Había una vez un bobo que robaba gallinas. O al menos pretendía hacerlo. Porque era tan torpe que alborotaba a los perros y despertaba a todo el mundo.
–Petro, no se robe las gallinas –le gritaban.
De nada le servía el sombrero que aplastaba sus pelos de erizo y el pañuelo que cubría su cara de sapo, porque todos conocían su cojera. Y su tamaño.
–Vete a hacer las tareas y deja dormir.
El bobo arañaba las paredes, rompía algunas tejas y volvía a casa con las manos vacías, apedreado y mordido por los perros. Su pobre madre lloraba al verlo.
–Te va a tocar cambiar de profesión –le decía–. La gente no te entiende.
Todo el mundo sabía las intenciones de Petro. No podía disimular el hambre. Al principio, cuando pensó apoderarse del gallinero a sangre y fuego, apareció con una escopeta, pero se la decomisó la policía. Lo obligaron a lavar los baños de la estación y lo dejaron libre. Al negro Faustino, dueño del gallinero más grande, no le pareció buena idea.
De todos modos, y aunque juraba que lo suyo eran los mangos que caían de los árboles y las zanahorias que cultivaba detrás de su casa, el bobo no se pudo quitar de encima la fama de robagallinas. En el parque, los niños brincaban y picoteaban a su alrededor. Todos cacareaban a su paso. O le arrojaban una pluma.
–Lo que Petro está buscando es la gallina de los huevos de oro –se burlaba la gente.
–No me digan así –reclamaba el bobo–. Soy Petronio.
Y se alejaba muerto de hambre. Y muerto de rabia. Y la rabia terminaba en remordimiento.
–Acúseme, padre, que me da mucha rabia que me llamen Petro –le decía al cura todos los sábados en el confesionario.
–Pero sí eres el ladrón de gallinas.
–¿Cómo lo sabe, padre?
–Vienes todos los sábados.
–¿Y cómo sabe que soy el ladrón?
–Acá me cuentan todo, Petro.
–Padre, ya me dio rabia otra vez.
–Te perdono –dijo el cura–. Ya sé que la otra vez me lo dijiste, ¿pero cómo es tu nombre?
–Petronio Antonio Malasangre.
–Con razón me reí tanto el otro día.
–Padre.
–¿De dónde salió ese Malasangre?
–Pregúntele a mi mamá.
–Lo haré.
–Soy un desliz. Mi mamá fue al mercado y pisó una cáscara de plátano y de ahí salí yo.
–¿Y el señor Malasagre?
–El dueño del plátano, supongo. Nunca lo conocí. A veces pienso que mamá se lo inventó.
–¿Te va bien en algo?
–No.
–Chiquito, cojo, tuerto y mentiroso.
–Padre, por favor. No soy tuerto. Tengo un ojo más chiquito que el otro. Por el uno veo y por el otro medio veo.
–¿No dijiste que te habías dedicado a comer zanahorias?
–No soy un conejo.
–No digas mentiras –dijo el cura–. ¿Y los mangos?
–Se acabó la cosecha.
–No digas que andas enfermo. No ilusiones.
–La gente me trajo cosas.
–Pero luego supieron que no tenías nada. No se ve bien que digas que estás que te mueres y luego no salgas con nada. La próxima vez nadie va a creerte.
–Soñé era un zorro, padre.
–Te creo –dijo el cura–. Eres un zorro, Petro.
–¿Verdad que sí?
–Tienes pinta.
–Gracias, padre. Pero no de conejo.
–No de conejo –aceptó el cura–. Dentro de ti palpita el corazón del zorro.
–No entiendo, padre. Me crecen garras, se me agrandan las orejas, se me estira el hocico. Ay, padre Agapito.
–No me recuerdes ese nombre, hijo mío, y no se te ocurra decirme Pito.
–¿Le da coraje, padre?
–Voy a pensar qué hacer contigo –dijo el cura–. Vete y no peques más.
–¿Y la penitencia?
–Queda pendiente –dijo el cura, seguro de que una avemaría y un padrenuestro no arreglarían nada.
Y se quedó pensando en Petronio hasta la noche. No pudo dormir, pero al otro día tenía la solución, y fue a visitar al dueño del gallinero más grande, don Faustino Trespalacios.
Era un domingo soleado y feliz.
–Don Faustino.
–Padre Agapito.
Con la sotana, el cura parecía tan negro como el otro. Además, se veían igual de gordos y barrigones. El cura propuso la idea mientras despresaba una gallina con tajadas de plátano maduro, papas chorreadas y una montaña de arroz, y atajaba a lengüetazos la grasa que escurría de sus manos. Le costó trabajo convencer al negro. Se tomaron un par de cervezas. Y luego otras dos. Y otras, hasta que abreviaron sus nombres.
–Adiós, Tino.
–Adiós, Pito.
Cuando el bobo regresó a confesarse, echando espuma de la rabia, el cura casi no lo dejó hablar.
–No te preocupes, hombre, eres dueño del gallinero de Faustino, qué afortunado –le dijo, entregándole la llave–. Ve a cuidarlo con alma, vida y sombrero.
El bobo se limpió la espuma y sacudió la cola.
–¿No me van a echar los perros?
–Ya hablé con Faustino.
Al bobo se le escurrió la baba.
–¿Me puedo comer todas las gallinas? –preguntó–. Soy un zorro, padre.
–No te apresures –dijo el cura–. ¿No ves que ahora eres el dueño? Tu misión es multiplicar las gallinas para alimentar a los pobres del mundo.
–Qué ideas, padre. Yo sólo pienso en mí.
–Detrás del gallinero hay un potrero inmenso –dijo el cura–. Podrías sembrar unos aguacates.
–Y a veces en mi mamá –dijo el bobo–. Pero sobre todo en mí.
–Eres el feliz propietario, Petronio Antonio Malasangre, saborea la propiedad privada.
–No entiendo, padre, pero me siento en el paraíso.
–Porque Dios está contigo –dijo el cura, asaltado por la duda–. No olvides venir el sábado para saber cómo van las cosas.
–¿Y si no me da rabia?
–Ven de todos modos –dijo el cura–.Vete y no peques más.
El bobo se fue feliz, pero el cura se quedó pensando: “De bobo no tiene un pelo”. Y ya no le pareció tan buena la idea de meter el zorro al gallinero.
2 de febrero de 2021
No hay comentarios:
Publicar un comentario