Los 50 mejores libros
de 2020
La mirada macular
En ‘Ensayo sobre lo que no se ve’, el filósofo Enrique Lynch recorre la historia de las imágenes atendiendo a la evolución de la percepción, desde las pinturas prehistóricas hasta las fotografías de Jeff Wall
Angela Molina
30 de octubre de 2020
En la colosal caverna de Niaux, al sur de Francia, se conservan unos extraordinarios grafittis, algunos figurativos, otros abstractos. Más que lo que podrían identificar, intriga el lugar donde se hallan. Están a más de una hora de la entrada de la gruta, para verlos hay que cruzar arroyos subterráneos, arrastrarse de una cavidad a otra, a veces en cuclillas, siguiendo las indicaciones de un guía dotado con potentes linternas. Aún hoy, tras miles de años de evolución del ingenio humano –hemos pasado de descifrar rosettas a estar vigilados por caprichosos algoritmos- se desconoce a ciencia cierta el sentido de su ocultamiento. Los paleontólogos sugieren que fueron realizados con finalidad poiética (incluso mágica) por ese hombre ancestral, serían “la expresión pura, gratuita y espontánea del espíritu que las hace posible”. También diversos estudios antropométricos de la forma y tamaño de las figuras de manos en escenarios rupestres similares revelan que fueron realizadas por mujeres... et voilà! la zona cero de su invisibilidad, capítulo siempre aplazado en la bibliografía sobre “lo que no se ve” en el arte.
Ni siquiera el nuevo ensayo del filósofo Enrique Lynch pone el asunto en su sitio, más bien al contrario, lejos de invitar al lector a enfangarse con cuestiones ideológicas, opta por una clínica ontológica de la (no)visión desde los primeros signos prehistóricos (que ilustra con su experiencia en Niaux) a las estrategias de exuberancia, simulacro (Barroco y neobarroco-photoshop), ocultación y extrañamiento (readymade) orientadas al placer ocular, siempre masculino. A pesar de su desapego social, “Ensayo sobre lo que no se ve” es iluminador (es difícil soltarlo, cada capítulo ensarta una y otra clase magistral) pero ¡qué contra-tiempo!, es también el rayo verde de nuestro ocaso cultural-patriarcal tal y como lo clausuró el siglo XX (allá por los noventa). Por poner ejemplos, prefiere al Duchamp de la pala quitanieves y el Étant Donnés a la anémica Rrose Sélavy de los rotoreliefs (serían burlonamente “ocultismo de precisión”); invoca a Magritte (“cada cosa que vemos oculta otra”), Heidegger (su “origen/esencia de la obra de arte”) y Deleuze (el simulacro) y desprecia a los teóricos de lo “robado”: la carta y el “des-conocimiento” de Lacan, el speculum feminista de Luce Irigaray o la mirada controladora de Foucault.
Esta historia de la “opticalidad”, su irradiación y su denigración, parte de postulados clásicos sobre la luz y su tratamiento (“la verdadera innovación en el arte”) rastrea los orígenes de la “transfiguración” del objeto corriente, ensalza lo bello (“una foto es bella porque su tema es bello”, dice Lynch, sin considerar el chic de la estetización de la miseria) y llega hasta la postmodernidad, que el fascinado filósofo focaliza en las fotos retroiluminadas de Jeff Wall. En ningún momento considera la luz que envuelve al espectador. Dicho de otro modo: porque no somos sujeto sino objeto de la mirada, y por tanto sus víctimas, nos fundimos con el entorno, perdemos nuestros límites orgánicos en un acto casi psicótico de imitación. Hace mucho que el arte (y el artista) está en ese momento, tanto como “espectáculo” (simulación) como objet à del mercado, el auténtico camuflaje, su mancha (Lacan).
De ese festival participan las numerosas fábricas digitales que amenazan con acabar con los talleres de artista. Una visita a cualquiera de ellas (Factum Arte, por citar la pionera, tiene como clienta a la nefasta y más cotizada pintora española Lita Cabellut) revienta cualquier expectativa de congraciarse con el arte actual. Dado que la mácula comienza a cegarnos, no parece mala idea refugiarse en la panorámica crepuscular de Lynch, pero ¡ojo!, sabiendo de dónde escapamos.
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