martes, 16 de febrero de 2021

Patricia Highsmith / El día del ajuste de cuentas

 


Patricia Highsmith 

EL DÍA DEL AJUSTE 

DE CUENTAS

    John tomó un taxi en la estación, tal como su tío le había aconsejado que hiciera en el caso de que nadie fuera a recibirle a la llegada del tren. Hanshaw Chickens Inc., tal como ahora su tío Ernie Hanshaw denominaba a su granja aviar, se encontraba a menos de tres quilómetros. John conocía bien la blanca casa de dos plantas, pero el gris y alargado barracón era nuevo para él. Se trataba de un barracón grande que ocupaba por entero la zona antes destinada a las vacas y los cerdos.


    El taxista dijo alegremente, mientras John pagaba el importe del trayecto:
    —¡Ahí dentro hay montones de buenas pechugas!
    —Sí, pero advierto que no se ve ni un solo pollo —respondió John sonriente.
    John, con la maleta en la mano, avanzó hacia la casa.
    Pensando que Helen seguramente se encontraría en la cocina, almorzando, John gritó:
    —¿Hay alguien en la casa?
    Entonces, vio el gato aplastado. No, no era un gato, era un gatito de corta edad. ¿Era real o de papel? John dejó la maleta en el suelo y se acercó. Era de verdad. Yacía de costado, plano, al mismo nivel que la tierra rojiza, en la ancha huella dejada por un neumático. La cabeza había quedado también aplastada y había sangre en ella, pero no la había en el resto del cuerpo que la presión había agrandado, de manera que la cola parecía absurdamente corta. El gatito era blanco, con manchas anaranjadas y pintas negras.
    Hasta los oídos de John llegó un rumor de máquinas procedente del barracón. Dejó la maleta en el porche, y, como sea que no oyó sonido alguno en el interior de la casa, se dirigió a paso ligero hacia el nuevo barracón. Las grandes puertas delanteras estaban cerradas con llave, por lo que John, también a paso ligero, fue a la puerta trasera. El barracón le parecía tener, por lo menos, cuatrocientos metros de longitud. Además del zumbido de máquina, John oyó un ruido agudo, formado por multitud de gritos menudos, como un piar multitudinario.
    —¿Ernie? —gritó John.
    Entonces, vio a Helen.
    —¡Hola, Helen!
    —John, bienvenido. ¿Has venido en taxi? La verdad es que no hemos oído ruido de motor de coche.
    Helen dio un beso en la mejilla a John, y comentó:
    —Has crecido diez centímetros por lo menos.
    El tío de John bajó por una escalerilla de mano y le estrechó la mano.
    —¿Cómo estás, muchacho?
    —Hola, Ernie. Pero ¿qué pasa aquí?
    John tenía la vista fija en unas correas de transporte que desaparecían dentro del barracón. En el suelo reposaba un contenedor del tamaño de una caja de camioneta, por lo menos.
    Ernie se acercó más a John y a gritos le dijo que acababa de llegar el grano, una mezcla especial, y que lo estaba almacenando en la fábrica, que era el nombre que daba al barracón. Por la tarde, acudiría un hombre a llevarse el contenedor.
    —De acuerdo con el programa —añadió Ernie—, a estas horas no debe haber luces, pero haremos una excepción para que puedas verlo todo. ¡Mira!
    Ernie oprimió un interruptor, ya dentro del barracón, juntó a la puerta, y la penumbra se disolvió ante una luz brillante, como la del sol de mediodía.
    Los gritos y cacareos de gallinas y polluelos aumentaron al mismo ritmo que aumenta el sonido de las sirenas, y John, instintivamente, se tapó los oídos. Los labios de Ernie se movieron, pero John no pudo oír sus palabras. John se volvió a un lado para mirar a Helen. Esta se encontraba bastante rezagada. Agitó una mano, sonrió y meneó negativamente la cabeza, como queriendo expresar que no podía aguantar aquel ruido. Ernie arrastró a John hacia el interior del barracón, pero ya había renunciado a hablar y se limitaba a señalar con el dedo.
    Los pollos eran bastante pequeños, casi totalmente blancos, y no dejaban de moverse. John advirtió que el movimiento de los pollos se debía a que las plataformas en las que se encontraban en pie se inclinaban hacia adelante, de manera que los pollos quedaban abocados al lugar en que se encontraba la comida. Pero no todos comían. Algunos intentaban picotear a sus más cercanos compañeros. Cada pollo tenía su individual compartimento de alambre. En el suelo quizá había cuarenta filas de pollos, y encima de ellas, hasta llegar al techo, había ocho o diez pisos de jaulas. Entre las hileras de pollos mediaban pasillos lo bastante anchos como para que por ellos pudiera pasar un hombre, que, a juicio de John, seguramente tendría la tarea de barrer el suelo. Pero, mientras John pensaba esto, Ernie dio vuelta a una rueda, y chorros de agua comenzaron a limpiar el suelo, que presentaba inclinaciones que conducían el agua a unos desagües.

    — ¡Todo automático! Maravilloso, ¿verdad?
    John adivinó estas palabras por el movimiento de los labios de Ernie. Efectuó un aquiescente movimiento con la cabeza y dijo:
    —¡Formidable!
    Pero John efectuó unos movimientos indicativos de que ya estaba dispuesto a irse de allí, de alejarse de tanto ruido.
    Ernie cortó el agua.
    John advirtió que los picos de los pollos se habían convertido en redondeados muñones, y que sus blancas pechugas, en el punto en que se apoyaban en una barra horizontal que soportaba el peso de su cuerpo inclinado, goteaban sangre. ¿Qué otra cosa podían hacer aquellos pollos, como no fuera comer? Algo había leído John acerca de la cría de pollos en batería. Pero las gallinas de Ernie, a diferencia de aquellas otras acerca de las que John había leído, ni siquiera podían dar una vuelta sobre sí mismas, en sus jaulas de alambre. La agitación imperante en el barracón se debía en gran parte a los intentos que efectuaban los pollos de volar hacia arriba. Ernie apagó las luces. Cuando salieron del barracón, las puertas se cerraron a sus espaldas, al parecer también automáticamente.
    Sin dejar de hablar a gritos, Ernie dijo:
    —El automatismo me ha sacado de apuros. Ahora gano dinero. ¡Un solo hombre, yo, basta para llevar todo eso!
    John sonrió y preguntó:
    —¿Quieres decir que no tienes trabajo para mí?
    —No, aquí hay mucho trabajo. Ya lo verás. Pero ¿qué te parece si antes almorzamos? Dile a Helen que tardaré quince minutos.
    John se acercó a Helen, a quien dijo:
    —Fabuloso.
    —Sí, Ernie está entusiasmado.
    Anduvieron hacia la casa, Helen con la vista baja, debido a que en el suelo abundaban los baches embarradas. Ella calzaba unas viejas zapatillas de lona, vestía pantalones de pana negra y un jersey del color de la herrumbre. Adrede, John caminaba a aquel lado de Helen que le situaba entre ella y el gatito muerto. John no quería hablar del gatito.
    John subió la maleta al dormitorio cuadrado y soleado, en una esquina de la casa, en el que siempre había dormido, en sus visitas a la casa, desde que era un chico de diez años, que fue cuando Ernie y Helen compraron la granja. Se puso unos tejanos azules, y fue a hacer compañía a Helen en la cocina.
    Helen, que estaba preparando dos bebidas en la mesa de madera, dijo:
    —¿Tomas una copa? Hay que celebrar tu llegada.
    —Sí, gracias. ¿Y dónde está Susan?
    Susan, de ocho años de edad, era la hija de Ernie y Helen.
    —Pues está en… Bueno, en una especie de escuela de verano. Nos la devuelven hacia las cuatro y media. Esto la ayuda a pasar el tiempo durante las vacaciones de verano. En esa escuela hacen unos horrorosos ceniceros de arcilla y unos monederos con flecos, también horrorosos, y cosas así. Luego, tenemos que elogiarlos.
    John se rió. Miró a su tía política, pensando que todavía era atractiva. Por lo menos, así se lo parecía. Calculó que Helen tendría unos treinta y un años. Mediría un metro setenta, era esbelta, con rizado cabello de un rubio rojizo, y ojos que a veces parecían verdes y otras azules. Y tenía una voz muy agradable. Cogiendo la copa, John dijo:
    —Gracias.
    En la copa había porciones de piña y, en el centro, una cereza.
    —No sabes cuánto me alegra volverte a ver —dijo Helen—. ¿Cómo van los estudios? ¿Y tus padres?
    Tanto los unos como los otros iban bien. El año próximo, a los veinte años de edad, John se graduaría en la Ohio State, y luego seguiría un curso de posgraduado, especializándose en administración pública. Era hijo único y sus padres vivían en Dayton, a unos doscientos cuarenta quilómetros de la granja.
    Y, entonces, John habló del gatito. Luego dijo:
    —Espero que no fuera vuestro.
    E inmediatamente se dio cuenta de que forzosamente tenía que serlo, debido a que Helen dejó el vaso y se puso en pie. John se preguntó cómo era posible que el gatito hubiera pertenecido a otra gente, habida cuenta de que no había otra granja en las cercanías.
    —¡Oh, Dios mío! —exclamó Helen—. Cuando Susan…
    Y salió corriendo por la puerta trasera. John corrió tras ella, avanzando directamente hacia el cuerpo del gato que Helen había divisado desde lejos.
    —Ha sido el camión grande, esta mañana —dijo Helen—. El conductor va tan alto que no puede ver lo que tiene inmediatamente delante.
    John miró alrededor, en busca de una pala o algo con qué excavar y dijo:
    —Te ayudaré.
    Encontró una pala, regresó, y con ella levantó suavemente el cuerpo aplastado, como si aún estuviera vivo. Sostenía la pala con las dos manos. Dijo:
    —Debiéramos enterrarlo.
    —Desde luego. No podemos permitir que Susan lo vea. Aunque, de todas formas, tendré que decírselo. En la parte trasera de la casa hay un pico.
    John hizo un hoyo en el lugar en que Helen le indicó, que se encontraba cerca de un manzano, en la parte trasera de la casa. Echó tierra sobre la tumba, y luego la cubrió con unos manojos de hierba, para que la tierra removida no llamara la atención.
    —¡Las veces que he metido al gatito en casa, cuando vienen esos malditos camiones! —exclamó Helen—. La gatita apenas tenía cuatro meses, y no temía a nada, corría al lado de los automóviles y camiones, como si fueran juguetes.
    Emitió una nerviosa risita y añadió:
    —Esta mañana, el camión ha llegado a las once, y yo estaba vigilando el pastel que había puesto en el horno, porque ya faltaba poco para sacarlo.
    John no supo cómo consolar a su tía, y dijo:
    —Quizá lo mejor será comprarle otra gatita a Susan.
    Ernie apareció por la puerta trasera de la casa, y, encaminándose hacia ellos, gritó:
    —¿Qué diablo estáis haciendo aquí?
    —Acabamos de enterrar a Beansy —explicó Helen—. El camión la ha atropellado esta mañana.
    La sonrisa desapareció del rostro de Ernie.
    —Oh… Malo… Realmente es una noticia muy mala, Helen.
    Durante el almuerzo, Ernie se mostró alegre, y habló de las vitaminas y los antibióticos incorporados a los piensos de su ganado aviar, y de que cada gallina producía un huevo y cuarto al día. A pesar de correr el mes de julio, Ernie alargaba el «día» de las aves mediante luz artificial.
    —Todas las aves esperan la primavera —dijo Ernie—. Cuando imaginan que la primavera comienza, ponen más huevos. Las aves que tengo, se encuentran ahora en su momento cumbre. En octubre tendrán ya un año, y las venderé para comprar otras.
    John escuchaba atentamente. Sí, ya que viviría en la granja durante un mes, y quería ayudar a sus tíos. Dijo:
    —Comen muchísimo, ¿verdad? He visto que muchas de ellas incluso tienen el pico desgastado.
    Ernie se echó a reír y dijo:
    —No. Se les ha recortado el pico. Si no lo hubiéramos hecho, se picotearían entre sí, por entre los alambres de las jaulas. En la primera remesa que compré, dos de ellas se escaparon y poco faltó para que se mataran a picotazos. Ahora, les recorto el pico, siguiendo las normas de un manual.
    —Y, en cierta ocasión, un pollo comenzó a comerse a otro —dijo Helen—. Canibalismo.
    Soltó una risita nerviosa y añadió:
    —¿Habías oído hablar de canibalismo entre pollos, John?
    —No.
    —Nuestros pollos están locos —advirtió Helen.
    Locos. John sonrió un poco. Quizá Helen tuviera razón. Los sonidos que producían aquellas aves eran propios de seres enloquecidos.
    En tono de disculpa, Ernie dijo a John:
    —A Helen no le gusta la cría de ganado aviar en batería. No hace más que recordar los viejos tiempos. Pero entonces ganábamos menos dinero.
    Por la tarde, John ayudó a su tío a desmontar las correas transportadoras y a guardarlas en el barracón. John comenzó a distinguir las palancas y los interruptores que ponían en funcionamiento los distintos mecanismos. Unas correas se llevaban los huevos y los depositaban suavemente en cajas de plástico. Faltaba poco para las cinco de la tarde cuando John pudo dejar su trabajo. Quería ver a su prima Susan, vivaracha niña, con el cabello igual al de su madre.
    En el momento en que cruzaba el porche delantero, John oyó llanto infantil, y se acordó del gatito. De todas maneras, decidió cumplir sus propósitos y hablar con Susan.
    Ésta y su madre se encontraban en la sala de estar, que era una estancia delantera, con cortinas estampadas y muebles de madera de cerezo. Desde la última visita de John, en la sala se habían incorporado algunas novedades, entre ellas un televisor más grande. Helen estaba de rodillas junto al gran sofá en el que yacía Susan, con la cara oculta sobre uno de sus brazos.
    —Hola, Susan —saludó John—. Siento mucho lo del gatito.
    Susan levantó su cara redondeada y mojada por las lágrimas. Se le formó una burbuja entre los labios, la burbuja estalló, y Susan dijo:
    — Beansy …
    Llevado por un impulso, John abrazó a Susan, y dijo:
    —Encontraremos otro gatito. Te lo prometo. Y quizá sea mañana mismo. ¿Verdad?
    John miró a Helen, quien afirmó con la cabeza, esbozó una leve sonrisa y dijo:
    —Sí, desde luego.
    La tarde siguiente, tan pronto hubieron lavado los platos del almuerzo, John y Helen se pusieron en marcha, en el automóvil de tipo rural, hacia una granja situada a ocho millas de distancia, propiedad de una familia llamada Ferguson. Los Ferguson tenían dos gatas que parían a menudo, según dijo Helen. Y aquel día tuvieron suerte. Una de las gatas había tenido cinco gatitos —uno negro, otro blanco, y los tres restantes mezcla de blanco y negro— y la otra gata estaba preñada.
    Los Ferguson les habían dado a elegir, por lo que John preguntó a Helen:
    —¿Qué te parece el blanco?
    —Mezclado —contestó Helen—. El color blanco es demasiado bondadoso, y el negro es… no sé… quizá dé mala suerte. Escogieron una gatita blanca y negra, con las cuatro patas blancas. Riendo, Helen dijo:
    —Ya imagino que esta gatita se llamará Bootsy [1] .
    Los Ferguson eran gente sencilla, entrada en años, y muy hospitalarios. La señora Ferguson insistió en que sus visitantes comieran un poco de pastel de coco recién cocido, con vino de la casa, un vino bastante fuerte. La gatita jugueteaba por la cocina, persiguiendo bolas de pelusa y polvo que sacó de debajo de un gran aparador.
    —¡No es una gatita criada en batería! —observó el señor Ferguson.
    Y se echó un buen trago al coleto.
    —¿Puedo ver sus pollos, Frank? —preguntó Helen.
    Luego, Helen propinó una alegre palmada en la rodilla a John, y le dijo:
    —¡Frank tiene los pollos más maravillosos que puedas imaginar! ¡Y tiene más de cien!
    Frank se levantó, efectuando un extraño movimiento con su pierna rígida, y dijo:
    —Pues no sé qué tienen de maravillosos mis pollos…
    Frank abrió la puerta trasera y añadió:
    —Ya sabe dónde están, Helen.
    A John le zumbaba agradablemente la cabeza, gracias al vino que había bebido, y junto a Helen anduvo hacia el gallinero. Allí había rojas gallinas Rhose Island, grandes y blancas Leghorn, gallos que se contoneaban y agitaban la cresta, pollos tomateros de manchado plumaje, y montones de pollitos de unos quince centímetros de altura. El suelo estaba cubierto de cortezas de sandía picoteadas, de cuencos con grano, y abundaba en gran manera el excremento de las aves. Los ruinosos restos de un automóvil sin ruedas parecían ser el lugar favorito para poner huevos. Tres gallinas estaban sentadas en el respaldo del asiento delantero, con los ojos entornados, dispuestas a poner huevos que seguramente se quebrarían al caer en el piso del automóvil, detrás de sus colas.
    —¡Es un sitio maravillosamente descuidado! —exclamó John riendo.
    Helen, fascinada, puso los dedos en uno de los alambres que cercaban el gallinero, y dijo:
    —Son como los pollos que yo veía cuando era niña. Bueno, la verdad es que Ernie y yo tuvimos pollos así, hasta…
    Helen sonrió a John y terminó:
    —Bueno, ya sabes, hasta hace un año. ¡Entremos!
    John encontró la puerta, que no era más que una porción de alambres sueltos, enganchados a un palo. Entraron y cerraron la puerta.
    Unas cuantas gallinas retrocedieron y los miraron con curiosidad, emitiendo guturales sonidos de escepticismo. Helen se fijó en una gallina que levantó el vuelo y se posó en las ramas de un árbol.
    —¡Son adorablemente estúpidas! —dijo Helen—. ¡Y pueden ver el sol! ¡Pueden volar!
    —Y hurgar en el suelo, en busca de gusanitos, y comer sandía.
    —Cuando era pequeña, en la granja de mi abuela, solía buscar gusanos para dárselos a las gallinas. Lo hacía con un pico. Y, a veces, pisaba a propósito sus excrementos y se me metía entre los dedos de los pies. Me gustaba. Y mi abuela siempre me obligaba a lavarme los pies en la boca de riego del jardín, antes de entrar en casa.
    Helen se echó a reír. Adelantó la mano hacia una gallina, y ésta huyó soltando un «aaark…».
    —Las gallinas de mi abuela estaban tan domesticadas que podías tocarlas. Tenían el cuerpo duro, y el sol había calentado sus plumas. A veces tenía deseos de abrir el gallinero y dejarlas sueltas, sólo para verlas caminar sobre la hierba durante un rato.
    —Oye, Helen —dijo John—, ¿por qué no compramos una de esas gallinas, para tenerla en casa? Sólo para divertirnos. ¿O dos?
    —No.
    —¿Cuánto te ha costado la gatita? —Nada.
    Susan cogió a la gatita en sus brazos, y John pudo advertir que la tragedia de Beansy pronto sería olvidada. Con la consiguiente desilusión de John, su prima Helen perdió su anterior alegría durante la cena. Quizá se debió a que Ernie habló machaconamente de sus ganancias y de sus pérdidas, mejor dicho, de sus pérdidas no, sino de sus inversiones. John se dio cuenta de que Ernie estaba obsesionado. Y ésta era la razón por la que Helen se aburría. Ernie trabajaba arduamente, a pesar de cuanto decía acerca de que la maquinaria lo hacía todo. Se le habían formado arrugas junto a las comisuras de los labios, arrugas que no habían sido causadas por la risa. Comenzaba a echar barriga. Helen había dicho a John que Ernie había despedido el año anterior a Sam, su capataz, que llevaba siete años con ellos. Dirigiéndose a John, Ernie dijo:
    —Oye, ¿qué te parece la idea? Quiero decir que tan pronto termines los estudios, el año próximo, montes una granja de batería y contrates a un solo hombre para que la lleve. Tú podrías coger otro empleo en Chicago o en Washington, o donde te diera la gana, y tendrías unos ingresos complementarios, para el resto de tus días.
    John guardó silencio. No podía imaginarse a sí mismo en calidad de propietario de una de aquellas granjas. Ernie le advirtió:
    —Cualquier banco te financiaría. Bueno, siempre y cuando Clive respondiera un poco por ti, como es natural.
    Clive era el padre de John.
    Helen tenía la vista fija en su plato, pensando quizá en otros asuntos.
    —Bueno, no es éste mi estilo de vida —contestó John—. Y conste que ya sé que es rentable.
    Después de la cena, Ernie se fue a la sala de estar para «ajustar sus cuentas», tal como solía decir. Casi todas las noches hacía su ajuste de cuentas. John ayudó a Helen a lavar los platos. Ella puso una sinfonía de Mozart en el tocadiscos. La música era agradable, pero John hubiera preferido hablar con Helen. Pero, por otra parte, ¿qué hubiera dicho John, exactamente, a Helen? «Comprendo por qué te aburres. Me parece que te gustaría más echar de comer bazofia a los cerdos y arrojar grano a gallinas de verdad, tal como antes se hacía ». John sentía deseos de poner los brazos alrededor del cuerpo de Helen, mientras ésta estaba agachada lavando platos, poner su cara contra la de Helen y besarla. ¿Si tal hiciera, qué pensaría ella?
    Aquella noche, ya en cama, John, muchacho siempre cumplidor, leyó los folletos referentes a la cría de pollos y gallinas por el método de batería, que Ernie le había entregado.
    Se procura que los pollos no crezcan en exceso, con la finalidad de que coman menos, de manera que rara vez alcanzan el peso de tres libras y media… Los pollos jóvenes son sometidos a un régimen constante de luz que los induce a creer que las horas de sol diarias son seis. La finalidad del granjero es aumentar esas primeras seis horas diarias, por el medio de dejar las luces encendidas durante períodos más largos, semana tras semana. Durante el período vital de diez meses, a que las gallinas están destinadas, se mantiene constantemente una ficticia estación primaveral… No se da un verdadero descenso en la puesta de huevos, en el sentido natural del término, aun cuando la gallina no pondrá tantos huevos hacia el final del período… (John se preguntó: «¿Por qué? A fin de cuentas “no pondrá tantos huevos” ¿acaso no era equivalente a “descenso en la puesta de huevos”?»). A los diez meses, la gallina se vende a unos treinta centavos la libra, con las variaciones propias de la fluctuación de precios en mercado…
    Debajo, el folleto decía:
    Richard K. Schultz, de Pon’s Cross, Pa., nos escribió lo siguiente: «Estoy más que satisfecho, al igual que mi esposa, con la modernización de mi granja que transformé en cría de ganado aviar mediante el equipo eléctrico Muskeego-Ryan. Los beneficios se han cuadriplicado en un año y medio, y albergamos esperanzas de aumentarlos todavía más en el futuro…».
    Henry Vliess de Franham, Kentucky, nos escribió, diciendo: «Mi vieja granja apenas cubría gastos. Criaba ganado aviar, cerdos, vacas, en fin, lo normal. Mis amigos solían reírse de lo mucho que trabajaba y de mi mala suerte. Hasta que, por fin…».
    John tuvo un sueño. Igual que Superman, volaba en el barracón de las gallinas de Ernie, y las luces iluminaban con todo su esplendor. Muchas de las aves prisioneras alzaban la vista, sus ojos lanzaban destellos plateados, y quedaban ciegas. El ruido que las aves armaban era tremendo. Querían escapar, pero, estando ciegas, sólo se esforzaban en volar a lo alto, organizando un gran bullicio en el barracón. John volaba frenéticamente, intentando encontrar el sitio en que se encontraba la palanca que abriera las jaulas, las puertas del barracón, que abriera cualquier cosa, pero no lo encontraba. Luego se despertó, quedando sorprendido de hallarse en cama, apoyando el cuerpo por el codo en el colchón. Tenía la frente y el pecho cubiertos de sudor. La luz de la luna entraba a raudales por la ventana. En el silencio nocturno oía el constante y agudo sonido de las aves en el barracón, a pesar de que Ernie le había dicho que las instalaciones estaban perfectamente insonorizadas. Quizá, ahora, corrían las «horas diurnas» para las aves. Ernie había dicho que les quedaban tres meses más de vida.
    John se acostumbró un poco a los mecanismos del barracón, así como a los rápidos relojes artificiales, pero, desde que tuvo aquel sueño, dejó de mirar a las aves tal como lo hizo el primer día. A poco que pudiera, evitaba verlas. En cierta ocasión, Ernie le indicó un ave muerta y John la sacó de la jaula. La pechuga, ensangrentada por la barra de contención de la jaula, estaba tan deformada que bien cabía la posibilidad de que ello fuera la causa de la muerte del ave.
    Susan había dado a la gatita el nombre de Bibsy [2] , debido a que tenía en el pecho una mancha ovalada en forma de babero. Helen dijo a John:
    —Primero fue Beansy [3] y luego Bibsy , cualquiera diría que Susan sólo piensa en comida.
    El sábado por la mañana, Helen y John fueron a la ciudad en automóvil. Los chubascos se alternaron con períodos de sol, y, cuando llovía, los dos caminaron muy juntos bajo un solo paraguas. Compraron carne, patatas, detergente en polvo y pintura blanca para una estantería de la cocina. Además, Helen se compró una blusa a rayas blancas y rosadas. En una tienda dedicada a la venta de animales, perros, gatos, etc., John compró un cesto con una almohada para que Susan tuviera una cama en la que acostar a Bibsy .
    Cuando llegaron a la granja, vieron un alargado automóvil gris oscuro detenido ante la casa.
    —¡Es el coche del médico! —exclamó Helen.
    —¿Sólo viene para visitas médicas? —preguntó John.
    Y al instante se sintió un tanto estúpido, debido a que lo más probable era que algo le hubiera ocurrido a Ernie. Aquella mañana esperaban la entrega de una partida de grano, y Ernie siempre andaba subiéndose a los aparatos para tener la certeza de que todo se desarrollaba debidamente.
    Había asimismo otro automóvil, de color verde oscuro, situado junto al barracón de los pollos, «la fábrica de pollos», que Helen no reconoció. John y su tía entraron en la casa.
    Se trataba de Susan. Yacía en el suelo de la sala de estar cubierta con una manta. Sólo se veía, bajo el fleco de la manta, un pie calzado con una sandalia y con un calcetín amarillo. Allí estaba el doctor Geller y un desconocido. Ernie se encontraba, rígido y aterrado, en pie junto a su hija.
    El doctor Geller se acercó a Helen y le dijo:
    —Lo siento, Helen. Cuando la ambulancia llegó, Susan ya había muerto. He llamado al forense.
    Helen intentó tocar el cuerpo de Susan pero John, instintivamente, la contuvo. Helen preguntó:
    —¿Qué ha ocurrido?
    —Querida, no la vi a tiempo —dijo Ernie—. Susan iba a coger a la gatita que se encontraba debajo del maldito contenedor, en el momento en que éste fue depositado en el suelo.
    Un hombre corpulento, con ropas de trabajo de color castaño, empleado de la empresa de transportes, dijo:
    —Sí, y el contenedor le dio en la cabeza. Ernie me ha dicho que la niña salía corriendo de debajo del contenedor. Lo siento mucho, señora Hanshaw.
    Cortado el aliento, Helen abrió la boca y, luego, se tapó la cara. El doctor Geller dijo:
    —Necesita un sedante, Helen.
    El médico le dio una inyección en un brazo. Helen no dijo nada. Tenía la boca un poco abierta y la mirada fija al frente. Llegó otro automóvil y se llevó el cadáver en una camilla. El forense se fue.
    Con mano temblorosa, Ernie sirvió unos whiskies.
    Bibsy andaba saltando por el cuarto y olisqueaba la mancha roja en la alfombra. John fue a la cocina para coger una esponja. Más valía intentar quitar la mancha mientras los otros estaban en la cocina. Volvió a la cocina para coger un cacharro con agua, y volvió a fregotear la gran mancha roja. A John le zumbaba la cabeza y tenía alterado el sentido del equilibrio. En la cocina se tomó el whisky de un trago, y ello le produjo al instante una sensación de ardor en las orejas.
    El hombre de la empresa de transportes dijo solemnemente:
    —Ernie, creo que más valdrá que me vaya. Ya sabe dónde encontrarme.
    Helen subió al dormitorio que compartía con Ernie, y no bajó a la hora de la cena. Desde su cuarto, John oyó el débil gemido de las tablas del suelo, y así supo que Helen se dedicaba a pasear por el cuarto. John sintió deseos de acudir a su lado y hablarle, pero temía no saber decirle las frases pertinentes. John pensó que era Ernie quien debía estar al lado de Helen.
    John y Ernie, en lúgubre silencio, prepararon unos huevos revueltos, y John fue a preguntar a Helen si quería bajar a la cocina o si prefería que él le subiera algo. John golpeó la puerta con la mano, y Helen dijo:
    —Entra.
    A John le gustaba la voz de Helen, y le sorprendió un poco que en ella no se hubiera producido el menor cambio desde la muerte de la niña. Helen yacía en la cama matrimonial con las mismas ropas y fumaba un cigarrillo. Helen dijo:
    —Gracias, no tengo apetito, pero me tornaría un whisky. John bajó corriendo, llevado por el ansia de conseguir lo que Helen deseaba. Subió hielo, un vaso y labotella en una bandeja y preguntó a Helen:
    —Quieres dormir, ¿verdad?
    —Sí.
    Helen no había encendido las luces del dormitorio. John le dio un beso en la mejilla, y Helen, por un instante, pasó el brazo por el cuello de John y también le dio un beso en la mejilla. Luego, John salió del cuarto.
    Abajo, tuvo la impresión de que los huevos revueltos estuvieran muy secos y apenas pudo tragarlos, a pesar de ayudarse con sorbos de leche.
    —¡Santo Dios, qué día! ¡Dios mío…! —exclamó Ernie.
    Evidentemente, Ernie quería decir más cosas. Miró a John, efectuando un esfuerzo para dar cortesía o quizá intimidad a su actitud.
    Y John, lo mismo que Helen, bajó la vista al plato, quedándose mudo. Por fin, atormentado por su propio silencio, se levantó, con su plato en la mano, dio una torpe palmada en el hombro a Ernie, y dijo:
    —Lo siento, Ernie.
    Abrieron otra botella de whisky, una de las dos que quedaban en la alacena de la sala de estar.
    —Si hubiera sabido que iba a ocurrir esto, jamás hubiera montado esta maldita granja aviar. Y tú lo sabes, John. Lo hice para ganar algún dinero para los míos, para no ir cojeando año tras año.
    John vio que la gatita había descubierto el nuevo cesto, y que se había puesto a dormir en él, en la sala de estar. John dijo:
    —Ernie, probablemente quieres hablar con Helen. Me levantaré a la hora de costumbre, para ayudarte.
    La hora de costumbre significaba las siete de la mañana.
    —De acuerdo. Esta noche estoy atontado. Perdóname, John.
    John estuvo tumbado en cama, sin dormir, durante casi una hora. Oyó los pasos de Ernie en el descansillo, dirigiéndose hacia el dormitorio matrimonial, pero luego no oyó voces, ni siquiera murmullos. John pensó que Ernie no se parecía a Clive. El padre de John, Clive, hubiera dado rienda suelta a las lágrimas y a las maldiciones durante unos instantes, y, después, se hubiera entregado única y exclusivamente a la tarea de consolar a su esposa.
    Un ronco sonido que se alzaba y descendía despertó a John. Las aves, desde luego. ¿Qué diablos pasaba? Gritaban más que nunca. Miró por la ventana delantera. A la luz que precede al alba, vio que las puertas frontales del barracón estaban abiertas. Luego se encendieron las luces que se proyectaron sobre el césped. John se puso las zapatillas de lona, sin atarse los cordones, y salió de su cuarto.
    Ante la puerta cerrada del dormitorio matrimonial, John gritó:
    —¡Ernie! ¡Helen!
    John salió corriendo de la casa. Una blanca ola de pollos y gallinas salía desparramándose por las puertas abiertas del barracón. ¿Qué diablos había ocurrido? Agitando los brazos, John gritó a las aves:
    —¡Adentro! ¡Volved adentro!
    Parecía que las menudas gallinas estuvieran ciegas, o que sus propios cloqueos les impidieran oír la voz de John. Seguían saliendo a oleadas del barracón, algunas de ellas aleteando por encima de las otras, para volverse a hundir en el blanco mar.
    John formó bocina con las manos y gritó:
    —¡Ernie! ¡Las puertas!
    Dirigió la voz al interior del barracón debido a que Ernie forzosamente tenía que estar dentro.
    John se metió en el mar de gallinas, e intentó obligarlas a regresar. Era inútil. Por no estar acostumbradas a caminar, las gallinas se tambaleaban como si estuvieran ebrias, chocaban entre sí, se caían hacia adelante, se caían hacia atrás, pero seguían saliendo en masa, muchas de ellas subidas al dorso de las que más o menos caminaban. Picoteaban los tobillos de John. Éste apartó a patadas a unas cuantas y avanzó hacia las puertas del barracón, pero el dolor de los picotazos en los tobillos y en la parte baja de las pantorrillas le obligó a detenerse. Algunas aves intentaron volar para atacarle, pero sus alas carecían de la fuerza precisa para ello. John recordó aquellas palabras: «Están locas». De repente, sintió miedo, y echó a correr hacia la zona algo más despejada situada a un lado del barracón, y, luego, hacia la puerta trasera. La puerta tenía una cerradura de combinación.
    Helen estaba en la esquina del barracón, en bata, exactamente en el mismo lugar en que John la había visto al llegar a la granja. La puerta trasera estaba cerrada.
    —¿Qué pasa? —preguntó John a gritos.
    —He abierto las jaulas —respondió Helen.
    —¿Que las has abierto? ¿Por qué? ¿Dónde está Ernie?
    —Ahí, adentro.
    Helen estaba extrañamente tranquila, como si se hallara y hablara en estado de sonambulismo.
    Cogiendo a Helen por los hombros y sacudiéndola para que despertara, John gritó:
    —¿Y qué hace? ¿Por qué no cierra el barracón?
    Soltó a Helen y corrió hacia la puerta trasera.
    —La he vuelto a cerrar —dijo Helen.
    John intentó formar la combinación lo más de prisa posible, pero apenas veía. Helen, súbitamente despierta, agarró las manos de John para apartarlas de la cerradura y dijo:
    —¡No abras la puerta! ¿Es que quieres que también salgan por aquí?
    Entonces, John comprendió. Dentro del barracón las aves estaban matando a Ernie, lo mataban a picotazos. Así lo quería Helen. Incluso en el caso de que Ernie gritara, no podrían oírle.
    En el rostro de Helen apareció una sonrisa.
    —Si, sí, está dentro. Creo que acabarán con él.
    John, que apenas podía oír debido al ruido que armaban las aves, adivinó estas palabras, mediante el movimiento de los labios de Helen. A John se le habían acelerado los latidos del corazón.
    En aquel momento, Helen se desmadejó e inició un movimiento de caída al suelo. John la cogió a tiempo. Ahora sabía que ya era tarde para intentar salvar a Ernie. También pensó que éste ya había dejado de chillar.
    Helen se irguió y dijo:
    —Ven conmigo. Veámoslo.
    Con poca fuerza, pero con firmeza. Helen arrastró a John, siguiendo el contorno del barracón, hacia las puertas delanteras.
    En su lento caminar, el trayecto pareció cuatro veces más largo de lo normal. John cogió con fuerza el brazo de Helen. Como si estuviera soñando, o quizá como si estuviera al borde de perder el conocimiento, John preguntó:
    —¿Ernie está realmente dentro?
    Con los ojos entornados, Helen volvió a sonreír a John, y dijo:
    —Sí, sí. Bueno, bajé y abrí la puerta trasera, luego volví a subir y desperté a Ernie. Le dije: «Ernie, algo raro pasa en la fábrica, más valdrá que vayas a ver». Bajó y fue a la puerta trasera, y yo abrí las jaulas con la palanca. Después, bajé la palanca que abre las puertas delanteras. En aquellos momentos, Ernie se encontraba en el centro del barracón debido a que yo había prendido fuego en ese punto.
    —¿Fuego?
    Entonces, John vio una pálida columna de humo que se alzaba sobre las puertas delanteras.
    —Poco hay que se pueda quemar ahí dentro, como no sea el grano. Y hay grano suficiente para que las gallinas coman al aire libre, ¿no crees?
    Después de decir estas palabras, Helen se rió.
    John la empujó para que avanzara más de prisa hacia las puertas delanteras. Al parecer, no había mucho humo. Toda la zona de hierba estaba cubierta de aves, que, a través de la cerca de alambre, habían llegado incluso hasta el camino, picoteando, cacareando, chillando, como un lento ejército sin propósito ni rumbo. Parecía que hubiera nevado.
    John, mientras propinaba patadas a unas cuantas aves que picoteaban los tobillos de Helen, gritó:
    —¡Vayamos a casa!
    Fueron al dormitorio de John. Helen se arrodilló ante la ventana delantera, para ver desde allí el espectáculo. A la izquierda estaba saliendo el sol, cuyos rayos tocaban la rojiza techumbre metálica del barracón. Una columna de humo gris se alzaba retorciéndose, a la altura del dintel de las puertas delanteras. Las aves se detenían, quedándose estúpidamente en el umbral, hasta que eran empujadas por detrás por otras aves. Parecía que la luz del sol naciente no las deslumbrara tanto —la luz del barracón era más intensa que la del sol— como el espacio abierto que tenían a su alrededor y sobre sus cabezas. John jamás había visto a las gallinas y pollos estirar el cuello para mirar el cielo. Se arrodilló al lado de Helen y puso el brazo alrededor de su cintura.
    —Se van a escapar todas —dijo John.
    Se sentía extrañamente paralizado.
    —Déjalas que escapen.
    El fuego no pasaría a la casa. No soplaba viento, y el barracón se encontraba a una distancia de más de treinta metros. John se sentía totalmente enloquecido, como Helen o las aves, y quedó pasmado ante la lógica de su conclusión referente a la imposibilidad de que el fuego se propagara a la casa.
    Cuando las últimas aves, o casi las últimas, salieron torpemente del barracón, Helen dijo:
    —Todo ha terminado.
    Cogió a John por la parte frontal de la chaqueta de su pijama y lo acercó a ella.
    John la besó suavemente y, luego, con más firmeza, en los labios. Fue un beso raro, más fuerte que cualquier otro que John hubiera dado a cualquier muchacha, pero, cosa curiosa, sin llevar anejos ulteriores deseos. El beso pareció ser tan solo la afirmación de que los dos estaban vivos. Quedaron arrodillados, frente a frente, prietamente abrazados. Los gritos de las gallinas dejaron de ser feos, y su sonido sólo expresaba excitación o desorientación. Parecía el sonido de una orquesta en la que algunos de sus componentes dejaran de tocar, en tanto que otros volvían a hacerlo, dando un constante acorde sin tempo. John no supo cuánto tiempo estuvieron de aquella manera arrodillados, pero, por fin, le dolieron las rodillas y se puso en pie, alzando también a Helen. Miró por la ventana y dijo:
    —Forzosamente tienen que haber salido todas ya. Y el incendio no es grave. ¿No crees que debiéramos…?
    Pero la obligación de encontrar a Ernie le parecía muy lejana, en modo alguno urgente. Le parecía que aquella noche fuera un sueño, como el alba, como el beso de Helen, igual que antes había soñado volar como Superman, en el interior del barracón. ¿Realmente eran las manos de Helen las que tenía en las suyas?
    Ella volvió a desmadejarse, claramente decidida a quedarse sentada en la alfombra, por lo que John se puso los tejanos azules sobre los pantalones del pijama. Bajó y cautelosamente entró en el barracón por la puerta delantera. El humo enturbiaba su visión, pero John se inclinó y vio a cincuenta o más aves picoteando lo que forzosamente tenía que ser Ernie, en el suelo. Aquí y allá yacían cuerpos de aves muertas por asfixia, con aspecto de volutas de humo, y algunas aves vivas picoteaban a las muertas, buscándoles los ojos. John avanzó hacia Ernie. Pensaba que había conseguido dominarse y cobrar entereza, pero no había cobrado la entereza precisa para enfrentarse con lo que vio: una caída columna de sangre y huesos, con algunos jirones de tela de pijama todavía adheridos a ella. John salió de prisa, corriendo, ya que había respirado hondo una vez y el humo casi le había intoxicado.
    John encontró a Helen en su dormitorio canturreando y tabaleando en el alféizar de la ventana, fija la vista en las aves que aún quedaban en el césped. Las gallinas intentaban escarbar en el césped, se tambaleaban y caían de costado, aunque la mayoría caían hacia atrás, debido a que estaban acostumbradas a mover las patas hacia adelante para evitar caer de frente.
    Riendo con tal entusiasmo que se le saltaban las lágrimas, Helen dijo:
    —¡Mira! ¡No saben lo que es la hierba! ¡Pero les gusta!
    John carraspeó y preguntó:
    —¿Qué vas a decir? ¿Qué vamos a decir?
    La pregunta no pareció inquietar a Helen:
    —Bueno… Pues que Ernie oyó algo y bajó. Y que no estaba completamente sereno, por lo que quizá se equivocó al accionar alguna palanca… ¿No crees?
    

Patricia Highsmith
Slowly, Slowly in the Wind

CUENTOS DE PATRICIA HIGHSMITH


Pequeños cuentos misóginos (1974)

A merced del viento (1979)





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