Ilustración de Viktor Sheleg |
Patricia Highsmith
LA HEROÍNA
Traducción de P. Elías
La muchacha estaba tan
segura de que le darían el empleo, que se fue con desenvoltura a Westchester
llevando ya su maleta. La invitaron a sentarse en un cómodo sillón del salón de
los Christiansen. Con su abrigo y boina azul marino, parecía aún más joven que
sus veintiún años y contestaba con toda seriedad a las preguntas.
—¿Ha
trabajado usted antes como niñera? —inquirió el señor Christiansen.
Estaba
sentado en el sofá, al lado de su esposa, con los codos apoyados en las rodillas
enfundadas en pantalones de franela gris, y con las manos apretadas una contra
la otra.
—Quiero
decir, ¿tiene usted referencias?
Lucille
lo miró con sus ojos grises súbitamente agrandados.
—Puedo
pedirle referencias, si ustedes quieren… Pero cuando vi su anuncio esta mañana,
no quise esperar. Siempre he deseado trabajar donde haya niños.
La
señora Christiansen sonrió, sobre todo para sí misma, ante el entusiasmo de la
muchacha. Cogió una cajita de plata de encima de la mesa del café, se levantó y
ofreció un cigarrillo a la chica.
—¿Quiere
uno?
—No,
gracias. No fumo.
—Bueno
—dijo la señora Christiansen, prendiendo su cigarrillo—. Podemos llamarles,
claro está, pero mi marido y yo nos fiamos más de las apariencias que de las
referencias… ¿Qué te parece, Ronald? Me dijiste que deseabas a alguien a quien
de veras le gustaran los niños.
Un
cuarto de hora más tarde, Lucille Smith estaba en su cuarto en el pabellón
reservado para la servidumbre, detrás de la casa, abrochándose el cinturón de
su nuevo uniforme blanco. Se dio un ligero toque de carmín en os labios.
«Esto
es como volver a empezar, Lucille —se dijo, mirándose al espejo—. Desde ahora,
tendrás una vida feliz y útil, y olvidarás todo lo de antes…»
Pero
sus ojos se agrandaron de nuevo, como para desmentir lo que decía. Sus ojos,
cuando se abrían así, se parecían mucho a los de su madre, y ésta era parte de
lo que quería olvidar. Debía superar aquel hábito de abrir tanto los ojos. La
hacía parecer sorprendida e incierta, y aquella no era en absoluto la
apariencia apropiada con niños. Su mano temblaba al dejar el lápiz de labios
sobre la mesa. Mirándose en el espejo, volvió a recomponer su rostro y se alisó
el uniforme almidonado. Solo tenía que recordar unas cuantas cosas como eso de
los ojos, realmente hábitos tontos, como el de quemar pedacitos de papel en los
ceniceros, o el olvidarse a veces de la hora que era, cosas sin importancia que
mucha gente hacía, pero que ella debía acordarse de no hacer. Con práctica, lo
recordaría automáticamente. Porque era como cualquier otra persona (¿no se lo
había dicho así el psiquiatra?), y las otras personas no pensaban nunca en esas
cosas.
Atravesó
la habitación, se apoyó en el alféizar de la ventana, bajo las cortinas azules,
y miró hacia el jardín de la casa grande. El patio era más largo que ancho, con
una fuente redonda en el centro y dos sendas de piedras tendidas como una cruz
torcida en la hierba. Había bancos aquí y allá. Debajo de un árbol, al lado de
un emparrado, que parecían hechos de puntilla blanca. Un jardín muy hermoso.
Y la
casa era la de sus sueños. Blanca, de dos pisos, con persianas de color rojo
oscuro, puertas de roble, aldabas de latón, picaportes que se abrían con la
presión del pulgar, y grandes extensiones de césped, y álamos tan densos y
altos que no se podía ver a través de ellos, de modo que nadie tenía que
admitir que había otra casa en alguna parte más allá… La casa de los Howell, en
Nueva York, manchada por la lluvia, con columnas de granito y cargada de
adornos, parecía, según pensó Lucille, un pastel de bodas ya seco en una hilera
de otros resecos pasteles de boda.
Súbitamente
se levantó. La casa de los Christiansen era amistosa, viva, floreciente. Había
niños en ella. A Dios gracias había niños. Pero todavía no los había visto.
Corrió
escalera abajo, cruzó el patio siguiendo la senda que salía de la puerta, se
detuvo un instante a contemplar el rollizo fauno que lanzaba agua desde su boca
en la fuente de piedra… ¿Cuánto dijeron los Christiansen que le pagarían? No se
acordaba y no le importaba. Habría trabajado de balde con tal de poder vivir en
un lugar como aquel.
La
señora Christiansen la llevó al cuarto de los niños, en el piso superior. Abrió
la puerta de una habitación cuyos muros estaban decorados con brillantes
dibujos de escenas campestres, animales y personas bailando y ensortijados
árboles en flor. Había dos camas gemelas de roble claro y en el suelo linóleo
amarillo, impecablemente limpio.
Los
dos niños estaban en el suelo, en un rincón, entre cuadernos de dibujo y
lápices de colores.
—¡Niños!
Os presento a vuestra nueva niñera —dijo la madre—. Se llama Lucille.
El
chiquillo se levantó y dijo:
—¿Cómo
está usted?
Y le
tendió solemnemente la mano manchada por los lápices de colores.
Lucille
de la estrechó y con una ligera inclinación de cabeza repitió su saludo.
—Y
ésta es Heloise —dijo la señora Christiansen, empujando a la niña, que era más
pequeña, hacia Lucille.
Heloise
levantó la cabeza para mirar la figura en blanco y dijo:
—¿Cómo
está usted?
—Nicky
tiene nueve años y Heloise seis —le informó la señora Christiansen.
—Sí —dijo
Lucille, que se fijó en que ambos niños tenían un toque rojizo en el cabello
rubio, como su padre. Ambos vestían monos azules sin camisa, y tenían las espaldas
y hombros tostados. Lucille no podía apartar los ojos de ellos. Eran los niños
perfectos para una casa perfecta. La miraban francamente, sin desconfianza, sin
hostilidad. Solo amor y algo de pueril curiosidad.
—…y
muchas personas prefieren vivir donde hay más campo… —estaba diciendo la señora
Christiansen.
—¡Oh,
sí!, señora. Es mucho más agradable aquí que en la ciudad.
La
señora Christiansen alisaba el cabello de la niña con una ternura que fascinó a
Lucille.
—Es
casi la hora de la comida —dijo—. Usted comerá aquí con ellos, Lucille.
¿Prefiere té, café o leche?
—Café,
por favor.
—Muy
bien. Lisabeth subirá dentro de poco con la comida.
Se
detuvo en la puerta.
—¿No
está usted nerviosa por alguna razón, verdad Lucille? —le preguntó en voz baja.
—¡Oh,
no, señora!
—Porque
no hay motivo para estarlo.
Pareció
que iba a agregar algo, pero sonrió y salió.
Lucille
la miró pensando en cuál habría podido ser aquella razón.
—Usted
es mucho más bonita que Catherine —le dijo Nicky.
Se
volvió.
—¿Quién
es Catherine?
Lucille
se sentó en un escabel y al concentrar su atención en los dos críos, que
seguían mirándola, sintió que se le iba la tensión de los hombros.
—Catherine
era la institutriz que teníamos. Regresó a Escocia… Me alegro que haya venido
usted. Catherine no nos gustaba.
Heloise
estaba de pie, con las manos en la espalda, oscilando de un lado al otro
mientras miraba a Lucille.
—No,
no nos gustaba Catherine.
Nicky
miró fijamente a su hermana.
—No
debes decir esto. Eso lo dije yo.
Lucille
se rió y abrazó sus rodillas.
Entonces,
Heloise y Nicky se rieron también.
Una
doncella negra entró llevando una bandeja humeante y la dejó en la mesa de
madera clara del centro de la habitación. Era flaca y de edad indefinida.
—Soy
Lisabeth Jenkins, señorita —dijo tímidamente mientras disponía servilletas de
papel en la mesa.
—Me
llamo Lucille Smith —se presentó la muchacha.
—Bueno,
le dejo que se ocupe de la comida, señorita. Si necesita algo, avíseme.
Salió,
moviendo las caderas estrechas y duras bajo el uniforme azul.
Los
tres se sentaron a la mesa, y Lucille levantó la tapa de la fuente mayor, en la
que había tres tortillas con perejil, de un amarillo brillante bajo el rayo de
sol que cruzaba la mesa. Pero antes tuvo que servir con cucharón la sopa de
tomate y distribuir triángulos de pan con mantequilla. Su café estaba en una
cafetera de plata y los niños tenían dos grandes vasos de leche. La mesa era
baja para Lucille, pero no le importó. Era tan maravilloso estar simplemente
sentada allí, con los dos pequeños, con el sol dando alegremente en el suelo de
linóleo amarillo, en la mesa, en la rubicunda carita de Heloise frente a ella.
Qué agradable no estar ya en casa de los Howell, donde siempre se había sentido
torpe. Pero aquí no importaría si se le caía una tapadera de peltre o dejaba
caer una cucharada de salsa sobre el regazo de alguien, los niños se reirían
nada más.
Lucille
sorbió un poco de café.
—¿No
come usted? —preguntó Heloise, ya con la boca llena.
La
taza resbaló entre los dedos de Lucille y vertió la mitad de su contenido en el
mantel. No, no era un mantel de tela, afortunadamente, sino de hule. Lo
limpiaría con una servilleta de papel y Lisabeth ni se enteraría.
—¡Cochina!
—se rió Heloise.
—¡Heloise!
—avisó Nicky, que fue a buscar algunas toallas de papel en el cuarto de baño.
Limpiaron
juntos la mesa.
—Papá
siempre nos da un poco de su café —le informó Nicky al volver a sentarse.
Lucille
se preguntaba si los niños mencionarían a su madre el incidente. Se dio cuenta
de que Nicky le ofrecía un soborno.
—¿De
veras? —preguntó.
—Pone
un poquito en la leche, lo necesario para que se vea le color —explicó Nicky.
—¿Así?
Y
Lucille vertió en cada vaso unas gotas de la graciosa cafetera de plata.
Los
niños gritaron de contento.
—Sí,
así.
—A
mamá no le gusta que tomemos café —explicó Nicky—. Pero cuando no mira, papá
nos da un poco, como acaba de hacer usted. Papá dice que pasaría un mal día si
no tomara café, y a mí me pasa lo mismo… Catherine no nos habría dado café así
¿no es verdad, Heloise?
—¡Qué
va! Ella sí que no.
Heloise
tomó un largo, delicioso sorbo de su vaso que sostenía con ambas manos.
Lucille
sintió que una oleada de calor subía de su cuerpo a su cara y se quemaba en
ella. Le caía bien a los niños, de eso no cabía duda. Recordaba cuán a menudo
había ido a los parques de la ciudad, durante los tres años que trabajó como
doncella en varias casas (ser doncella era lo único para lo que servía, solía
decirse), simplemente para sentarse en un banco a mirar a los niños jugando.
Pero los niños de los parques estaban sucios y hablaban groseramente, y siempre
se sintió alejada de ellos. Una vez vio a una madre dar un bofetón a su hijo.
Recordaba haber huido horrorizada y dolorida.
—¿Por
qué tiene unos ojos tan grandes? —preguntó Heloise.
Lucille
la miró.
—Mi
madre también tenía los ojos grandes —dijo deliberadamente, como si fuera una
confesión.
—¡Oh!
—comentó Heloise, satisfecha con la explicación.
Lucille
cortó a pedacitos la tortilla que no tenía ganas de comer. Hacía tres semanas
que su madre había muerto. Solo tres semanas y parecía que hiciera mucho más
tiempo. Era porque estaba olvidando, se dijo, olvidando la esperanza sin
esperanza de los últimos tres años, de que su madre se recobrase del sanatorio.
Pero, recobrarse ¿de qué? La enfermedad era algo aparte, algo que la mató.
Había sido insensato esperar una recuperación completa del juicio, sabiendo que
su madre nunca lo tuvo. Hasta los médicos se lo dijeron. Y le dijeron otras
cosas, sobre ella, Lucille. Cosas alentadoras, como que era tan normal como lo
fue su padre, mirando la amistosa carita de Heloise, frente a ella, Lucille
sintió volver la consoladora oleada de calor… Sí, en aquella casa perfecta,
separada del resto del mundo, podría olvidar y comenzar de nuevo.
—¿Listos
para la gelatina? —preguntó.
Nicky
señaló el plato de la muchacha.
—No
ha terminado usted de comer —dijo.
—No
tengo mucho apetito.
Lucille
dividió su postre entre los dos.
—Ahora
podríamos ir al arenal —sugirió Nicky—. Vamos solo por las mañanas, pero quiero
que vea nuestro castillo de arena.
Detrás
de la casa, en un rincón en forma de L, había un arenal. Lucille se sentó en el
borde de madera de la gran caja con arena, mientras los niños empezaban a
amontonar y apisonar arena como dos gnomos.
—¡Yo
seré la princesa prisionera! —gritó Heloise.
—Sí,
y yo la rescataré. Ya verá, Lucille, ya verá.
El
castillo de arena húmeda se levantó rápidamente. Había torres, con diminutas
banderas se hojalata en lo alto, un foso y un puente levadizo hecho con la tapa
de una caja de cigarros cubierta de arena. Lucille los observaba fascinada.
Recordaba vívidamente a historia de Brian y Rebeca. Había leído Ivanhoe de un tirón, olvidándose del
lugar y el tiempo, exactamente como ahora.
Terminado
el castillo, Nicky puso dentro de él una docena de canicas, detrás del puente
levadizo.
—Son
los soldados buenos hechos prisioneros —explicó.
Colocó
otra tapa de caja de cigarros frente a ellos y amontonó arena hasta formar una
barrera. Levantó la tapa y quedó como un portalón.
Entretanto,
Heloise recogía un poco de grava al lado de la casa, a modo de municiones.
—Rompemos
la puerta y los soldados buenos bajan rodando por el puente. Y entonces me
salvan.
—No
se lo digas. Ya lo verá.
Gravemente,
Nicky lanzaba grava desde el borde de madera del arenal, frente a la puerta del
castillo, mientras Heloise, detrás del castillo, trataba con sus manitas de
reparar cuanto podía lo destruido por la grava, pues además de ser la princesa
prisionera era también el ejército sitiado.
Súbitamente,
Nicky se detuvo y miró a Lucille.
—Papá
sabe disparar con una caña. Coloca la piedra en un extremo y da un golpe en el
otro. Se llama una ballesca.
—Ballesta
—corrigió Lucille.
—¿Cómo
lo sabía usted?
—Lo
leí en un libro… un libro sobre castillos.
Nicky
volvió a su ataque, turbado por habrá pronunciado mal la palabra.
—Hemos
de sacar pronto a los soldados buenos. Porque los han capturado, ¿sabe? Cuando
estén libres podemos luchar todos juntos y tomar
el castillo, ¿comprende?
—Y
salvar a la princesa —agregó Heloise.
Mientras
observaba el juego, Lucille descubrió que estaba deseando que se produjera
alguna catástrofe verdadera, que algo peligroso y terrible ocurriera a Heloise,
para que ella pudiera interponerse entre la niña y el atacante, y probar su valor
y su devoción… La herirían gravemente, tal vez con una bala o una daga, pero
derrotaría a los asaltantes. Entonces, los Christiansen la estimarían y la
guardarían para siempre a su lado. Si ahora llegara de repente un loco, alguien
que vociferara insultos y tuviera los ojos inyectados en sangre, no le tendría
miedo ni un momento.
Vio
cómo se derrumbaba parte de la pared de la arena y cómo el primer soldado de
canica se liberaba y se deslizaba tambaleándose por la pendiente. Nicky y
Heloise gritaron de alegría. La pared se derrumbó completamente y dos, tres,
cuatro soldados siguieron al primero, con sus rayas dando alegres vueltas por
la arena. Lucille se inclinó hacia adelante. Ahora lo entendía, estaba como los
soldados buenos, prisionera en el castillo. El castillo era la casa de los
Howell, en la ciudad y Nicky y Heloise la liberaban. Libre, libre de hacer
buenas obras. Y si ahora sucediera algo…
—¡Oooohhh!
Era
Heloise. Nicky había aplastado uno de sus dedos contra el canto de madera del
arenero, al luchar los dos por apoderarse de uno de los soldados.
Lucille
tomó la mano de la niña, con el corazón golpeándole el pecho a la vista de la
sangre que salía por muchos puntitos diminutos en la piel arañada.
—¿Duele
mucho, Heloise?
—Se
olvidó de la regla… no debía tocar los soldados ─objetó Nicky.
Enojado,
éste se sentó en la arena.
Lucille
enrolló su pañuelo en torno al dedito y se llevó casi a cuestas, a la niña
hacia la casa, temerosa de que Lisabeth o la señora Christiansen las vieran.
Condujo a Heloise al baño contiguo al cuarto de los niños y encontró
mercurocromo y gasa en el armario. Suavemente, lavó el dedo. Era sólo un
pequeño rasguño y Heloise dejó de lloriquear al ver lo pequeño que aparecía.
—Ya
ves que no es nada —dijo Lucille, pero solo para calmar a la chiquilla.
Para
ella, no era un pequeño rasguño. Era algo terrible que hubiese sucedido la
primera tarde de su estancia allí, una catástrofe que no había sabido impedir.
Deseó una y otra vez que la herida fuese en su propia mano y mucho más grave.
Heloise
sonrió al ver que le ponía una venda.
—No
castigue a Nicky —dijo—. Lo hizo sin querer. Es solo que juega a lo bruto.
Pero
a Lucille no se le ocurrió castigar a Nicky. Lo que quería era castigarse a sí
misma, agarrar un palo y clavárselo en la palma de la mano.
—¿Por
qué hace eso con los dientes?
—Es
que creí… creí que te dolía.
—Ya
no duele.
Y
Heloise salió corriendo del cuarto de baño. Saltó encima de su cama y se tendió
sobre el cubrecama canela, que se ajustaba a las esquinas y llegaba hasta el
suelo. Su dedo vendado destacaba con una blancura sorprendente contra su brazo
tostado.
—Ahora
tenemos que hacer la siesta —anunció—. ¡Adiós!...
—Adiós
—contestó Lucille, tratando de sonreírse.
Bajó
a buscar a Nicky y al subir las escaleras encontraron a la señora Christiansen
en la puerta del cuarto de los niños.
Lucille
palideció.
—No
creo que sea nada, señora. Es solo… solo un rasguño.
—¿Quiere
decir el dedo de Heloise? No se preocupe. Siempre se hacen rasguños… Les sienta
bien. Así aprenden a tener cuidado.
La
señora Christiansen entró y se sentó en el borde de la cama de Nicky.
—Nicky,
tienes que aprender a ser menos brusco. Mira cómo has asustado Lucille.
Se
rió y alborotó con la mano el cabello del niño.
Lucille
miraba desde la puerta. Se sintió de nuevo lejana, extranjera, mas esta vez a
causa de su incompetencia. Pero cuán distinto era esto de las escenas que había
visto en los parques…
La
señora Christiansen dio unos golpecitos en la espalda a Lucille, al salir.
—Lo
habrán olvidado al anochecer.
«Anochecer
—se dijo Lucille, entrando en el cuarto de los niños—. ¡Qué palabra más
bonita!»
Mientras
los niños hacían la siesta, Lucille hojeó un libro ilustrado de Pinocho. Tenía avidez de relatos, de
cualquier clase, pero sobre todo cuentos de aventuras y de hada. Y a sus
espaldas, en los estantes de los chiquillos, había docenas de libros. Le
llevaría meses leerlos todos. No importaba que fueran para niños. En realidad,
le gustaban más, porque, esos cuentos estaban ilustrados con dibujos de
animales vestidos de personas, y en ellos las mesas, las casas y todas las
cosas adquirían vida.
Iba
volviendo las páginas de Pinocho con
una sensación de tranquilidad y dicha tan fuerte que interfería con el cuento
que leía. Recordó que el doctor, en el sanatorio, la había alentado a leer, y
le dijo que también fuera al cine.
—Vaya
con personas normales y olvídese de los problemas de su madre —había dicho.
(Problemas
los llamó en esa ocasión, pero las demás veces habló de tensiones. La tensión,
como un hilo, corría a través de las generaciones, se dijo Lucille entonces,
hasta a través de ella misma.)
Lucille
podía ver todavía la cara del psiquiatra, con la cabeza vuelta ligeramente a un
lado, los lentes en la mano mientras hablaba, exactamente igual a como ella
creía que debía verse un psiquiatra.
—Solo
porque su madre tenía tensiones, no es motivo de que usted no sea tan normal
como su padre. Tengo buenos motivos para creer que lo es. Es usted una muchacha
inteligente, Lucille… Búsquese un empleo fuera de la ciudad… distráigase… goce
de la vida… Quiero que se olvide hasta de la gran casa en que vivía su familia…
Al cabo de un año en el campo…
Eso
fue hacía tres semanas, después que su madre murió en la sala del sanatorio. Lo
que dijo el doctor era cierto. En esta casa, donde había paz y amor, belleza y
niños, sentía que las fatigas de la ciudad se desprendían de ella como la piel
gastada de una serpiente. Y eso en solo medio día. Dentro de una semana habría
olvidado para siempre el rostro de su madre.
Con
un suspiro de contento, que casi era un éxtasis, se dirigió a los estantes y
escogió al azar seis o siete libros grandes, delgados, de colores brillantes.
Abrió uno sobre su regazo, abrió otro y lo apoyó contra su pecho, y sosteniendo
los demás en una mano, apretó la cara contra las páginas de Pinocho, con los ojos entrecerrados. Se
balanceó lentamente, atrás y adelante, sin darse cuenta de nada más que de su
propia dicha y gratitud. El reloj de abajo dio las tres, pero ella no lo oyó.
—¿Qué
está usted haciendo?
La
voz de Nicky rezumaba una curiosidad cortés.
Lucille
bajó el libro que le cubría el rostro. Cuando se dio cuenta del significado de
la pregunta, se sonrojó y sonrió, como un niño feliz, pero culpable.
—Leo —rió.
Nicky
se rió también.
—Lee
usted muy, pero que muy de cerca.
Heloise,
que se había sentado también en su cama, bostezó.
Nicky
se acercó y examinó los libros.
—Nos
levantamos a las tres. ¿Quiere leernos, ahora? Catherine siempre nos leía hasta
la hora de cenar.
—Vamos
a leer Pinocho —sugirió Lucille,
contenta de poder compartir con ellos la dicha que le proporcionaran las
primeras páginas del cuento.
Se
sentó en el suelo, para que pudieran ver las ilustraciones mientras ella leía.
Nicky
y Heloise casi pegaron sus ávidas caritas sobre las ilustraciones y a veces
Lucille apenas podía ver las letras. No se daba cuenta de que leía con un
interés intenso, que se comunicaba a los dos niños y que esa por esto que
gozaban tanto con la lectura. Leyó durante dos horas, y el tiempo se deslizó
como si fuera apenas dos minutos.
Poco
después de las cinco Lisabeth llegó con la bandeja de la cena, y cuando
terminaron esta, Nicky y Heloise pidieron más lectura, hasta la hora de
acostarse, a las siete. Lucille comenzó con gusto otro libro, pero cuando
Lisabeth llegó para llevarse la bandeja, le dijo a Lucille que era la hora del
baño de los niños y que dentro de poco iría la señora Christiansen para darles
las buenas noches.
La
señora Christiansen subió a las siete, y para entonces los pequeños se hallaban
ya en bata, acabados de bañar, ensimismados en otro cuento, que Lucille les
estaba leyendo, sentada en el suelo.
—¡Sabes,
mamá —dijo Nicky—, ya habíamos leído todos esos libros con Catherine, pero
cuando Lucille los lee, parecen nuevos!
Lucille
se sonrojó de placer. Una vez acostaron a los niños, bajó con la señora
Christiansen.
—¿Todo
va bien, Lucille?... Pensé que quería preguntarme algo sobre cómo se hacen las
cosas aquí.
—No,
señora… excepto… bueno, ¿puedo subir una vez, por la noche, para ver si
duermen?
—No
quisiera que interrumpiera su propio sueño, Lucille. Es usted muy gentil, pero
realmente no lo creo necesario.
Lucille
se quedó silenciosa.
—Me
temo que las veladas le parecerán largas. Si le apeteciera ir al cine, en el
pueblo, Alfred, el chófer, podría llevarla en el auto.
—Muchas
gracias, señora.
—Entonces,
buenas noches, Lucille.
—Buenas
noches, señora.
Salió
por la puerta trasera, atravesó el jardín, donde el surtidor todavía
funcionaba, y cuando puso la mano en el picaporte de la puerta de su cuarto, se
dijo que preferiría que fuera la del cuarto de los niños, que ya hubiesen
sonado las ocho de la mañana siguiente y que empezara otro día.
Pero
estaba cansada, con una fatiga agradable. Qué delicioso eran pensó al apagar la
luz, sentirse cansada por la noche (aunque eran solo las nueve), en vez de
estallar de energía, en vez de sentirse incapaz de dormir pensando en su madre
o inquietándose por sí misma… Se acordó de un día, no hacía mucho, en que
durante un cuarto de hora no consiguió recordar su propio nombre. Había acudido
presa de pánico al doctor.
Pero
esto estaba en el pasado, hasta podía pedirle a Alfred que le comprara una
cajetilla de tabaco en el pueblo, un lujo del cual se había privado durante
meses.
Echó
una última ojeada a la casa desde la ventana. Las cortinas del cuarto de los
niños se hinchaban hacia afuera de vez en cuando y eran de nuevo aspiradas
hacia adentro. El viento hablaba en las copas de los álamos, que parecían
asentir, como voces amistosas, como las agudas, siempre ondulantes voces
infantiles…
El
segundo día fue como el primero, solo que sin ningún accidente, sin ninguna
mano rasguñada… e igual el tercero y el cuarto. Regulares e idénticos, como la
fila de soldados de plomo de Nicky sobre la mesa de juegos del cuarto de los
niños. Lo único que cambió fue el amor de Lucille por los niños y la familia,
una devoción ciega y apasionada que parecía redoblar todas las mañanas. Se fijó
en muchas cosas que despertaron su amor: la manera como Heloise bebía la leche
a pequeños sorbos y con movimientos del cuello; cómo el vello rubio de la
espalda de los niños formaba una espiral al unirse con el cabello de la nuca;
y, al bañarlos, la angustiosa vulnerabilidad de sus cuerpos.
El
sábado por la tarde encontró un sobre dirigido a ella en el buzón de la entrada
del pabellón de la servidumbre. Dentro había una hoja de papel en blanco y
dentro de ella un par de billetes nuevos de veinte dólares. Lucille tomó uno de
ellos en la mano. Su valor no significaba nada para ella. Para gastarlo tendría
que ir a tiendas donde habría otra gente, ¿De qué le servía el dinero si nunca
iba a abandonar la casa de los Christiansen? Se amontonaría cuarenta dólares
cada semana. Al cabo de un año tendría dos mil ochenta dólares, y a los dos
años, el doble. Con el tiempo, podría llegar a tener tanto como los Christiansen
y esto no estaba bien.
¿Les
parecería muy extraño si les pedía trabajar de balde? ¿O tal vez por diez
dólares a la semana?
Tenía
que hablar con la señora Christiansen y lo hizo la mañana siguiente. Era un
momento inoportuno. La señora Christiansen estaba preparando el menú de una
cena con invitados.
—¿Qué
hay, Lucille? —preguntó la señora Christiansen con su agradable voz.
Lucille
miraba el lápiz amarillo que la señora tenía en la mano moviéndose rápidamente
sobre el papel.
—Es
demasiado para mí, señora.
El
lápiz se detuvo. Los labios de la señora Christiansen se abrieron en signo de
sorpresa.
—¡Qué
muchacha más extraña es usted, Lucille!
—¿Qué
entiende usted por… extraña? —inquirió con curiosidad Lucille.
—Mire…
pues que primero quiere estar con los niños a todas horas, día y noche. No se
toma ninguna tarde libre. Habla de que quiere hacer algo «importante» para
nosotros, aunque no me imagino lo que pueda ser… Y ahora encuentra que su
salario es excesivo. Nunca tuvimos a una muchacha como usted, Lucille. Le
aseguro que es usted diferente.
Se
rió y la risa era tranquila y fácil, en contraste con la tensión de la chica
que se hallaba frente a ella.
Lucille
estaba fascinada por la conversación.
—¿Diferente?
¿De qué manera, señora?
—Se
lo acabo de explicar. Y me niego a rebajarle el salario, porque sería
explotarla. En realidad, si cambia de idea y quiere un aumento…
—¡Oh,
no, señora! Ojalá hubiera algo más que pudiera hacer por usted… por todos
ustedes.
—Lucille,
trabaja usted para nosotros, ¿no? Cuida a los niños. ¿Hay algo más importante
que esto?
—Quiero
decir algo mayor, algo más…
—Tonterías,
Lucille —la interrumpió la señora Christiansen—. Me parece que porque las
personas con las que estaba antes no eran tan… amistosas como nosotros, no debe
usted trabajar para nosotros hasta agotarse.
Esperó
a que la chica empezara a marcharse, pero seguía al lado de la mesa, con una
expresión de perplejidad en el rostro.
—Mi
marido y yo estamos muy satisfechos con usted, Lucille.
—Gracias,
señora.
Regresó
al cuarto de los niños, en donde estos estaban jugando. No había logrado
hacerse entender por la señora Christiansen. Si se atreviera a volver a ella y
explicarle lo que sentía, hablarle de su madre y de su miedo por ella misma
durante tantos meses, hasta el punto de que nunca se atrevió a beber o a fumar…
y cómo el estar con su familia en esta hermosa casa la había hecho sentirse
bien de nuevo… contarle todo esto podría tranquilizarla. Se dirigió a la
puerta, pero pensó que tal vez la estorbaría o la aburriría con su historia, la
historia de una sirvienta, y esto la detuvo. Durante el resto del día, pues,
llevó su inexpresada gratitud como un gran peso en el pecho.
Aquella
noche se sentó en su cuarto, sin apagar la luz, hasta pasadas las doce. Ahora
tenía cigarrillos, y se permitía tres durante la velada, pero incluso tan pocos
bastaban para que la sangre le cosquilleara y se tranquilizara su mente, le
hicieran soñar sueños heroicos. Al terminar los tres cigarrillos y como deseara
un cuarto, se levantó con la cabeza ligera y metió la cajetilla en el cajón de
arriba de la cómoda, para evitarse tentaciones. Al abrir el cajón, se fijó que
encima de su caja de pañuelos estaban los dos billetes de veinte dólares que
los Christiansen le habían dado. Los cogió y, de nuevo, volvió a sentarse.
Arrancó
un fósforo del librito y lo encendió, dejando que quemara con la cabeza hacia
abajo, puesto en el borde del cenicero. Lentamente, fue encendiendo fósforos,
uno tras otro, y los fue colocando estratégicamente para formar un fuego bien
controlado, pequeño y oscilante. Cuando los terminó, rasgó a pedacitos el
librito de los fósforos, y los dejó caer lentamente en el fuego. Finalmente,
tomó los dos billetes de veinte dólares y con algún esfuerzo hizo con ellos
trocitos del mismo tamaño y los agregó al fuego.
La
señora Christiansen no la había entendido; si viera esto, tal vez la comprendiera. Pero esto no bastaba. Servirlos fielmente no bastaba tampoco. Cualquiera
podía hacerlo a cambio de dinero. Ella era diferente. ¿No se lo había dicho así
la propia señora Christiansen? Recordó que también dijo otra cosa: «Mi marido y
yo estamos muy satisfechos con usted, Lucille.»
El
recuerdo de estas palabras le hizo levantarse de la silla con una sonrisa
encantadora en los labios. Se sentía maravillosamente fuerte y a salvo en el
vigor de su mente y en su posición en la familia. Mi marido y yo estamos muy satisfechos con usted, Lucille. Solo
había una cosa que echaba de menos en su dicha. Tenía que ponerse a prueba en
un momento de apuro.
Si
una peste como las que narraba la Biblia… «Y sucedió que hubo una peste en toda
la tierra.» Así lo decía la Biblia. Se imaginaba el agua lamiendo muy arriba
los muros de la casa, hasta que casi entrara en el cuarto de los niños y los
llevaría nadando a un lugar seguro, dondequiera que fuese.
Se
movía inquieta por el cuarto.
O si
hubiera un terremoto… Correría entre los muros que se derrumbaban y rescataría
a los niños. Tal vez regresaría para recuperar alguna cosa sin importancia,
como los soldados de plomo de Nicky y la caja de pinturas de Heloise, y moriría
aplastada. Entonces los Christiansen se darían cuenta de su devoción hacia
ellos.
O si
estallara un incendio. Un incendio puede ocurrir en cualquier parte. Los
incendios eran comunes y no requerían la ira de los cielos. Podía haber un
incendio terrible con solo la gasolina del garaje y un fósforo.
Bajó
y traspuso la puerta interior que conducía al garaje. El tanque cilíndrico de
gasolina tenía un metro de altura y estaba completamente lleno, de modo que, de
no haberse sentido inspirada por la necesidad e importancia de su acto, no
hubiera podido arrastrarlo hasta fuera del garaje y también del pabellón de la
servidumbre. Hizo rodar el tanque por el patio, tal como había visto que los
mozos hacían con los barriles de cerveza. No hacía ruido, sobre la hierba, solo
hubo un breve golpe sobre una de las piedras del sendero, y el sonido se perdió
en la noche.
No
brillaba luz ninguna en las ventanas, pero si la hubiese habido, no habría
detenido a Lucille. Ni tampoco lo hubiera hecho si el señor Christiansen en
persona hubiese estado al lado del surtidor, pues probablemente no lo habría
visto. Y de haberlo visto, ¿qué? ¿No estaba a punto de acometer un noble acto?
Solo habría visto la casa y los rostros de los niños en su cuarto,
Desenroscó
el tapón y derramó gasolina en un ángulo de la casa, hizo rodar el tanque más
allá y derramó más gasolina en el revestimiento de madera blanca de la pared
hasta que llegó al otro ángulo. Entonces, encendió un fósforo y caminó por
donde había ido, acercando la llama a los lugares empapados de gasolina, sin
mirar para atrás se fue a la puerta de la casa de la servidumbre, para observar
lo que sucediera.
Las
llamas eran, a lo primero, pálidas y ávidas, luego se volvieron amarillas con
toques rojizos. Mientras miraba, toda la tensión que quedaba en Lucille, en su
cuerpo y en su mente, fluyó hacia arriba y la abandonó para siempre, dejando
libres sus músculos y su cerebro para que se aposentara en ellos la tensión
voluntaria de una atleta antes de la señal de partida. Esperaría a que las
llamas lamieran las paredes muy arriba, incluso hasta las ventanas del cuarto
de los niños, antes de precipitarse adentro, para que el peligro fuese el mayor
posible. Una sonrisa de santa se posó en sus labios, y cualquiera que la
hubiese visto allí, en el umbral de la puerta, con el rostro resplandeciente en
la luz ondulante, habría pensado que era una muchacha bella.
Había
prendido el fuego en cinco lugares, y las llamas trepaban por la casa como los
dedos de una mano, calientes y aleteantes, suaves y acariciadores. Lucille
sonrió y se contuvo. Luego, súbitamente, el tanque de gasolina, habiéndose calentado
demasiado, estalló con un ruido como de cañonazo e iluminó por un instante toda
la escena.
Como
si esto hubiese sido la señal que esperaba, Lucille se puso en marcha, segura
de sí misma.
ANTOLOGIA DE CUENTO UNIVERSAL
James Joyce / Los muertos
Juan Carlos Onetti / La cara de la desgracia
Patricia Highsmith / La heroína
Federico Fellini / Bianchina
Julio Cortázar / El perseguidor
Ray Bradbury / El que espera
James Joyce / Los muertos
Juan Carlos Onetti / La cara de la desgracia
Patricia Highsmith / La heroína
Federico Fellini / Bianchina
Julio Cortázar / El perseguidor
Ray Bradbury / El que espera
Gabriel García Márquez / Un señor muy viejo con unas alas enormes
Romain Gary / Los pájaros van a morir al Perú
Guy de Maupassant / El collar
Villiers de L'Isle-Adam / La esperanza
Franz Kafka / Ante la ley
Jorge Luis Borges / Las ruinas circulares
W.W. Jacobs / La pata de mono
Raymond Carver / Tres rosas amarillas
Alice Munro / Ver las orejas del lobo
Oscar Wilde / El cumpleaños de la infanta
Milan Kundera / El falso autostop
Jhumpa Lahiri / Una medida temporal
Ernest Hemingway / Las nieves del Kilimanjaro
Juan José Arreola / La migala
Katherine Mansfield / La fiesta en el jardín
Romain Gary / Los pájaros van a morir al Perú
Guy de Maupassant / El collar
Villiers de L'Isle-Adam / La esperanza
Franz Kafka / Ante la ley
Jorge Luis Borges / Las ruinas circulares
W.W. Jacobs / La pata de mono
Raymond Carver / Tres rosas amarillas
Alice Munro / Ver las orejas del lobo
Oscar Wilde / El cumpleaños de la infanta
Milan Kundera / El falso autostop
Jhumpa Lahiri / Una medida temporal
Ernest Hemingway / Las nieves del Kilimanjaro
Juan José Arreola / La migala
Katherine Mansfield / La fiesta en el jardín
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