lunes, 15 de febrero de 2021

Walter Benjamin / Columna triunfal

 



Walter Benjamin
Columna Triunfal

    Se encontraba en medio de la ancha plaza, como la fecha impresa en rojo sobre el calendario de taco. Deberían de haberla arrancado el último Día de Sedán. Sin embargo, cuando yo era pequeño, no se concebía que hubiese un año sin el Día de Sedán. Después de Sedán no hubo más que desfiles. Por eso estuve con mi institutriz entre la multitud, cuando en mil novecientos dos Ohm Krüger, después de la perdida guerra de los bóers, recorrió la Calle de Tauentzien. Pues resultaba inimaginable no admirar a un señor que, con su chistera, estaba recostado sobre el asiento acolchado y que «había hecho una guerra». Así dijeron. A mí me pareció grandioso y al mismo tiempo poco formal, como si el hombre hubiese llevado consigo un rinoceronte o un dromedario, haciéndose famoso por ello. ¿Qué pudo haber después de Sedán? Con la derrota de los franceses, la Historia Universal parecía haber bajado a su glorioso sepulcro, sobre el cual esta columna se elevaba como estela funeraria y en el que desemboca la Avenida de la Victoria. Siendo alumno de tercer curso, subí las anchas gradas que conducían a los soberanos de mármol, no sin presentir de una manera confusa que más de una entrada privilegiada se me franquearía más tarde, al igual que estas escalinatas, y luego me dirigí a los dos vasallos que, a izquierda y derecha, coronaban la parte de atrás, ya que eran más bajos que sus soberanos y se dejaban examinar con más comodidad. Por otra parte, porque me satisfacía la certeza de saber a mis padres tan distantes de los poderosos del momento como lo fueron estos dignatarios de los gobernantes de su época. Entre ellos preferí a aquel que salvaba a su manera el abismo entre alumno y hombre de Estado. Era un obispo que tenía en la mano la catedral de su jurisdicción y que aquí era tan pequeña que podría haberla construido con mis juegos de construcción. A partir de entonces no he dado con ninguna Santa Catalina sin que reparase en su rueda, con ninguna Santa Bárbara sin percatarme de su torre. No olvidaron explicarme de dónde procedía el adorno de la Columna Triunfal. Pero no comprendí exactamente qué había de particular en los cañones que lo componían: si los franceses entraron en la guerra con cañones de oro o si nosotros los fundimos con el oro que les habíamos quitado. Con ello me pasaba lo mismo que con un libro espléndido de mi propiedad, la Crónica Ilustrada de esta guerra, que tanto pesó sobre mí, porque nunca terminaba de leerlo. Me interesaba y era un experto en los planes de las batallas, pero, no obstante, la desgana que me causaba su cubierta impresa en oro iba en aumento. Menos soportable aún era el débil resplandor del oro del ciclo de los frescos de la rotonda que revestía la parte inferior de la Columna Triunfal. No pisé jamás este recinto iluminado por una luz amortiguada y reflejada por la pared del fondo; temí encontrar allí imágenes de la clase de los grabados de Doré sobre el «Infierno» de Dante, que jamás abrí sin pavor. Los héroes, cuyas hazañas dormitaban allí, en la galería, me parecían para mis adentros tan depravados como la multitud de aquellos que gemían azotados por huracanes, empalados en troncos sangrantes, congelados en bloques de hielo del oscuro cráter. De esta manera, la galería representaba el Infierno, justamente lo opuesto al círculo de la Gracia que rodeaba, arriba, la figura esplendorosa de la Victoria. Había días que la gente se estacionaba en lo alto. Delante del cielo, sus contornos negros semejaban figurines de pegatinas. ¿No tomaría acaso las tijeras y el cazo de la cola para repartir, una vez terminado el trabajo, las figuritas delante de los portales, detrás de los arbustos, entre las columnas o donde se me antojara? Las gentes, allá arriba, en la luz, eran las criaturas de tan alegre capricho. Los envolvía un eterno domingo. ¿O acaso sería un Día de Sedán eterno?


Walter Benjamin
Infancia en Berlín hacia 1900





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