Yue Zhou |
—Bueno —dijo Lois finalmente—, hagámoslo.
Su expresión al mirar a su marido era seria, un poco preocupada, pero lo dijo con convicción.
Iban a adoptar a un matrimonio mayor para que viviera con ellos. Más que «mayor», viejo, probablemente. No era una decisión precipitada por parte de los McIntyre. Llevaban varias semanas pensándolo. No tenían hijos y no los deseaban. Herbert era analista de estrategias en una institución subvencionada por el Gobierno llamada Bayswater, situada a unos seis kilómetros de donde vivían, y Lois era historiadora, especializada en historia europea de los siglos XVII y XVIII ; tenía treinta años y había publicado tres libros y una veintena de artículos. Herbert y ella podían permitirse el lujo de vivir en una bonita casa de dos plantas en Connecticut, con una habitación acristalada, que era el cuarto de trabajo de Herbert y también la biblioteca principal, con un hermoso jardín y un jardinero por horas durante todo el año para cuidar el césped, los árboles, los arbustos y las flores. Conocían gente en la urbanización, amigos y conocidos, que tenían hijos —niños o adolescentes— y los McIntyre se sentían algo culpables por no cumplir con su obligación en ese terreno; además de eso, habían visto de cerca lo que era una residencia de ancianos durante meses, hasta que Eustace Vickers, un inventor retirado que colaboraba con Bayswater, falleció. Los McIntyre, junto con algunos compañeros de Herbert, iban a visitarle a la residencia cada pocos días. Eustace había sido muy popular y activo hasta que sufrió una apoplejía.
Una de las enfermeras de la residencia les había dicho que muchas familias de la región se llevaban a personas ancianas durante una semana, especialmente en invierno o en la época de la Navidad, para proporcionarles un cambio, «un ambiente familiar durante unos cuantos días», y que volvían más animados y mejor. «Algunas familias son tan amables que adoptan a una persona anciana, incluso a un matrimonio, para que vivan con ellos permanentemente», dijo la enfermera.
Lois, recordaba, con cierto remordimiento, que entonces la idea le produjo un estremecimiento de horror. Los ancianos no viven eternamente. Herbert y ella podrían encontrarse en la misma situación algún día, objetos de semicaridad, realmente, dependiendo del capricho de las enfermeras para satisfacer necesidades físicas elementales. Y a los ancianos les encantaba ayudar en la casa, si podían, les había dicho la enfermera.
—Tendremos que ir… a ver —le dijo Herbert a Lois, y de pronto sonrió—. Será algo así como ir a elegir un huerfanito, ¿no?
Lois también se echó a reír. Reír era un alivio después de la grave conversación de los últimos minutos.
—¿Bromeas? Los orfelinatos dan a la gente los niños que los orfelinatos eligen. ¿Qué clase de niño crees que nos concederían, Herb? ¿Blanco? ¿Con un alto cociente de inteligencia? ¿Buena salud? Lo dudo.
—Yo también lo dudo. No vamos a la iglesia.
—Y no votamos porque no sabemos a qué partido votar.
—Eso se debe a que tú eres historiadora y yo soy analista de estrategias. Sí, y además no duermo a horas regulares y a veces escucho informativos extranjeros en la radio a las cuatro de la mañana. Pero… ¿te propones hacer esto realmente, Lois?
—Ya te he dicho que sí. Lois llamó por teléfono a la Residencia Hilltop y dijo que quería hablar con el superintendente. No estaba segura de que ése fuera el nombre del puesto. Se puso un hombre y Lois le explicó sus intenciones con palabras preparadas.
—Me dijeron que este tipo de arreglo se hacía a veces… para seis meses, por ejemplo.
Las últimas palabras surgieron por sí solas. El hombre que estaba al teléfono lanzó una risita muy breve.
—Pues… sí, sería posible…, y generalmente es una gran ayuda para todos los interesados. ¿Querrían venir a vernos usted y su marido, señora McIntyre?
Lois y Herbert fueron a la Residencia Hilltop esa tarde poco antes de las siete. Les recibió una enfermera joven vestida con un uniforme azul y blanco, que se sentó con ellos en una sala de espera durante unos minutos y les dijo que los residentes que podían andar estaban cenando en el comedor, y que ella les había hablado a cuatro matrimonios del ofrecimiento de los McIntyre y dos estaban interesados y los otros dos no.
—Las personas mayores no siempre saben lo que les conviene —dijo la enfermera, sonriendo—. ¿Cuánto tiempo pensaban ustedes tenerlos, señora McIntyre?
—Bueno…, ¿no depende de que ellos estén contentos? —preguntó Lois.
La enfermera reflexionó con el ceño levemente fruncido, y a Lois le pareció que no estaba pensando en su pregunta, sino preparando una respuesta formularizada.
—Se lo pregunto porque generalmente consideramos que estos arreglos son permanentes, a menos, claro está, que el residente o el matrimonio desee volver a Hilltop.
Lois sintió un estremecimiento, y supuso que a Herbert le ocurriría lo mismo y no le miró.
—¿Ha sucedido alguna vez? ¿Que luego quieran volver?
—¡No con mucha frecuencia! —La risa de la enfermera sonó alegre y ensayada.
La enfermera les presentó a Boris y a Edith Basinsky en la «sala de televisión», una habitación grande y larga con dos televisores que ofrecían distintos programas. Boris Basinsky padecía el mal de Parkinson, les comunicó la enfermera delante del señor Basinsky. La cara del anciano tenía un color ceniciento, pero sonrió y le tendió una mano temblorosa a Herbert, quien la estrechó con firmeza. Su esposa, Edith, parecía mayor que él y era bastante delgada, aunque sus ojos azules miraron a los McIntyre con viveza. El ruido de la televisión interfería las palabras que los McIntyre trataban de intercambiar con los Basinsky, tales cómo: «Vivimos cerca de aquí…, estamos pensando en…», y los Basinsky: «Sí, la enfermera Phyllis nos habló de ustedes hoy…»
Luego conocieron a los Forster, Mamie y Albert. Mamie se había roto la cadera hacía un año, pero podía andar con un bastón. Su marido era un tipo alto y delgado, bastante sordo, que llevaba un audífono, cuyo cordón desaparecía por el cuello abierto de su camisa. Su salud era buena, según dijo la enfermera Phyllis, aunque había sufrido una apoplejía recientemente, debido a la cual tenía dificultad para andar, pero andaba, también con bastón.
—Los Forster tienen un hijo, pero vive en California… y no está en buena situación para tenerlos con él. Lo mismo les pasa a los dos o tres nietos —dijo la enfermera Phyllis—. A Mamie le encanta hacer punto. Y sabe usted muchísimo de jardinería, ¿verdad Mamie?
Los ojos de Mamie absorbían a los McIntyre mientras asentía.
De pronto, Lois se sintió abrumada, ahogada por las cabezas canosas que la rodeaban, los rostros arrugados echados hacia atrás, las risas provocadas por los sucesos de la pantalla de televisión. Se agarró a la manga de la chaqueta de Herbert.
Esa noche, a eso de las doce, se decidieron por los Forster. Más adelante se preguntaron si no se habrían decidido por ellos debido a que su nombre sonaba más corriente, más anglosajón. ¿No hubieran resultado más fáciles los Basinsky, aunque el hombre tuviera Parkinson, lo que significaba que de vez en cuando necesitaba un enema, según les advirtió la enfermera Phyllis?
Unos días después, el domingo, Mamie y Albert Forster se instalaron en casa de los McIntyre. La semana anterior, una mujer de mediana edad, empleada en la Residencia Hilltop, había venido a examinar la casa y la habitación que tendrían los Forster, y pareció auténticamente complacida por el nivel de comodidad que ofrecía la casa de los McIntyre. Los Forster ocuparon la habitación que los McIntyre llamaban el cuarto de invitados, la más bonita de las dos habitaciones extra del piso de arriba, con dos ventanas que daban al jardín delantero. Tenía una cama doble, a lo cual pensaron que el matrimonio Forster no se opondría, aunque no se lo preguntaron. Lois vació completamente el armario, y también la cómoda. Trajo un sillón de la otra habitación de invitados para que los Forster tuvieran sillones cómodos. El cuarto de baño principal, con bañera, estaba justo enfrente, pero abajo había otro con ducha, lavabo y retrete. El traslado tuvo lugar a eso de las cinco de la tarde. Los Mitchell, que vivían a un kilómetro de allí, habían invitado a Lois y Herbert a tomar una copa en su casa, lo cual generalmente quería decir que se quedarían a cenar, pero Herbert declinó la invitación el sábado, por teléfono, y explicó el motivo.
—Comprendo —había dicho Pete Mitchell—, pero ¿qué te parece si nos pasamos nosotros por ahí mañana a eso de las siete? ¿Para una media hora?
—De acuerdo.
Herbert sonrió, dándose cuenta de que los Mitchell sentían curiosidad por la pareja de ancianos. Pete Mitchell era profesor de historia en una universidad de la región. Los Mitchell y los McIntyre se reunían con frecuencia para comparar notas relacionadas con su trabajo.
Y aquí estaban, Pete y Ruth Mitchell, en el cuarto de estar; él de pie, con un vaso de whisky con hielo y ella sentada en una butaca con un Dubonnet con soda, los dos sonrientes.
—En serio —dijo Pete—,¿cuánto va a durar esto? ¿Tuviste que firmar algo?
Pete habló en voz baja, como si los Forster, en el piso de arriba y en el otro extremo, pudieran oírle.
—Bueno…, un acuerdo, aceptando la responsabilidad, sí. Lo leí todo y no hacía mención a… un límite de tiempo para ninguna de las partes, ni a perpetuidad ni nada por el estilo.
Ruth Mitchell rió.
—¡Perpetuidad!
—¿Dónde está Lois? —preguntó Pete.
—Oh, está… —En ese momento, Herbert la vio entrar en el cuarto de estar, echándose el pelo hacia un lado con la mano, y le pareció cansada—. ¿Todo bien, cariño?
—¡Hola, Ruth y Pete! —dijo Lois—. Sí, todo va bien. Simplemente estaba ayudándoles a deshacer el equipaje, a colgar su ropa y a poner cosas en el pequeño armario de las medicinas en el cuarto de baño. Se me había olvidado vaciar un estante.
—Montones de píldoras, supongo —dijo Pete, con los ojos brillantes de curiosidad—. Pero dijisteis que por lo menos los dos se pueden mover.
—Desde luego —dijo Lois—. De hecho, les he dicho que bajaran a reunirse con nosotros. Quizá les agrade… Oh, hay vino blanco en la nevera, ¿no, Herb? Y también tónicas.
—¿Podrán bajar bien las escaleras? —preguntó Herbert, acordándose de repente que habían subido trabajosamente.
Herbert fue hacia la escalera y Lois le siguió.
En ese momento, Mamie descendía los escalones de uno en uno, con una mano tocando la pared, y su marido iba con su bastón justo detrás de ella. Cuando Herbert se precipitaba a ofrecerle el brazo a Mamie, Albert se enganchó el tacón y se echó hacia adelante, empujando a su mujer, la cual se le vino encima a Herbert. Albert recuperó el equilibrio con ayuda del bastón, y Herbert agarró a Mamie por el brazo derecho, pero esto no impidió que ella se tambaleara y chocara con Lois, que había empezado a subir las escaleras con paso rápido. Fue Lois la que se cayó de espaldas, dando en el suelo y golpeándose la cabeza contra la pared. Mamie gritó de dolor.
—¡Mi brazo!
Pero Herbert la tenía sujeta, no se había caído, y ahora le soltó el brazo y se inclinó hacia su mujer. Lois se estaba levantando, frotándose la cabeza, sonriendo forzadamente.
—Estoy bien, Herb. No te preocupes.
—Buena idea… —decía Albert Forster mientras iba arrastrando los pies camino del cuarto de estar.
—¿Qué? —preguntó Herbert, vigilando a Mamie, que iba andando bien, pero frotándose el brazo.
—¡Que sería buena idea poner un pasamanos en esa escalera!
Albert tenía la costumbre de gritar, quizá porque apenas movía los labios al hablar y, por lo tanto, no se entendía claramente lo que decía.
Lois les presentó a Pete y Ruth, la cual se levantó de la butaca para ofrecérsela a uno de los dos. Hubo corteses murmullos por parte de los Mitchell, quienes esperaban que los Forster se encontraran a gusto en su nuevo entorno. Los ojos de Ruth y Pete examinaron al matrimonio Forster. La redonda cabeza canosa de Mamie, con el pelo más bien ralo, ahuecado y rizado, evidentemente por una peluquera profesional, para que pareciese más abundante; el delantal rosa pálido que llevaba sobre el vestido de algodón, sus zapatillas color castaño con pompones rojos. Albert llevaba zapatillas trenzadas, pantalones de pana marrón sin raya y una chaqueta de punto sobre una camisa de franela. Su expresión era levemente ceñuda y agresivamente inquisitiva, como si consciente o inconscientemente hubiera decidido aferrarse a la actitud de una época más vigorosa.
Querían encender la televisión. Había un programa a las siete y media que siempre veían en Hilltop.
—¿A ustedes no les gusta la televisión? —le preguntó Mamie a Lois, que acababa de encender el televisor.
Ahora Mamie estaba sentada, frotándose aún el codo derecho.
—¡Oh, claro! —dijo Lois—. ¿Por qué no? —añadió alegremente.
—Nosotros… nos preguntábamos…, puesto que la tienen ahí, ¿por qué no la tienen encendida ? —dijo Albert con los labios entreabiertos, pero casi sin moverlos.
Si hubiera mascado tabaco, uno habría pensado que estaba intentando mantener el jugo en el labio inferior. Justo cuando Lois pensaba esto, a Albert se le cayó un poco de baba y la recogió con el dorso de la mano. Sus pálidos ojos azules estaban muy abiertos y fijos en la pantalla del televisor. Herbert entró con una bandeja en la que había un vaso de vino blanco para Albert, un zumo de tomate para Mamie y un cuenco con anacardos.
—¿Podría subir el sonido , señor McIntyre? —preguntó Albert.
—¿Está bien así? —preguntó Herbert, después de subirlo.
Primero Albert se rió de algo que pasaba en la pantalla —era una comedia y alguien había resbalado y se había caído en el suelo de la cocina— y luego miró a su mujer para ver si también le hacía gracia. Con una sonrisa vacía, frotándose el codo como si se le hubiera olvidado parar, los ojos clavados en la pantalla, Mamie no miró hacia Albert.
—Más… alto , por favor, si no le importa —dijo Albert.
Con una rápida sonrisa a Pete Mitchell, que también estaba sonriendo, Herbert subió el volumen aún más, lo cual hacía imposible la conversación. Herbert intercambió una mirada con su mujer e indicó con la cabeza hacia su cuarto de trabajo. Los cuatro se trasladaron allí, llevando sus bebidas, sonriendo.
—¡Uff! —dijo Ruth.
Pete rió sonoramente cuando Herbert cerró la puerta que daba al cuarto de estar.
—Tendrás que comprar otro televisor, Herbert. Para ponérselo en su cuarto.
Lois sabía que Pete tenía razón. Podían dejarle a los Forster el televisor del cuarto de estar, pensó. Herbert tenía otro aquí, en su cuarto de trabajo. Estaba a punto de decir algo al respecto, cuando oyó, apenas, que Mamie la llamaba. El telefilm había terminado y su sintonía se oía atronadora. A través de la puerta de cristal Lois vio que Mamie la estaba mirando, llamándola otra vez. Cuando entró en el cuarto de estar, Mamie le dijo:
—Estamos acostumbrados a cenar a las siete. Incluso antes. ¿A qué hora cenan ustedes?
Lois asintió con la cabeza —era una lata tratar de hacerse oír por encima del estruendo de la televisión—, levantó un dedo para indicar que se pondría a ello ahora mismo y se fue a la cocina.
Había pensado hacer unas chuletas de cordero a la parrilla, pero los Forster tenían demasiada prisa para eso.
Al cabo de unos minutos, Herbert vino a buscarla y se la encontró echando huevos revueltos en dos platos calientes. Había hecho tostadas, y también había lonchas de jamón cocido en platos separados. Lo pondría todo en bandejas de las que tienen patas y pueden dejarse en el suelo.
—¿Me ayudas a llevar una de éstas? —preguntó Lois.
—Los Mitchell piensan que estamos locos. Dicen que esto será cada vez peor, mucho peor. ¿Y qué vamos a hacer entonces?
—Quizá no sea peor —dijo Lois.
Herbert quería esperar un momento antes de llevar la bandeja.
—¿Crees que después de meterlos en la cama podríamos irnos a casa de los Mitchell? Nos han invitado a cenar. ¿Crees que no será peligroso… dejarlos solos?
Lois vaciló, sabiendo que Herbert pensaba que lo sería.
—Lo es.
Llevaron el televisor del cuarto de estar a la habitación de los Forster. La televisión era la diversión, o la ocupación, principal de los Forster, por lo que Lois pudo ver. La tenían encendida de la mañana a la noche, y a veces Lois entraba a hurtadillas en su dormitorio a las once de la noche o más tarde para apagarla, en parte para ahorrar electricidad, pero fundamentalmente porque el ruido era enloquecedor, y la habitación donde dormían Herbert y ella era contigua a la de los Forster. Lois entraba en el dormitorio con una pequeña linterna. Las dentaduras postizas de los Forster estaban generalmente en dos vasos en la mesilla de noche, aunque una vez Lois había visto una dentadura dentro de un vaso en el estante del cuarto de baño, de donde Herbert y ella habían sacado sus cepillos de dientes, champús y objetos de afeitado, llevándolos al baño pequeño del piso bajo. La dentadura produjo a Lois un estremecimiento de desagrado, y lo mismo le sucedía todas las noches cuando entraba para apagar la televisión; aunque no dirigía el haz de la linterna hacia allí, sabía que las dentaduras estaban ahí, por lo menos una de ellas, y quizá la otra estaba en el baño grande. Le asombraba que alguien pudiera dormirse oyendo las carcajadas enlatadas de la televisión, le asombraba igualmente que el repentino silencio no despertara nunca a los Forster. Mamie y Albert habían dicho que estarían más cómodos en camas separadas, por lo que Lois y Herbert habían hecho el cambio entre los dos dormitorios extra y ahora los Forster tenían las camas gemelas.
Habían mandado poner barandilla en la escalera, una barandilla de hierro negro de estilo español, fina y bastante bonita. Pero ahora los Forster apenas bajaban, y Lois les servía las comidas en bandejas. Dijeron que les encantaba la televisión porque era en color, y las de Hilltop eran en blanco y negro. Lois se encargaba de subir y bajar las bandejas, pensando que era lo que se llama una tarea de mujeres, aunque Herbert también lo hacía a veces.
—Desde luego es un latazo —dijo Herbert una mañana, cuando estaba en pijama y bata, a punto de subir una pesada bandeja con huevos pasados por agua, una tetera y tostadas—. Pero es mejor que la posibilidad de que se caigan y se rompan una pierna, ¿no?
—Francamente, ¿cuál sería la diferencia si uno de ellos tuviera una pierna rota? —contestó Lois, y rió nerviosamente.
El trabajo de Lois se resintió. Tuvo que reducir el ritmo en un artículo largo que estaba escribiendo para una revista trimestral de historia, y le preocupaba no poder terminarlo a tiempo. Escribía en el piso bajo, en un pequeño despacho junto al cuarto de estar, enfrente del despacho de Herbert. Tres o cuatro veces al día, Mamie o Albert la llamaban a gritos: querían más agua caliente para el té (el ritual de las cuatro) porque estaba demasiado fuerte, o Albert había perdido sus gafas y Mamie no podía encontrarlas, ¿podría buscarlas Lois? A veces Herbert y Lois tenían que estar fuera de casa al mismo tiempo; Lois en la biblioteca y Herbert en Bayswater. Lois no encontraba el mismo placer que antes en regresar a casa: ya no era un refugio que les pertenecía a Herbert y a ella, porque los Forster estaban arriba y podían gritar pidiendo algo en cualquier momento. De vez en cuando Albert fumaba un puro, no de los gruesos, sino de un tipo que tenía un olor acre y desagradable en opinión de Lois, y notaba el olor cuando él lo encendía aunque ella estuviese abajo. Albert había hecho dos agujeros en la colcha marrón y amarilla de su cama, lo cual irritó mucho a Lois, ya que se trataba de una colcha tejida a mano en Santa Fe. Lois les advirtió a los dos que dejar caer la ceniza podía ser peligroso. No fue capaz de saber, por las excusas de Albert, si había quemado la colcha porque se había quedado dormido o por simple descuido.
Una vez, al volver de la biblioteca con unos libros y una carpeta de notas, Lois oyó la voz de Mamie llamándola. Mamie estaba vestida, pero tumbada en la cama, recostada en unas almohadas. La televisión no estaba tan alta como de costumbre, y Albert parecía estar adormilado en la otra cama.
—¡No encuentro mis dientes ! —dijo Mamie, petulante, con los ojos llenos de lágrimas, y Lois vio por su boca hundida y su pequeña mandíbula apretada, que efectivamente no tenía la dentadura.
—Bueno…, no será difícil encontrarlos.
Lois fue al cuarto de baño, pero una ojeada reveló que no había dentadura ni vaso en el estante del lavabo. Buscó hasta por el suelo, luego volvió al dormitorio de los Forster y miró a su alrededor.
—¿Se los ha quitado… en la cama?
Mamie dijo que no, y que era la de abajo, no la de arriba, y estaba cansada de buscarla. Lois miró debajo de la cama, junto al televisor, encima de la librería, en los asientos de los sillones. Mamie le aseguró a Lois que no estaban en los bolsillos de su delantal, pero de todos modos, Lois los palpó. ¿Estaba el viejo Albert fingiéndose dormido? Lois se dio cuenta de que en realidad no conocía a estos viejos.
—¿No los habrá usted echado por el retrete sin querer?
—¡No! Y estoy cansada de buscarlos —dijo Mamie—. ¡Estoy cansada!
—¿Estuvo usted abajo?
—¡No!
Lois suspiró y bajó las escaleras. Necesitaba un café fuerte. Mientras lo hacía, notó que la lata en que guardaba el bizcocho no tenía la tapa puesta, y que al bizcocho le faltaba un buen pedazo. Esto no le importó, pero era una pista: los dientes postizos podían estar en el piso bajo. Lois sabía que Mamie —puede que los dos— bajaba a veces cuando ella y Herbert no estaban. El cenicero grande, cuadrado, que había en la mesa del cuarto de estar estaba un poco ladeado de modo que parecía un rombo, cosa que ella detestaba, o el sillón de cuero de Herbert estaba apartado de su mesa de despacho, en lugar de pegado a ella como él lo dejaba siempre, como si Mamie o Albert se hubieran sentado en él. ¿Por qué no podían los Forster tener la misma movilidad para bajar a comer? Ahora con el tazón de café en la mano, miró por la cocina… buscando unos dientes. Buscó en su propio despacho, donde nada parecía fuera de su sitio; luego fue al cuarto de estar y al despacho de Herbert. El sillón estaba donde él lo había dejado, pero así y todo, miró. Aparecerán, pensó, si no los ha tirado por el retrete. Finalmente, Lois se sentó en el sofá, con el resto de su taza de café, y se recostó, intentando relajarse.
—¡Dios mío! —dijo, incorporándose, dejando la taza en la mesa. Casi había derramado lo que quedaba de café.
Allí estaba la dentadura —inferior, supuso—, en el borde de la mesa, que estaba llena de revistas. La dentadura parecía estremecedoramente estrecha, como la mandíbula inferior de un conejito. Lois respiró hondo. Tendría que cogerla. Fue a la cocina por una toalla de papel.
Herbert se rió como un loco con la historia de los dientes. Se la contaron a sus amigos. Seguían teniendo amigos, en eso no hubo ningún cambio. Al cabo de dos meses, los McIntyre habían dado dos o tres cenas bastante ruidosas, que se prolongaron hasta tarde. Con el televisor a todo volumen, probablemente los Forster no oyeron nada; en cualquier caso, no se quejaron ni comentaron nada, y al parecer, los amigos de los McIntyre consiguieron olvidar que había un matrimonio anciano en el piso de arriba, aunque todos lo sabían. Lois se dio cuenta de que Herbert y ella ya no podían, o no querían, invitar a sus amigos de Nueva York a pasar el fin de semana, comprendiendo que a sus amigos no les agradaría compartir el cuarto de baño de arriba, ni el estruendo de la televisión de los Forster. Christopher Forster, el hijo que vivía en California, les escribió a los McIntyre una carta a mano. La carta parecía haber sido sugerida por la Residencia Hilltop: era cortés, expresaba su agradecimiento y él esperaba que sus padres estuviesen contentos con su nuevo hogar.
Yo los habría traído conmigo, pero mi esposa y yo no tenemos mucho sitio aquí, solamente una habitación extra que utilizan nuestros hijos y familias cuando vienen a visitarnos… Intentaré que los nietos les escriban, pero esta familia no es muy dada a escribir…
La carta estaba escrita en un papel con el membrete de una tintorería de la que Christopher Forster no era el encargado. Lois recordaba que Albert Forster había sido vendedor de alguna clase.
Albert empezó a orinarse en la cama, y Lois compró un hule para poner debajo de la sábana. Albert se quejó de que le dolía la espalda a causa de «la humedad», así que Lois le ofreció la cama doble del cuarto libre, mientras ella aireaba el colchón durante un par de días. Telefoneó a la Residencia Hilltop para preguntar si había algunas píldoras que Albert pudiera tomar y si esto había sucedido antes. Dijeron que no, y le preguntaron si Albert estaba contento. Lois fue a ver al médico de Hilltop, y éste le dio unas píldoras, pero dijo que dudaba de su completa eficacia si el sujeto ni siquiera notaba la humedad hasta que se despertaba por la mañana.
La segunda historia relacionada con los dientes no fue tan graciosa, aunque Herbert y Lois al principio se rieron. Mamie les informó de que se le había caído la dentadura —otra vez la de abajo— por la rejilla de la calefacción en el suelo del cuarto de baño. La dentadura no se veía allí, en la negrura, aun cuando Herbert y Lois miraron con una linterna. Lo único que vieron fue pelusa o polvo gris oscuro.
—¿Está usted segura? —le preguntó Herbert a Mamie, que estaba mirando lo que hacían.
—¡Se me cayeron las dos, pero sólo una se fue por ahí!
—Esta maldita rejilla es tan estrecha —dijo Herbert.
—Su dentadura también —dijo Lois.
Herbert quitó la rejilla con un destornillador. Se subió las mangas y buscó suavemente con las manos, entre la pelusa, luego exploró más adentro con un cepillo de mango largo, con igual delicadeza, pues no quería que la dentadura se cayera hasta el fondo, si podía evitarlo. Finalmente, él y Lois tuvieron que llegar a la conclusión de que los dientes tenían que haber caído hasta abajo, y la tubería, bastante cuadrada, hacía una curva como a un metro de la rejilla. ¿Habría caído la dentadura hasta la caldera? Herbert bajó solo al sótano, y miró con una sensación de impotencia el tubo grande, cuadrado y sujeto con remaches, que salía de la caldera y se bifurcaba en seis tuberías que llevaban el calor a varias habitaciones. ¿Cuál era la que pertenecía al cuarto de baño de arriba? ¿Valía la pena desmontar toda la caldera? Claro que no. La caldera estaba encendida como siempre, y probablemente la dentadura se había quemado. Herbert subió y trató de explicarle la situación a Mamie.
—Nosotros nos encargamos de que le hagan otra, Mamie. Puede que incluso le siente mejor. ¿No decía usted que ésta le hacía daño y por eso…
Se detuvo al ver la trágica expresión de Mamie. Los ojos de ella se contraían de un modo que le conmovía, o le perturbaba, aunque pensaba que generalmente Mamie lo hacía deliberadamente.
Sin embargo, entre él y Lois pronto la consolaron. Podía comer «cosas fáciles» mientras le hacían la dentadura. Lois enseguida se aferró a la idea de llevar a Mamie a la Residencia Hilltop, donde era probable que tuviesen un dentista interno, o una consulta donde los dentistas pudieran hacer el trabajo, pero si así era, lo negaron cuando Lois llamó por teléfono. Esto les dejaba sin más alternativa que llevar a Mamie al dentista que ellos tenían en Hartford, a treinta y dos kilómetros, y los viajes parecían interminables, aunque Mamie disfrutaba del paseo en coche. Había que hacer un molde de la encía inferior y otro de la dentadura superior para que encajaran, y justo cuando Herbert y Lois, que hacían turnos, pensaron que el trabajo no había durado demasiado tiempo, empezaron los «ajustes».
—La dentadura inferior siempre presenta más dificultades que la superior —les dijo el doctor Feldman, disculpándose—, y esta cliente es bastante exigente.
Era evidente para los McIntyre que Mamie fingía que la dentadura le hacía daño o no se ajustaba, para que los paseos en coche continuaran. Cada dos semanas, Mamie quería cortarse y marcarse el pelo en la peluquería de Hartford, que le parecía mejor que la del pueblo cercano a donde vivían. La pensión que cobraba a través de Hilltop cubría más del cincuenta por ciento de los gastos de los Forster, pero la peluquería y el dentista los pagaban los McIntyre. Ruth y Pete Mitchell se compadecían de ellos por teléfono o en persona (partiéndose de risa al mismo tiempo), como si los McIntyre padecieran las plagas de Job. En opinión de Herbert, así era. Herbert se puso congestionado por la ira reprimida, por la frustración de perder horas de trabajo, pero no podía permitir que Lois perdiera más tiempo que él, por lo tanto hacía su parte en traer y llevar a Mamie, y los dos McIntyre se llevaban libros para leer en la sala de espera del dentista. En dos ocasiones llevaron también a Albert, puesto que quería ir, pero una vez se orinó en la sala de espera antes de que Herbert pudiera indicarle el cercano retrete (la sordera de Albert le hacía lento para comprender lo que le decían), así que Lois y Herbert se negaron rotundamente a llevarle de nuevo, diciendo en tono comprensivo, pero inflexible, que no podía arriesgarse a tener que ir al retrete a toda prisa en un sitio público. Albert desconectó su audífono mientras Lois estaba hablando de esto. Era su forma de inhibirse.
Eso ocurrió a mediados de mayo. Los McIntyre habían pensado ir en avión a Santa Bárbara, donde los padres de Herbert tenían una casa y además una casita para los invitados en el jardín, y allí alquilar un coche para subir hasta Canadá. Cada dos veranos iban a pasar unos días con los padres de Herbert y siempre lo habían pasado bien. Ahora era imposible hacerlo. Era imposible pensar en que Albert y Mamie llevaran la casa y difícil, aunque quizá no imposible, contratar a alguien que se ocupara de ellos y durmiera en la casa, a jornada completa. Cuando se llevaron a los Forster a vivir con ellos, Lois estaba segura de que eran más capaces de moverse. Mamie habló de que trabajaba en el jardín de Hilltop, pero Lois no había conseguido que hiciera nada en su jardín en abril, ni siquiera el trabajo más ligero, como sentarse a mirar. Le dijo algo a Herbert en este sentido.
—Lo sé, y la cosa irá a peor, no a mejor —contestó él.
—¿Qué quieres decir exactamente?
—Este asunto de hacerse pis en la cama… Los niños dejan de hacérselo cuando crecen. A los niños les crecen dientes cuando los pierden. —Durante un instante Herbert se rió como un loco—. Pero estos dos se pondrán cada vez más decrépitos. —Pronunció la última palabra con amargo regocijo y miró a Lois a los ojos—. ¿Te has dado cuenta de que ahora Albert apoya su bastón con golpes fuertes, en vez de dar golpecitos leves? No están satisfechos con nosotros. ¡Y son ellos los que llevan la batuta! Ni siquiera podemos irnos de vacaciones este verano…, a menos que pudiéramos devolvérselos a Hilltop durante un mes o cosa así. ¿Crees que vale la pena intentarlo?
—¡Sí! —El corazón de Lois dio un brinco—. A lo mejor. ¡Qué buena idea, Herb!
—¡Vamos a tomar una copa por esto!
Estaban de pie en la cocina, a punto de comer, después de haberles servido la cena a los Forster en el piso de arriba un rato antes. Herbert le preparó a Lois un whisky y volvió a llenar su propio vaso.
—Y hablando de llevarlos —continuó Herbert, pronunciando las palabras muy claramente, como hacía cuando tenía algo que decir que le interesaba apasionadamente—. El doctor Feldman ha dicho hoy que a la dentadura de Mamie no le pasa absolutamente nada, no hay ni rastro de irritación en las encías, y él apenas puede sacársela de la mandíbula de tan bien ajustada que está. ¡Ja! ¡Ja-ja-ja-ja! —Herbert dio vueltas por la cocina riendo a carcajadas—. ¡ Hoy ha sido la última condenada vez! Me lo estaba reservando para decírtelo.
Herbert levantó su vaso y bebió.
Cuando Lois llamó a Hilltop a la mañana siguiente, le dijeron que las plazas estaban más que cubiertas, en algunas habitaciones había cuatro personas, o había reservas para eso, porque mucha gente dejaba a sus parientes ancianos en Hilltop para poder irse de vacaciones. Por algún motivo, Lois no creyó a la voz de sonido mecánico.
Desgraciadamente, cuando Herbert fue a recoger la bandeja del almuerzo, les dijo a gritos a los Forster que volverían a Hilltop para pasar dos meses allí ese verano. Bajó el volumen del televisor y lo repitió con una amplia sonrisa.
—Otro agradable cambio de ambiente. Podrán ustedes volver a ver a sus viejos amigos…, estar de visita con ellos.
Les miró a los dos y enseguida comprendió que la idea no les apetecía. Mamie cambió una mirada con su marido. Estaban echados en sus respectivas camas, sin zapatos, un poco incorporados para ver la televisión.
—No tenemos ningún amigo especial allí —dijo Mamie.
En los penetrantes ojos de Mamie, Herbert vio una hostilidad aterradora. Mamie también sabía que no la volverían a llevar en el coche al dentista o a la peluquería de Hartford. Herbert no le mencionó esa conversación a Lois. Pero ella le dijo mientras comían que en la Residencia Hilltop no había sitio ese verano. No había querido molestarle con la noticia mientras estaba trabajando por la mañana.
—Bueno, pues estamos listos —dijo Herbert—. Maldita sea, me hubiera gustado salir de vacaciones este verano. Aunque sólo fueran dos semanas.
—Bueno, puedes hacerlo. Yo me…
Herbert negó con la cabeza lenta, amargamente.
—¿Que podríamos turnarnos? No, cariño.
Entonces oyeron el bastón de Albert —hacía un ruido distinto del de Mamie— por las escaleras. Luego el otro bastón. Venían los dos Forster. Cosa insólita. Lois y Herbert se prepararon como para un ataque enemigo.
—No queremos ir a Hilltop este verano —dijo Mamie—. Ustedes…
—¡No! —dijo Albert, dando un golpe con el bastón.
—Acordaron dejarnos vivir con ustedes —dijo Mamie.
Mamie había puesto otra vez su mirada furtiva y su cara de pobrecita de mí, mientras que la mirada de Albert era suspicaz, los labios en una mueca inquisitiva.
—Bueno —dijo Lois, con un sentimiento de embarazo y cobardía que detestaba—. Hilltop está lleno, así que no tienen por qué preocuparse. Todo está bien.
—Pero lo han intentado —dijo Mamie.
—Estamos intentando tomarnos unas cortas vacaciones —dijo Herbert bien alto para que Albert lo oyera.
Y tuvo ganas de darle un puñetazo a ese hijoputa meón y derribarle, por muy viejo que fuera. ¿Cómo se atrevía ese receptor de caridad a mirarle con indignación, como si él fuera un sinvergüenza, o alguien que pretendiera hacerles daño?
—No lo comprendemos —dijo Albert—. ¿Están ustedes intentando…?
—Se van a quedar aquí —interrumpió Lois, forzando una gran sonrisa para calmar los ánimos, si podía.
Pero Mamie volvió a empezar, y Herbert estaba lívido. Los dos hablaban a un tiempo, Albert se sumó a la discusión, y en medio del griterío Lois oyó que su marido aseguraba a los Forster que iban a quedarse , y oyó a los Forster decir que los McIntyre se habían vuelto atrás en la palabra dada a ellos y a Hilltop. La frase «… no es justo …» salió una y otra vez de las bocas de Mamie y Albert, hasta que Herbert pronunció una terrible maldición y se volvió de espaldas. Luego hubo un repentino silencio que resonó en los oídos de Lois, y, gracias a Dios, Albert decidió dar media vuelta y salir de la cocina, pero en el cuarto de estar se detuvo, y Lois vio que empezaba a orinar. ¿Era deliberado? , se preguntó Lois, corriendo hacia él para llevarle al cuarto de baño del piso bajo, que estaba a la derecha de la cocina, al otro lado de una librería. Le condujo hacia allí, pero cuando llegaron, Albert ya había terminado, y la moqueta verde pálido estaba manchada desde la cocina hasta la puerta del cuarto de baño, que ella ni siquiera había abierto. Apartó bruscamente la mano del brazo de Albert, asqueada de haber llegado a tocarlo.
Volvió a donde estaba su marido, pasando por delante de Mamie.
—Dios mío —le dijo a Herbert.
Herbert se erguía como una fortaleza, con los pies separados, los brazos cruzados y las cejas fruncidas.
—Lo conseguiremos —le dijo a su mujer.
Luego entró en acción, cogió una bayeta del armarito que había bajo la pila, la mojó y la emprendió con las manchas de la moqueta.
Albert estaba subiendo las escaleras lentamente; Mamie comenzó a seguirle, pero se detuvo para mostrarle a Lois una vez más su cara de ofendida. Herbert estaba agachado y frotando, por lo que no la vio. Lois se volvió y miró a otro lado. Cuando miró de nuevo hacia ella, Mamie iba arrastrando los pies hacia la escalera.
Mientras Herbert aclaraba una y otra vez la moqueta, tarea en la que no permitió a Lois que le relevara, iba murmurando planes. Hablaría personalmente con los de Hilltop, les comunicaría que debido a que Lois y él trabajaban en casa necesitaban cierta tranquilidad y soledad, que no podían, y no tenían por qué, gastar más dinero en una sirvienta a jornada completa que subiera y bajara las bandejas de las comidas y además cambiase la ropa de la cama diariamente. Cuando se hicieron cargo de los Forster, ambos eran más continentes y más capaces de cuidar de sí mismos, al menos eso creían los McIntyre.
Herbert fue a la Residencia Hilltop esa misma tarde, hacia las tres, sin haber concertado una cita. Estaba en un estado de ánimo lo bastante agresivo como para insistir en ver a la persona indicada, y había pensado que era mejor no pedir una cita. Finalmente le pasaron al despacho de un tal Stephen Culwart, superintendente, un hombre delgado y calvo, que le dijo tranquilamente que no podían aceptar a los Forster en Hilltop porque no tenían ninguna habitación libre. El señor McIntyre podía ponerse en contacto con el hijo de los Forster, naturalmente, y quizá pudiera encontrar otra residencia de ancianos, pero este asunto ya no era responsabilidad de la Residencia Hilltop. Herbert se marchó frustrado, y algo cansado, aunque sabía que el cansancio era sólo mental y que debería quitárselo de encima.
Lois había estado escribiendo en su despacho, con la puerta del cuarto de estar cerrada, cuando había oído un ruido de cristales rotos. Salió y se encontró a Mamie, temblorosa, cerca de la librería divisoria junto a la puerta de la cocina. Mamie dijo que estaba en el piso bajo y había necesitado ir al cuarto de baño y le había dado sin querer al jarrón que estaba al extremo de uno de los estantes. La actitud de Mamie era una curiosa mezcla de agresividad y humildad. Mamie le dio asco, y no era la primera vez.
—Y me gustaría hacer punto —dijo Mamie con voz temblorosa.
—¿Punto?
Lois apretó el lápiz en su mano con el pulgar, no con fuerza suficiente como para romperlo. Se sentía trastornada al ver los pedazos de cristal azul y blanco a sus pies. Le tenía mucho cariño a ese jarrón chino, que había pertenecido a su madre; puede que no fuera una pieza de museo, pero era muy especial y valioso. La cuestión era que Mamie lo había hecho a propósito.
—¿Qué clase de punto? ¿Quiere usted decir… lana para calcetar?
—¡Sí! Varios colores. Y agujas —dijo Mamie casi llorosa, como una mendiga que pidiera limosna.
Lois asintió.
—Muy bien.
Mamie avanzó despacio, tambaleante, hacia las escaleras. Del televisor de arriba llegaba una alegre música, el tema de un serial de la tarde.
Lois barrió los restos del jarrón, que se había roto en demasiados pedazos para poder pegarlos, o eso le parecía ahora. De todos modos, guardó los pedazos en una bolsa de plástico, y luego llegó Herbert y le contó su fracaso.
—Creo que será mejor que hablemos con un abogado —dijo Herbert—. No se me ocurre otra cosa.
Lois intentó tranquilizarle con una taza de té en la cocina. Podían volver a ponerse en contacto con el hijo, dijo Lois. El abogado les saldría caro, y puede que ni siquiera diese resultado.
—Pero ellos saben que se está cociendo algo —dijo Lois, bebiendo su té a sorbitos.
—Pero ¿cómo?… ¿Qué quieres decir?
—Lo noto. En el ambiente —dijo Lois, sin mencionar el jarrón y confiando en que Herbert tardara en advertir su ausencia.
Lois escribió a Christopher Forster. Mamie hacía punto y Albert hacía pis. Lois y la chica que venía a limpiar una vez por semana, Rita, una gordita medio portorriqueña, alegre y encantadora, lavaban las sábanas y las tendían en el jardín. Mamie le regaló a Lois un pañito de punto, redondo, bastante bonito, pero de un tono morado que a Lois no le agradaba, ¿o acaso era que estaba totalmente en contra de Mamie? Lois alabó el trabajo de Mamie, le dijo que le encantaba el pañito, y lo puso en el centro de la mesita del cuarto de estar. Mamie no pareció satisfecha con las palabras de Lois, curiosamente, sino que puso su cara de víctima. Desde entonces, empezó a producir unos batiburrillos de colores entremezclados, con puntos sueltos, que pretendían ser pañitos, cubreteteras, e incluso calcetines. La locura que revelaban estos artículos inquietó aún más a Herbert y a Lois. Estaban ya a mediados de junio. Christopher contestó que en su casa estaban más apretados que nunca, porque su nieto de cuatro años estaba pasando el verano con ellos, debido a que los padres del niño iban a divorciarse, de modo que la última cosa que podía hacer ahora mismo era llevarse a Albert y Mamie con él. Herbert invirtió una hora de consulta con un abogado, el cual le sugirió que le plantearan el asunto al seguro médico contando con la colaboración de Christopher Forster, o que buscasen otra residencia de ancianos, lo cual podía resultar complicado debido a que no había lazos de sangre y tendrían que explicar que habían asumido la responsabilidad de los Forster sacándoles de la Residencia Hilltop.
Los vecinos de Herbert y Lois les respaldaron con su apoyo moral y con numerosas invitaciones para romper la monotonía, pero ninguno se ofreció a llevarse a los Forster ni siquiera una semana. Lois le comentó esto a Herbert en broma, y la idea les hizo sonreír a los dos: era demasiado esperar incluso de los mejores amigos, y el hecho de no haber recibido semejante ofrecimiento por parte de los Mitchell, ni de sus otros amigos íntimos, los Lowenhook, no disminuía la estimación que los McIntyre tenían por ellos. La verdad era que los dos Forster juntos eran una lata, una cruz, una pesadilla. Y ahora los Forster estaban empeñados en una guerra sutil. Las cosas se rompían. A Lois ya no le importaba lo que le sucediera al colchón de Albert, o a la alfombra de su cuarto, puesto que los había dado por perdidos. No se molestaba en llevar los pantalones de Albert al tinte, porque le daba igual cómo estuvieran. Que se cuezan en su propia salsa, era una frase que le pasaba a veces por la cabeza, pero nunca la decía en alto. A Lois le preocupaba que Herbert se viniera abajo. A principios de agosto ambos habían llegado a un punto en el que ya no podían reírse del asunto, ni siquiera con cinismo.
—Vamos a alquilar dos estudios… o dos despachos, si te parece, Lois —dijo Herbert una noche—. He estado mirando. Hay dos que están libres en el mismo edificio, en Barington Street, en Hartford. Cuatrocientos dólares al mes… cada uno. Vale la pena, por lo menos a mí me compensa y estoy seguro de que a ti también. Tú has llevado la peor parte, en realidad.
Herbert tenía los ojos rojos de cansancio, pero consiguió sonreír. A Lois le pareció una idea estupenda. Ochocientos dólares al mes no parecía un precio desproporcionado a cambio de la tranquilidad de espíritu y la posibilidad de concentrarse.
—Puedo prepararles un almuerzo frío con un termo…
Herbert rió y las lágrimas de alivio hicieron brillar sus ojos.
—Y haré de chófer para llevarte y traerte al trabajo de nueve a cinco. Imagínate…, soledad …, ¡en nuestras celditas!
Lois y Herbert se instalaron en sus despachos de Hartford el lunes siguiente. Se llevaron máquinas de escribir, archivos, cartas, libros y el artículo que estaba escribiendo Lois. Cuando Lois le dijo a Mamie, durante el fin de semana, que iban a trabajar fuera, Mamie le preguntó quién les iba a servir las comidas, y entonces Lois le explicó que ella estaría allí para servirles el desayuno y la cena, y que el almuerzo sería… como una merienda en el campo, una sorpresa, con un termo de sopa caliente y otro de té caliente.
—A la hora del té… —empezó Albert vagamente, fijando en Lois una mirada acusadora.
—En cualquier caso, ya está hecho —dijo Lois sinceramente, puesto que Herbert y ella habían firmado un contrato de alquiler por seis meses.
Mamie y Albert se enfadaron con los McIntyre. Todas las tardes, cuando los McIntyre volvían a casa entre las seis y las siete, se encontraban con que la cama de Albert estaba mojada, y Lois tenía que cambiarla antes de preparar la cena. Herbert insistió en enjuagar él mismo la sábana o sábanas y colgarlas en el tendedero del jardín, o en el sótano si amenazaba lluvia.
—Mudaros de vuestra propia casa por esos hijos de la grandísima —dijo Pete Mitchell una tarde en que él y Ruth vinieron a tomar una copa—. ¿No os parece que es demasiado?
—Pero ahora podemos trabajar —contestó Herbert—. Es mejor así. ¿Verdad, Lois?
—Desde luego que sí. Es evidente —dijo Lois a los Mitchell.
Pero se dio cuenta de que no la creían, pensaban que simplemente estaba tratando de convencerse. Lois era consciente de que Herbert y ella habían cenado en casa de los Mitchell sólo una vez desde que los Forster llegaron hacía seis meses, porque les inquietaba dejar solos a los Forster desde las ocho de la tarde hasta quizá después de medianoche. ¿Pero no era un poco tonta la cosa? Después de todo, ahora los Forster estaban solos en la casa desde antes de las nueve de la mañana hasta pasadas las seis. Así que Lois y Herbert aceptaron una invitación a cenar, ya que los Mitchell les habían invitado tantas veces, y éstos se mostraron encantados. Sería el próximo sábado.
Cuando los McIntyre regresaron de casa de los Mitchell el sábado por la noche, o más bien en la madrugada del domingo, todo estaba en orden en su casa. Solamente la luz del cuarto de estar estaba encendida, tal y como ellos la habían dejado, se oía el mido de la televisión en el cuarto de los Forster y su luz estaba apagada. Herbert entró, apagó el televisor y salió de puntillas con la bandeja de la cena. Se sentía agradablemente cansado y blando, y lo mismo le sucedía a Lois, porque los Mitchell les habían dado una buena cena con vino, y los Lowenhook también habían estado en la cena.
Herbert y Lois se tomaron un vaso de leche en la cocina mientras Lois fregaba los platos de los Forster. Lo estaban consiguiendo, ¿no? A pesar de las bromas de los Lowenhook. ¿Qué habían dicho esta noche? ¡Mira que si Mamie y Albert os entierran a los dos! Herbert y Lois lograron reírse sinceramente esa noche en la cocina.
El domingo, Mamie le preguntó a Lois dónde habían estado la noche anterior, aunque Lois les había dejado el nombre y el número de teléfono de los Mitchell. Mamie dijo que el teléfono había sonado «una docena de veces», y que ella no había podido acudir a cogerlo con suficiente rapidez antes de que dejara de sonar, y Albert tampoco había conseguido llegar al teléfono del dormitorio de los McIntyre a tiempo, aunque lo había intentado cuando ella se cansó de hacerlo.
Lois no la creyó. ¿Cómo podían oír el timbre del teléfono, teniendo la televisión tan alta?
—Es curioso, hoy no ha sonado en todo el día.
Una tarde de la semana siguiente, cuando Lois y Herbert volvieron juntos de sus oficinas, se encontraron una gran maceta de rododendros enanos volcada en el suelo del cuarto de estar, aunque la maceta no estaba rota. Nadie podía haber volcado una maceta tan grande simplemente dándole un golpecito involuntario; los dos lo sabían, pero no lo dijeron. Herbert enderezó la maceta y se puso a quitar la tierra con una escoba y un recogedor, dejando que Lois admirase el nuevo ejemplar que había en el cuarto de estar, una cosa de punto vagamente exagonal —para ser un pañito era bastante grande, casi un metro de diámetro— que estaba sobre un brazo del sofá. Los colores eran turquesa, rojo oscuro y blanco y la superficie era ondulada.
—¿Una ofrenda de paz? —preguntó Herbert con una risita nerviosa.
Fue un viernes de principios de otoño, cuando al llegar a casa a eso de las siete, los McIntyre vieron que salía humo de una de las ventanas del dormitorio de los Forster. La ventana estaba un poco abierta por arriba, pero el humo parecía denso y abundante.
—¡Dios santo! —exclamó Herbert, bajándose del coche apresuradamente y deteniéndose luego, como si por unos segundos no supiera qué hacer.
Lois había salido del coche por el otro lado. El humo ascendía por encima de los álamos, enroscándose hacia lo alto. Lois también se sentía curiosamente paralizada. Luego se acordó de un artículo que tenía por terminar y de los cuatro primeros capítulos de un libro en el que no estaba trabajando ahora, pero con el cual se pondría pronto, que estaban en la habitación de la planta baja, justo debajo del cuarto de los Forster, y se apoderó de ella la necesidad de entrar en acción. Arrojó su bolso en el asiento del coche.
—¡Tenemos que sacar nuestras cosas !
Herbert sabía lo que ella entendía por cosas. Cuando abrió la puerta principal, el olor del humo le hizo retroceder, luego respiró hondo y entró. Sabía que dejar la puerta abierta, crear corriente, era lo peor que se podía hacer, pero no la cerró. Corrió a la derecha hacia su cuarto de trabajo, luego se dio cuenta de que Lois también había entrado, así que dio la vuelta y se reunió con ella en su despacho, abrió una ventana y fue tirando fuera, al césped, los papeles, carpetas y cajas que ella le pasaba. Lo hicieron en unos segundos, luego atravesaron el cuarto de estar como flechas y entraron en el cuarto de trabajo de Herbert, que estaba comparativamente despejado de humo, a pesar de que la puerta estaba abierta. Herbert abrió una ventana y allá fueron cajas, archivos, la máquina de escribir portátil, libros de consulta y casi la mitad de la enciclopedia de catorce volúmenes. Lois, que le ayudaba, se detuvo finalmente para tomar aliento, con la boca muy abierta.
—Y… ¡arriba! —dijo jadeando—. ¿Los bomberos? No es demasiado tarde, ¿o sí?
—¡Que se queme todo!
—Los Forster…
Herbert asintió rápidamente. Parecía aturdido. Echó una mirada a su alrededor para ver si había olvidado algo, luego cogió un abrecartas de encima de su mesa y se lo metió en el bolsillo, después abrió un cajón.
—Cheques de viaje —murmuró, y se los guardó en el bolsillo también—. No olvides que la casa está asegurada —le dijo a Lois con una sonrisa—. Saldremos de ésta. ¡Y vale la pena!
—No crees que… arriba…
Herbert, después de un nervioso suspiro, cruzó el cuarto de estar hacia las escaleras. El humo descendía como una avalancha gris. Volvió corriendo a donde estaba Lois, tapándose la cara con un lado de la chaqueta.
—¡Fuera! ¡ Salgamos, cariño !
Cuando ya estaban los dos en el jardín, la ventana del dormitorio de los Forster estalló y las llamas salieron hacia el tejado. Sin decir palabra, Herbert y Lois recogieron las cosas que habían tirado en el césped. Apilaron sus pertenencias con bastante cuidado, a pesar de las prisas, en el maletero y en el asiento trasero del coche.
—Podían haber llamado ellos a los bomberos, ¿no crees? —dijo Herbert, echando una ojeada a la ventana por la que salían las llamas.
Lois y Herbert sabían que ella había escrito BOMBEROS y el número junto al teléfono de su dormitorio en el piso de arriba, por si acaso. Pero ahora los Forster estaban inconscientes a causa del humo. ¿O estarían fuera , ocultos detrás de los setos y de los álamos contemplando cómo se quemaba la casa, dispuestos a reunirse con ellos… ahora mismo? Lois confiaba en que no fuera así. Y no creía que lo fuera. Los Forster estaban allí arriba, ya muertos.
—¿Adónde vamos ahora? —preguntó Lois cuando Herbert tomó la carretera en dirección opuesta a Hartford. Pero lo sabía—. ¿A casa de los Mitchell?
—Sí, claro. Llamaremos a los bomberos desde allí. Si es que no lo ha hecho ya algún vecino. Podemos pasar la noche en casa de los Mitchell. No te preocupes, cielo.
Las manos de Herbert estaban tensas sobre el volante, pero conducía con suavidad y cuidado.
¿Y qué iban a decir los Mitchell? Estupendo , probablemente, pensó Lois.
que Lois también había entrado, así que dio la vuelta y se reunió con ella en su despacho, abrió una ventana y fue tirando fuera, al césped, los papeles, carpetas y cajas que ella le pasaba. Lo hicieron en unos segundos, luego atravesaron el cuarto de estar como flechas y entraron en el cuarto de trabajo de Herbert, que estaba comparativamente despejado de humo, a pesar de que la puerta estaba abierta. Herbert abrió una ventana y allá fueron cajas, archivos, la máquina de escribir portátil, libros de consulta y casi la mitad de la enciclopedia de catorce volúmenes. Lois, que le ayudaba, se detuvo finalmente para tomar aliento, con la boca muy abierta.
—Y… ¡arriba! —dijo jadeando—. ¿Los bomberos? No es demasiado tarde, ¿o sí?
—¡Que se queme todo!
—Los Forster…
Herbert asintió rápidamente. Parecía aturdido. Echó una mirada a su alrededor para ver si había olvidado algo, luego cogió un abrecartas de encima de su mesa y se lo metió en el bolsillo, después abrió un cajón.
—Cheques de viaje —murmuró, y se los guardó en el bolsillo también—. No olvides que la casa está asegurada —le dijo a Lois con una sonrisa—. Saldremos de ésta. ¡Y vale la pena!
—No crees que… arriba…
Herbert, después de un nervioso suspiro, cruzó el cuarto de estar hacia las escaleras. El humo descendía como una avalancha gris. Volvió corriendo a donde estaba Lois, tapándose la cara con un lado de la chaqueta.
—¡Fuera! ¡ Salgamos, cariño !
Cuando ya estaban los dos en el jardín, la ventana del dormitorio de los Forster estalló y las llamas salieron hacia el tejado. Sin decir palabra, Herbert y Lois recogieron las cosas que habían tirado en el césped. Apilaron sus pertenencias con bastante cuidado, a pesar de las prisas, en el maletero y en el asiento trasero del coche.
—Podían haber llamado ellos a los bomberos, ¿no crees? —dijo Herbert, echando una ojeada a la ventana por la que salían las llamas.
Lois y Herbert sabían que ella había escrito BOMBEROS y el número junto al teléfono de su dormitorio en el piso de arriba, por si acaso. Pero ahora los Forster estaban inconscientes a causa del humo. ¿O estarían fuera , ocultos detrás de los setos y de los álamos contemplando cómo se quemaba la casa, dispuestos a reunirse con ellos… ahora mismo? Lois confiaba en que no fuera así. Y no creía que lo fuera. Los Forster estaban allí arriba, ya muertos.
—¿Adónde vamos ahora? —preguntó Lois cuando Herbert tomó la carretera en dirección opuesta a Hartford. Pero lo sabía—. ¿A casa de los Mitchell?
—Sí, claro. Llamaremos a los bomberos desde allí. Si es que no lo ha hecho ya algún vecino. Podemos pasar la noche en casa de los Mitchell. No te preocupes, cielo.
Las manos de Herbert estaban tensas sobre el volante, pero conducía con suavidad y cuidado.
¿Y qué iban a decir los Mitchell? Estupendo, probablemente, pensó Lois.
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