Juan Manuel Santos |
El Nobel que defiende dictaduras
Si llevase las ansias de paz en sus entrañas, habría sido el lema de su primera campaña.
No tiene trayectoria vital en luchas por “causas nobles”, como afirman sus nuevos amigos de The Elders. Nunca le nació pelear por la paz o la justicia social. Según el libro La estirpe Santos, editado para mayor gloria del ex, solo conoció la pobreza cuando viajó a Europa, gracias al alto cargo que le regaló el papá de su amigo Cárdenas en la Federación de Cafeteros. Debía creer entonces que Colombia entera vivía en su misma burbuja.
Con el pasar de los años creó una fundación para respaldar sus ambiciones políticas personales, y también la usó a modo de escampadero entre los periodos como ministro. Pero no se le conoció campaña alguna en favor de nadie que no fuese él mismo. Si llevase las ansias de paz en sus entrañas, habría sido el lema de su primera campaña política. Pero lo fue el legado de Álvaro Uribe, del que decía había sido el mejor presidente de Colombia. Enarboló su política de seguridad democrática y agregó, de su propia cosecha, las famosas locomotoras económicas que nunca partieron de la estación.
Solo cuando quiso repetir mandato para pasar a la historia como algo más que el gobernante al que arrebataron el mar de San Andrés y Providencia, se acordó de sacar el as debajo de la manga: un proceso de paz con las Farc.
Y ni siquiera entonces logró exhibir un espíritu pacífico. Urdió la estrategia perversa de dividir al país entre buenos –él y los suyos– y los supuestos malvados que osaban alzar la voz para criticar los pasos torcidos que daba en aras de firmar lo que fuera.
Tildó a medio país de “enemigos de la paz”, animó a su orfeón a que les agregaran el apellido de “buitres de la guerra”, y fue tan eficaz que todavía sus dos alfiles más fieles –Jaramillo y De la Calle– insisten en ahondar la división. El jefe negociador, que juraba que su labor era desinteresada, sin aspiraciones políticas, continúa creyendo que persistir en la falacia de que existen millones de ciudadanos que no quieren la paz le puede proporcionar réditos electorales.
No satisfechos con azuzar odios, ahora les ha dado por alabar a Cuba y pedir al planeta que se sume a la ceremonia de exaltación de una dictadura. Un premio nobel de la paz que realmente lo fuera no podría bendecir un régimen despótico que aplasta a sus ciudadanos, encarcela y mata a los que discrepan, y protege terroristas. Antes también los entrenaba, pero desde hace unos años limita su sanguinaria complicidad a brindarles un cómodo refugio.
No satisfechos con pisotear a los suyos y proteger a las bandas criminales colombianas, el títere que Raúl Castro dejó al frente de la isla se dedica a subyugar a venezolanos y nicaragüenses. Es el verdadero artífice del siniestro cuerpo de inteligencia que usa la mafia de Miraflores para amedrentar, encarcelar y asesinar a los opositores. Igual que su íntimo Daniel Ortega. ¿En serio piensan que todos vamos a unirnos a su comité de aplausos?
Es comprensible que Santos, De la Calle y Jaramillo les agradezcan los servicios prestados. Pero no pidan a quienes defienden la democracia y repudian todas las dictaduras que ensalcen a los que las abrazan y promueven.
Cuba jugó el papel que le asignó aquel Gobierno colombiano y no caben reproches por cumplir su cometido. Pero, de ahí a elevarles a los altares y venerarlos, hay un trecho gigantesco. Y los sátrapas de La Habana ya se cobraron el trofeo. Ofrecieron al mundo la falsa imagen de que son un Gobierno legítimo y generoso, amante de la paz y la tolerancia. Otra ignominia que hubo que pagar para que a ese señor le regalaran el Nobel.
No albergo la menor duda de que fuera de estas fronteras le harán la ola y le desplegarán la alfombra roja. Que lo celebre y disfrute mientras el país se desangra por sus errores. Firmó un pacto con amarres que pudo evitar si, en lugar de abrir brechas entre compatriotas, hubiera escuchado críticas y sugerencias. Si fuese, en suma, un verdadero pacifista, un hombre de Estado capaz de deponer sus ambiciones personales en aras del bien común.
Igual que De la Calle. Mientras hacía concesiones innecesarias a Iván Márquez, acariciaba la idea de heredar el bastón de mando de Casa Nariño. Solo espero que en esta ocasión, al menos, no le cueste a Colombia el platal de la otra intentona fallida. Y si pierde, siempre le quedará ir a Cuba a consolarse con mojitos.
SEMANA
No hay comentarios:
Publicar un comentario