lunes, 22 de febrero de 2021

Pablo Neruda / Jossie Bliss


Pablo Neruda

BIOGRAFÍA

Jossie Bliss

Mi vida oficial funcionaba una sola vez cada tres meses, cuando arribaba un barco de Calcuta que transportaba parafina sólida y grandes cajas de té para Chile. Afiebradamente debía timbrar y firmar documentos. Luego vendrían otros tres meses de inacción, de contemplación ermitaña de mercados y templos. Esta es la época más dolorosa de mi poesía.


    La calle era mi religión. La calle birmana, la ciudad china con sus teatros al aire libre y sus dragones de papel y sus espléndidas linternas. La calle hindú, la más humilde, con sus templos que eran el negocio de una casta, y la gente pobre prosternada afuera en el barro. Los mercados donde las hojas de betel se levantaban en pirámides verdes como montañas de malaquita. Las pajarerías, los sitios de venta de fieras y pájaros salvajes. Las calles ensortijadas por las que transitaban las birmanas cimbreantes con un largo cigarro en la boca. Todo eso me absorbía y me iba sumergiendo poco a poco en el sortilegio de la vida real.
    Las castas tenían clasificada la población india como en un coliseo paralelepípedo de galerías superpuestas en cuyo tope se sentaban los dioses. Los ingleses mantenían a su vez su escalafón de castas que iba desde el pequeño empleado de tienda, pasaba por los profesionales e intelectuales, seguía con los exportadores, y culminaba con la azotea del aparato en la cual se sentaban cómodamente los aristócratas del Civil Service y los banqueros del empire.
    Estos dos mundos no se tocaban. La gente del país no podía entrar a los sitios destinados a los ingleses, y los ingleses vivían ausentes de la palpitación del país. Tal situación me trajo dificultades. Mis amigos británicos me vieron en un vehículo denominado gharry, cochecito especializado en rodantes y efímeras citas galantes, y me advirtieron amablemente que un cónsul como yo no debía usar esos vehículos por ningún motivo. También me intimaron que no debía sentarme en un restaurant persa, sitio lleno de vida donde yo tomaba el mejor té del mundo en pequeñas tazas transparentes. Estas fueron las últimas amonestaciones. Después dejaron de saludarme.
    Yo me sentí feliz con el boicot. Aquellos europeos prejuiciosos no eran muy interesantes que digamos y, a fin de cuentas, yo no había venido a Oriente a convivir con colonizadores transeúntes, sino con el antiguo espíritu de aquel mundo, con aquella grande y desventurada familia humana. Me adentré tanto en el alma y la vida de esa gente, que me enamoré de una nativa. Se vestía como una inglesa y su nombre de calle era Josie Bliss. Pero en la intimidad de su casa, que pronto compartí, se despojaba de tales prendas y de tal nombre para usar su deslumbrante sarong y su recóndito nombre birmano.


Tango del viudo

    Tuve dificultades en mi vida privada. La dulce Josie Bliss fue reconcentrándose y apasionándose hasta enfermar de celos. De no ser por eso, tal vez yo hubiera continuado indefinidamente junto a ella.
    Sentía ternura hacia sus pies desnudos, hacia las blancas flores que brillaban sobre su cabellera oscura.
    Pero su temperamento la conducía hasta un paroxismo salvaje. Tenía celos y aversión a las cartas que me llegaban de lejos; escondía mis telegramas sin abrirlos; miraba con rencor el aire que yo respiraba.
    A veces me despertó una luz, un fantasma que se movía detrás del mosquitero. Era ella, vestida de blanco, blandiendo su largo y afilado cuchillo indígena. Era ella paseando horas enteras alrededor de mi cama sin decidirse a matarme. «Cuando te mueras se acabarán mis temores», me decía. Al día siguiente celebraba misteriosos ritos en resguardo a mi fidelidad.
    Acabaría por matarme. Por suerte, recibí un mensaje oficial que me participaba mi traslado a Ceilán.
    Preparé mi viaje en secreto, y un día, abandonando mi ropa y mis libros, salí de la casa como de costumbre y subí al barco que me llevaría lejos.
    Dejaba a Josie Bliss, especie de pantera birmana, con el más grande dolor. Apenas comenzó el barco a sacudirse en las olas del golfo de Bengala, me puse a escribir el poema «Tango del viudo», trágico trozo de mi poesía destinado a la mujer que perdí y me perdió porque en su sangre crepitaba sin descanso el volcán de la cólera. ¡Qué noche tan grande, qué tierra tan sola!


***

Algo vino a turbar aquellos días consumidos por el sol. Inesperadamente, mi amor birmano, la torrencial Josie Bliss, se estableció frente a mi casa. Había viajado allí desde su lejano país. Como pensaba que no existía arroz sino en Rangoon, llegó con un saco de arroz a cuestas, con nuestros discos favoritos de Paúl Robeson y con una larga alfombra enrollada. Desde la puerta de enfrente se dedicó a observar y luego a insultar y a agredir a cuanta gente me visitaba, Josie Bliss consumida por sus celos devoradores, al mismo tiempo que amenazaba con incendiar mi casa. Recuerdo que atacó con un largo cuchillo a una dulce muchacha eurasiática que vino a visitarme.
    La policía colonial consideró que su presencia incontrolada era un foco de desorden en la tranquila calle. Me dijeron que la expulsarían del país si yo no la recogía. Yo sufrí varios días, oscilando entre la ternura que me inspiraba su desdichado amor y el terror que le tenía. No podía dejarla poner un pie en mi casa. Era una terrorista amorosa, capaz de todo.
    Por fin un día se decidió a partir. Me rogó que la acompañara hasta el barco. Cuando éste estaba por salir y yo debía abandonarlo, se desprendió de sus acompañantes y, besándome en un arrebato de dolor y amor, me llenó la cara de lágrimas. Como en un rito me besaba los brazos, el traje y, de pronto, bajó hasta mis zapatos, sin que yo pudiera evitarlo. Cuando se alzó de nuevo, su rostro estaba enharinado con la tiza de mis zapatos blancos. No podía pedirle que desistiera del viaje, que abandonara conmigo el barco que se la llevaba para siempre. La razón me lo impedía, pero mi corazón adquirió allí una cicatriz que no se ha borrado. Aquel dolor turbulento, aquellas lágrimas terribles rodando sobre el rostro enharinado, continúan en mi memoria.

Pablo Neruda
Confieso que he vivido



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