BAJO LA MIRADA
DE UN ÁNGEL SOMBRÍO
Traducción de Maribel De Juan
Ya estaba en la última parte del viaje, el trayecto en autobús desde el aeropuerto hasta Arlington Hills. Nadie le esperaría en la terminal del autobús, y a Lee no le importaba en lo más mínimo. En realidad, lo prefería. Podía andar, llevando su pequeña maleta, las cuatro o cinco manzanas que había hasta el Hotel Capitol (suponía que seguía abierto), registrarse allí, y luego telefonear a Winston Greeves para decirle que había llegado. Quizá podrían incluso liquidar el asunto con el abogado hoy mismo, porque no serían más de las cuatro de la tarde cuando Lee llamase a Winston. Era cuestión de firmar un papel en relación con la casa en la que había nacido Lee Mandeville. Era de su propiedad y ahora tenía que venderla, porque necesitaba el dinero. No le importaba, no tenía una actitud sentimental respecto a la casa blanca de dos pisos con una extensión de césped delante. ¿O sí? Lee creía sinceramente que no. Había pasado horas sórdidas y desagradables en ella, así como algunas felices; una infancia descalza, arrojando el balón en el césped con los amigos del barrio. También había perdido allí a Louisa.
Lee cambió de postura en el asiento, apoyó la mejilla en la mano cerrada y miró por la ventanilla el paisaje de Indiana que se deslizaba junto a él. Apenas reconoció un pueblo por el que pasaron. ¿Cuánto tiempo hacía? Nueve, no, diez años desde la última vez que estuvo en Arlington Hills. Diez años antes había venido a visitar a su madre en el sanatorio para ancianos llamado Hearthside, y ella no le había reconocido, o había fingido que no le reconocía, o realmente le había confundido con otra persona. En cualquier caso, había conseguido decir «¡No vuelvas más!», justo cuando él salía por la puerta de la habitación. Winston, que le acompañaba, rió entre dientes y sacudió la cabeza, como diciendo: «¿Qué se puede hacer con los viejos… salvo aguantarlos?». Sí, hoy en día vivían eternamente. Los médicos no dejaban morir a los viejos, mientras hubieran píldoras, inyecciones, aparatos de diálisis, nuevos medicamentos; todo lo cual costaba carísimo. Por eso tenía Lee que vender la casa. Durante doce años, desde que su madre ingresó en el sanatorio, había estado alquilada a un matrimonio cuyos hijos eran ya adolescentes. Lee nunca les había cobrado mucho, porque ellos no podían pagar un alquiler alto y él valoraba el hecho de que eran personas de fiar. Pero la madre de Lee costaba ya quinientos o seiscientos dólares a la semana, los ahorros que ella tenía se habían agotado hacía cinco años, y Lee había soportado la mayor parte del peso, aunque la sociedad médica Medicare pagaba algo. Su madre, Edna, no estaba enferma, pero necesitaba ciertas píldoras, tranquilizantes, estimulantes y vitaminas especiales. Lee prestaba escasa atención al estado de salud de su madre, ya que permanecía igual año tras año. Podía andar, aunque estaba muy encorvada, y nunca escribía a Lee, porque él no la escribía a ella. Ya antes de estar en el sanatorio le había maldecido por carta, a causa de faltas y actos imaginarios, así que Lee no quería saber nada de su madre, excepto para pagar las facturas. Un hijo le debía eso a su madre, así lo creía Lee, de la misma manera en que los padres deben a un niño amor, cuidados y el máximo nivel de educación que puedan costear. Los niños salen caros y consumen mucho tiempo, pero los padres ciertamente se cobran esa deuda cuando llegan a la vejez e imponen las mismas cargas a sus hijos.
Lee Mandeville tenía cincuenta y cinco años, era soltero y propietario de una tienda de antigüedades en Chicago que le iba moderadamente bien. Vendía muebles antiguos, algunas alfombras buenas, viejos cuadros y marcos, objetos de bronce y plata y servicio de mesa de plata. No era, ni mucho menos, un pez gordo en el negocio de las antigüedades, pero era conocido y respetado en Chicago y fuera de allí. Iba bien vestido, no estaba perdiendo pelo y no tenía muchas canas. La cara bien afeitada, con un pliegue en cada mejilla, y pobladas cejas sobre unos ojos gris azulado, pensativos y amables. Le agradaba conocer gente en su tienda, catalogarla, descubrir si querían comprar algo porque quedaría bien en algún sitio de sus casas o porque realmente se enamoraban del objeto.
Cuando el autobús entró en Arlington Hills tambaleándose y traqueteando, Lee se puso tenso, sintiéndose ya inquieto y desdichado. Bueno, esta vez no pensaba ver a su madre. Estaba tan incapacitada mentalmente que él tenía un poder notarial desde hacía casi diez años. Winston había conseguido al fin la firma de ella para ese documento. Se había resistido durante meses, sin ninguna razón lógica, sólo por terquedad y porque disfrutaba creando dificultades. Las cuatro menos veinte, comprobó Lee al echar una mirada a su reloj. Se puso de pie y bajó su maleta de la rejilla antes de que autobús hubiera parado completamente.
—¡Lee! ¿Cómo estás, Lee?
La voz le sorprendió y tardó un segundo en localizar a Win entre el grupo de gente que esperaba a los pasajeros.
—¡Win! ¡Hola! ¡No esperaba verte aquí! —La sonrisa de Lee era amplia. Se dieron palmaditas en el hombro—. ¿Cómo va todo?
—Ah…, más o menos igual. Por aquí nada cambia. ¿Ese es todo tu equipaje?… Tengo el coche aquí, Lee…, y Kate y yo esperamos que seas nuestro huésped. ¿De acuerdo?
Win ya había cogido la maleta de Lee. Tenía sesenta y tantos años, y el pelo gris, liso, que siempre parecía revuelto por el viento. Llevaba pantalones azul marino y una camisa azul sin corbata. Win era el presidente de una compañía de seguros que él mismo había fundado, y los Mandeville tenían asegurados su casa y sus coches en esa compañía desde hacía décadas.
—Sois muy amables, Win, pero de verdad, para una noche… puedo perfectamente parar en el viejo Capitol, ya sabes.
Lee no quería decir que prefería ir a un hotel.
—Ni hablar. Kate ya tiene lista tu habitación.
Win iba hacia el coche y Lee le siguió. Después de todo, le había ayudado mucho con Edna, y parecía verdaderamente encantado de recibirle.
—Tú ganas, Win —dijo Lee, sonriendo—. Y gracias. ¿Qué tal está Kate? ¿Y Mort?
Mort era su hijo.
—Pues… como siempre. —Win puso la ligera maleta de Lee en el asiento de atrás del coche—. Mort trabaja ahora en Bloomington. Es vendedor de coches.
—¿Sigue con su mujer?
Lee recordaba una historia tremenda respecto a la mujer de Mort: se había escapado con otro hombre, abandonando a su hijito, y luego, eso creía Lee, habían vuelto a reunirse.
—No, finalmente acordaron… divorciarse —dijo Win, y puso el coche en marcha.
Lee no sabía si decir «Estupendo» o no, así que no dijo nada. Ahora su madre, pensó Lee. Esa era la siguiente pregunta. No le importaba saber cómo estaba su madre. Lo que dijo fire:
—Estaba pensando que podríamos liquidar el asunto esta tarde, Win. Sólo es cuestión de firmar un papel, ¿no?
La casa de Barrett Avenue ya estaba vendida a un matrimonio llamado Varick, Ralph y Phillys, según recordaba Lee por la carta de la agencia inmobiliaria.
—Ssí-í —dijo Win, y sus pesadas manos se abrieron sobre el volante por un segundo y luego se cerraron con fuerza—. Supongo que sí.
Lee dedujo que Win no había concertado aún una cita.
—Sigue siendo el viejo Graham, ¿no? Nos conoce tan bien a los dos…, ¿no podríamos presentarnos por las buenas?
—Claro…, de acuerdo, Lee.
Win tomó Main Street, y Lee miró las fachadas de los almacenes, los letreros de las tiendas, notando que se habían producido muchos cambios desde la última vez que había estado allí, y para peor, desde el punto de vista estético. Main Street parecía más abarrotada, tanto de gente como de tiendas. Puede que el viejo despacho de Graham no hubiera cambiado. Douglas Graham era abogado y notario. Le había hecho un poder hacía años, a petición de Lee, para que éste pudiese firmar cheques para pagar las facturas de su madre, y se había añadido el nombre de Win Greeves en calidad de ejecutor, puesto que Win estaba en Arlington Hills, e incluso visitaba a veces a su madre —aunque ella no siempre le reconocía, según Win—, y en los últimos años, a medida que la cuenta de Edna disminuía, Lee enviaba quinientos o mil dólares más o menos cada mes para reforzarla. Win le mandaba los saldos de la cuenta, que ahora estaba a nombre de Lee, y una explicación de las facturas.
—No hace falta que estén los Varick, supongo —dijo Lee—. Que estén presentes cuando yo firme, quiero decir.
—Sé que Ralph Varick ya ha firmado —dijo Win—. Son una pareja muy agradable. Deberías conocerles. Lee.
—Bueno, realmente no es necesario. Salúdales de mi parte… si les ves.
Lee no deseaba acercarse a la vieja casa, no deseaba verla. Los Young, la simpática familia que no podía comprar la casa, seguirían viviendo allí hasta fin de mes, pero él no quería ir a verles, ni siquiera para saludarles. Le daban pena. Se obligó a preguntar lo inevitable:
—¿Y supongo que mi madre también está como siempre?
Win rió entre dientes y sacudió la cabeza.
—Está…, sí…, más o menos.
¿Es que no estiran la pata nunca ?, pensó Lee amargamente, y casi se rió de sí mismo. Y después de que ingresara en el banco el dinero de la venta de la casa ¿cuánto tiempo más viviría su madre, comiéndose quinientos o seiscientos dólares a la semana? Ya tenía ochenta y seis años. ¿Sería posible que viviera hasta los noventa o noventa y uno? ¿Por qué no? Lee recordaba a tres de sus cuatro bisabuelos, y a un tío abuelo materno, que habían muerto a los noventa y tantos.
—Hemos llegado —dijo Win, aparcando junto a la acera.
Lee buscó una moneda en su bolsillo y la metió en la ranura del contador del aparcamiento, antes de que Win pudiera hacerlo. Doug Graham no tenía secretaria, y salió de su despacho cuando ellos tocaron el timbre al entrar en su sala de espera.
—Vaya, Lee… y Win. ¿Cómo estás, Lee? Tienes buen aspecto.
Doug Graham le dio a Lee un cordial apretón de manos. Doug, que tenía sesenta y muchos, estaba más grueso que hacía diez años y llevaba un traje beige deshechurado, cuyos pantalones habían perdido la raya.
—Bastante bien, Doug. ¿Y tú?
Lee deseó decir algo más expresivo, pero, por alguna razón, las palabras no le salían. Doug les había hecho muchos favores a él y a su madre a lo largo de los años. Recordó, con un sentimiento de turbación, que Doug había convencido a su madre, unos veinte años antes, de que no hiciera un testamento en que eliminaba a Lee, a pesar de ser hijo único y el pariente más cercano, y nombraba heredera universal a una joven negra que le limpiaba la casa y se había conquistado su afecto.
En silencio y tranquilamente, Doug Graham arregló unos pocos papeles sobre su mesa, y le señaló a Lee dónde tenía que firmar.
—Después de que hayas leído el acuerdo, naturalmente, Lee —dijo Doug con una sonrisa.
Lee echó una ojeada. Era un contrato de venta de la casa de Barret Avenue, bastante claro y sencillo. Firmó. La escritura también estaba sobre la mesa, con la firma del padre de Lee y la de su abuelo, y antes un nombre que no era de la familia. Ralph David Varick era el último nombre. Lee no tenía que firmar ahí.
—Espero que no te pongas sentimental por la venta, Lee —dijo Doug con su voz lenta y profunda—. Después de todo, no estás mucho por aquí últimamente… en los últimos años. Te hemos echado de menos.
Lee negó con la cabeza.
—Nada sentimental, no.
Le tendió la pluma a Winston Greeves, que se levantó para firmar como testigo el documento de compra.
—De todas maneras, siento que haya tenido que ser así —dijo Doug—. Y siento lo de tu madre.
De nuevo Lee sintió una punzada de vergüenza, porque Doug sabía, todo el mundo lo sabía, que su madre no sólo estaba senil, sino plácidamente loca.
—Bueno, estas cosas pasan. Por lo menos, no sufre —dijo Lee, incómodo.
—Eso es cierto… Gracias, Win. Y esto es todo, creo… ¿Cuánto tiempo vas a quedarte, Lee?
Lee le dijo que solamente hasta mañana, porque tenía que volver a su tienda de Chicago. Le preguntó cuánto le debía y Doug dijo que nada en absoluto, y Lee sintió vergüenza otra vez, pues Doug debía de saber que había vendido la casa porque de lo contrario no podía hacer frente a los gastos.
—Necesitamos un trago —dijo Doug, sacando una botella de whisky de un cajón de su mesa—. Además, casi es la hora de cerrar, así, que nos lo merecemos.
Cada uno dio un sorbito de pie. Pero el ambiente siguió siendo triste y algo tenso, le pareció a Lee.
Diez minutos después estaban en casa de los Greeves; más grande que la casa que Lee acababa de vender, con una mayor extensión de césped y árboles más caros. Kate Greeves le recibió como si fuera de la familia, estrechando la mano de Lee entre las suyas, besándole en la mejilla.
—¡Lee, me alegro tanto de que Win te convenciera de que te quedaras! Ven, te enseñaré tu habitación y luego podemos charlar tranquilamente.
Le llevó al piso de arriba. De la cocina llegaba el olor de un pastel en el horno y de canela caliente. Su habitación estaba ordenada y limpia, amueblada con una cama, un tocador y unas sillas de fábrica, pero Lee las había visto peores. Los Greeves estaban haciendo todo lo posible por ser amables con él.
—Me encantaría dar un paseo —dijo Lee cuando bajó—. No son ni las seis. Falta mucho para que anochezca…
—¡Oh, no! Quédate para charlar, Lee. O yo te llevo en el coche, si quieres ver el pueblo.
Win parecía dispuesto. Pero a Lee no le apetecía la idea. Quería estirar las piernas él solo, pero sabía que Win le diría que tendría que andar quince minutos para salir de Rosedale, la zona residencial, etc., etc. Se encontró sentado en el cuarto de estar con un whisky cargado en la mano. Kate trajo un cuenco con palomitas de maíz calientes con mantequilla.
Sonó el teléfono y los Greeves intercambiaron una mirada, luego Win fue a cogerlo en el vestíbulo.
Lee cogió un pisapapeles antiguo de cristal, con una mariposa azul dentro. El pisapapeles era del tamaño de una pastilla de jabón y muy bonito. Estaba a punto de preguntarle a Kate dónde lo había comprado, cuando la voz de Win diciendo «¡No!» le hizo guardar silencio.
—He dicho que no —dijo Win en voz baja, pero con un tono de ira contenida—. Y no vuelvas a llamar esta noche. Lo digo en serio.
Se oyó que colgaba el teléfono. Cuando regresó al cuarto de estar, le temblaban ligeramente las manos. Cogió su vaso.
—Disculpa —le dijo a Lee con una sonrisa nerviosa.
Lee supuso que tendría que ver con Mort. Quizás era el propio Mort. Consideró que era mejor no hacer preguntas. Kate también parecía tensa. Mort debía de tener por lo menos cuarenta años, pensó Lee. Era un tipo débil, y Lee recordaba un lío tras otro durante su adolescencia; un accidente de coche, Mort detenido por la policía en algún sitio por embriaguez, Mort casándose porque había dejado embarazada a una chica, la misma de la que acababa de divorciarse, según le había dicho Win. A Lee estos problemas le parecían absurdos, por ser tan fácilmente evitables, comparados con una madre trastornada que no terminaba de morirse.
—No va a venir, ¿verdad? —le preguntó Kate a Win en un susurro al inclinarse para ofrecerle el cuenco de palomitas.
Win negó con la cabeza lentamente, ceñudo.
Lee apenas había oído a Kate. Hablaron de otras cosas durante la cena, y sólo un poco sobre su madre. Su salud era buena, daba paseos por el jardín, bajaba al comedor para todas las comidas. Una vez al mes había una «fiesta de cumpleaños» para todos los que cumplían años ese mes. Había televisión, no en todas las habitaciones, pero sí en el salón comunal de la planta baja.
—Sigue leyendo la Biblia, supongo —dijo Lee, sonriendo.
—Pues supongo. Sé que hay una en cada habitación —contestó Win, y miró a su mujer, que respondió preguntándole a Lee qué tal iba su tienda de Chicago.
Al responder, Lee recordó a su madre, con los labios apretados y horrible sin su dentadura postiza, que no siempre se ponía, leyendo la Biblia. ¿Qué sacaba de ella? Desde luego, no la leche de la humana bondad, pero, claro, esa frase era de Shakespeare. ¿O la había dicho Jesús antes? El Antiguo Testamento era sanguinario, vengativo, incluso bárbaro, en algunos puntos. Su madre le había dicho siempre, o con bastante frecuencia: «Lee la Biblia», cuando él estaba deprimido, o desalentado, o cuando cayó en la «tentación» de comprarse a plazos un bonito coche de segunda mano a los diecisiete o dieciocho años. ¡Qué inocente, comprarse un coche a plazos, en comparación con lo que hizo su madre cuando él tenía veintidós años! Él estaba prometido con Louisa Watts, locamente enamorado de ella, enamorado de un modo, sin embargo, que podía haber durado, que hubiera resultado en un buen matrimonio, pensaba Lee. Su madre le había contado a Louisa que él tenía novias por todas partes, y prostitutas favoritas, que se iba en el coche a otras ciudades para divertirse. Etc., etc. Y Louisa sólo tenía diecinueve años. Se lo había creído y le había dolido. Maldita sea mi madre , pensó Lee. ¿Y qué había ganado con sus mentiras? ¿Tenerle en casa, todo para ella? No. Louisa se casó con otro en menos de un año, se trasladó a otro sitio, quizá a Nueva York, y Lee se marchó de casa, estuvo en San Francisco algún tiempo, trabajó como estibador, luego se fue a Nueva Orleans e hizo lo mismo. Si Louisa no se hubiese casado, él habría intentado arreglarse con ella, porque era la única chica del mundo para él. Sí, había conocido a otras, cuatro o cinco. Había querido casarse, pero nunca había conseguido convencerse (y probablemente tampoco convencer a las otras chicas) de que el matrimonio saldría bien. Cuando tenía casi treinta años, se fue a Chicago.
—¿No te gusta el pastel, Lee? —preguntó Kate.
Lee se dio cuenta de que apenas había tocado el pastel de manzana caliente, de que estaba estrujando la servilleta con la mano izquierda como si fuese el cuello de alguien.
—Claro que me gusta —dijo Lee con calma, y se terminó el pastel.
Esa noche Lee durmió mal. Los pensamientos daban vueltas en su cabeza, y no obstante, cuando intentaba dedicar unos minutos a pensar en algo, no conseguía llegar a ninguna conclusión. Fue un placer para él levantarse de la cama al amanecer, vestirse silenciosamente, y bajar las escaleras a hurtadillas para dar un paseo antes de que se levantara nadie. No se molestó en afeitarse. Salió de la zona de Rosedale en diez minutos. El aire era suave y transparente, fresco para mayo. La ciudad despertaba. Había camiones de la leche haciendo el reparto, carteros, por supuesto, y algunos obreros cogiendo los primeros autobuses.
—¿Lee?… Es Lee Mandeville, ¿no?
Lee miró a la cara de un joven de veintitantos años, con el cabello castaño ondulado, que llevaba un traje de tweed, camisa y corbata. Lee recordaba vagamente la cara pero no hubiera podido ponerle nombre aunque su vida hubiera dependido de ello.
—¡Charles Ritchie! —dijo el joven, riendo—. ¿Se acuerda? ¡Yo le llevaba los comestibles a su madre!
—Ah, claro , Charlie. —Lee sonrió, recordando a un chiquillo delgadito de unos doce años, que a veces se tomaba una gaseosa en la cocina de su casa—. Eh, que estás perdiendo tu autobús, Charlie.
—No importa —dijo el joven, casi sin mirar el autobús que se iba—. ¿Qué le trae por aquí, Lee?
—La venta de la casa. ¿Te acuerdas de la vieja casa?
—¡Cómo no! Siento que la venda. Yo pensaba que quizá volvería algún día… cuando se retirase, o algo así.
Lee sonrió.
—Francamente, necesito el dinero. Mi madre vive aún, como sabes, y eso cuesta bastante. No es que me queje, desde luego.
Vio que el rostro de Charlie se ponía serio de pronto. Frunciendo el ceño, Charlie dijo:
—No entiendo nada. La señora Mandeville murió hace cuatro…, casi cinco años. Sí, yo estuve en su entierro, Lee.
Charlie le miró fijamente a los ojos. Lee comprendió que era verdad. Comprendió que ése era el motivo por el que Win había insistido en que pasara la noche con ellos, para que no se encontrara con gente del pueblo que pudiera decirle la verdad.
—¿Qué le sucede, señor? Lamento haber sacado el tema. Pero usted dijo…
Lee se soltó suavemente de la mano del joven, que le sujetaba con fuerza por el codo, y sonrió.
—Perdona. ¡Supongo que parecía que me iba a desmayar! Sí . —Lee respiró hondo e hizo un esfuerzo por dominarse—. Sí, naturalmente que está muerta. No sé lo que he dicho, Charlie.
—Oh, no pasa nada, Lee… ¿De verdad se encuentra bien?
—De verdad, estoy bien. Y ahí viene otro autobús, ¿no?
A través de un velo de luz solar amarillo pálido y de hojas verde pálido, el autobús se aproximó. Lee se alejó, despidiéndose con la mano, e ignorando las palabras de despedida de Charlie. Caminó despacio durante varios minutos, sin preocuparse de la dirección en que le llevaban sus pasos.
Lee se dio cuenta ahora de que la gente de Hearthside, el contable o alguien de allí, tenía que estar aliado con Win Greeves, porque Lee había visto facturas auténticas de Hearthside en los últimos cinco años. Se sentía físicamente débil, como si estuviera andando sobre lodo en vez de sobre cemento. ¿Y qué diablos iba a hacer al respecto? Cinco años. ¿Y en dólares? Veinte o veinticuatro mil dólares al año por cinco eran… Lee sonrió con amargura y se detuvo tratando de calcular. Miró el nombre de la calle y vio que estaba en la esquina de Elmhurst con South Billingham. Echó a andar por Elmhurst que, según creía, en dirección este llevaba a Rosedale. En realidad, lo único que deseaba hacer en casa de los Greeves era recoger su maleta.
Cuando llegó a la casa, encontró que la puerta no estaba cerrada, y notó un aroma de café y bacon. Win salió al vestíbulo de inmediato.
—¡Lee! ¡Estábamos un poco preocupados! ¡Pensábamos que a lo mejor eres sonámbulo y habías salido en sueños! —dijo Win, sonriendo.
—No, no, simplemente salí a dar un paseo…, como quise hacer anoche.
Win le miraba fijamente. ¿Estaba pálido?, pensó Lee. Probablemente. Lee se dio cuenta de que todavía podía ser cortés. Era fácil. También era más seguro y espontáneo en él.
—Espero no haberte retrasado, Win. —Lee miró su reloj—. Son las ocho menos diez.
—¡No…, en absoluto! —le aseguró Win—. Ven a desayunar.
Ahora la comida se negaba a entrar, pero Lee mantuvo su actitud cortés, bebió sorbitos de café y hurgó con el tenedor en los huevos revueltos. Vio que Win y Kate intercambiaban miradas otra vez, miradas que Win trataba de rehuir, aunque sus ojos volvían de nuevo a los de su mujer, como si estuviera hipnotizado.
—¿Te… resultó agradable el paseo, Lee? —preguntó Win.
—Mucho, gracias. Me encontré con… Charles Ritchie —dijo Lee cuidadosamente y con cierto respeto, como si Charles hubiera ascendido de chico de reparto de comestibles a la categoría de uno de los discípulos portadores del mensaje de la verdad—. Solía llevarle los comestibles a mi madre.
Lee se fijó en que Win no avanzaba mucho más que él en el desayuno. La tensión aumentó unos cuantos grados más cuando Kate dijo:
—Win dice que quieres marcharte hoy, Lee. ¿No podrías quedarte un poco más?
Ese comentario era tan falso que Lee estalló de pronto interiormente. Pero extraordinariamente conservó la calma, salvo que tiró la servilleta sobre la mesa.
—Lo siento, pero no puedo. No. —Su voz era hueca y ronca. Se puso de pie—. Disculpadme.
Dejó la mesa y subió a su habitación.
Justo cuando estaba cerrando la maleta, entró Win. Ahora estaba lívido y parecía diez años más viejo. Lee casi sintió pena de él.
—Sí, me he enterado de la muerte de mi madre. Creo que es eso lo que estás pensando. ¿No, Win?
Lee tenía ya la pequeña maleta en la mano y se disponía a salir del cuarto.
Win se acercó de puntillas a la puerta y la cerró. La mano que apartó del picaporte temblaba. Levantó ambas manos y se cubrió la cara con ellas.
—Lee, quiero que sepas que estoy avergonzado.
Lee asintió una vez, con impaciencia, sin que Win le viera.
—Morton tenía unos problemas tan terribles. Esa condenada mujer suya… Ella no le suelta, no hay divorcio, y todo es un desastre. La chica, quiero decir su mujer, está embarazada otra vez, y acusa a Mort, pero yo dudo de que sea cierto, lo dudo mucho. Pero no hace más que pedir dinero y legalmente…
—¿Y a mí qué rayos me importa eso? —interrumpió Lee.
Apretaba el asa de la maleta, deseoso de marcharse, pero Win le bloqueaba el paso como una fea montaña. Los ojos de Win, muy abiertos y asustados, se encontraron con los de Lee. Win le recordaba a un animal que sabe que le van a llevar al matadero dentro de unos segundos, pero, en realidad, nunca había visto a un animal en tales circunstancias.
—Supongo —dijo Lee— que el sanatorio tenía algún tipo de acuerdo contigo. Recuerdo las cuentas…, cuentas recientes.
—Sí, sí —dijo Win con voz lastimera.
Lee recordó ahora las palabras de Doug Graham, cuando Lee dijo que por lo menos su madre no sufría, y Doug contestó que eso era cierto. Doug sabía que su madre había muerto, pero la conversación que tuvieron no hizo necesario que se repitiera ese dato, puesto que, naturalmente, Doug creía que Lee lo sabía. Lee se dirigió a la puerta.
—¡Lee! —Win estuvo a punto de agarrarle por la manga, pero retiró la mano, como si no se atreviese a tocarle—. ¿Qué vas a hacer, Lee?
—No lo sé… Creo que estoy en un estado de conmoción.
—Sé que la culpa la tengo yo. Sólo yo. Pero si tú supieras los apuros en que estaba, y estoy. Chantaje…, primero por parte de la mujer de Mort, que le chantajeaba a él, quiero decir, y ahora…
Lee comprendió: ahora Mort estaba chantajeando a su padre por este asunto. ¿Hasta qué extremos de bajeza podían caer los seres humanos? Por alguna extraña razón, Lee sintió deseos de sonreír.
—¿Cómo murió? —preguntó en tono cortés—. Una embolia, supongo.
—Murió mientras dormía —murmuró Win—. Casi nadie vino al entierro. Se había creado muchos enemigos, ya sabes, a causa de su mala lengua… El hombre…
—¿Qué hombre? —preguntó Lee, porque Win se había callado.
—El hombre de Hearthside. Se llama Victor Malloway. Es…, se puede decir que es tan culpable como yo. Pero es el único…, aparte de mí. —De nuevo Win miró a Lee lastimeramente—. ¿Qué vas a hacer, Lee?
Lee respiró hondo.
—Pues…, por ejemplo, ¿qué?
Win no respondió a la pregunta, y Lee abrió la puerta.
—Adiós Win, y gracias.
Abajo, Lee le dijo adiós y gracias a Kate. No escuchó lo que ella le decía. Algo respecto a llevarle a la terminal de autobuses o llamar un taxi.
—No hace falta —se oyó decir—. Iré por mi cuenta.
Estaba fuera, libre, solo, caminando con su maleta en dirección al pueblo, a la terminal de autobuses. Hizo todo el camino a paso tranquilo y regular, llegó a la terminal a eso de las diez, y esperó pacientemente el autobús que le llevaría a la ciudad donde estaba el aeropuerto. Seguía sintiéndose aturdido, pero los pensamientos venían, de todas formas. Pensamientos amargos, desagradables, que fluían por su mente como un río contaminado. Detestaba sus pensamientos.
Incluso en el autobús en movimiento, esos pensamientos continuaron fluyendo; recuerdos de la odiosa vanidad de su madre cuando era más joven, de cómo dominaba a su padre (que murió de cáncer cuanto tenía cerca de sesenta años), de su implacable desaprobación y crítica de todas las chicas que él traía a casa. También de la forma en que su madre difamaba a sus propias amigas y vecinas, incluso a las que trataban de ser amables con ella. Su madre siempre les encontraba algo «malo». Y ahora, lo verdaderamente horrible, el hecho aterrador, era que su vida había concluido como una tragedia clásica, interpretada entre bastidores, en lugar de sobre el escenario a la vista de mucha gente. A su madre la habían rematado, como si dijéramos, unos cuantos sinvergüenzas de poca monta como Win Greeves y su hijo, y el tal Victor… Mallory, ¿no? De hecho, habían estado alimentándose, como aves carroñeras, de su cuerpo en descomposición, durante los últimos cinco años.
Lee no se relajó hasta que abrió la puerta de su tienda de antigüedades y contempló el conocido interior, los muebles relucientes, el cálido brillo del cobre, las suaves curvas de madera de cerezo pulida. Dejó el cartel de CERRADO en la puerta y volvió a echar la llave por dentro. Tenía que volver a la normalidad, se dijo, seguir como siempre y olvidar Arlington Hills, porque de lo contrario se pondría enfermo…, contaminado, como el río de malos recuerdos que le inundó en el autobús y en el avión. Se bañó y se afeitó y a las cinco de la tarde quitó el cartel de CERRADO . Después tuvo un visitante, un hombre que se paseó por la tienda mirando y no compró nada, pero eso no importaba.
Solamente de vez en cuando, en momentos en que estaba cansado, o decepcionado porque algo le había salido mal, Lee se acordaba de Win, el falso amigo, y le deseaba algún daño. Ojo por ojo, diente por diente, decía la Biblia, al menos, el Antiguo Testamento. Pero él no quería eso en realidad, se decía Lee, de lo contrario haría algo para llevar a Win Greeves ante la justicia, para desquitarse. Incluso podría demandarle y ganar fácilmente el pleito, recuperar los gastos y obtener una indemnización, obligando a los Greeves a vender su hermosa casa de Rosedale. Con ese dinero podría volver a comprar su propia casa, la casa de la familia. Pero se daba cuenta de que no quería la casa blanca de dos plantas en la que había nacido. El espíritu de su madre había estropeado esa casa, la había hecho perniciosa.
Win Greeves mantenía un silencio total, no recibió de él ni una carta ni una línea de explicación más amplia, ni un ofrecimiento de devolverle parte del dinero del que se había apropiado indebidamente. De vez en cuando, Lee se imaginaba que Win estaría preocupado, probablemente muy angustiado, tratando de adivinar qué podría estar haciendo Lee en relación al asunto. Había pasado casi un mes desde su visita a Arlington Hills. ¿No estarían Win, Kate y Mort dando por supuesto que Lee había contratado a un abogado y que éste estaba preparando el pleito contra Win Greeves y el hombre del Hearthside?
Entonces, con sorpresa, Lee recibió una carta de Arlington Hills, en un sobre escrito a máquina y con el nombre de la empresa de Win, Eagle Insurance, y el emblema del águila con las alas extendidas en la esquina superior izquierda. Lee le dio la vuelta al sobre —no ponía remitente— y durante unos segundos se preguntó qué podía contener. ¿Una abyecta disculpa, quizás incluso un cheque, por pequeño que fuera? ¡Absurdo! ¿O sería posible que Eagle Insurance le enviara una última prima del seguro de la casa de su madre? Lee se rió ante esta idea y abrió la carta. Era una breve nota escrita a máquina.
Querido Lee:
Después de todos nuestros disgustos, hay uno más. Mort murió el martes pasado, por la noche, después de atropellar a un hombre y herirle (aunque no le mató, gracias a Dios) y luego estrellarse contra un árbol. Casi diría que es una bendición, teniendo en cuenta los disgustos que nos ha causado a nosotros y a ti mismo. Pensé que querrías saberlo. Aquí estamos todos tristes.
Un saludo,
WIN
Lee dio un suspiro y se encogió de hombros. Bueno. ¿Qué se suponía que debía responder o pensar de esto? ¿Era posible que Win esperase una carta de pésame? Esta noticia, pensó Lee, no le afectaba en absoluto. La vida o la muerte de Morton no significaban nada para él.
Ese mismo día, más tarde, cuando Lee estaba quitándose unas botas de goma y sintiéndose un poco cansado —había estado quitando pintura con una manguera de riego en su patio trasero— tuvo una visión de Mort muerto y ensangrentado, después de estrellarse contra un árbol en el coche, y pensó: «¡Bien!» Ojo por ojo… Durante unos segundos paladeó la venganza lograda. Morton era el único hijo de Win, su único descendiente. Un inútil toda su vida, ¡y ahora estaba muerto! ¡Bien! Lee tenía el dinero de la casa que había vendido en Arlington Hills y podía, si quería, comprarse una bonita casa que había visto en las afueras de Chicago, cerca del lago. Podría tener un barquito.
Esa noche, mientras se estaba desnudando para acostarse, le vino a la memoria una imagen de su madre, sentada en su gran mecedora de mimbre en el cuarto de estar, leyendo la Biblia, mirándole por encima del libro con los labios fruncidos (aunque tenía dientes) y preguntándole por qué no leía la Biblia más a menudo. ¡La Biblia! ¿Acaso había hecho que su madre fuera mejor, más amable con sus semejantes? Además, gran parte de la Biblia parecía ser contraria a la sexualidad. Su madre lo era, ciertamente. Si el sexo era tan malo, pensó Lee, ¿cómo le había concebido a él? ¿Por qué se había casado, para empezar?
—No —dijo Lee en voz alta, y se sacudió como para quitarse algo de encima.
No, no iba a dedicarse a pensar en la Biblia, ni en la venganza, ni en la familia de Win, ni en el hombre de Hearthside, cuyo apellido ya se le había olvidado, sólo recordaba que se llamaba Victor. ¿Qué clase de Victor era, por ejemplo? Lee sonrió ante lo absurdo del nombre, el eco de vanagloria que tenía.
Lee tenía unos cuantos amigos en el barrio, y uno de ellos, Edward Newton, un hombre de su edad, propietario de una librería, pasó a ver a Lee una tarde, como hacía con frecuencia, para tomar un café en la trastienda. Lee le había contado que su madre estaba muy enferma cuando él fue a Arlington Hills y que había muerto unos días más tarde. Ahora Edward había encontrado una pequeña nota en el periódico.
—¿Le conocías? Pensé que podría interesarte, porque recordé el nombre de Hearthside, que era el sanatorio donde estaba tu madre.
Edward le señaló el suelto, de unos siete centímetros de largo, en el periódico que había traído.
SUICIDIO DEL INTERVENTOR
DE UN SANATORIO, DE 61 AÑOS.
El suelto decía que Victor C. Malloway, interventor del sanatorio Hearthside, de Arlington Hills, Indiana, se había suicidado en el garaje de su casa, cerrando la puerta y dejando el motor en marcha. No había dejado ninguna nota aclaratoria. Dejaba esposa, Mary; un hijo, Philip, y una hija, Marion, y tres nietos.
—No —dijo Lee—. No le conocía, pero había oído su nombre, sí.
—Supongo que debe de ser un ambiente deprimente, rodeado de viejos, ya me entiendes. Y gente muriéndose con mucha frecuencia, me imagino.
Lee dijo que sí y cambió de tema.
Ahora le tocaba a Win, pensó Lee. ¿Qué le ocurriría, o qué se haría a sí mismo? Puede que nada, después de todo. Su hijo había muerto, ¿y hasta qué punto podía considerarse que esa muerte era un suicidio?, se preguntó Lee. Seguramente Mort sabía por Win que el juego se había terminado, que ya no le sacarían más dinero a Lee Mandeville. Seguramente Win y Victor Malloway también habían tenido un par de conversaciones desesperadas. Lee todavía recordaba el rostro derrotado y aterrorizado de Win, en el dormitorio del piso de arriba en Arlington Hills. Ya basta, pensó Lee. Win era ya un hombre medio destruido.
Lee invirtió una parte de su dinero en diez alfombras turcas, cuya calidad y colorido le gustaron de manera especial. Estaba seguro de que podría vender cinco o seis obteniendo beneficios, y puso un letrero en el escaparate diciendo que se ofrecía una excepcional oportunidad de adquirir alfombras turcas de calidad. Las que no pudiera vender irían bien en la casa de las afueras, de la cual ya había pagado la entrada. Lee estaba cada vez más contento. Dio una fiesta por su cumpleaños, invitó a diez amigos a un restaurante, luego los llevó a su piso y encendió las luces de la tienda. Uno de sus amigos tocó algo en un piano que Lee tenía en la tienda, y se rieron mucho porque el piano estaba ligeramente desafinado. Todos cantaron y bebieron champán y brindaron a su salud.
Lee empezó a amueblar su nueva casa, que era más pequeña que la casa familiar de Arlington Hills, pero tenía dos plantas y un precioso jardín con árboles frutales. Estaba a unos cuarenta y cinco kilómetros de la tienda de Lee, por lo que no iba todos los días, sino que la usaba principalmente los fines de semana, aunque la distancia no era tan grande que no pudiese coger el coche por la tarde y pasar la noche allí si le apetecía. Una y otra vez pensaba en su madre con un sobresalto, y en el hecho de que hacía casi seis años que había muerto, no los ocho o nueve meses que él había dicho a todos sus amigos. Y pensaba sin el menor resentimiento en los cien mil dólares, más o menos, que había perdido, el dinero que Win se había embolsado y compartido con Mort y Victor, el suicida.
El tanteo se había igualado. El tanteo, sí, como el tanteo de un juego que a Lee no le interesaba; el de una partida de dominó o de un juego de anagramas. Era mejor olvidarlo. Todas las muertes eran tristes. Lee no había movido un dedo, y sin embargo Mort y Victor habían muerto. No había sido necesario sacarle un ojo a nadie.
Llegó el otoño, y Lee estaba atareado poniendo burletes en su casa, cuando oyó una noticia que atrajo su atención. Había oído el nombre de Arlington Hills, pero se había perdido la primera parte. Era algo sobre la muerte de un hombre en su propia casa por herida de bala, posiblemente disparada por él mismo. Lee siguió trabajando, vagamente inquieto. ¿Sería Winston Greeves el nombre que había dicho el locutor? Repetirían la noticia dentro de una hora, a menos que algo más importante eliminara el suceso de Arlington Hills. Lee continuó midiendo el burlete, cortando, pegando. Trabajaba de rodillas, con pantalones vaqueros.
Si fuera Win Greeves, realmente sería demasiado, pensó Lee. Ya estaba bien la venganza. Era más que suficiente. Bueno, había montones de gente en Arlington Hills, y a lo mejor no había sido Win. Pero Lee estaba preocupado, rabioso de un modo extraño, y nervioso. Los minutos transcurrieron lentamente mientras trabajaba, y, a las cinco, escuchó atentamente el boletín informativo. Era la última noticia antes de la información meteorológica: Winston Greeves, de sesenta y cuatro años de edad, de Arlington Hills, Indiana, había muerto a consecuencia de una herida de bala que podría haberse disparado él mismo, aunque no era seguro. Su esposa dijo que él había adquirido recientemente una pistola para practicar el tiro al blanco.
Lee había escuchado la noticia de pie, y de pronto agachó los hombros y la cabeza. Se sintió débil durante unos segundos, luego fue recobrando las fuerzas gradualmente, y con ellas la extraña rabia que había experimentado una hora antes. Era demasiado. Mi copa rebosa … No, no era eso. Fue Cristo quien dijo eso. Y Cristo no hubiera aprobado esto . Estaba a punto de taparse la cara con las manos, cuando recordó que Win había hecho ese mismo gesto. Bajó las manos y se irguió. Descendió las escaleras y entró en el cuarto de estar.
A ambos lados de la chimenea había librerías empotradas en la pared. Con mano firme cogió un libro encuadernado en piel negra. Era la Biblia, la misma que leía su madre, con la parte superior e inferior del lomo desgastadas y revelando el color marrón del cuero en los puntos donde el negro había desaparecido. Lee encontró rápidamente el lugar donde acababa el Antiguo Testamento y empezaba el Nuevo Testamento, y agarró el Antiguo, más grueso, con la mano izquierda y lo arrancó de la cubierta. Lo arrojó, como algo impuro, lejos de sí, a la chimenea, donde ahora no había fuego, y se limpió la mano con los vaqueros. Las páginas estaban desparramadas, delgadas y secas. Lee encendió una cerilla.
Miró arder las páginas, y volverse aún más sutiles y completamente negras, y supo que no había logrado nada. Este no era el único Antiguo Testamento del mundo. Había realizado un gesto de rabia sólo para su propia satisfacción. Y no se sentía en absoluto satisfecho, ni purificado, ni libre de nada.
Era obligado darle el pésame a Kate Greeves, pensó Lee. Sí, le escribiría esta noche. ¿Por qué no ahora? Las palabras le vinieron a la mente mientras se acercaba a la mesa donde guardaba papel y plumas. Escribiría a mano, por supuesto. Kate había perdido a su hijo y a su marido en el espacio de unos meses.
Querida Kate:
Esta tarde, casualmente, he oído en la radio la triste noticia de la muerte de Win. Comprendo que es un golpe terrible para ti, tan poco tiempo después de la muerte de Morton. Deseo expresarte mi más sincero pésame y quiero que sepas que me hago cargo de tu dolor…
Lee continuó escribiendo despacio y con facilidad. Lo curioso era que Kate le daba pena realmente. No le guardaba ningún rencor, aunque ella había colaborado con su marido en el engaño. Ella era, de alguna manera, un ser aparte. Esto trascendía la culpa o la necesidad de perdonar. Lee firmó la carta. Sentía cada palabra que había escrito.
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