Walter Benjamin
Panorama imperial
Debido al gran atractivo de las estampas de viaje que se encontraban en el Panorama Imperial, poco importaba con cuál de ellas se comenzara la visita. Como la pantalla con los asientos delante formaba un círculo, cada una iba pasando por todos los huecos, desde los cuales se veía, a través de sendas ventanillas, la lejanía de tenue colorido. Siempre se encontraba sitio. Y, particularmente, hacia el final de mi infancia, cuando la moda comenzaba a volver las espaldas a los panoramas imperiales, se acostumbraba uno a «viajar» con el recinto medio vacío. No había música en el Panorama Imperial, esa música que hacía que más tarde el viajar con las películas fuese algo fatigoso, porque corrompe la imagen de la que podría alimentarse la fantasía. Sin embargo, me parece que un pequeño efecto, en el fondo discordante, supera todo el encanto engañoso que envuelve los oasis en un ambiente pastoral o las ruinas en marchas fúnebres. Cuál no sería aquel tintineo que sonaba segundos antes de desaparecer bruscamente la imagen para dejar paso, primero a un vacío, y luego a la siguiente. Y cada vez que sonaba se embebían de un ambiente de melancólica despedida los montes hasta sus pies, las ciudades con sus ventanas relucientes, los indígenas pintorescos de tierras lejanas, las estaciones de ferrocarril con sus humaredas amarillas, los viñedos hasta en la más pequeña hoja de sus vides. Me convencí por segunda vez —pues la contemplación de la primera imagen suscitaba regularmente esta sensación— de que sería imposible apurar todas las delicias de una sola sesión. Y surgió el propósito, jamás cumplido, de volver al día siguiente. Pero aún antes de decidirme por completo se estremecía toda la máquina, de la que estaba separado tan sólo por un tabique de madera; la imagen flaqueaba para desvanecerse acto seguido hacia la izquierda. Las artes que aquí perduraban aparecieron con el siglo diecinueve. No demasiado temprano, pero a tiempo para dar la bienvenida al romanticismo burgués. En 1838, Daguerre inauguró su Panorama en París. A partir de entonces, estas cajas relucientes, acuarios de lo lejano y del pasado, tienen su lugar en todos los corsos y paseos de moda. Allí, como en los pasajes y quioscos ocuparon a snobs y artistas antes de convertirse en cámaras, donde, en el interior, los niños hicieron amistad con el globo terrestre, de cuyos meridianos el más alegre, bello y variado cruzaba el Panorama Imperial. Cuando entré allí por vez primera, hacía tiempo que había pasado la época de las delicadas pinturas paisajísticas. Pero no se había perdido nada del encanto cuyo último público fueron los niños. Así, una tarde quiso persuadirme, a la vista de la imagen transparente de la villa de Aix, de que yo había jugado en la luz oliva que fluye a través de las hojas de los plátanos sobre el ancho Cours Mirabeau, en una época que nada tenía que ver con otros tiempos de mi vida. Pues esto era lo que hacía extraño aquellos «viajes»: el que los mundos lejanos no siempre fueran desconocidos y que las añoranzas que despertaban en mí no fueran siempre de las que hacen tentador lo desconocido, sino de las otras, más dulces, por regresar al hogar. Puede que fuera obra de la luz de gas que caía tan suavemente sobre todo. Y cuando llovía, no tenía que estar delante de los carteles donde figuraban puntualmente, a dos columnas, las cincuenta imágenes. Entraba y entonces encontraba en los fiordos y en las palmeras la misma luz que iluminaba mi pupitre por las noches, cuando hacía mis deberes, a no ser que un fallo del alumbrado produjera de repente aquella extraña penumbra en la que desaparecía el colorido del paisaje, que quedaba entonces oculto bajo un cielo color ceniza. Era como si hasta hubiera podido oír el viento y las campanas, si hubiese estado más atento.
Walter Benjamin
Infancia en Berlín hacia 1900
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