Triunfo Arciniegas
Otra lectura de Soldados de Salamina
Casi de un tirón, apenas con las debidas pausas para darle de comer al perro o prepararme un café, he vuelto a leer una de las grandes novelas de lo que va del siglo XXl: Soldados de Salamina, de Javier Cercas.
La obra se publicó a principios de 2001 y tuve la suerte de comprarla el 14 de enero de 2004 en Caracas. Entonces todavía se podía viajar a Venezuela. Dos días después la había leído, absolutamente fascinado. Años después se hizo una película que me negué a ver para no echar a perder la relectura.
Conservo dos o tres recuerdos de ese viaje a Caracas. Escribí en esos días El perfume del viento, un texto para niños, y Altagracia, un cuento erótico sobre los encuentros de una muchacha con un hombre mayor. Estaba enamorado. Pero si la lectura de Soldados de Salamina no fue el hecho más importante, si acaso no lo fue, impregnó poderosamente la atmósfera de aquellos días. Recuerdo el hotel donde leí la novela, recuerdo la avenida, el puente más cercano, las maravillosas librerías debajo del puente. No olvidé nunca la escena del fusilamiento, el encuentro del narrador con el escritor chileno Roberto Bolaño y sobre todo el momento que da origen y sostiene la obra, cuando el soldado se niega a disparar o delatar al prófugo Rafael Sánchez Mazas.
Hay novelas que se desmoronan con las nuevas lecturas, hay otras que mantienen su encanto y que incluso se agigantan aún más. Soldados de Salamina pertenece, por suerte, a este último caso. Aparte del regocijo de la prosa y la sabia arquitectura, de la magia de Cercas para construir frases, me quedo ahora con el remate de la historia. Vale la pena devorar una vez más estas doscientas páginas para volver al encuentro que cierra la novela y sobre todo a las conmovedoras reflexiones del narrador, y esas frases largas que envuelven al lector como agua pura de la montaña y que no son otra cosa que magia, esencia la literatura verdadera, hueso y sustancia de la vida misma.
2 de enero de 2021
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