(Another Bridge to Cross)
El auto llevaba la capota bajada y Merrick vio al hombre en el puente desde más de un kilómetro de distancia. El coche en el cual iba Merrick rodaba velozmente hacia él, y Merrick pensó: «Es como en una película de Bergman. El hombre tiene una pistola en la mano, y cuando el auto esté tan cerca del puente que no pueda fallar el blanco, disparará contra mí, me dará en el pecho y probablemente más valdría así». Merrick seguía mirando a la figura encorvada —puesto que el hombre descansaba sobre sus brazos apoyados en el pretil del puente—, tanto porque esperaba una catástrofe cuanto porque el hombre era la única figura humana en el paisaje a la que pudiera mirar. Estaban en Italia, en la Riviera meridional. El sereno azul del Mediterráneo quedaba a su izquierda y a la derecha había polvorientos campos de olivares que parecían sedientos y que subían por las colinas hasta que los detenían las rocosas laderas de la montaña. El puente cruzaba por encima de la carretera, por él pasaba otro camino y tenía una altura de por lo menos tres pisos.
Pero el hombre no se movió cuando el coche llegó al puente. Merrick vio que la brisa agitaba su oscuro cabello. El peligro había pasado.
Luego, por encima del ruido de un camión que llegaba en sentido inverso, Merrick oyó un sordo golpe, como si un saco de arena hubiese caído de la parte trasera del coche. Se volvió, incorporándose ligeramente.
—¡Pare! —le gritó al chófer.
Una forma oscura yacía en la carretera, bajo el puente, y Merrick miró para atrás justo en el momento que él camión le pasaba por encima con la enorme masa de su doble par de neumáticos de la izquierda. El camión chirrió al frenar. Su chófer saltó a tierra. Merrick se puso la mano encima de los ojos.
—¿Qué pasó? —preguntó el chófer de Merrick, arrancándose los lentes de sol y mirando para atrás. Hizo retroceder el coche.
—Mataron a un hombre.
En marcha atrás, el chófer colocó hábilmente él auto en el extremo derecho de la carretera, tiró del freno de mano y salió del vehículo.
Por unos instantes, el conductor del auto y el del camión sostuvieron una animada conversación, que Merrick no pudo oír. Merrick no salió del automóvil. El chófer del camión arrastró el cadáver hacia el lado de la carretera y lo dejó sobre la hierba. Sin duda estaba explicando al chófer de Merrick que no le fue posible frenar a tiempo, porque el hombre saltó exactamente delante de él.
—Dio mio! —dijo él chófer de Merrick al volver y colocarse otra vez al volante—. Un suicidio. Y no era viejo.
El chófer movió la cabeza.
Merrick no dijo nada.
Siguieron su camino.
A los diez minutos, el chófer dijo:
—Es una lástima que no le guste Amalfi, señor.
—Sí. Bueno…
Merrick no estaba de humor para hablar. Su italiano se limitaba a un vocabulario básico, aunque éste sí lo conocía bien y pronunciaba correctamente. En Amalfi había pasado su luna de miel, hacía veinticinco años. No serviría de nada explicárselo a un italiano de Messina que apenas si tenía treinta años de edad.
Se detuvieron en un pueblo que Merrick había visto en el mapa, en Palermo, y sobre el cual se informó. El agente de turismo le había dicho:
—Muy lindo y muy tranquilo.
De modo que Merrick decidió comprobar si era cierto. Por teléfono, desde Messina, reservó un cuarto con baño. El chófer lo llevó al hotel y Merrick le pagó, dándole una propina tan buena que el chófer exhibió una ancha sonrisa.
—Muchas gracias, señor. Que disfrute de buenas vacaciones.
Y se marchó, de regreso a Messina.
El hotel Paradiso era bonito, pero no lo que Merrick buscaba. Se dio cuenta de esto al cabo de dos minutos de observar el vestíbulo con su patio interior a cielo abierto lleno de árboles frutales y un pozo del siglo XVI . Las baldosas del suelo eran preciosas, la vista del Mediterráneo desde la ventana de su cuarto dominaba el mar como si estuviera en el puente de un barco, pero eso no era lo que deseaba. Sin embargo, Merrick pasó allí la noche y a la mañana siguiente alquiló un auto para seguir camino. Mientras esperaba en el hotel a que llegara, echó una ojeada al pequeño periódico local por si había algo sobre el hombre que saltó del puente.
Halló una nota breve, a una columna, en la segunda página. Se llamaba Dino Bartucci, de 32 años, albañil sin empleo, casado y con cinco hijos (la noticia daba sus nombres y edades, todos menores de diez años). Su esposa estaba enferma y Bartucci se sentía sumamente deprimido y ansioso desde hacía meses. Había dicho dos veces a sus amigos: «Si me muriera, el Estado daría por lo menos a mi viuda y mis hijos una pequeña pensión».
Merrick sabía cuán pequeña sería la pensión. Ahí estaba, pensó, el límite de la angustia humana: pobreza, la esposa enferma, los hijos hambrientos y él sin trabajo. Encontró misterioso que hubiera previsto la muerte, tanpronto como vio al hombre, pero que la imaginó como suya. Merrick subió al auto con el nuevo chófer. A la una llegaron a Amalfi, en donde se detuvieron a comer. El chófer se fue por su cuenta, con las mil liras que Merrick le dio para la comida, y él tomó la suya en la terraza de un hotel que daba sobre el mar. Había estado allí, a comer o cenar, un par de veces con Helena, pero no insistió en recordar esto mientras comía lentamente los sabrosos platos. Descubrió que estar en Amalfi no le desasosegaba. ¿Por qué iba a ser así? El hotel en que ellos se alojaron quedó destruido un invierno por un derrumbamiento de tierras causado por las lluvias. Lo reconstruyeron, desde luego, conservando el mismo estilo, según le dijeron a Merrick, pero éste estaba seguro de que no era así. Habrían hecho algunas transformaciones, sobre todo para ampliarlo, y no era posible que hubiesen recobrado cada piedra y cada árbol. Pero incluso si el hotel hubiese quedado exactamente igual, Merrick tampoco habría ido. Sabía que su propia memoria, al cabo de veinticinco años, tenía que haber sufrido algunos lentos cambios, y que la realidad le causaría una inútil y deprimente desazón.
Merrick se entretuvo con el almuerzo, luego, sin apresurarse, tomó un café y un coñac en la plaza mayor. Eran casi las cinco cuando reemprendieron viaje.
La siguiente ciudad de cierta importancia era Positano. Estaban ya en el ocaso y un enorme sol anaranjado se dejaba caer al mar más allá de la joroba púrpura de Capri. Merrick se imaginó que había oído el chisporroteo del sol al tocar el agua, pero el sonido venía de las olas que lamían los acantilados al pie de la carretera. Positano, aunque objetivamente hermoso en medio de su curva de montañas —como los bancos de un anfiteatro cuyo escenario era el mar liso frente a él—, no le pareció a Merrick más acogedor que la media docena de pueblos que ya había visto aquel día. Pero le dijo al chófer que pasaría la noche allí. El chófer se sorprendió, porque Merrick le había indicado que podrían llegar a Nápoles o hasta a Roma, y esto le había complacido.
—Sé cuál es el mejor hotel de la ciudad, señor. ¿Quiere que le lleve?
Merrick no quería decidirse tan pronto.
—No. Por favor, primero demos una vuelta por la ciudad.
La carretera los llevó por arriba, alrededor del semicírculo del anfiteatro. En la ciudad no había calles propiamente dichas, sino solamente escaleras y estrechas pendientes.
—¿Qué tal eso? —indicó Merrick señalando un hotel a su izquierda.
Su enseña de hierro forjado, negra sobre la fachada blanca, anunciaba que era el hotel Orlando.
—Muy bien, señor.
El chófer llevó el coche al aparcamiento frente al hotel.
Un botones salió a recibirlos.
Probablemente se trataba de un hotel muy corriente, pensó Merrick, pero parecía caro, de modo que supuso que sería limpio y con buen servicio. Merrick pagó al chófer y le dio una propina.
Después, tomó un largo baño caliente, se puso la bata y pidió que le llevaran al cuarto media botella de champán. Alentado por la bebida, se forzó a escribir una postal a su hermana en Nueva York y a su nuera, pues ambas estaban preocupadas por él. A las dos les escribió lo mismo:
Lo paso muy bien y descanso tal como me ordenaron. Pronto me encontraré con los Denis en Munich. Espero que estés bien. No te preocupes. Cariños de
CHARLES
Sus médicos le habían ordenado que se tendiera un par de horas por las tardes. Merrick lo hizo hasta Palermo, pero no en los últimos tres días. Cuatro meses antes, su esposa Helena y su único hijo, Adam, habían muerto en un accidente en la autopista de Nueva Jersey, cuando Adam conducía el auto. Merrick no reaccionó mal, a lo primero, pero sí al cabo de tres meses. Tuvo que dejar de acudir a las oficinas de Tejidos Merrick, S. A., en White Plains, no porque se sintiera tan mal como los médicos creyeron, sino porque el ir a la oficina no le parecía tener ya propósito alguno. La fábrica de tejidos continuaba produciendo lo mismo sin él que con él. Su hermana Wynne había ido a vivir con él durante dos semanas, a su casa de White Plains, pero como poseía su propio hogar, tuvo que regresar a él. La presencia de Wynne en la casa vacía, aunque fuese una mujer maravillosa, no había atenuado la melancolía de Merrick, si bien fingió sentirse mejor. Perdió peso, aunque según él, y a juzgar por el esfuerzo requerido, seguía engullendo la misma cantidad de alimentos que de costumbre. No se había dado cuenta de que quería tanto a Helena, de que simplemente necesitaba que existiera. Su pérdida, además de la de su hijo, que acababa de salir de la universidad, que acababa de terminar su servicio militar y que acababa de casarse y estaba a punto de empezar su propia vida, habían bastado para minar su fe en cuanto diera sentido a su existencia hasta entonces. Súbitamente, se le aparecieron como abstractas e insignificantes las virtudes tradicionales del trabajo, la honradez, el respeto al prójimo, la Fe en Dios. Sus convicciones se volvieron fantasmales, mientras que los cadáveres de su mujer y su hijo, en la funeraria, eran tan tangibles como la piedra. El vacío de su casa era real, pero no el ideal abstracto de la fortaleza varonil. Merrick sabía, por cierto, que millones de personas habían pasado por lo mismo, antes que él, desde los orígenes. No había nada extraordinario u original en sus sentimientos. Era lo que la gente llamaba «la vida», dos muertes en su vida y sus secuelas. Finalmente, sus médicos le recomendaron un largo paseo por Europa, pero antes de recetarle esto se aseguraron de que Merrick tenía intención de encontrarse con amigos en Londres, París, Roma y Munich y que esos amigos podrían dedicarle tiempo. Aunque su buque iba a Génova, Merrick desembarcó en Lisboa, el primer puerto europeo, y tomó otro buque rumbo a Palermo. Los Martins, en Roma, querían que se quedara una semana con ellos, en su amplia mansión de la Via Appia Antica. Merrick, en cambio, confiaba en quedarse sólo una noche, con la excusa de que los Denis lo esperaban en Munich antes de lo que él había creído. Los Denis vivían en Zurich e iban a Munich especialmente para estar con él. Desde allí bajarían juntos en automóvil hasta Venecia y de allí a Yugoslavia, siguiendo la costa del Adriático.
Le habían dicho a Merrick que la cena se servía a las ocho. A las siete y media dio una vuelta por el jardín, detrás de la terraza en donde estaban puestas las mesas. El jardín se hallaba tenuemente iluminado por unas cuantas velas colocadas dentro de vasos a lo largo del bajo muro de piedra y sobre rocas casi enterradas en la hierba. Era un jardín silvestre, si es que se le podía llamar jardín, pero en cuanto Merrick lo vio, se quedó encantado. A la izquierda había un balancín, medio oculto por un árbol chato, en el que dos personas estaban sentadas a una mesita con bebidas frente a ellas. No se veía a nadie más en el jardín. A lo lejos, se levantaban las siluetas de enormes montañas, negras ahora, ya que el sol se había puesto; parecían muy cercanas, como si rodearan el jardín. La luz de las velas iluminaba el rostro de la pareja en el balancín, como las caras de los niños alrededor de las calabazas, alumbradas por dentro, en la fiesta de Halloween. Tal vez eran recién casados, se dijo Merrick. Algo en ellos lo sugería así, aunque no era su proximidad física, pues ni siquiera se tocaban, sino su dicha familiaridad tranquilas, su juventud.
Se dejó oír el tañido de una guitarra. La música parecía venir de abajo, donde el terreno se hundía en oscuras masas de árboles y matorrales, aunque no había nada ni ninguna luz en aquella parte. Sólo sonaba la guitarra, pero tenía la riqueza de tres instrumentos que tocaran juntos. La canción se deslizaba con naturalidad y seguridad. Su línea melódica era lenta e intrincada, hasta desembocar en una nota baja que parecía vibrar en la sangre de Merrick cuando el músico llegaba a ella una y otra vez. Se dio cuenta de que a lo mejor se trataba de un slow foxtrot popular, pero ahora parecía mucho más que esto, casi un aria destinada a la fama, de la ópera de un gran compositor. Merrick respiró hondo. Había oído una canción parecida en Amalfi, cuando Helena y él estuvieron allí. Nunca más la había oído, pues ni él ni Helena se preocuparon de conocer su título o de comprar un disco para llevárselo a los Estados Unidos. Simplemente, la tocaban, de vez en cuando por la noche, en su hotel, y también en una guitarra. Sabían que aparecería, como cierto pájaro en el crepúsculo, en algún momento, y no encontraron apropiado preguntar por su título o pedir a un músico que se la tocara, porque aparecía a su propio tiempo.
En la cena, Merrick tuvo para él solo una mesa de cuatro, colocada contra la balaustrada de la terraza. Desde abajo subía una buganvilla que trepaba por la balaustrada, tan cerca que un ramillete púrpura podía alargarse sobre el blanco mantel, al lado de su mano derecha. Merrick miró a los otros comensales. Había más jóvenes que viejos. Vio a los recién casados, todavía abstraídos en ellos mismos y hablándose, en una mesa del centro de la terraza. En un rincón apartado una mujer de mediana edad con cabello castaño claro, muy elegantemente vestida y que parecía norteamericana, comía sola. Merrick parpadeó y la miró fijamente, y luego miró al ángulo —que no llegaba a ser recto— formado por la terraza y la balaustrada de detrás de la mujer. Era exactamente como cierto ángulo de la terraza del hotel de Amalfi. También allí había buganvillas. El resto del hotel no era como el de Amalfi… no se le parecía, pero lo recordaba Por ejemplo, había en Amalfi un jardín silvestre, como allí. Entonces Merrick se dio cuenta de que había llegado al lugar que buscaba.
—¿Terminó usted, signor ?
Se llevaron el plato de entremeses de Merrick y el sonriente camarero italiano, que no parecía tener más de dieciséis años, le presentó una gran fuente de fettucini para que se sirviera. Siguieron ternera asada, ensalada verde, una cesta de frutas, de la cual Merrick escogió una pera, y luego un postre. Merrick pidió que le sirvieran el café en el jardín y lo bebió de pie junto a la balaustrada, aunque no había nadie ahora en el balancín ni en las dos sillas cercanas a él.
La mujer de cabello castaño claro y pequeños pendientes entró en el jardín e inclinó la cabeza para encender su cigarrillo. Su encendedor echó chispas, pero no llama.
—Permítame —dijo Merrick acercándosele y sacando con su mano libre el encendedor del bolsillo de su americana.
—¡Oh! No había visto a nadie aquí… Gracias.
No se parecía en nada a Helena, aunque al verla sentada en el ángulo de la terraza se dijo que era… como Helena sería hoy, si se hubiese sentado en aquel rincón de la terraza de Amalfi.
—Acaba usted de llegar, ¿verdad? —dijo la mujer amablemente.
Sus ojos azules tenían en tomo ligeras arruguitas. Su cara estaba tostada por el sol.
—Sí. ¿Lleva usted mucho tiempo aquí?
—Cinco semanas. Vengo todos los años. Pinto en la escuela de arte. Lo hago por afición, ¿sabe usted? Tiene que visitar nuestra escuela. Antes de las doce y media, porque entonces cierra y todos bajamos a comer a la playa.
Merrick se inclinó ligeramente.
—Gracias. Me gustará ir.
Vaciló y luego se fue apartando.
A la mañana siguiente, pasó por delante de la escuela de arte, que estaba en un viejo palacio con enormes puertas que permanecían abiertas y dejaban ver una galería y un patio, pero no entró. Bajó a la playa y observó un rato el agua y los bañistas, compró en el quiosco de periódicos los Times de Nueva York y de Londres y mientras estaba sentado en el bajo parapeto de cemento al borde de la playa, leyendo el diario, se le acercó un chiquillo y le preguntó si quería que le lustrara los zapatos.
Merrick lo miró y sonrió divertido.
—¿Dar betún a ese calzado?
Merrick llevaba alpargatas azul oscuro.
El chiquillo también sonreía. Sus pantalones azul claro estaban sucios y tenían un remiendo en la rodilla.
—No se pierde nada por preguntar, ¿verdad?
—Y no tienes cepillos ni trapos —dijo Merrick—. ¿Dónde está el betún?
—Aquí —contestó el muchacho, dándose una palmada en un bolsillo que obviamente no contenía nada—. Cincuenta liras. Es barato.
Merrick se rió.
—Basta para un helado. Toma… —Sacó unas monedas del bolsillo—. Cincuenta liras.
Merrick se levantó como si lo impulsara un muelle.
—Vamos a tomar el helado.
Fueron a la gelateria frente a la playa. El chiquillo iba dando vueltas alrededor de Merrick, como si éste fuese un cautivo en torno al cual estuviera enrollando una cuerda invisible. Merrick le compró un doble cono de helado de chocolate, que en seguida dibujó un ancho marco de pegajoso marrón en tomo a la boca del chiquillo.
—¿De dónde es usted, de América?… ¿A qué ha venido? ¿Cuánto tiempo se quedará?… ¿Tiene coche?… ¿Tiene una lancha?… ¿Tiene mujer?… ¿Es grande su casa de América?… ¿Qué edad tiene?…
Merrick contestó a todas las preguntas, sin sentirse molesto, sonriendo incluso al «no» que pronunció cuando el niño le preguntó si tenía mujer.
El chiquillo lo acompañó a correos, donde debía echar una carta para Tejidos Merrick, y luego caminó junto a él hacia el hotel. A Merrick le encantaba su naturalidad, su ausencia completa de inhibiciones —el niño se detuvo a orinar al lado del camino, sin ni siquiera ocultarse detrás de un árbol— y estuvo a punto de invitarlo al hotel. Podría pedir para él limonada helada y un pastel. Pero pensó que probablemente esto no sería bien visto. Deseaba poder ser tan libre como el chiquillo. Le hacía pensar en un cachorro de perro que tuviera la maravillosa capacidad de hablar.
Aquella noche, Merrick se sintió más contento todavía con el hotel Orlando. La guitarra volvió a tocar la maravillosa canción. Merrick estaba tan absorto en sus sueños de Helena que apenas si oyó lo que le decía el camarero y le contestó con gestos. Tomó el café en la misma mesa.
—Buenas noches. Vamos a jugar al bridge en el salón, y me pregunto si quisiera usted unirse a nosotros. Seremos el señor y la señora Gifford y yo. ¿No los conoce?
Era, de nuevo, la mujer del cabello castaño claro.
Merrick la miró como si estuviera a mil kilómetros de distancia y no al lado de su mesa. Incluso su voz le sonó lejana, y ahora, súbitamente, ni siquiera podía recordar lo que había dicho. Por fin se levantó.
—Buenas noches. Yo…
—¿Se siente usted mal?
—No.
—Es que, ¿sabe?, mucha gente se encuentra mal, aquí, a lo primero.
La mujer le sonrió.
—Pasé por delante de la escuela de arte, pero no entré —dijo Merrick, pensando que le había hablado de la escuela.
—Bueno, cualquier día es bueno para eso. ¿Qué me dice del bridge [1] ?.
Merrick vio, de repente, el suicidio en el puente, como si volviera a estar presente, y se pasó de nuevo la mano por la cara.
—No, gracias. No me gusta el bridge —dijo suavemente.
En la cara de la mujer se reflejó la sorpresa.
—Bueno. No importa. Lo siento…
Y con una leve sonrisa, se marchó.
El día siguiente, Merrick no salió del hotel hasta la tarde. El chiquillo volvía a estar en la playa, charlando con una pareja de jóvenes que parecían ingleses, pero al ver a Merrick se apartó de ellos con un saludo de la mano y se acercó corriendo.
—¡Hola! ¿Cómo está usted?… ¿Qué ha hecho?… ¿Por qué no vino esta mañana?… ¿Cuánto le costó su camisa?… ¿ Nació usted en América?
Caminaron por la playa, recogiendo guijarros interesantes y fragmentos de tejas de distintos colores pulidos por las olas. El muchacho habló con unos pescadores sentados en la playa, que estaban remendando unas largas redes de color de herrumbre. Los pescadores lo llamaron Seppe o Giuseppe, y se rieron y le guiñaron el ojo a Merrick mientras charlaban con el chico. Merrick no entendía casi nada de lo que decían, pues hablaban en dialecto. Seppe iba descalzo y era flaco, pero en sus ojos y en su boca risueña Merrick veía la vitalidad de un pueblo al que la pobreza nunca pudo aplastar. Merrick pensó en los hijos del suicida Bartucci, seguro de que poseían la misma vitalidad, aunque ahora acaso no tuvieran la misma alegría. Decidió enviar una suma de dinero a la viuda. Recordaba el nombre del pueblo del sur en donde vivía. Podía mandarle un giro anónimo. Esta idea le hizo sentirse contento.
—Seppe —dijo, al dejar a los que remendaban las redes—, ¿te gustaría cenar conmigo en el hotel, esta noche?
—¡Ooooh!
Seppe se detuvo, se inclinó con las manos en una actitud de rezo, y levantó su cara iluminada hacia Merrick.
— Mamma mia , sí.
—Pero has de estarte quieto durante la cena. Y tal vez tengas unos pantalones más limpios.
—¡Sí! Tengo un traje de veras, en casa.
—Pues póntelo. La cena es a las ocho. ¿No es demasiado tarde para ti?
—¿Tarde? —dijo Seppe, ofendido pero riendo…
Por la noche, Merrick estaba en la entrada del hotel a las siete y media, temiendo que Seppe llegara temprano. Acertó. Llevaba el traje, nuevo, marrón y demasiado grande para él, pero sus zapatos estaban gastados y necesitaban betún. Su cabello negro húmedo mostraba las huellas de un peine.
—¡Hola! —gritó el muchacho.
Sus ojos lo recorrieron todo, absorbiendo el esplendor del hotel.
—Hola —dijo Merrick—. Nos queda tiempo para un refresco o alguna otra cosa. Vayamos al jardín.
Fueron allí. Merrick descubrió a un camarero y pidió una limonada y un Cinzano. En el jardín, el chiquillo siguió charlando y mirándolo todo, pero, por una vez, Merrick no él prestaba atención. Levantó algo la cabeza y escuchó la música de la guitarra, echó una mirada al balancín a la sombra del árbol, en que estaban sentados de nuevo los recién casados, y soñó. Al muchacho no parecía importarle. Entre frases, bebió sediento la limonada.
Durante la cena, el chiquillo comió de todo con apetito, y bebió un vaso de vino de Merrick. Seppe declaró que tendría un hotel cuando creciera. Aceptó un segundo postre que le ofreció Merrick. Después, se colocó una mano sobre el estómago, cerró los ojos y exclamó:
—¡Ooooh!
Se sentía muy a gusto. Merrick fumó mientras tomaba el café. Habían cenado despacio y la terraza ya estaba casi desierta.
—¿Puedo ir al lavabo? —preguntó el muchacho.
—Claro. Está detrás de esa puerta… —Merrick le señaló una, se equivocó, movió la cabeza y señaló la puerta acertada—. Verás una puerta que dice signori . No la que dice signore .
Seppe sonrió y salió corriendo.
Tardaba en regresar, pensó Merrick; no estaba seguro, y consultó automáticamente el reloj, como si esto pudiera sacarlo de dudas, aunque no tenía la más leve idea de la hora que era cuando el muchacho se marchó. Pero cuando Merrick empezaba a volverse, apareció el chiquillo».
—¿No me da un cigarrillo?
Era la segunda vez que Seppe se lo pedía.
—Me temo que no —respondió Merrick, negándose por segunda vez, aunque se sentía pronto a ceder.
De estar a solas, le habría dejado fumar un pitillo.
—¿Por qué no salimos a dar un paseo?
Subieron por el camino que pasaba delante del hotel. Seppe estaba silencioso, como si la oscuridad lo hiciera enmudecer.
—¿Dónde vives? —preguntó Merrick.
—Ahí abajo.
Seppe apuntó hacia atrás.
—Entonces debemos ir hacia allí. Se hace tarde.
Merrick dio media vuelta.
Cuando llegaron al hotel Orlando, Seppe agitó la mano y dijo:
—Lo veré mañana en la playa. Buenas noches.
—Adiós —contestó Merrick.
— Grazie!
— Prego .
Merrick se metió en el hotel. Al atravesar el vestíbulo, el administrador, un tipo de unos cuarenta años con bigote, se le acercó.
— Signor Merrick…
Hizo signo a Merrick de que le siguiera a un rincón del vestíbulo. Antes de que pudiera hablar, una rubia italiana de abundantes pechos se acercó y se les unió. Le dijo a Merrick:
— Signor , perdóneme, pero no podemos admitir a chicos de la calle en el hotel. ¡Nunca!
— Signor … Un momento, Eleanora, piano, piano . Yo le hablaré. Recuerda que no estamos seguros.
—¡Bah!… Basta con lo que sabemos.
— Signor —continuó el administrador—, ha habido una ratería.
En aquel momento la mujer norteamericana de cabello castaño claro se les acercaba.
—¡Hola!… Mire, no quiero hacer acusaciones, pero mi polvera de oro, mi encendedor…
—Y cincuenta mil liras —terminó Eleanora.
—Todo lo que tenía en mi bolso —dijo la norteamericana mostrando un bolso hecho de tapiz—. No eché nada de menos hasta hace un momento. Lo tuve siempre a mi alcance excepto cuando lo dejé un par de minutos en la mesa del lavabo de señoras.
—Fue un ratero muy hábil. Puso piedras en el bolso, para que no se notara la falta de peso —intervino Eleanora—. Enséñeselo.
—Sí —dijo la americana, sonriendo levemente—. Guijarros de la playa.
Merrick miró en el bolso abierto y vio algunas de las tejas rotas como las que él y Seppe habían recogido aquella tarde.
—¿No lo dejó ese pillete para ir a los lavabos? —preguntó Eleanora—. Claro que fue. Lo vi alejarse de la mesa. Lo conozco, conozco su cara. No es un buen chico. Lo llaman Seppe. ¿Cómo se apellida?
Frunció el ceño, tratando de recordar, y miró al administrador. Luego, dirigiéndose a Merrick:
—¿Dónde vive?
—No lo sé —respondió Merrick aturdido—. Estoy seguro de que no lo hizo —agregó gravemente.
Pero, a pesar de su convicción, no le hicieron caso. El administrador fue a llamar a la policía. La rubia italiana continuó hablando de los pilletes en los hoteles decentes. La norteamericana estaba preocupada por su polvera de oro, pero no parecía enojada con Merrick.
—Haré lo que pueda —dijo Merrick—. Claro que lo haré.
Pero no tenía la menor idea de lo que podía hacer.
Sin saber cómo, Merrick y la norteamericana se encontraron en el jardín. Cada uno tomaba un coñac. Merrick se sorprendió por la aspereza del alcohol en su boca. Trató de escuchar lo que la mujer decía. Pero no le interesaba. Al parecer, esperaban algo. Cuando Merrick miró finalmente el reloj, era más de medianoche.
El administrador del hotel se acercó para informarles de que la policía había ido a casa del chiquillo, pero que éste no había regresado.
—Se llama Dell’Isola. Vive en Cittá Morta.
Con el brazo señaló una parte de la ciudad; Merrick sabía que estaba a media ladera de una montaña.
—Lo siento, signora. Por la mañana sabremos algo.
El administrador sonrió y se fue.
Después, la primera cosa de la cual Merrick tuvo plena conciencia fue del agua caliente en la bañera. No podía creerlo. Era demasiado absurdo. Cualquiera pudo poner los guijarros en el bolso. Era un truco hábil, propio de un viejo y experto ratero, no de un niño.
A la mañana siguiente, a las nueve, cuando Merrick salió de su cuarto, el administrador lo saludó en el corredor y le dijo:
—Bueno, el pillete ya está en su casa. Su madre dice que llegó muy tarde. Pero, desde luego, lo niegan todo. Ni dinero ni polvera. Nada. La familia hace piña. —Agitó la mano, con la palma para abajo—. La policía registró la casa, desde luego.
—Ya ve —respondió Merrick con calma—. Lamento lo sucedido, pero ya ve que no fue Seppe.
Los labios del administrador se abrieron, como para hablar, pero no dijo nada.
Merrick se alejó. En el vestíbulo un empleado le entregó un telegrama que acababa de llegar. Era de los Denis.
No se preocupe. Se adelantó. Todavía estamos en Zurich. Munich nos telegrafió. Hasta pronto en Munich. Saludos afectuosos, Betty-Alex.
Merrick se dio cuenta de que debió telegrafiarles que se retrasaría. Pero ¿cuándo mandó el telegrama? No recordaba haberlo hecho. Sólo recordaba que un par de días antes había tenido la intensa sensación de que debía continuar indefinidamente en el Orlando y que no quería que ningún compromiso lo sacara de allí.
Merrick fue al pequeño banco de la ciudad y cambió por liras dos mil dólares en cheques de viajero. Luego llevó las liras a correos y mandó cuatro giros postales por el equivalente de quinientos dólares cada uno a la señora de Dino Bartucci, en el pueblo por donde había pasado.
Aquella mañana Seppe no estaba en la playa. Merrick comió en un merendero de la playa, y hacia las dos vio a Seppe bajando por las escaleras de la plaza, saltando sobre un pie descalzo, con las manos en los bolsillos. Luego dio vueltas en círculos, como un danzante ciego. Por esos movimientos, Merrick adivinó que Seppe lo había visto, sin duda antes de que él lo viera. Por fin Seppe se acercó lentamente, todavía con las manos en los bolsillos y con una sonrisa tímida.
—Vaya, buenas tardes —dijo Merrick.
—¡Hola!
—Me dijeron que la policía te visitó anoche. Y esta mañana también.
—Sí, pero no encontraron nada. ¿Cómo iban a encontrar algo?
Sus manos salieron de los bolsillos.
—No tenía nada.
La mirada de Seppe era seria e intensa. Merrick sonrió con alivio.
—No creí que lo hicieras tú.
— Gesú Maria! ¡La policía en mi casa!
Miró alrededor, para ver si alguien escuchaba, aunque no hablaba en voz alta y el hombre de la mesa más cercana estaba absorto en el Herald-Tribune de París.
—Nunca había venido la policía a mi casa, antes. ¿Qué les dijo usted?
—Bueno… no les dije que te buscaran, claro está. Fue idea del administrador del hotel. Siéntate, Seppe… Creyeron que habías robado el bolso de una señora. No pude evitar que fueran a tu casa.
Seppe dijo algo tan bajo que Merrick no pudo entenderlo, y sacudió la cabeza.
—Acabo de comer. ¿Quieres algo?
Pasaron la tarde juntos. Dieron un paseo en carozza por la ciudad, y tiraron al blanco en un puesto de feria de un rincón de la plaza. Pero Seppe no acompañó a Merrick al hotel, sino que se detuvo en la última curva de la carretera antes de llegar a él y dijo, con aire de desprecio (por el hotel), que prefería no ir más lejos.
—Bueno —dijo Merrick con afabilidad—. Tómatelo con calma, Seppe. Tal vez nos veamos mañana.
Y siguió su camino.
La mujer a la que robaron no habló con Merrick aquella velada, ni siquiera le saludó con un gesto de la cabeza. A Merrick no le importó. Lo asociaba, erróneamente, con su pérdida, y no podía hacer nada al respecto. Después de la cena, Merrick estuvo sentado largo rato en el balancín, solo y soñando.
El día siguiente, Seppe parecía mucho más contento, y también el otro día, cuando anunció que su padre iba a comprar un aparato de televisión.
Merrick miró a Seppe y se preguntó si era posible que hubiera robado aquellas liras y la polvera de oro. Frunció el ceño. No. Su mente y su corazón rechazaban la idea.
—Seppe, no tomaste el dinero del bolso de la señora, ¿verdad?
Se apoyaban en la quilla volteada de un bote de pesca, en la playa.
—No —respondió Seppe, pero no tan tajante como tres días antes.
Merrick frunció aún más el ceño y se forzó a decir:
—Te daré… diez mil liras si me dices la verdad.
Seppe sonrió con travesura.
—Déjeme ver las diez mil, primero.
—Primero, dime la verdad.
—Bueno, pues sí, lo robé —murmuró.
Merrick comenzó a respirar precipitadamente, como si un peso hubiese descendido sobre su pecho: «No te creo», pensó. Y no hizo el movimiento de sacar las liras.
—¿Dónde están las diez mil?
—No te creo. Pruébame que robaste el dinero.
—¿Probarlo?
La traviesa sonrisa se ensanchó. Seppe sacó lentamente la mano del bolsillo y miró alrededor, antes de abrirla. En la palma había un lápiz de labios que parecía de oro pero no lo era, eso Merrick lo sabía, aunque tenía aspecto de ser caro. Tenía engarzadas cuentas de vidrio que brillaban como rubíes. El lápiz de labios parecía gritar que era norteamericano y propiedad de la mujer rica de cabello castaño claro.
Merrick lo creyó. Vio, en un relámpago, a Seppe poniendo sobre la mesa de su casa el botín, a sus padres ocultando las cincuenta mil liras, a alguien, tal vez un hermano mayor, arrebatando la polvera de oro y el encendedor para venderlos en Roma. Merrick rechinó de dientes y cerró firmemente la boca. Luego, se alejó. Se alejó lentamente. El chiquillo lo siguió, haciéndole preguntas con tono ansioso, rogándole, finalmente agarrándose de la muñeca de Merrick, pero sin que éste le prestara atención. Merrick caminó más allá del lugar en donde la gente daba vuelta para ir a la ciudad. Caminó por la playa y finalmente Seppe se desprendió de su muñeca y Merrick se quedó solo.
Aquella noche, Merrick permaneció tanto rato en el jardín que un botones, a punto de recoger los vasos de las velas que se habían terminado, le dijo que iban a cerrar la puerta. Merrick detestaba la idea de atravesar el vestíbulo y dirigirse a su habitación. Era como volver a vivir el penoso momento en que se enteró de que Seppe había robado.
Merrick recibió, por el correo de la mañana, los cuatro sobres con los giros postales. Sin abrir. En cada uno estaba la palabra defunto puesta con un sello de goma. Merrick se dijo que habían confundido signora por signor , aunque la palabra signora estaba escrita con claridad en cada sobre. Merrick se dirigió con los sobres a la oficina de correos.
—¡Ah, sí! —le dijo la mujer de la ventanilla de giros postales—. Me fijé en ellos esta mañana… No, no es un error. La viuda también murió. —Se volvió y llamó—: Franco, ven un momento.
Un joven de cabello negro, en mangas de camisa, miró los sobres y dijo:
—¡Ah sí! —Luego miró a Merrick—. Sí, signor , estoy enterado porque un primo mío vive en ese pueblo. La madre se mató, con sus cinco hijos, con el gas de la cocina. Hace dos o tres días.
Merrick se sintió aturdido.
—¿Está seguro?
—Segurísimo, signor . Pusieron el sello de defunto en el pueblo mismo. Además, mi primo me lo escribió.
—Gracias.
Merrick recogió los sobres. Uno, dos, tres, cuatro. Cada uno parecía un bofetón.
— Signor … tiene que cobrarlos —dijo la mujer de la ventanilla.
Merrick se volvió.
—¿Qué puede hacer con los giros? —preguntó ella retóricamente, con una sonrisa y encogiéndose de hombros—. ¿Conocía usted a la mujer?
Merrick movió la cabeza.
—No.
Cinco minutos más tarde, salía de correos con un papel que le permitiría cobrar el dinero en el banco. Volvió al hotel y se sentó en el jardín. No acudió a comer y sólo con renuencia dejó el jardín alrededor de las ocho, para tomar un baño y bajar a cenar. Después de la cena dijo al botones que quería pasar la noche en el jardín, tanto si cerraban la puerta como si no.
—Las noches son muy frescas, señor —le dijo el muchacho.
—No tanto.
Pero hizo frío hacia el amanecer, aunque a Merrick no le importó. Por la mañana se cambió, se puso pantalón y camisa de deportes, y regresó al jardín con un libro que no leyó. Únicamente en el jardín se sentía seguro, como si allí pudiera entender algo de la vida o su propia existencia. Aunque se daba perfecta cuenta de que Helena no estaba con él en carne y hueso, lo estaba de otras maneras, en el jardín. No se hacía la ilusión de oír su voz, no era algo tan físico como eso, pero sentía su presencia en cada partícula de aire, en cada hoja de hierba, en cada flor, mata y árbol. A ella le gustaba el jardín tanto como a él. Sus pensamientos no eran tampoco físicos, iban no a la sonrisa de Helena, sino a su bondad, su salud maravillosa que le permitió montar a caballo, jugar al tenis y nadar hasta que se murió, iban a su cariño y cuidado por el hogar, dondequiera que estuviera, primero un hogar sencillo, luego lujoso, sin que el hecho de tener servidumbre afectara ese amor a su casa. Helena nunca dejó de cocinar, pues quería que cada comida tuviera algo que ella hubiese preparado con sus propias manos.
La italiana rubia cuyo nombre había olvidado se acercó a hablarle.
—Estoy muy bien aquí —le dijo Merrick—. Si es que no molesto a nadie —agregó con cierto desafío.
No monopolizaba el balancín, ciertamente, pues a menudo daba una vuelta por el jardín o se sentaba en una roca.
Ella mencionó su salud, el riesgo de coger un resfriado y se informó de si su cuarto no le gustaba.
—La habitación está bien, pero prefiero el jardín —replicó Merrick.
Más tarde, llovió. Merrick siguió sentado en el balancín, que tenía un dosel, pero se le empaparon los pies y la parte baja de las piernas. No se fijó o, mejor dicho, no le importó. Un jardín no podía ser siempre un jardín sin la lluvia. Dos o tres personas se le acercaron corriendo, bajo la lluvia, para hablarle, y corrieron adentro en seguida, pero cuando terminó el aguacero, salieron cinco personas, tres para hablarle y dos que se quedaron de espectadores curiosos.
—No veo que moleste a nadie —les explicó Merrick.
Esto fue cuanto dijo, pero pareció preocuparles.
Finalmente, se acercó un hombre solo, que anunció que era médico. Se sentó en una silla y habló calmosamente con Merrick, pero a éste no le interesaba lo que le decía.
—Prefiero el jardín —afirmó.
El hombre se fue.
Merrick adivinó, sin embargo, lo que sucedería si seguía gozando del jardín, y por esto, después de fumarse un cigarrillo, se levantó, fue al vestíbulo y pidió la cuenta. Luego mandó un telegrama de confirmación a los Denis acerca de Munich, la siguiente etapa del viaje.
Patricia Highsmith
Once
Once
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