miércoles, 10 de febrero de 2021

Patricia Highsmith / La cometa


Patricia Highsmith 

LA COMETA


Las voces de la madre y el padre de Walter llegaban por el pasillo, en murmullos entrecortados, hasta su habitación. ¿Sobre qué discutían ahora? Walter no los escuchaba. Pensó en cerrar la puerta de la habitación de un puntapié, pero no lo hizo. Podía cerrar los oídos con bastante facilidad. Walter estaba de rodillas en el suelo haciendo muescas en una vara de madera de balsa que medía unos dos metros setenta de largo. Hubiera medido exactamente dos metros setenta y cinco, pero él había hecho una muesca demasiado profunda, le había parecido, hacía unos minutos, y había tenido que cortar un pedacito y empezar de nuevo. La vara era el eje de la cometa que estaba construyendo. El travesaño sería de un metro ochenta, de manera que solo girando la cometa sería posible sacarla por la puerta.


    —¡Yo no dije eso! —era la voz estridente de su madre, en tono de impaciencia.
    Un par de veces a la semana, su padre se iba farfullando a dormir al sofá de la sala en vez de hacerlo en el dormitorio con su madre. Cada tanto mencionaban a Elsie, la hermana de Walter, pero Walter había dejado de escuchar también esas conversaciones. Elsie había muerto hacía dos meses en el hospital, de neumonía. Walter se percató ahora de un olor a jamón o tocino frito. Tenía hambre, pero el menú de la cena no le interesaba. Quizás pudieran terminar de comer sin que su padre se levantara y se retirara de la mesa, incluso para subirse al coche e irse. No es que eso fuera importante.
    Lo importante era la obra que tenía entre sus manos, la gran cometa, y hasta ese momento Walter estaba satisfecho con su trabajo. Era la cometa más grande que había intentado montar alguna vez, ¿y volaría siquiera? La cola tendría que ser bastante larga. Quizás Walter tuviera que hacer pruebas con la longitud. En un rincón de la habitación había un rollo de papel de arroz rosado de un metro ochenta de alto. Walter estaba deseando, con algo de miedo, cortar un solo y enorme trozo de papel para hacer su cometa. Lo había encargado en una papelería del centro, y había debido esperar un mes, porque lo habían pedido a San Francisco. Había pagado ocho dólares con el dinero ahorrado de su mensualidad, lo que significaba no ir a Cooper’s a comprar batidos de helado y hamburguesas con Ricky y sus otros amigos del barrio.
    Walter se puso de pie. Junto a su cama había, clavada en la pared, una cometa morada con un agujero en el papel, porque un pájaro la había atravesado volando como a propósito, igual que un bombardero. El pájaro no había salido herido, pero la cometa se había venido abajo rápido, mientras Walter enrollaba el hilo a toda prisa para que no se quedara enganchada en un árbol. La había rescatado, lo que quedaba de ella. Él y Elsie la habían construido juntos, y Walter le tenía cariño.
    —¡Wally! A comer… —llamó su madre desde la cocina.
    —¡Ya voy, mamá!
    Walter estaba juntando astillas de madera de balsa con una escobita y una pala. Su madre había quitado la moqueta el año anterior. El suelo de madera era más fácil de barrer, y era más fácil trabajar en él cuando se precisaba pegar algo. Walter tiró las astillas en la papelera. Miró la cometa en forma de caja —azul y amarillo— que colgaba del techo. A Elsie le había encantado aquella cometa. Pensó que ella habría admirado la que él estaba construyendo ahora. De repente Walter supo lo que escribiría en la nueva cometa, solo el nombre de su hermana —Elsie— en elegante letras de imprenta.
    —¿Wally ?
    Walter fue por el pasillo hasta la cocina. Su madre y su padre estaban sentados a la mesa de patas de tijera. La silla de su hermana, la cuarta, no se había movido, y quizás siguiera allí para completar la simetría del cuatro, pensaba Walter, una silla por cada lado de la mesa, aunque la mesa era lo suficientemente grande como para que a ella se sentaran ocho personas. Walter apenas miró de reojo a su padre, porque su padre lo miraba fijamente a él, y Walter se veía venir una reprimenda. Su padre tenía el pelo de un castaño más oscuro que el de Walter y las cejas rectas que Walter había heredado. Últimamente afloraba a los labios de su padre una sonrisa en la que Walter había aprendido a no confiar. Su padre vendía coches, nuevos y usados, y siempre usaba traje. Sus preferidos eran un par de trajes de tweed a los que llamaba trajes de la suerte. Incluso ahora, en junio, su padre llevaba pantalones marrones de tweed , aunque se hubiese aflojado la corbata y desabotonado el cuello de la camisa. El pelo de su madre se veía más esponjoso que de costumbre, lo que quería decir que esa tarde había ido a la peluquería.
    —¿A qué viene tanto silencio, Wally? —preguntó su madre.
    Walter estaba comiendo su plato de arroz y jamón. Había un cuenco de ensalada a su derecha.
    — Vosotros tampoco decís nada.
    Steve, el padre de Wally, se rio con suavidad.
    —¿Qué has estado haciendo por la tarde? —preguntó su madre.
    Lo que quería decir eso era desde que había vuelto de la escuela a las tres y media. Walter se encogió de hombros.
    —Jugando.
    —Mientras que no vayas por… ya sabes —Steve agarró su vaso de cerveza.
    Walter sintió calor en la cara. Su padre se refería a ir de nuevo al cementerio. Bueno, Walter no iba a menudo, y de hecho odiaba ese lugar. Quizás había ido dos veces, y ¿cómo lo habían averiguado sus padres?
    —Doy fe de que Wally estuvo en casa toda la tarde —dijo su madre en voz baja.
    —El guarda de ahí… lo mencionó, ¿sabes, Gladys?

    —De acuerdo, Steve, pero ¿tienes que…?    

    Steve mordió el pan de ajo y miró a su hijo.
    —Hay un guarda, Wally. ¿Por qué saltas la reja? Si quieres entrar, toca el timbre al otro lado de la calle. Para eso le pagan al hombre.
    Walter apretó los labios. No quería visitar la tumba de su hermana acompañado por un guarda anciano, ¡por Dios!
    —¿Y qué pasa si lo hice… una vez? —contestó Walter—. La verdad, ese lugar es muy aburrido.
    Walter hubiera podido agregar que las lápidas eran feas y estúpidas.
    —Pues no vayas —dijo su padre, con una sonrisa más amplia.
    Walter miró furioso a su madre, sin saber qué contestar; tampoco esperaba que ella saliera en su ayuda.
    «Cucú. Cucú. Cucú».
    —¡Estoy harto de ese maldito reloj! —gritó su padre, levantándose de un salto. Arrancó el reloj de cucú de la pared y se quedó quieto como a punto de arrojarlo al suelo, mientras el pajarito, que daba las siete, seguía saliendo y entrando.
    —¡Ja, ja! ¡Ja, ja, ja! —se rio Walter tratando de aguantarse. Casi se atragantó con la lechuga, y agarró su vaso de leche y se rio al tomarla.
    —¡No lo rompas, Steve! —gritó su madre—. Wally, ¡ya basta!
    Walter dejó de reírse de repente, pero no porque su madre se lo hubiera pedido. Terminó de comer lentamente. Su padre no volvió a sentarse, y él y su madre hablaron del Beachcomber Inn, y de si su padre iría allí esa noche, y su madre le decía que ella no quería ir, y le preguntaba a Steve si iba a encontrarse allí con alguien. Una persona o varias, Walter no entendió, y la verdad era que no le importaba. Pero su madre cada vez se enfurecía más y ahora también estaba de pie, sin haber siquiera tocado su manzana asada.
    Steve dijo:
    —¿Es ese el único lugar en este…?
    —Sabes muy bien que es allí adónde fuiste durante días y noches ¡aquella vez! —dijo su madre, que parecía sin aliento.
    Steve echó una mirada a Walter, que bajó los ojos y alejó de sí el postre del que había comido sólo la mitad. Walter quería levantarse e irse, pero se quedó sentado unos segundos como paralizado.
    —Eso… no… es… verdad —dijo su padre—. Pero ¿voy a salir hoy? ¡Claro que sí! —estaba poniéndose una chaqueta de verano que había estado colgada de la silla.
    Walter sabía que hablaban de la vez en que a su hermana le había dado fiebre. A Elsie le habían extirpado las amígdalas la semana anterior, y todo parecía andar bien, aunque no iba a la escuela y se quedaba en casa, comiendo helado sobre todo, y entonces la cara se le había puesto roja. Y su madre no estaba en ese momento, porque a su vez su madre —la abuela Page— estaba enferma en Denver, con un problema del corazón, y todo el mundo creía que ella podía morir, pero no había muerto. Para cuando su madre había regresado a casa, Elsie estaba en el hospital y el doctor había dicho que se trataba de una neumonía doble o, por lo menos, un caso muy grave de neumonía, que no le pareció a Walter una enfermedad como para que nadie se muriera, pero Elsie había muerto.
    —¿Por qué no terminas la manzana, Wally? —preguntó su madre.
    —De nuevo está soñando despierto —Steve tenía un cigarrillo en la boca—. Vive en un mundo de fantasía. Cometas y bicicletas. —Su padre estaba a punto de salir por la puerta trasera del garaje.
    —¿Ya me puedo ir? —Walter su puso de pie—. Quiero decir, ¿a mi habitación?
    —Sí, Wally —dijo su madre—. Hoy dan ese programa sobre policías que te gusta tanto. ¿Quieres verlo conmigo?
    —No sé —Walter negó incómodo con la cabeza y se fue de la cocina.
    Un minuto después, Walter oyó el coche que se alejaba de la casa. Walter fue por el pasillo de su habitación a la sala. Allí estaba la biblioteca, el televisor, un sofá y los sillones. Sobre uno de los estantes había dos fotografías de Elsie.
    En la más grande, Elsie sostenía con cuidado la cometa morada entre las palmas, la cometa dañada ese mismo día por un pájaro. Elsie sonreía, casi se reía y el viento le echaba el pelo hacia atrás, que era más rubio que el de Walter. La segunda foto le gustaba menos a Walter, porque la habían tomado la última Navidad en un estudio de un fotógrafo: él y Elsie sentados en un sofá, con ropa elegante. Su padre había tomado la fotografía de la cometa en el jardín trasero hacía solo tres meses. Y ahora Elsie estaba muerta, «se había ido», alguien le había dicho, como si él fuera un crío al qué debía mentírsele, o como si un día ella fuera a «regresar», de solo decidirse a hacerlo. Muerto quería decir muerto, y muerto quería decir inmóvil y sin respirar, como aquel par de ratones que Walter había visto a su padre sacar de las trampas puestas debajo del fregadero. Las cosas muertas nunca se moverían ni respirarían de nuevo. Estaban acabadas, sin remedio. Walter no creía en fantasmas, no se imaginaba a su hermana rondando por la casa de noche, ni tratando de comunicarse con él. De ninguna manera. Walter ni siquiera creía en la vida después de la muerte, aunque el sacerdote hubiese hablado de algo por el estilo en el funeral de Elsie. ¿Acaso un ratón vivía después de muerto? ¿Por qué debería hacerlo? ¿Cómo podría? ¿Dónde ocurría esa vida, por ejemplo? ¿Alguien lo sabía? No. Ese era un mundo de fantasía, pensaba Walter, y mucho más tonto que las cometas que su padre había llamado un mundo de fantasía. Las cometas podían tocarse, y tenían que estar bien construidas, al igual que los aeroplanos.
    Al oír los pasos de su madre, Walter cruzó rápido el pasillo y se metió en su habitación.
    A los dos minutos, Walter se había preparado para salir con una cometa roja y blanca de unos sesenta centímetros y una madeja de hilo. Aún había luz, apenas eran las ocho.
    —Wally… —su madre estaba en la sala y había encendido la televisión—. ¿Has hecho los deberes?
    —Sí, mamá, esta tarde —era cierto. Walter fue de mala gana hasta la puerta del salón, tras dejar la cometa en el pasillo, donde su madre no pudiera verla—. Salgo a dar una vuelta en bicicleta un rato.
    Su madre estaba sentada en un sillón y se había quitado los zapatos.
    —El programa que te gusta empieza a las nueve, ¿sabes?
    —Sí, estaré de vuelta para entonces —Walter agarró su cometa y se dirigió a la puerta trasera.
    Tomó su bicicleta del garaje y colocó la cometa entre dos trapos en una de las alforjas que había detrás del asiento. Walter salió por la entrada de coches y dobló a la derecha, dejándose llevar pendiente abajo de pie sobre los pedales.
    Ricky, un amigo de Walter de la escuela, estaba regando el jardín de su casa.
    —¿Vas a Coop’s? —Ricky se refería al local de hamburguesas y helados.
    —No, estoy paseando un rato, nada más —dijo Walter por encima del hombro. Walter no tenía dinero en ese momento ni, de todas maneras, ganas de ir a Coop’s con Ricky.
    Walter siguió su camino, atravesó la zona comercial del pueblo, dobló a la izquierda y empezó a pedalear con más fuerza por una larga subida. El viento empezaba a soplar con fuerza y lo golpeaba mientras avanzaba colina arriba. Cada vez había menos casas y más árboles, hasta que Walter vio la verja de hierro de puntas de Greenhills, el cementerio donde estaba enterrada su hermana. Walter giró hacia la derecha, tuvo que cruzar una zanja a pie empujando la bicicleta, hizo varios metros a pie y finalmente llegó a un lugar que quedaba oculto tras un árbol grande. Apoyó la bicicleta contra la verja, hizo pasar la cometa y el hilo entre los barrotes y trepó a la verja, afirmando las zapatillas contra los barrotes. Pasó con cuidado por sobre las puntas, se dejó caer, agarró su cometa y salió corriendo.
    Corría por el placer de correr y también porque le disgustaba el bosque bajo de tumbas, en su mayoría blancas, que lo rodeaba. No les tenía el menor miedo, ni siquiera respeto; simplemente eran feas, rocas anfractuosas que podían hacerlo tropezar. Walter avanzó entre ellas en zigzag, apuntando hacia una elevación del terreno a su izquierda.
    Walter llegó a la tumba de Elsie y se detuvo, respirando con la boca abierta. La tumba no estaba en plena cima de la colina. La lápida era blanca, curvada en la parte de arriba por la figura de un ángel recostado con un ala un poco levantada, MARY ELIZABETH MCCREARY, decía la lápida, con las fechas que Walter apenas miró. Las fechas no abarcaban diez años. Debajo decía algo sobre un CORDERO EN PAZ . ¡Qué tonterías! La hierba aún no había cubierto del todo la tumba, y todavía podía verse el rectángulo marcado por las palas de los sepultureros. Por un momento Walter tuvo ganas de decir: «Hola, Elsie, voy a probar la cometa roja, ¿quieres verlo?». Pero, en vez de eso, apretó los dientes y los labios. Intentar hablar con los muertos también era una tontería. Walter dio un paso sobre la tumba pequeña de su hermana y caminó hasta la cresta de la colina. Allí tampoco el suelo estaba libre de lápidas, pero al menos estas se hallaban dispuestas de manera horizontal, como si los dueños del cementerio o sus directivos no quisieran que las losas se recortaran contra el cielo.
    Walter dejó caer la madeja, quitó la banda elástica que sostenía la cola de trapo y extendió esta última de una sacudida. Esta cometa también la había construido con ayuda de Elsie. A ella le gustaba cortar el papel, con cuidado y tranquilidad, después de que él marcara los bordes. La cola estaba hecha de retazos de una sábana vieja que Walter había sacado de una bolsa de trapos, y ahora él recordó lo molesta que se había puesto su madre, que había querido usar la sábana para limpiar ventanas. Walter corrió contra el viento, y la cometa dio un salto prometedor. Walter se detuvo y la remontó tirando fuerte del hilo. ¡Subía! Y eso que Walter no tenía muchas esperanzas, porque el viento no era nada del otro mundo. Le dio más hilo, y se estremeció cuando la cometa empezó a tirarle de los dedos como una criatura viva en las alturas. Una corriente ascendente la empujó hacia arriba, y Walter tuvo que dar un manotazo para que el hilo no se le escapara.
    Sonriendo, Walter dio unos pasos hacia atrás y tropezó con el borde de una tumba, cayó al suelo y se levantó de un salto, sin soltar el hilo.
    —¿Qué te parece, Elsie? —se refería a la cometa, ahora en lo alto. Avergonzado de haber hablado en voz alta, se puso a silbar. Era una melodía que él y Elsie tarareaban o silbaban juntos cuando lijaban pedazos de madera balsa, medían y cortaban. La música era de Tchaikovski; sus padres tenían el disco.
    Walter dejó de silbar abruptamente y recogió el hilo de la cometa. La cometa volvió de mala gana, después cayó en picado unos metros como dándose por vencida, y Walter enrolló el hilo más rápido y corrió a buscarla. No había aterrizado entre los árboles. Estaba intacta.
    Para cuando Walter se subió a su bicicleta era casi de noche, así que encendió el faro. Todavía estarían dando el programa sobre policías que había mencionado su madre, pero Walter no tenía ganas de verlo. Al pasar por el Beachcomber Inn, supuso que su padre estaría dentro, bebiendo una cerveza, pero Walter no echó una mirada a los coches estacionados delante para comprobarlo. Su madre acusaba a su padre de encontrarse con alguien o de ver a alguien en ese lugar. Una chica, por supuesto, o una mujer. A Walter no le gustaba pensar en eso. ¿Era asunto suyo? No. Sabía también que, según su madre, su padre había estado matando el tiempo en el Beachcomber, o en algún otro sitio, con «esa mujer» cuando a su hermana le había dado fiebre, por lo que no había cuidado de Elsie. Las acusaciones habían causado un clima espantoso en casa, por lo que Walter pasaba mucho tiempo en su habitación, y ya no tenía ganas de mirar la televisión muy a  menudo.
    Walter dejó su bicicleta en el garaje contra la pared —el coche aún no había vuelto—, apagó el faro y tomó la cometa y el hilo. Entró en silencio por la puerta de atrás y fue por el pasillo a su habitación. Su madre estaba en el salón viendo la televisión y no lo oyó o, si lo hizo, no dijo nada. Walter cerró la puerta de su habitación sin hacer ruido antes de encender la luz. Plegó la cola de la cometa, la ató con la banda elástica y apoyó la cometa en un rincón donde había otras dos o tres. Después corrió su silla más cerca del escritorio para dejar más espacio libre en el suelo, lo barrió una vez más y se quitó las zapatillas. Sintió ganas de medir el papel de arroz que necesitaba para la cometa grande. Fue descalzo hasta el rincón y trajo el rollo de papel, lo recostó en el suelo y, con cuidado, desenrolló un pedazo de cierta longitud. El papel de arroz era muy resistente, según había leído Walter en muchos libros sobre cometas. Y la cometa grande tenía que ser, desde luego, muy pero muy resistente, porque una enorme superficie estaría expuesta al viento, y una ráfaga fuerte atravesaría un papel de seda de ese tamaño; con tanta facilidad como el pájaro había atravesado la cometa más pequeña.
    De su mesa Walter agarró la lista de medidas, una cinta métrica de metal, una regla y un pedazo de tiza azul. Midió y marcó con la tiza la mitad derecha de la cometa. Cuando hubo cortado la primera y extensa línea recta desde la punta inferior hasta el punto en la derecha, sintió una oleada de orgullo, tal vez hasta de temor. Quizás una cometa tan grande ni siquiera levantara vuelo, o no muy alto, de cualquier manera. En ese caso, trataría de sobreponerse a la desilusión, y con suerte nadie lo vería en el momento crucial. Mientras tanto, silbando cautelosamente, Walter cortó la línea superior y plegó el triángulo con cuidado por la línea del centro que había trazado con la tiza azul. Después marcó el triangulo de la izquierda.
    Su madre había bajado el volumen o apagado la televisión y hablaba por teléfono.
    —Mañana por la noche, ¡claro! —decía su voz aguda, seguida por una risa—. Más te vale. Hilvanado y cosido. Ahora lo sé… ¿Cómo?
    Probablemente estuviera hablando con Nancy, una amiga que cosía mucho. Su madre cortaba mucho —cortaba tela— para chaquetas y vestidos. Era un «pasatiempo», decía, pero ganaba dinero con ello. «Cortar es siempre la parte más importante», decía su madre. Walter pensó en esa frase mientras cortaba por el medio de las líneas de tiza. Además de hacer buenas cometas, a Walter le hubiera gustado escribir un buen poema, no el tipo de poemas tontos que la maestra de lengua encargaba a la clase cada tanto. «Hablad de un paseo por el bosque… una tormenta de verano…» No. Walter quería escribir acerca de una cometa elevada en el aire, por ejemplo, de sus pensamientos, de él mismo , ahí en lo alto con la cometa, viéndolo todo, capaz de mirar el mundo debajo y el espacio exterior. Walter había tratado de escribir un poema así tres o cuatro veces, pero al leer los intentos al día siguiente, no le parecían tan buenos como había creído al principio, así que los había tirado. Siempre sentía que los poemas iban dirigidos a su hermana, pero eso era porque quería, no, habría querido que ella hubiera disfrutado de lo que él escribía, y quizás que se lo elogiara un poco.
    Lo sorprendió un golpe en la puerta. Walter retiró las tijeras del papel, se balanceó hacia atrás sobre los talones y dijo:
    —¿Sí?
    Su madre abrió la puerta sonriendo, echó una mirada al papel que estaba en el suelo y lo miró a él.
    —Son más de las diez, Wally.
    —Mañana es sábado.
    —¿Qué estás haciendo?
    —Eeee… Cortando papel para una cometa.
    —¿De ese tamaño? ¿Una cometa sola? —su madre miró de arriba abajo lo que había cortado, que iba casi de la pared hasta la puerta donde estaba—. Pero vas a doblarlo, ¿no?
    —Sí —dijo Walter sin emoción. Le parecía que el tema no le interesaba verdaderamente a su madre, sino que solo hablaba con él por hablar. La cara más bien cuadrada de su madre parecía preocupada y cansada esa noche, aunque sus labios seguían sonriendo.
    —¿Adónde fuiste antes? ¿A Cooper’s?
    Walter empezó a decir que sí, pero después dijo:
    —No, a dar una vuelta. A ninguna parte.
    —Empieza a pensar en acostarte.
    —Sí, mamá.
    Entonces ella se fue, y Walter terminó de cortar y dejó el largo pedazo de papel, cuidadosamente doblado en dos, sobre su escritorio, y después puso en un rincón lo que quedaba del papel de arroz. Tenía ganas de que fuera mañana, cuando ataría las varas de madera balsa y pegaría el papel, y más aún de que llegara el domingo, cuando probaría la cometa siempre y cuando el viento fuese favorable.
    Horas más tarde, el ruido del coche de su padre sobre la grava despertó a Walter, pero él no se movió, solo pestañeó con sueño. Mañana. La cometa grande. No importaba si sus padres discutían, si su madre pasaba toda la tarde con sus amigas parlanchinas mirando patrones de ropa en el salón, o al fondo de la casa enfrente de la cocina, en la habitación de Elsie, que últimamente su madre estaba convirtiendo en un taller, e incluso llamaba de esa manera. Walter podía cerrarse a todo eso.
    Su padre miró la cometa grande y se rio.
    —Eso no va a remontar vuelo. ¿En serio esperas que vuele?
    Lo dijo después de la comida del domingo. Estaba en el jardín trasero.
    Walter sintió calor en la cara y se puso nervioso.
    —No, lo hice para entretenerme… es de… decoración —agregó, una palabra que su madre usaba mucho.
    Su padre asintió —tenía los ojos rojos— y se alejó con una lata de cerveza en la mano. Después dijo por encima del hombro:
    —Creo que estás un poco obsesionado con las cometas, ¿sabes, Wally? ¿Cómo te está yendo en la escuela? ¿No se acercan los exámenes  finales?
    Walter, con una rodilla en el césped, se irguió.
    —Sí. ¿Por qué no le preguntas a mamá?
    Su padre siguió caminando hacia la puerta trasera. A Walter la pregunta sobre la escuela lo molestó tanto como el comentario sobre la cometa. Era el mejor de la clase en matemáticas, sin siquiera esforzarse mucho, y quizás el segundo mejor en lengua, después de Louise Wiley, que era casi un genio, pero de todas formas él sacaba la nota más alta, en las dos asignaturas. Walter siguió pegando. Y a propósito, ¿cuándo había sido la última vez que su padre había mirado su boletín de notas? Walter empujó la cometa hacia la cerca. Trabajaba en una esquina formada por la cerca de bambú, que era el lugar más a resguardo del viento. El césped estaba corto y uniforme, y aunque la superficie no era tan buena como el suelo de su habitación, la cometa era tan grande que ya no entraba recostada en esta. Walter puso piedras del tamaño de naranjas, que había sacado de un cantero, sobre el contorno de la cometa. La brisa y la luz del sol acelerarían el secado del pegamento, o eso quería creer Walter. Quería olvidar los comentarios de su padre y disfrutar del resto de la tarde.
    Pero había otro inconveniente: irían a tomar el té a casa de la abuela McCreary. La madre de Walter se lo había dicho. ¿Walter se había olvidado?, le preguntó ella. Sí, se había olvidado. Su abuela se llamaba Edna, y a Walter no le caía tan bien como su abuela del lado Page, que se llamaba Daisy y era la que casi había muerto de un ataque al corazón. Walter tuvo que cambiarse de ropa y ponerse zapatos. Edna vivía a unos veinte kilómetros en una casa que quedaba sobre la costa y tenía vista al mar. Llegaron a eso de las cuatro.
    —¡Has crecido otros dos centímetros, Wally! —dijo Edna, al traer la bandeja del té.
    Walter no había crecido tanto; no, en cualquier caso, desde que viera a Edna el mes anterior. Le preocupaba la cometa. La había entrado con mucho cuidado a su habitación y la había dejado apoyada contra el escritorio. A Walter le preocupaba que el pegamento no se hubiera secado como debía y que algo saliera mal, que el papel no sirviera, pues no tenía suficiente papel para hacer un segundo intento. Esos pensamientos y lo incómoda que era la sala de su abuela —revistas tiradas por todas partes, ningún lugar libre para apoyar las cosas— hicieron que a Walter se le deslizara el plato que tenía sobre sus rodillas apretadas, y una gota de helado de vainilla cayera sobre la alfombra, con la porción de pastel mármol encima de él en vez de abajo.
    Su madre protestó.
    —Ay, Wally, a veces eres tan torpe…
    —Lo siento mucho —dijo Walter.
    Su padre se rio por lo bajo. Hacía unos minutos se había servido dos dedos de whisky en un vaso que había sacado del mueble bar.
    Walter se esmeró con una esponja y atacó la mancha dos veces. Era más entretenido hacer algo que quedarse sentado.
    —Eres un niño muy amable, Wally. Gracias —dijo Edna—. Así está bien.
    Edna le quitó el recipiente y la esponja. Tenía las uñas pintadas de rosa y olía a un perfume dulzón que a Walter no le gustaba. Walter sabía que su pelo rubio era teñido.
    —… echa de menos a su hermana —Walter oyó murmurar, entre dientes, a su madre, cuando ella y Edna fueron a la cocina.
    Walter se metió las manos en los bolsillos, le dio la espalda a su padre, se dirigió a la biblioteca y se quedó mirándola. Rechazó una segunda porción de helado y pastel. Cuanto antes se fueran, mejor. Pero a continuación tuvieron que salir y admirar los rosales de Edna, que se veían muy frescos sobre la tierra negra y húmeda, con los pimpollos amarillos y rosados a punto de abrirse. Después hubo más murmullos y su madre dijo algo acerca de cometas, mientras su padre volvía a la sala a servirse otra copa.
    Eran más de las seis cuando llegaron a casa. Inmediatamente, aunque sin apresurarse para no levantar sospechas, Walter fue a ver cómo había quedado la cometa. Vio dos resquicios pequeños entre el papel y la madera, les puso un poco del pegamento marrón y los sostuvo con los dedos durante varios minutos, de pie sobre una silla.
    Del salón llegó un zumbido grave y ominoso, un tono que indicaba que sus padres de nuevo estaban discutiendo.
    —¡Yo no dije eso! —esta vez era su padre quien pronunciaba esas palabras.
    Cuando Walter creyó que el pegamento se había secado lo suficiente, bajó de la silla, se cambió de ropa poniéndose vaqueros y zapatillas, y empezó a hacer la cola de la cometa. Esperaba que una de tres metros cumpliera su cometido. Lo importante era el peso, no la longitud. Había comprado dos grandes madejas de hilo de nailon, liviano y fuerte, cada una de trescientos metros. La compra había sido excesivamente optimista, se daba cuenta, pero incluso ahora tenía deseos de atar el cabo de la primera madeja —que encontró suelto en el agujero del medio— al comienzo de la segunda. Podría llevar ambas en la bicicleta, una en cada alforja. La cometa debería llevarla en la mano mientras pedaleaba. Walter cortó cuatro pedazos de hilo y los ató a las cuatro piezas de madera (ya talladas a este fin) en el reverso de la cometa, unió las cuatro puntas y las ató al comienzo de la primera madeja. A continuación, desenrolló unos doscientos metros de hilo y sujetó una vara de veinte centímetros al hilo, amarrándola con un pedazo extra de nailon. Aquello era para que él la sostuviera si la cometa llegaba muy alto, porque una vara sería más clemente con sus manos que el hilo desnudo. Agregó dos o tres varas a intervalos regulares y decidió que ya estaba bien.
    Aquella tarde amenazaba lluvia. Estaba nublado y había ráfagas de viento. Pero ¿tal vez mañana? Miró la cometa con admiración —en posición vertical, la punta casi tocaba el techo, pese a que la cometa estaba inclinada contra el escritorio— y se mordió el labio. Las largas varas de madera balsa se veían limpias y hermosas. ¿Debería dar la vuelta a la cometa ahora y escribir Elsie con acuarela? No, quizás trajera mala suerte hacerlo tan pronto, como alardeando. El corazón de Walter latía más aprisa que de costumbre, así que dejó de mirar la cometa.
    Pero a la mañana siguiente, domingo, inspirado por el sol intenso y el viento fuerte y constante, Walter escribió ELSIE con acuarela azul en la parte superior de la cometa. Había llovido durante la noche. El viento soplaba sobre todo del sur, comprobó Walter. Salió montado en su bicicleta cerca de las diez de la mañana. Su padre aún no se había levantado. Walter y su madre desayunaron juntos; su madre tenía cara de sueño, porque Louise y otra amiga habían venido después de la cena y se habían quedado hasta tarde.
    —¡Guau, es enorme! —Ricky estaba una vez más en el jardín, jugando con un disco.
    En ese momento, Walter tuvo que bajarse de la bicicleta y aferrar mejor la cometa. Había hecho un lazo no muy firme pero confiable de cuerda ordinaria para sostener la cometa mientras pedaleaba, pero el vértice inferior a veces tocaba el suelo y a la menor brisa la bicicleta se tambaleaba. Walter al principio no contestó a Ricky, y sintió un poco de vergüenza mientras intentaba ajustar la cuerda sin dañar la cometa.
    Ricky se acercaba a mirar. Pasó un coche entre ellos, y Ricky se acercó más.
    —¿No irás a volarla? ¡Se va a reventar!
    —¿Y qué? —contestó Walter—. Pero ¿por qué va a reventarse?
    —Apuesto a que no es lo suficientemente resistente. Incluso si levanta vuelo, el viento la va a desarmar. ¡Crees que sabes todo sobre cometas! —Ricky sonrió con aire de superioridad. Le estaba cambiando la voz, y últimamente trataba a Walter como si fuera mucho más pequeño que él, o al menos eso le parecía a Walter.
    —Problema mío —dijo Walter y montó de nuevo en su bicicleta— ¡Nos vemos, Ricky!
    —Eh, Wally, ¿adónde vas? —Ricky quería ir con él.
    —Todavía no lo sé. ¡A lo mejor a ninguna parte! —Walter avanzaba precariamente en dirección a la zona comercial.
    Sabía que pronto tendría que bajarse y hacer a pie el resto del camino con la enorme cometa, que atrapaba tanto viento que era imposible controlar la bicicleta. Había solo dos puntos elevados a una distancia razonable, Greenhills, adonde Walter no quería ir, y la colina detrás de Cooper’s, adonde se dirigía. Llevaba la bicicleta al borde de la calle, con la cometa del lado derecho, para así poder ver los coches que pasaban y mantenerse apartado de ellos. Un conductor se rio de Walter e hizo un comentario que él no alcanzó a oír. Por fin llegó a la base de la colina. La senda se perdía entre la hierba, y Walter agachó la cabeza y ascendió con dificultad, siempre llevando la cometa pegada a la bicicleta y usando su propio peso contra el empuje del viento.
    En la cima de la colina, Walter dejó la bicicleta en el suelo y se sentó con la cometa a su lado, apoyada de cara sobre la hierba. Con la mano izquierda sobre la muñeca derecha, contempló por entre sus rodillas la espléndida vista que se extendía abajo y al frente: muchas casitas blancas, terrenos de césped verde, sinuosas calles grises y, más a la izquierda, el azul del Pacífico, fundido en el horizonte con la bruma. Un avión de pasajeros se acercaba desde el norte, volando aún bastante alto porque iba a aterrizar al sur de allí en Los Ángeles, pero ya había puesto rumbo en contra del viento. El viento soplaba del sur, como por la mañana. Walter se levantó.
    —Uuuuuh… Uuuuuuh… —decía el viento en sus oídos. Era un sonido cálido y amistoso, más agradable que una voz humana.
    Desenrolló el hilo y se puso en posición para correr algunos metros y así remontar la cometa, pero esto último no fue necesario. La cometa se elevó inmediatamente hacia el norte. Al principio la cola flameó de aquí para allá sin control, y el vértice de la cometa apuntó directo a Walter mientras esta flotaba horizontal en el viento, pero después la cola la hizo erguirse, y el hilo se deslizó entre sus manos.
    Sostuvo el hilo con las dos manos y fue soltándolo durante casi dos minutos. ¡La cometa volaba sola! ¡No había que hacer esfuerzos!
    —¡Yupi! —gritó Walter al viento. No había nadie cerca que pudiese oírlo, ni mirarlo, ni burlarse, ni admirar siquiera la cometa. Walter hizo fuerza con todo su peso para contrarrestar la fuerza de la cometa. Entonces el rombo rosado pareció feliz, meneándose un poco en el vacío azul y subiendo cada vez más alto. Walter soltó más hilo, hasta sentir que el palo de madera golpeaba contra sus manos. Lo agarró.
    ¡Qué divertido! Podía dar tirones lentos y fuertes y sentía que, entonces, la cometa tiraba de él con más fuerza, obligándolo a inclinarse hacia delante, o incluso levantándolo del suelo por trechos de un metro, hasta que su peso y sus esfuerzos con el palo lo devolvían a tierra. Walter apenas podía darle batalla a la cometa, lo cual era excitante.
    Un perro ladró a la distancia, allí abajo en el pueblo. La cometa se veía más pequeña, del tamaño de una cometa normal, por lo alto que estaba. Walter tiró del hilo con todas sus fuerzas, inclinándose hacia atrás hasta que su cuerpo casi tocó el suelo. Después la cometa lo levantó lenta y suavemente y sus pies quedaron en el aire. Walter los movió pensando que iba a tocar tierra, pero entonces la cometa pegó un tirón fuerte y travieso, como una llamada, y Walter se encontró volando.
    Miró a sus espaldas y vio la madeja de hilo bailando en el suelo, desenrollándose, y la segunda madeja cerca, inmóvil. Entonces el hilo se torció, el palo giró y Walter vio los árboles de la colina que se empequeñecían bajo sus pies y el valle hasta ese momento inadvertido, atravesado por vías férreas delgadas y sinuosas. Walter contuvo el aliento por unos instantes, sin saber si tenía miedo o no. Sus brazos, con los codos doblados, se sostenían con bastante comodidad del palo atado al nailon. Debajo de sí vio otro de los palos que había atado al hilo, e intentó apoyar los pies en él un par de veces sin éxito, hasta que lo logró.
    Ahora giraba sobre sí mismo nuevamente y veía, en dirección suroeste, el pueblo donde vivía, el punto blanco y redondo de la hamburguesería y heladería Cooper’s en una elevación verde. ¡ El pueblo donde vivía ! Era curioso pensar en eso mientras flotaba alto en el aire como un pájaro, como la cometa misma.
    —Eh, mirad ese… —el resto de la voz lejana fue ininteligible.
    Walter miró hacia abajo y vio dos figuras, ambos hombres o ambos con pantalones, que lo señalaban.
    —¿Pero… haces? —gritó uno de ellos.
    Walter guardaba silencio, como si no pudiera contestar. No contestó porque no quería. Miró hacia arriba y tiró con comodidad de la cometa rosa, lo que la hizo elevarse un poco más, pensó él, cada vez más alto. Walter intentó maniobrarla hacia la derecha, al este, pero no fue posible controlarla, dada la longitud del hilo. La cometa parecía tener sus propias ideas en cuanto al lugar adónde iba. Walter vio que uno de los hombres de allí abajo estaba corriendo; parecía un insecto, quizás una hormiga, mientras avanzaba por la cinta gris de la calle. Walter se sintió envuelto por una atmósfera hermosa. Cada tanto el hilo de nailon zumbaba musicalmente contra el viento. A Elsie le hubiera encantado volar así. Walter no era tan tonto como para creer que el «espíritu» de Elsie estaba con él en ese momento, pero su nombre sí estaba en la cometa, y él se sintió de alguna manera cerca de ella y, por unos segundos, se preguntó si ella sería consciente de que él estaba volando, llevado por una cometa. Hasta las nubes blancas parecían cercanas, mientras daban volteretas unas con otras como ovejas que hicieran saltos mortales.
    ¡Y el océano! Ahora que el hilo giraba, a Walter se le abrió lentamente una vista panorámica del azul. Un barco largo y blanco navegaba hacia el sur, ¡quizás a Acapulco!
    —¿Vamos a Acapulco, Elsie? —dijo Walter en voz alta y se rio. Dio un tirón, hacia el sur, hacia el oeste, pero la cometa deseaba ir hacia el nordeste. Walter vio hileras de árboles frutales, quizás naranjos, y un edificio largo y rectangular cuyo techo plateado refulgía al sol. Los coches se movían como escarabajos en las dos direcciones en una calle de abajo. Walter vio un grupo de gente al lado de lo que parecía una cafetería que estaba al costado de la carretera. ¿Lo estaban mirando a él? Un par de personas parecían estar señalándolo.
    —¡… niño , no un hombre! —dijo uno de ellos.
    —Eh, ¿puedes hacer que esa cosa baje?
    Walter notó que uno de los hombres del grupo tenía prismáticos y, después de mirar hacia arriba, se los pasaba a otro. Él, Walter, pasó flotando por sobre ellos y más allá, inmóvil con las manos en el palo y sus pies en zapatillas sobre el palo de abajo.
    —¡Claro que es un niño! No es un muñeco. ¡Mira!
    Sobre más campos de árboles frutales, la cometa atrapó una corriente ascendente y se elevó hacia el norte. Un pájaro que parecía un águila pequeña pasó zumbando a la derecha de Walter, como con curiosidad, y con una leve inclinación de las alas, después subió y se alejó.
    Walter oyó el ronroneo de un motor, pensó que vendría del avión que avanzaba desde el nordeste y se dio cuenta de que el avión estaba demasiado lejos como para que lo oyera. El sonido estaba en realidad detrás, y Walter miró. Había un helicóptero a un kilómetro de distancia, calculó Walter. Él volaba más alto. Miró su cometa con orgullo. No había forma de asegurarse a esa distancia, pero creía que cada centímetro de papel estaba pegado a la madera, que la longitud de la cola era perfecta. ¡Su obra! ¡Ese era el momento de componerle un poema a su hermana!
    ¡El viento canta en tu mágico papel!
    Hice un pájaro amado por los pájaros…
    —Eh, ¡hola! —la voz llegaba por encima del repiqueteo del helicóptero.
    Walter se sobresaltó al ver el helicóptero por encima de él un poco hacia atrás.
    —No se acerquen —gritó Walter, frunciendo el ceño para darle mayor énfasis a sus palabras, porque no podía soltar una mano para hacerles gestos. No quería que las aspas del helicóptero se enredaran en el hilo y lo cortaran. Había dos hombres en la cabina.
    —¿Cómo vas a bajar? ¿Puedes hacer que baje?
    —¡Claro!
    —¿Seguro? ¿Cómo? —el hombre llevaba gafas de vuelo. Habían abierto el techo de vidrio de la cabina y se mantenían inmóviles en el aire. En el helicóptero ponía algo así como patrulla aérea en el costado. Quizás eran policías.
    —¡Estoy bien! ¡No se acerquen! —a Walter de repente los hombres le dieron miedo, como si se tratara de enemigos.
    Entonces vio a más gente en tierra que miraba hacia arriba. Sobrevoló otra pequeña comunidad, donde veinte o treinta personas lo miraron boquiabiertos. Walter no quería descender, no quería volver a casa con su familia, ¡no sentía ningún deseo de regresar a su habitación! Los hombres del helicóptero le gritaban algo sobre agarrarlo.
    —¡Déjenme en paz, estoy bien ! —gritó Walter desesperado, porque entonces vio que sacaban, sección por sección, algo parecido a una larga caña de pescar. Walter suponía que tendría un gancho en la punta como un bichero y que intentarían agarrar el hilo de nailon. El hilo colgaba bajo sus pies hasta perderse de vista.
    —¡… arriba ! —dijo una voz de hombre en el viento, y en un segundo el helicóptero se elevó hasta la altura de la cometa, quizás más alto.
    Walter ahora estaba furioso. ¿Pensaban atacar su cometa? Walter tiró defensivamente del hilo, pero este era tan largo que la cometa apenas se movió.
    —¡No toquen eso! ¡No lo toquen ! —chilló Walter con todas sus fuerzas, y maldijo el motor ruidoso que con toda probabilidad había tapado sus palabras—. ¡ Imbéciles ! —les gritó, cegado por sus propias lágrimas. Parpadeó y siguió mirando hacia arriba. Sí, forcejeaban con la vara larga para atrapar el hilo no muy por debajo de la cometa, o así le pareció.
    Si la cometa llegaba a elevarse de pronto, se estrellaría contra las aspas y se haría trizas. ¿No se daban cuenta esos imbéciles? La larga vara salía del lado derecho del helicóptero y se curvaba hacia abajo. Walter supuso que tenía un gancho en la punta, pero era imposible ver nada, porque ahora el sol le daba de lleno en los ojos. Además del ruido entrecortado del helicóptero, la gente que estaba en tierra gritaba, se reía, daba consejos a viva voz. Aun así, Walter volvió a gritar:
    —¡No se acerquen, por favor! ¡Noooo se aceeeeeerquen!
    El helicóptero seguía sobre la cometa. Al parecer el hombre había agarrado el hilo y trataba de atraerlo hacia él. Walter lo veía dar tirones. La cometa se meneaba como loca y parecía tan furiosa como Walter. Entonces hubo un bramido entre la gente de abajo, y, al mismo tiempo, Walter vio que su cometa se doblaba en dos. El travesaño se había roto, ¡por culpa de los imbéciles que le daban tirones!
    —¡Paren! —durante un par de segundos la cometa, plegada y plana, se volvió casi invisible; después se abrió y se extendió, pero no como correspondía, sino como un pájaro que tuviera las alas rotas. La cometa aleteó, saltó de un lado a otro y se vino abajo, mientras la vara beis tiraba del hilo hacia el helicóptero.
    Entonces Walter se dio cuenta de que se había ido hacia delante y que caía. Se aferró con más fuerza al palo, aterrado. Ahora los árboles y el suelo se acercaban a toda velocidad, cada vez más rápido.
    Un grito, un gemido parecido a un gran suspiro, emanó de la gente que estaba abajo, después muy cerca de Walter y frente a él a su derecha. Walter se estrelló contra unas ramas que le atravesaron el cuerpo y desgarraron su camisa. Gritó presa del pánico:
    —¡Elsie!
    Cabeza abajo, golpeó contra una rama gruesa que le partió el cráneo y después se deslizó los pocos metros que quedaban hasta el suelo, sin vida.


Patricia Highsmith
La casa negra


CUENTOS DE PATRICIA HIGHSMITH


Pequeños cuentos misóginos (1974)





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