Lygia Fagundes Telles |
José Saramago
Lygia Fagundes Telles
14 de enero de 1998
Para los Cadernos de Literatura Brasileira, volúmenes monográficos que vienen siendo publicados semestralmente por el Instituto Moreira Salles de São Paulo, he escrito, sobre Lygia Fagundes Telles, las palabras que siguen. Hace tiempo me pidieron un texto sobre Jorge Amado, pero, desgraciadamente, por no encontrar el momento, no tuve cómo ponerlo en pie. Esta vez, la hora y el ánimo me han ayudado:
«Aunque ella esté a mil leguas de imaginárselo, hay un serio problema en mi relación con Lygia Fagundes Telles: no puedo acordarme de cuándo, dónde y cómo la conocí. Alguien podrá decir que el problema (suponiendo que haya motivos suficientes para llamarlo así) no tiene demasiada importancia, y además es frecuente, ay de nosotros, que nuestra frágil memoria se confunda cuando le pedimos exactitud en la localización temporal de ciertos episodios antiguos, y yo estaría de acuerdo con tan sensatas objeciones de no darse la intrigante circunstancia de creer que conozco a Lygia desde siempre. No necesito que me digan que eso es imposible: efectivamente, la primera vez que este lusiada pudo viajar a Brasil fue hace unos escasos quince años; además, está seguro de no haber visto a Lygia en esa ocasión, como tampoco cree haberla encontrado antes, en cualquiera de los viajes que ella hizo a Portugal. Pero lo que aquí importa, sobre todo, es que aunque consiguiese determinar, con precisión rigurosa, el día, la hora y el minuto en que aparecí para Lygia por primera vez o en que ella se me apareció a mí, estoy seguro de que, aun en ese caso, una voz me susurraría muy dentro: “Tu memoria se ha equivocado en las cuentas. Ya la conocías. La conoces desde siempre”.
»Recientemente, estaba hojeando algunos libros de Lygia Fagundes Telles que desde hace mucho (pero no desde siempre) me acompañan en la vida, acariciando con los ojos páginas tantas veces soberbias, cuando me detuve en esa auténtica obra maestra que es el cuento Paloma enamorada. Lo releí una vez más, palabra a palabra, sílaba a sílaba, saboreando ligeramente la amargura punzante de esa miel, tocando casi con los dedos la lágrima sutil de su ironía, y en un instante luminoso pensé que tal vez la “vecina portuguesa”, la mujer sin nombre ni figura que prepara en el cuento un reconstituyente (“¡La niña está en los huesos!”) para la sufriente pero fiel enamorada, quizá esa mujer, sencillamente por ser portuguesa y generosa, hubiese sido, sin que yo me diera cuenta la primera vez que leí la historia, la causa originaria de esa otra especie de “vecindad” que desde entonces, es decir, desde siempre, me hizo vivir al lado de Lygia. El tiempo tiene razones que los relojes desconocen, para el tiempo no existen el antes ni el después, para el tiempo solo existe el ahora.
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»Lo más interesante de todo esto es que nuestros encuentros han sido espaciados, muy de tarde en tarde, y, en cada uno de ellos, las palabras que nos dijimos el uno al otro podrían ser calificadas de todo menos de prolijas. Probablemente no hablamos mucho porque solo nos dijimos lo que tenía que ser dicho, y la sonrisa con que nos despedimos entonces será, seguro, la misma que tendremos en los labios el día en que las vueltas de la vida nos vuelvan a poner cara a cara. Recuerdo que cuando más tiempo pudimos convivir fue en un ya lejano octubre de 1986, en Hamburgo, con motivo de una Semana Literaria Iberoamericana en la que también participaron (bajo la bendición de Ray-Güde Mertin, que nos pastoreaba a todos), por el lado brasileño, Ignácio de Loyola Brandão, Ivan Ângelo, Lygia Bojunga Nunes, y, por el lado portugués, Lídia Jorge, Teolinda Gersão, Almeida Faria y Luís de Sttau Monteiro. La Secretaría de Cultura de Hamburgo nos había metido en una pensión de esas que llaman familiares y que, de un modo general, nos pareció de una comodidad aceptable, pero enseguida comprobamos que sufría de imperdonables detalles inconvenientes: habitaciones poco más grandes que una cabina telefónica; otras, o las mismas, sin cuarto de baño propio, obligando a los irritados huéspedes, en albornoz, pijama, zapatillas y toalla doblada en el brazo, a esperar su turno en el pasillo. Por fin, tras dos días de una dura batalla trabada por Ray-Güde contra la poca disponibilidad de la dirección y la insensibilidad de la burocracia municipal, los cuatro o cinco iberoamericanos mal amados por el dios de los hospedajes (yo, entre ellos) fueron amnistiados y conducidos a instalaciones más dignas. El recuerdo que conservo de Hamburgo y de los amigos allí encontrados o reencontrados no se me borrará nunca. Participamos en sesiones conjuntas, entramos en debates, nos ayudamos los unos a los otros, nos reímos, nos divertimos y bebimos, sobre todo no dramatizamos las diferencias a la hora de la discusión: entre escritores portugueses y brasileños solo por mala fe y cínica estrategia ajenas podrá reinar la discordia. Recuerdo la hora del desayuno, con el sol otoñal entrando por las ventanas.
Alrededor de la mesa, la risa de los jóvenes no sonaba más alto ni era más alegre que la de los veteranos, los cuales, por haber vivido más, disfrutaban de la ventaja de conocer más anécdotas, tanto propias como ajenas. No es una ilusión mía de ahora la imagen de afectuosa atención con la que todos nosotros, portugueses y brasileños, escuchábamos el discurso de Lygia Fagundes Telles, aquel discurrir suyo que a veces da la impresión de perderse en el camino, pero que la palabra final volverá redondo, íntegro, lleno de sentido.
»He dicho que conozco a Lygia desde siempre, pero la medida de este siempre no es la de un tiempo determinado por los relojes, ni siquiera por los de arena, sino un tiempo diferente, interior, personal, incomunicable. En mi último y reciente viaje a Brasil, en São Paulo, charlando con Lygia sobre la memoria, lo pude comprender mejor que nunca. Para explicarle mi punto de vista sobre lo que entonces llamé la inestabilidad relativa de la memoria, es decir, la múltiple diversidad de los agrupamientos posibles de sus señales, evoqué el caleidoscopio, ese tubo maravilloso que los niños de hoy desconocen, con sus trocitos de cristales coloridos y su juego de espejos que producen a cada movimiento combinaciones de colores y de formas variables hasta el infinito: “Nuestra memoria también funciona así -dije-; manipula los recuerdos, los organiza, los compone, los recompone, y es, de esa manera, en dos instantes seguidos, la misma memoria y la memoria que pasó a ser”. No estoy muy seguro de la pertinencia de esta comparación tan poética, pero hoy retomo el caleidoscopio y la poesía para, de una vez por todas, intentar explicar por qué insisto en decir que conozco a Lygia desde siempre. Solo porque creo que ella es ese trocito de cristal azul que reaparece constantemente...»
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