo. Lo había padecido durante casi dos semanas.
    Ahora que el yuma estaba muerto, se daba cuenta de lo que había sucedido, o por lo menos ahora podía reconocerlo. El yuma había abierto el pasado, como si fuese un precipicio oscuro y amenazador. Le había hecho revivir la época en que perdió —voluntariamente— al niño y recordar la amarga pena de Charles entonces y su fingida indiferencia de más tarde. Le había hecho revivir su culpabilidad. Se preguntaba si el animal había tenido el mismo efecto en Charles. No se había comportado exactamente con nobleza en sus primeros tiempos en Pan-Com. Dijo la verdad a un superior acerca de una persona, y ésta fue despedida —Charles ocupó su puesto—, y más tarde esa misma persona se suicidó. Simpson se llamaba. Charles se encogió de hombros, a la sazón. Pero el yuma ¿no le habría hecho recordar a Simpson? Ninguna persona, ningún adulto del mundo posee un pasado perfectamente honroso, un pasado sin algún delito…
    Menos dé una semana después, Charles estaba regando los rosales, un atardecer, cuando vio la cara de un animal en el agujero de la pajarera. Era la misma cara que la del otro animal o la cara que Edith le describiera, aunque nunca pudo mirarla tan bien como en aquel momento.
    Allí estaban los negros ojillos brillantes y fijos, la boquita torva, la terrible vigilancia que le había descrito Edith. La manguera, olvidada en sus manos, lanzaba el agua contra la pared de ladrillos. La dejó caer y se dirigió a la casa para cerrar la llave del agua, con el propósito de descolgar en seguida la pajarera y ver lo que había dentro. Pero, pensó, la pajarera no era bastante grande como para que en ella cupiera un animal del tamaño del que Puss-Puss había cazado. Eso era indudable.
    Charles estaba ya casi en la casa, corriendo, cuando vio a Edith en el umbral.
    Miraba hacia la pajarera.
    — Otra vez ahí, ¿verdad?
    —Sí.
    Charles cerró la llave del agua.
    —Esta vez veré lo que es.
    Se dirigía rápidamente hacia la pajarera, pero a mitad del camino miró a la puerta del jardín y se detuvo.
    Por la puerta metálica abierta entró Puss-Puss , con aire agotado, sucio y compungido. Había andado, pero ahora trotó hacia Charles, con paso de vieja y la cabeza baja.
    —La gata ha vuelto —dijo Charles.
    Una abrumadora melancolía se abatió sobre Edith. Todo era tan predestinado, tan terriblemente previsible. Habría más y más yumas. Cuando Charles, dentro de un momento, sacudiera la pajarera, no encontraría nada dentro, y luego ella vería el animal en la casa y Puss-Puss lo cazaría. Ella y Charles, juntos, no podrían escapar de todo eso.
    —Encontró el camino hasta aquí. Tres kilómetros… —dijo Charles sonriendo.
    Pero Edith apretó los dientes para reprimir un alarido.  



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