lunes, 1 de febrero de 2021

Patricia Highsmith / Señora Afton, entre tus verdes laderas

 


Patricia Highsmith 
Señora Afton, entre tus verdes laderas
(Mrs. Afton, Among Thy Green Braes)


Para el doctor Félix Bauer, mientras miraba por la ventana de su despacho de los bajos de un edificio de la avenida Lexington, en Nueva York, la tarde era como un río perezoso que ha perdido su corriente o que fluye lo mismo hacia abajo que hacia arriba. El tránsito había aumentado, pero bajo el sol en fusión los coches sólo avanzaban unos palmos detrás de las luces rojas de los que les precedían, con sus adornos cromados centelleando como metal calentado al blanco. El despacho del doctor Bauer estaba climatizado, era agradablemente fresco, pero algo, su lógica o su sangre, le decía que hacía calor y esto le deprimía.
    Consultó su reloj de pulsera. La señorita Vavrica, que tenía hora para las tres y media, le daba plantón una vez más. Podía imaginarla, sentada probablemente en un cine, con los ojos muy abiertos, hipnotizándose para no pensar en lo que debería estar haciendo en aquel mismo momento. Podía ocuparse en alguna otra cosa, hasta la llegada de su próximo paciente, a las cuatro y cuarto, pero seguía mirando por la ventana. ¿Qué tenía Nueva York, se preguntó, que, con toda su velocidad y ambición, le privaba de su iniciativa? Trabajaba duro, siempre lo hizo, pero en América se daba cuenta de que trabajaba duro. No era como en Viena o París, donde trabajó y vivió, donde descansaba con su esposa y sus amigos en las veladas, y luego encontraba energía para trabajar algo más y leer algo más, hasta la madrugada.
    La imagen de la señora Afton, pequeña, más bien regordeta, pero todavía linda, con una rara, radiante belleza de la mediana edad —perfumada, recordó, con una colonia de gardenias—, se superpuso a la imagen de sus veladas europeas. La señora Afton era una agradable dama del sur del país. Confirmaba lo que a menudo había oído decir del sur, que conservaba un estilo de vida tradicional, en el cual había tiempo para comidas, visitas, conversación y, simplemente, para no hacer nada. Lo había descubierto en algunas de las frases de la señora Afton, que podían no ser necesarias, pero que resultaban agradables al oído, en sus discretos buenos modales —y en general los buenos modales le fastidiaban— que la ansiedad no le hacía olvidar ni un momento. La señora Afton reflejaba un modo de vida que, como una alquimia, convertía el mundo en otro más hermoso cuando estaba presente. No era frecuente que encontrara entre sus pacientes a personas tan agradables, pero la verdad era que la señora Afton había acudido a verle el lunes pasado, no por ella, sino por su marido.
    Su paciente de las cuatro y cuarto, el serio señor Schriever, se ganaba cada céntimo del dinero que pagaba por cada una de sus sesiones de cuarenta y cinco minutos y se daba cuenta de ello a cada segundo que transcurría, llegó y se marchó sin levantar ni siquiera una burbuja en la superficie de la tarde. A solas de nuevo, el doctor Bauer se pasó la mano, fuerte y cuidada, por las cejas, alisándolas con impaciencia, y tomó una última nota sobre el señor Schriever. El joven había hablado sin cesar una vez más, vacilando, luego precipitándose, y no hubo pregunta que lograra llevarlo hacia caminos más prometedores. Era con gente como el señor Schriever que uno debía convencerse a sí mismo de que finalmente se le podría ayudar. La primera barrera, pensaba el doctor Bauer, era siempre la tensión, no la tensión casi objetiva de la guerra o la pobreza que había encontrado en Europa, sino el tipo norteamericano de tensión, distinta en cada individuo, y a la que cada uno parecía aferrarse cuando acudía a un psicoanalista para que se la disecara. Recordó que en la señora Afton no se presentaba esa tensión. Era lamentable que una mujer nacida para ser feliz, educada para ello, estuviera ligada a un hombre que había renunciado a la felicidad. Y era lamentable que no pudiese hacer nada por ella. Había decidido que hoy le diría que no le era posible ayudarla.
    Exactamente a las cinco, el pie del doctor Bauer encontró el botón del timbre debajo de la alfombra azul y lo apretó dos veces. Miró hacia la puerta, se levantó y la abrió.
    La señora Afton entró inmediatamente, con paso rápido y seguro, pese a lo rolliza que era, erguida la cabeza, la cabellera castaño clara cuidadosamente ondulada. Se le ocurrió que aquella tarde era la única criatura capaz de moverse por su propia energía.
    —Buenas tardes, doctor Bauer.
    Aflojó el pañuelo de chifón de un azul que no era igual pero armonizaba con el de la alfombra del despacho, y se sentó en el sillón de cuero.
    —Hace aquí un fresco encantador. Me horroriza la idea de volver a salir, hoy.
    —Sí —sonrió él—. La climatización nos mima demasiado.
    Inclinado sobre la mesa, leyó las notas que había tomado el lunes pasado:
    «Thomas Bainbridge Afton, 55. Estado de salud bueno. Irritable. Ansiedad por su fuerza y forma física. En meses recientes, dieta severa y plan de ejercicios físicos. Cuarto de la suite del hotel lleno de aparatos de gimnasia. Se ejercita tenazmente. Indicios esquizoides, sadomas. Rehúsa tratamiento».
    Concretamente, la señora Afton había ido a verle para preguntarle cómo podría persuadir a su marido de que abandonara aquel régimen o, por lo menos, que lo suavizara.
    El doctor Bauer le sonrió intranquilo por encima de la mesa. Debería explicarle una vez más que no le era posible tratar a alguien a través de otra persona, y dar la cosa por terminada. La señora Afton le había rogado que le concediera una segunda visita, y ahora estaba tan visiblemente esperanzada que le resultaba difícil comenzar.
    —¿Cómo van las cosas hoy? —inquirió, según su costumbre.
    —Muy bien.
    Vaciló.
    —Creo que le he contado casi todo lo que hay que contar. A menos que quiera preguntarme algo.
    Entonces, como dándose cuenta de su propia intensidad, la señora Afton se reclinó en el sillón, parpadeó sobre sus ojos azules y sonrió; la sonrisa  parecía decir lo que el lunes pasado había dicho con palabras:
    —Ya sé que resulta ridículo un marido que flexiona los brazos delante del espejo, como un chiquillo de doce años que admira sus músculos, pero ya puede imaginarse usted que cuando, al terminar, tiembla de agotamiento, temo por su vida.
    Con una sonrisa parecida y un gesto de comprensión, suponía el doctor, que si le dijera: «Ya que su marido se niega a venir personalmente para que lo trate…», se marcharía del despacho cargada todavía con su ansiedad. La señora Afton no había expuesto de sopetón todas sus inquietudes, como suelen hacer la mayoría de las mujeres de mediana edad y de su tipo, y era demasiado orgullosa para confesar de buenas a primeras hechos embarazosos, como, por ejemplo, que su marido le pegara. El doctor Bauer estaba seguro de que lo hacía.
    —Sospecho, desde luego —comenzó— que a través de su régimen de cultura física, su marido está tratando de reconstruir un ego dañado. Su razonamiento inconsciente es que, habiendo fracasado en otras cosas, sus negocios, tal vez socialmente, perdiendo sus propiedades de Kentucky, según me dijo usted, y no logrando ser tan buen sostén de la familia como quisiera, puede compensar todo esto siendo fuerte físicamente.
    La señora Afton pareció asombrarse y sus ojos se abrieron mucho. El doctor Bauer los había visto abrirse antes, cuando la empujaba a explicarse, cuando trataba de acordarse de algo, y los había visto entrecerrarse súbitamente cuando algo la divertía, con una coquetería juvenil chispeando todavía a través de las curvas pestañas color castaño. Ahora, la inclinación de su cabeza ponía de relieve los anchos pómulos, la frente más estrecha, el mentón suavemente agudo, un rostro maternal, aunque no tenía hijos. Finalmente contestó vacilante:
    —Supongo que esto sería lógico.
    —¿Pero no está usted de acuerdo?
    —Pues no por completo, en todo caso. —Volvió a levantar la cabeza—. No creo que mi marido se considere realmente un fracasado. Vivimos todavía muy a nuestras anchas, ¿sabe usted?
    —Sí, desde luego.
    La señora Afton miró el reloj eléctrico, cuya segunda aguja iba barriendo silenciosamente los preciosos cuarenta y cinco minutos. Sus rodillas se separaron algo, al inclinarse hacia adelante, y sus pantorrillas, como una base ornamental, se curvaron simétricamente hacia sus finos tobillos, que mantenía muy juntos.
    —¿No se le ocurre nada que pudiera ayudarme a moderar su… su rutina, doctor Bauer?
    —¿No hay una posibilidad, por remota que sea, de que le pueda persuadir para que venga a verme?
    —Me temo que no. Ya le expliqué lo que piensa de los médicos. Dice que pueden hacer con él lo que deseen cuando esté muerto, pero que no quiere tener nada que ver con ellos mientras viva… Me parece que se me olvidó decirle que vendió su futuro cadáver a una escuela de medicina.
    Sonrió de nuevo, pero el doctor percibió un gesto de vergüenza o enojo en su sonrisa.
    —Lo hizo hace unos seis meses. Me imagino que le interesará a usted saberlo.
    —Sí, en efecto.
    Ella continuó con un mínimo aumento de importunidad.
    —Creo que si pudiera usted verlo un momento…, quiero decir, sin que él supiera quién es usted, estoy segura de que podría ver mucho más de lo que yo pueda explicarle.
    El doctor Bauer suspiró.
    —Pero lo que pudiera decirle a usted, en tal caso, sería sólo una suposición. A través de usted, o por ver a su marido unos momentos, no es posible que descubra los hechos que causaron su obsesión por los ejercicios físicos. Podría aconsejarle a usted que le ayude a reconstruir lo que haya perdido, sus contactos sociales, sus aficiones, y cosas así. Pero estoy seguro de que usted ya lo ha intentado.
    La señora Afton confirmó, con un gesto de desaliento, que así era.
    —Y esto, psicológicamente, sería sólo reparar la fachada.
    La señora Afton no dijo nada. Las comisuras de sus labios se apretaron y miró las cuatro brillantes barras amarillas que las persianas imprimían en un ángulo de la estancia. A pesar de la ansiedad de su postura, había un aire de desánimo en ella que obligó al doctor Bauer a bajar la vista a su pluma estilográfica, que hacía rodar con un dedo sobre la mesa.
    —Con todo, le agradecería mucho que intentase usted verlo, aunque sólo fuera a través del vestíbulo de nuestro hotel. Entonces me parecería que lo que dijera sobre él sería más concreto.
    «Cualquier cosa que digo es concreta», pensó el doctor, pero abandonó esta idea para pensar en lo que iba a decirle, o sea, que no le quedaba nada por hacer más que acudir a un tribunal de relaciones familiares. El tribunal probablemente aconsejaría que el marido fuese sometido a tratamiento, y el doctor Bauer sabía que entonces la señora Afton sufriría mil veces más que cuando él le sugirió que su marido había sido un fracasado. Le había dicho que amaba todavía a su marido y el divorcio no le pasaba por la mente, ni siquiera una breve separación. El doctor Bauer se daba cuenta de que no sólo lo quería, sino que estaba orgullosa de él. De repente, se le ocurrió que ir a darle un vistazo, por decirlo así, al marido, sería el gesto de cortesía que había estado buscando. Una vez lo hubiese visto, sentiría que había hecho todo lo que estaba a su alcance hacer.
    —Puedo intentarlo —dijo por fin.
    —Muchas gracias. Estoy segura de que ayudará. Estoy convencida de que sí.
    Sonrió y se irguió en su asiento. Movió negativamente la cabeza ante el cigarrillo que el doctor Bauer le ofrecía.
    —Le contaré otra cosa que sucedió —empezó a decir, y el doctor sintió que la gratitud irradiaba de la señora Afton—. ¿Recuerda usted que el lunes a las dos y media tenía cita con usted? Así, para salir sola, le dije a Thomas que debía encontrarme con la señora Hatfield, mi mejor amiga en el hotel, a las dos y media en los almacenes Lord y Taylor. Pues hacia las dos estaba comiendo a solas en el comedor del hotel cuando Thomas se presentó inesperadamente. Nunca comemos juntos, porque él lo hace en un restaurante especializado en ensaladas de la avenida Madison. Y allí estaba yo con mi langosta a la Newburg, que para Thomas es lo más parecido a un suicidio… La langosta es una especialidad del hotel, los lunes, y siempre la tomo. Bueno, pues acababa justamente de decirle a Thomas que debía encontrarme con la señora Hatfield a las dos y media, cuando entró en el comedor esa misma señora. Es miope y no nos vio, pero mi marido sí que la vio. Se sentó en una mesa y encargó su comida. Era evidente que tardaría por lo menos una hora en terminarla. Thomas estaba sentado frente a mí, en silencio, seguro de que le había mentido. A veces es así… Luego, me lo suelta todo, en algún otro momento, cuando menos me lo espero.
    Se detuvo, casi jadeando.
    —¿Y cuándo lo soltó? —inquirió el doctor Bauer.
    —Ayer por la tarde. Ayer sabía con seguridad que había ido a comer con la señora Hatfield, porque ésta subió a nuestra suite a buscarme. Comimos con un par de amigas en el hotel Algonquin. Cuando regresé, sobre las tres, Thomas estaba furioso y me acusó de haber ido al cine el lunes y ayer, aunque era evidente que ayer no había habido tiempo de ir al cine después de la comida.
    —¿No le gusta que vaya usted al cine?
    Movió la cabeza, con una risa tolerante, que casi era alegre.
    —A causa del aire viciado del local, ¿sabe usted? Cree que habría que derribar todos los teatros y cines. ¡Dios mío, es tan raro a veces! Y opina que las películas que me gustan son la forma más baja de diversión. Me agradan las comedias musicales, de vez en cuando, lo confieso, y voy a verlas cuando me apetece.
    El doctor Bauer estaba seguro de que no iba.
    —¿Y qué más le dijo?
    —Poco más, la verdad. Pero arrojó al suelo su reloj de oro. Fue un gesto tan brusco, de mal genio, que casi no podía creer mis ojos.
    Lo miró como si esperara alguna reacción. Luego, abrió su bolso, sacó de él un reloj y enrolló en su dedo la cadena de oro, como para mostrarlo en todo su esplendor. Mientras el reloj daba vueltas, el doctor Bauer vio un monograma de iniciales enlazadas grabado en la tapa.
    —Es el reloj que le regalé en el primer año de nuestro matrimonio. Supongo que soy anticuada, pero me gusta que los hombres lleven un reloj grande en el bolsillo del chaleco. Es un milagro que todavía funcione. Voy a llevarlo a que le pongan el cristal. Me limité a recoger el reloj, sin decirle nada, y él se puso el abrigo y salió a su acostumbrado paseo de las tardes. Camina a diario de las tres a las cinco y media, más o menos. Luego vuelve al hotel y se ducha… con agua fría… antes de que salgamos a cenar juntos, a menos que sea una de sus veladas con el comandante Sterns. Ya le expliqué que el comandante Stems es el mejor amigo de Thomas. Juegan al ajedrez o a los naipes varias veces por semana… ¿Le sería posible ver a mi marido esta semana, doctor Bauer?
    —Creo que puedo arreglármelas para el viernes al mediodía, señora Afton —contestó.
    Los viernes por la tarde trabajaba en un ambulatorio y podía pasar por el hotel de camino hacia allí.
    —¿Le parece bien que la llame el viernes por la mañana? Entonces lo planearemos. Es mejor hacer los planes rápidamente, en el último momento.
    Se levantó cuando el doctor lo hizo, sonriendo, erguida.
    —Muy bien, esperaré su llamada. Buenas tardes, doctor Bauer. Ahora me siento mucho más tranquila. Pero me temo que sobrepasé de dos minutos el tiempo de la sesión.
    Él agitó la mano, quitándole importancia, y le abrió la puerta. En un instante se había ido, dejando sólo la ligera fragancia de su colonia. El doctor se quedó un momento junto a la puerta cerrada, de cara al crepúsculo que asomaba ya a la ventana.
    Cuando el doctor Bauer llegó a su despacho a las nueve de la mañana siguiente, la señora Afton había llamado ya dos veces. Pedía que le telefoneara inmediatamente, le dijo la secretaria, e iba a hacerlo después de quitarse el sombrero, cuando sonó el teléfono.
    —¿Podría venir usted esta mañana? —le preguntó la señora Afton.
    Un temblor de miedo en su voz le puso en alerta.
    —Claro que puedo, señora Afton. ¿Qué ha sucedido?
    —Se ha enterado de que le he visitado a usted para hablarle de él . Quiero decir que sabe que he visto a alguien. Esta mañana me acusó de ello, abiertamente, al regresar de su paseo matutino… como si lo hubiera descubierto paseando. Me acusó de serle desleal, hizo las maletas y dijo que se marchaba. Ahora está fuera… no con las maletas. Las tengo todavía aquí, de modo que sé que está caminando. Probablemente regresará a eso de las diez. ¿Podría venir ahora mismo?
    —¿Está de humor violento? ¿La ha golpeado?
    —¡Oh, no! Nada de eso. Pero sé que es el final. Después de esto, no podremos continuar.
    El doctor Bauer calculó cuántas citas tendría que cancelar. 'La de las diez y cuarto y acaso la de las once.
    —¿Puede estar usted en el vestíbulo a las diez y cuarto?
    —Claro que sí, doctor Bauer.
    Le costó concentrarse en su paciente de las nueve y cuarto y recordando la voz de la señora Afton pensó que hubiera debido ir inmediatamente a su hotel. Cualesquiera que fuesen las circunstancias, la señora Afton había contratado sus servicios y, por lo tanto, era responsable de lo que pudiera sucederle.
    En un taxi, a las diez, encendió un cigarrillo y permaneció sentado, inmóvil, incapaz de leer el periódico que se había llevado. A media mañana de un día de mediados de junio, pensó, y mientras él estaba pasivamente en un taxi que continuamente daba vueltas a las esquinas y se detenía ante los semáforos rojos, la esposa de Thomas Bainbridge Afton se hallaba ante la crisis de un matrimonio de más de veinticinco años. ¿Y de qué podía servirle él? Pedir ayuda en caso de violencia y pronunciar las habituales frases de consuelo, de consejo, si su marido había regresado para marcharse con las maletas. Era el final de la vida refinada y placentera de la señora Afton, que sin su marido nunca volvería a sentirse tan feliz con sus amigas. Imaginaba los comentarios que debía de haberles hecho: «Thomas tiene sus manías… Son ocurrencias de Thomas». Y finalmente, después de momentos embarazosos, comprometedores, se diría a sí misma: «Thomas es insoportable». Pero por orgullo, deber o educación, había conservado, junto con su sentido del humor, la apariencia de ser feliz en el matrimonio. «Thomas es un marido ideal… era …».
    Una sacudida del taxi interrumpió sus pensamientos. Se habían detenido en mitad de una manzana, entre la Quinta y la Sexta Avenidas, a la altura de la calle Cuarenta, frente a un hotel más pequeño y de peor aspecto de lo que había previsto, un edificio estrecho y como escondido, que imaginaba lleno de personas de mediana edad, como los Afton, residentes en él desde hacía diez o más años…
    Caminando rápidamente por el suelo de baldosas blancas y negras, la señora Afton fue hacia él, y la tensión de su rostro dio paso a una sonrisa de bienvenida. Se restregó un pañuelo por la palma de la mano y se la tendió.
    —¡Qué amable ha sido usted en venir, doctor Bauer! Ha regresado y ahora está en el cuarto. Pensé que podría presentarlo como un amigo de un amigo mío… el señor Lanuxe, de Charleston. Podría decir que ha venido un momento, justo antes de tomar el tren.
    —Como le parezca.
    La siguió hacia el ascensor, aliviado de encontrarla con tanto dominio de sí misma.
    Entraron en un ascensor estrecho y ruidoso, manejado por un anciano negro, y permanecieron en silencio mientras subía lentamente. Ahora, más cerca de ella, el doctor Bauer distinguía trazas de gris en su cabello castaño claro y oía su respiración precipitada. Tenía el pañuelo estrujado en una mano.
    —Por aquí, doctor.
    Avanzaron por un corredor casi en penumbra, bajaron dos escalones, para pasar a otro nivel, y se detuvieron ante una puerta muy alta.
    —Estoy segura de que está en su propio cuarto, pero siempre llamo —murmuró la señora Afton.
    Luego abrió la puerta.
    —Esto es el salón —dijo.
    Sin darse cuenta, el doctor Bauer se había metido el periódico en el bolsillo, para tener las manos libres. Se encontró en una estancia vacía, más bien deprimente, con el típico mobiliario de hotel, unos cuantos libros, una araña de latón, del tipo usado otrora por la luz de gas y una chimenea negra muy pequeña.
    —Está ahí —dijo la señora Afton dirigiéndose hacia otra puerta—. ¡Thomas!
    Abrió la puerta cautelosamente.
    No hubo respuesta.
    —¿No está? —preguntó el doctor Bauer.
    La señora Afton pareció turbada un momento.
    —Debe de haber salido de nuevo. Bueno, entre y verá lo que le decía… Esto es su gimnasio, como lo llama.
    El doctor Bauer penetró en una habitación como de la mitad del salón, con mucha menos luz, pues sólo tenía una ventana para salida de emergencia. Tardó un momento en distinguir las extrañas formas que yacían en el suelo o colgaban del techo. Había un saco de arena, largo y cilíndrico, para boxear, un caballo de ejercicio con empuñaduras, y un par de pelotas de baloncesto en el suelo; de éste recogió un guante de boxeo, y el otro lo siguió, atado al primero por sus cordones.
    —Y tiene un aparato para remar. Está guardado en el armario empotrado —explicó la señora Afton.
    —¿Podemos encender la luz?
    —Claro.
    Tiró de una cuerda y se encendió una bombilla desnuda que colgaba del techo.
    —Cualquier otro día, estaría aquí a esta hora. Lo siento. Pero estoy segura de que regresará de un momento a otro.
    Los cordones de los guantes de boxeo estaban limpios y nuevos, metidos sólo en los primeros ojetes, como si nunca los hubieran desanudado. A la luz, ahora, todos los aparatos parecían nuevos. El caballo de ejercicio estaba cubierto de polvo, pero en su cuero no había ningún signo de uso, ni un rasguño. Frunció el ceño al fijarse en el saco lleno de arena que estaba sólo a un palmo de sus ojos. Frente a él veía una etiqueta en forma de diamante. Era evidente que ninguno de los aparatos había sido usado. Le sorprendió tanto, que al principio no se percató de lo que esto significaba.
    —Y aquí está el espejo.
    La señora Afton señaló un espejo alto que descansaba en el suelo y se apoyaba contra la pared. Se rió.
    —Siempre se está contemplando.
    El doctor Bauer asintió. A pesar de su sonrisa, veía en el rostro de la señora Afton más ansiedad que en ocasión de su primera visita, una ansiedad que afeaba y arrugaba sus finas cejas. Sus manos temblaban cuando recogió una cinta métrica y empezó a enrollarla cuidadosamente en dos dedos, esperando, confiada, algún comentario del doctor.
    —Tal vez sería mejor que esperara en el vestíbulo —murmuró el doctor Bauer.
    —De acuerdo. Le haré avisar cuando mi marido regrese. Siempre sube por la escalera. Supongo que por esto no lo vimos cuando salió.
    La escalera estaba enfrente del doctor Bauer, cuando salió al pasillo, de modo que bajó por ella, sin casi fijarse. Se cruzó con un hombre rubio y ágil, que subía, y lo miró un instante, pero el doctor Bauer estaba seguro de que no era él. Se sentía aturdido, sin saber exactamente por qué. En el vestíbulo, miró a un lado y otro y finalmente se dirigió hacia el mostrador, medio oculto debajo de otra escalera.
    —Tiene a una tal señora Afton registrada —dijo, afirmando más que preguntando.
    El joven que estaba en el mostrador y al cargo de la centralita de teléfonos alzó la cabeza del periódico.
    —¿Afton? No, señor.
    —La señora Afton, de la habitación treinta y dos.
    —No, señor. No tenemos a ningún Afton.
    —Entonces, ¿quién ocupa la habitación treinta y dos?
    Por lo menos, estaba seguro del número del cuarto.
    El joven consultó rápidamente la lista que estaba al lado de la centralita.
    —Es la suite de la señorita Gorham.
    Y lentamente, al mirar al doctor Bauer, en su rostro apareció una sonrisa divertida.
    —¿La señorita Gorham? ¿No está casada?
    El doctor Bauer se humedeció los labios con la lengua.
    —¿Vive aquí sola?
    —Sí, señor.
    —¿Hablamos de la misma persona? Se trata de una mujer en la cincuentena, algo rolliza, con el cabello castaño claro.
    Estaba seguro, seguro, pero tenía que confirmarlo.
    —Sí, la señorita Gorham. Frances Gorham.
    El doctor Bauer miró los ojos sonrientes del joven que conocía a la señorita Gorham y se preguntó qué sabía el telefonista que él ignoraba. Más de una vez la señora Afton debió de sonreír a aquel joven, para caerle en gracia, como lo hizo con él en su gabinete.
    —Gracias —dijo distraídamente. Y agregó, ausente—: Nada más.
    Se volvió, sin mirar nada, apretando los dientes hasta que se desvaneció la sensación de que la realidad se hundía, y el mundo volvió a ser como era, duro y algo raído, como el vestíbulo del hotel, tan concreto como el sonido de los tacones sobre el suelo de baldosas, hasta que dejó de existir la señora Afton. Se dirigía a la puerta cuando un imperioso deseo de volver a su rutina le hizo consultar el reloj de pulsera y darse cuenta de que podría llegar a tiempo para su cita de las once, pues apenas si eran las diez y media. Se encaminó hacia una cabina telefónica parecida a un féretro, casi oculta detrás de una palmera enana en un gran jarrón. Al lado, bajo una lámpara, estaban en una estantería los listines telefónicos, y una curiosidad terca y sin sentido le impulsó a buscar Afton en las A del tomo de Manhattan. Había sólo uno y era el nombre comercial de una tienda. Entró en la cabina y marcó el número de su despacho.
    —Por favor, trate de hablar con el señor Schriever —le dijo a su secretaria— y pregúntele si le es posible todavía venir a las once. Preséntele mis excusas por el cambio de hora. ¿Para cuándo es la próxima cita de la señora Afton?
    —Un momento… Provisionalmente, el lunes a las dos y media.
    —Cámbielo, por favor, por una cita con la señorita Gorham —dijo marcando las sílabas—. La señorita Frances Gorham, a la misma hora.
    —¿Gorham? ¿Ge, o, erre, hache, a, eme?
    —Sí, supongo que se escribe así.
    —¿Es una pariente nueva, doctor Bauer?
    —Sí —contestó éste.

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