domingo, 7 de junio de 2020

Marc Behm / El tiburón y la serpiente




Marc Behm 

EL TIBUBÓN 

Y LA SERPIENTE



       El Ojo estaba sentado en la playa, tras el casco destripado de un bote de remos, observándolos a través de sus prismáticos. Se encontraba en el punto central de una W entra las dos calas. El Cariddi estaba anclado en la ensenada de la izquierda, a medio kilómetro de la costa. Jerry se acuclillaba en la cubierta de delante, con un sombrero de paja, bebiendo una lata de zumo de naranja.
    Durante los últimos días, habían ido allí cada tarde a buscar el destructor americano que se suponía estaba hundido en algún lugar del fondo de la bahía de Keneoke.
    Joanna salió a la superficie, subió por la escalerilla. Estaba desnuda de cintura para arriba, y llevaba unos tejanos cortados a la altura de los muslos. Se quitó las gafas de buceo y se sentó en la proa.


    —¡Dios! El agua está como el aceite. ¿Qué temperatura hace?
    —Treinta y seis grados.
    Sus voces resonaban en la cala con la claridad de un anfiteatro. El Ojo incluso podía oír el zumbido de la radio en la cabina.
    —En Boston hace diez menos. Y está nevando en Nueva Orleans.
    —Apaga la jodida radio —dijo ella.
    —Quiero oír las noticias.
    —¿Para qué?
    —¡Madre mía! ¡Estás para comerte!
    Intentó gatear entre sus rodillas. Ella se rió, lo alejó de una patada. Su risa era falsa; casi histérica. Jerry no podía interpretarla, pero el Ojo, que la conocía mucho mejor que él, se dio perfecta cuenta de lo que significaba. Se hallaba en peligro mortal, atraída con tanta tirantez que se mareaba de la tensión. Cada hora que pasaba la acercaba al desastre. Habían transcurrido cinco días, y aún no había aparecido el cuerpo de Dora. Pero quizás, en ese mismo momento, lo estaban sacando de la nieve con palas, y esa misma noche daría comienzo la búsqueda de Ella Dory. No sería difícil de localizar. Su rastro conducía directamente de Idaho a Oahu: directamente a esta cala azul en el mar caliente. Y en vez de volar, se veía forzada a quedarse tomando el sol, jugando a las vacaciones y rechazando los tanteos amorosos de un hombre al que aborrecía.
    —No hay ningún destructor. —Jerry arrojó la lata por la borda.
    —Hay algo ahí abajo.
    —¿Dónde?
    —Justo detrás de esas jodidas algas. Un bulto bastante grande recubierto de arena.
    —¡No fastidies!
    —Tan grande como una casa.
    Esa mañana, mientras Jerry desayunaba, ella había salido y había comprado un par de esposas en una tienda de juguetes cerca del hotel. El Ojo lo había visto.
    Jerry arrojó su sombrero sobre el techo de la cabina.
    —Vamos a echarle un vistazo.
    Se puso la máscara y las aletas y saltó por la borda. Joanna se quedó sentada un momento, mirando fijamente hacia la playa. Luego, se levantó, se quitó los tejanos, abrió su bolso, sacó las esposas y desbloqueó sus cierres. Y se fue por la borda.
    Las moscas devoraban al Ojo. Se palmeó los brazos y el cuello, los golpes resonaban como los disparos de un rifle de un extremo a otro de la playa. El hedor de la sal y la caliente podredumbre casi le sofocaban. Una aleta puntiaguda entró flotando en la cala. La observó atentamente, calculando sus medidas. Parecía una bolsa larga de golf arrastrada por la corriente. Pegó un brinco. ¡Mierda! ¡Era un tiburón hijoputa! Rodeó el Cariddi, salió a flote; batió una ola grande por encima. ¡Dios! ¡Era gigantesco! Giró, se zambulló. Joanna subió la escalerilla, sus nalgas resplandecientes al sol. El Ojo se arrastró tras el bote de remos, alzó sus prismáticos. Ella saltó por encima de la cabina, desató la cadena del ancla de la abrazadera de popa y la dejó caer al mar. El tiburón emergió a la superficie, se golpeó contra la bovedilla y se volvió a zambullir. Joanna fue hacia el timón y puso en marcha el motor. El Cariddi bramó y viró mar adentro.
    El Ojo se quedó sentado un momento, observándolo bordear el promontorio de la W. Luego miró al agua. La cala era una ciénaga de verde y azul. Jerry aún seguía allí abajo, esposado al ancla.
    Con el tiburón.
    El Ojo ya había pagado la cuenta y estaba sentado en el vestíbulo haciendo un crucigrama cuando ella llegó. Llevaba sandalias y una bata de baño turquesa sin mangas. Sus ojos esmeralda, destellando en un rostro curtido por el sol, eran casi insoportablemente exóticos. Parecía tener unos dieciocho años.
    La espera había acabado. Ahora iba a la fuga, tranquila y suave.
    —El señor Vight se ha ido a Lahaina —le dijo al conserje—. Estará de vuelta el viernes o el sábado.
    —Sí, señora Vight.
    —Resérveme un vuelo para San Francisco esta tarde.
    —¿Nos deja?
    —Sólo una semana. Mi madre se ha puesto enferma.
    —¡Oh, cuánto lo siento!
    —Nada serio. Se torció la muñeca jugando al tenis o algo así.
    El Ojo encontró un ejemplar del día anterior de Los Angeles Herald-Examiner en el avión. La fotografía de Cora Earl estaba en primera página, bajo el titular ¡SOSPECHOSA CAÍDA EN SUN VALLEY! Se abre una investigación para decidir la causa de la muerte de la famosa diseñadora.
    Esa noche se quedó en el Mark Hopkins y mantuvo su alias de señora Ella Vight hasta que cobró en efectivo todos los cheques de viaje de Jerry. Luego, con una peluca roja y cambiando de identidad, vendió las joyas de Cora a un encubridor de objetos robados en San Mateo por otro buen puñado. Al día siguiente, metió casi seis mil dólares en una caja de seguridad de un banco de Oakland antes de partir al aeropuerto.
    El Ojo intentó conseguir un billete para el mismo vuelo a ciudad de México, pero no había plazas libres. Probó con otras dos compañías aéreas. Todos los vuelos del jueves estaban completos; las listas de espera estaban llenas. La catástrofe era tan inesperada que no tuvo tiempo de que le entrara el pánico. Su vuelo fue anunciado, ella caminó a la rampa de embarque, se detuvo, miró por encima del hombro y desapareció. Para cuando se percató de que probablemente no la volvería a ver nunca más, ella ya estaba en el aire.
    Mierda. Desde México podía desaparecer en cualquier otra dirección: Sudamérica, el Caribe, Europa… ¡No, no podía! Ella no podía obtener un pasaporte. Así que no era el acabose. Estaría sólo a diez horas de él. Y probablemente, al menos se quedaría a pasar la noche; ¿cierto? Quizás un día o dos. Tiempo de sobra. Hizo una reserva para el vuelo más temprano que saliera el viernes. Por otro lado, aún estaba la caja de seguridad de Oakland. Podía apostarse a las afueras del banco. Ella regresaría allí tarde o temprano; un mes, seis meses, un año. El corazón le dio un vuelco. ¿Un año? Mierda.
    Cogió un taxi de vuelta al Mark Hopkins. Iría a un cine, cenaría, se metería pronto en la cama. Su radar giró. En el vestíbulo había dos hombres en recepción hablando con el conserje. Ambos eran jóvenes, de pelo largo, bien vestidos, con elegantes abrigos de cuello de piel. ¡Federales!
    —¿La señora Vight? Sí. —El conserje estaba desconcertado—. Pagó su cuenta y se marchó hace dos horas.
    —¿Tiene idea de adonde fue? —le preguntó el número uno.
    —No, señor. Sólo pagó la cuenta y…
    —Descríbala —interrumpió el número dos.
    —Veintipico… veintimuchos, calculo. De piel bronceada. Cabello corto. Ojos azules. Alta, uno setenta y cinco.
    —Muy bien —asintió el número uno—. Ésa es una excelente descripción. ¿Y sabe usted dónde puede estar ahora?
    —¿La señora Vight? —el Ojo, todo sonrisas, se acercó a ellos—. Está en Denver.
    Se lo quedaron mirando.
    —¿La conoce usted? —le preguntó el número uno.
    —¿Conocerla? Cielos, no. Pero ya lo creo que me gustaría. Una chica encantadora. Simplemente tomamos juntos unas copas ayer por la noche. De hecho, la invité a cenar, pero tenía una cita, siento decirlo.
    Intentó no sobreactuar. Ya lo habían calado de un vistazo: la ropa, el acento, las uñas, el corte de pelo; y clasificado como Tipo O: un brutote emigrante. Un pueblerino del Medio Oeste o de Nueva Inglaterra. Paleto. Honesto. Cateto.
    —¿Y le dijo que se iba a Denver?
    —Si. —Chasqueó los labios con un aire de suficiencia—. Incluso puedo darles su dirección.
    —Se lo agradeceríamos mucho.
    —Ramada Inn.
    —Ramada Inn, Denver. Compruébalo.
    —Dijo que estaría allí un par de semanas, y que luego se iba a… ahhh… Kansas City, creo. ¡No! Retiro lo dicho. ¡Omaha! ¡Omaha, Nebraska!
    —Muy agradecidos.
    —De nada.
    Se marcharon. Lo mismo hizo él. Se metió en el café y se deslizó por una puerta lateral; salió a la calle. La multitud se apretujaba a su alrededor como una confortable ciénaga de edredones. ¡Federales, por Dios! ¿De Sun Valley o de Honolulú? ¡En las próximas veinticuatro horas todo Colorado y Nebraska se iba a convertir en Dragnetville!
    Eso mantendría a los hijos de puta ocupados por un tiempo. Pero entonces comenzarían a rastrear en el pasado.
    Se metió en un bar y se tomó dos coñacs largos. Luego se registró en el Sir Frances Drake. No podía dormir. Se pasó toda la noche sentado leyendo Helter Skelter. A las 7:30 estaba en el aeropuerto. El avión despegó a las 8:10.
    La encontró a las 11:45. Estaba sentada en un banco en el paseo de la Reforma, comiéndose una pera.
    Era como si lo estuviera esperando; excepto que había un hombre con ella.
    —¿Por qué sonríes? —le preguntó él.
    —No lo sé —se rió ella—. Por una u otra razón me siento, así de repente, dichosa. Indultada.
    —¿Indultada?
    —Como si tuviera que ir a la cámara de gas esta mañana, a las —le echó una ojeada al reloj— once cuarenta y cinco exactamente. Y el carcelero, de repente, hubiera entrado en la celda y me hubiera dicho: «Señorita Kane, déjeme ser el primero en felicitarla. Se la ha concedido el indulto». Y yo respiro hondo, y en vez de inhalar cianuro, huelo los árboles del parque y el agua del lago, las casetas de flores y los carritos de fruta.
    —¿Estás segura de que no inhalas pegamento también?
    —Vamos a la iglesia a encender velas.
    —Preferiría ir a San Juan Ixtayopán a echar un vistazo al nuevo complejo de supermercados.
    Se llamaba Rex Hollander. Era un arquitecto de Savannah. Tenía cuarenta y ocho años, estaba recién divorciado, solitario, alegre e infantiloide. Acababa de construir un edificio de oficinas valorado en siete millones de dólares, en Mazatlán.
    Pasaron juntos las tres semanas siguientes, visitando Atzcaptzalco, Ixtacalco, Coyoacán y los sitios turísticos más comunes, regresando a la ciudad cada noche para los restaurantes y la vida nocturna. Dormían en diferentes habitaciones de hotel y aún no se habían acostado juntos. Jugaban al tenis y al golf, nadaban e iban a las corridas de toros. Se inscribieron en un club de juego privado y Joanna perdió cuatro mil dólares al chemin defer. Hicieron un largo y penoso viaje en tren a Juchitán y a Tonala para ver un nuevo edificio de apartamentos.
    Joanna estaba contenta y en paz: su risa era franca y, aparentemente, no tenía intención de matarle, al menos por un tiempo. El Ojo hacía crucigramas en español. Leyó La conquista de México de William H. Prescott. Compró un chal para Maggie.
    El 30 de enero dos submarinistas encontraron un brazo esposado a una cadena de ancla en el fondo de la bahía de Keneoke. El 2 de febrero Rex Hollander Junior salía en la portada de Time: «El constructor disidente: un reto a la urbanización». Para celebrarlo, esa noche él y Joanna se fueron juntos a la cama. Al día siguiente tomaron un vuelo para Tucson, Arizona. El 5 de febrero un juez de paz los casó en Casa Grande.
    En Phoenix alquilaron una furgoneta con remolque y fueron al norte en viaje de camping al Grand Canyon Park. El 6 de febrero la policía hawaiana identificó el brazo de Keneoke como perteneciente a Jerome Vight. El 7 de febrero,
Los Angeles Times, en un artículo en la página tres, informó de que las muertes de Vight en Hawai y de Cora Earl en Sun Valley estaban con toda probabilidad conectadas, y que el FBI buscaba a la señorita Ella Dory «para interrogarla».
    Ella Dory, alias Mary Linda Kane, alias señora de Rex Hollander, cuyo nombre verdadero era Joanna Eris, y su marido vagaban por el Coconino Plateau, conduciendo de noche y acampando de día para evitar el calor.
    El Ojo los seguía en un Mercury alquilado, manteniéndose a una prudente distancia. Cuando ellos se detenían, él aparcaba el coche y circunvalaba el remolque como un apache. Una vez un enorme y polvoriento escorpión le picó en el tacón del zapato, acojonándolo. Otra vez, metió el pie en un agujero, encima de una familia de lagartos gilas. Comenzó a odiar Arizona apasionadamente.
    Una mañana Joanna condujo sola a un pueblo cercano, por provisiones. Cuando regresó, clavó el primer clavo en el ataúd de Rex.
    —Rex, acabo de llamar a mi agente de bolsa en Los Ángeles. Estoy en un apuro.
    —¿Cuál es el problema, diente de león?
    —Necesito cuarenta mil dólares antes de que cierre el mercado el viernes. ¿Puedes prestármelos?
    —¡Cosa hecha!
    Extendió un cheque. Ella lo metió en un sobre, luego regresó al pueblo en coche y fingió echarlo al correo. Se compró un rifle.
    Esa misma noche, todo el infierno se desencadenó.
    El Ojo, rondando por un paisaje lunar de riscos, se topó con un chacal muerto. Unas enormes y gordas hormigas rojas lo estaban devorando. Más adelante, asomado al borde de un precipicio, había un cartel de hojalata: Mesa del Diablo, Población 15. No había nada más, excepto un trozo de valla y una choza de barro en ruinas. Y una serpiente de cascabel. Se empinó entre las piedras, mirándolo ferozmente. Él dio un salto hacia atrás, tropezó y cayó, rodó dando volteretas por un barranco.
    Rex lo vio. Salió a escape del remolque, agitado por la excitación.
    —¡Mary Lin! ¡Hay un tipo ahí arriba en las rocas!
    Ella se rió.
    —No, no hay nadie. No es más que mi duende.
    —¿Tu qué?
    —Un espíritu que me he inventado para que me visite. No le prestes atención.
    —¡Y una mierda! ¡Dame tu rifle!
    —Rex, no voy a permitir que tirotees a mi espíritu.
    —¡Entonces vamos a capturar vivo a ese hijo de puta! Tú vas dando un rodeo detrás de él. Yo subiré directamente a la colina.
    El Ojo se metió en una escarpadura de cantos rodados, insultándole. Se ocultó en una hendidura, rezando para que nada saliera de la tierra y le hincara el diente.
    Rex subió a la cima, pasó corriendo por su lado y cruzó el precipicio que había detrás de la choza. Entonces apareció Joanna en dirección contraria. Se detuvo, se quedó mirando un momento las hormigas. Vio el cartel, cruzó la valla y se adentró en la Mesa del Diablo.
    La cascabel salió escurriéndose de su guarida, enroscándose en el camino frente a ella. Ella se quedó helada.
    —Hola… —susurró.
    Sacudió la cabeza hacia ella, abriendo las fauces y silbando. El Ojo sacó su 45 del cinturón. Pero no estaba en peligro; todavía no. Tenía tiempo suficiente para poder retroceder. Pero no se movió. Se quedó ahí, esperando. La serpiente se adelantó oscilando, repicando furiosamente. Rex apareció por un lado de la choza.
    —¿Lo viste? —la llamó.
    —No.
    —Supongo que le dimos un susto. —Avanzó hacia ella—. Observa este sitio dejado de la mano de Dios. Es como una película de John Ford.
    Joanna levantó los brazos lentamente.
    —Debe de haber sido un rancho o algo así —dijo, y lentamente posó las manos en sus caderas.
    —¡Imagínate a alguien viviendo en este infierno!
    La cabeza de la serpiente se agitó en derredor. El Ojo la observaba, fascinado. Rex se aproximó más, y más. Pateó una piedra con la bota, la culata de su fusil se raspaba contra la tierra. Joanna se quedó inmóvil. Más cerca.
    —Es perfecto para tomar baños de sol. —Ella forzó una risa.
    —¡Menudo sitio para pasar una luna de miel! —Él fue hacia ella—. Bajemos al remolque y…
    Su sombra cayó sobre la serpiente. La cascabel chasqueó como una castañuela. Rasgó el aire con las fauces y lo alcanzó en la entrepierna. Él soltó un grito, al tiempo que dejaba caer el rifle. Retrocedió cojeando.
    —¡Mary Lin! —Las fauces le mordieron de nuevo, en el estómago—. ¡Mary Lin!
    Entonces oyó el coche.
    Salió de la hendidura, trepó por los cantos rodados hasta la cima de la loma. Una patrulla venía conduciendo por el estrecho sendero que había tras la escarpadura.
    —¡Mary Lin!
    El Ojo bajó corriendo al precipicio. La serpiente había desaparecido. Al igual que Joanna. Rex bramaba, sentado en el suelo. Se volvió hacia el Ojo. Intentó ponerse en pie.
    —¡No puedo mover las caderas! —aulló—. ¡Estoy paralizado! ¡No puedo mover las caderas!
    El Ojo recogió el rifle de Joanna y regresó corriendo a la cima. La patrulla se detuvo en un barranco, justo a sus pies. Se abrieron las puertas. Un sheriff gordo con Stetson salió con dificultad de detrás del volante. Del otro lado se apearon dos hombres: los mismos federales que había encontrado en el vestíbulo del Mark Hopkins el mes pasado. Se quedaron escuchando los chillidos de Rex que retumbaban en los cañones de alrededor.
    —¡Suena como una jodida pantera!
    El Ojo se dejó caer sobre una rodilla y disparó. Las dos primeras balas perforaron las ruedas de detrás y de delante de la patrulla; la tercera atravesó la puerta abierta y pulverizó la radio del salpicadero. Los tres hombres se desparramaron para cubrirse entre las rocas.
    Se deslizó por los cantos y corrió bordeando el barranco y la loma que había encima del campamento. Joanna estaba en la furgoneta, dirigiéndose hacia la carretera.
    Miró a Rex por encima. Estaba echado de espaldas en el polvo, llamándola aún.
    —¡Mary Lin!
    Su rostro estaba cubierto de espumarajos burbujeantes, y se daba puñetazos en el abdomen.
    —¡Mary Lin!
    El Mercury estaba aparcado a medio kilómetro hacia el sur. El Ojo corrió hacia él. Una bala salida de ninguna parte le golpeó ligeramente en el hombro. Pensó que era la serpiente y lanzó un grito de terror. Sus pies patearon en distintas direcciones. Se encontró levantado en el aire como un saltador de altura.
    —¡Alto, lamepollas! —chilló una voz.
    Cayó de lado sobre una densa alfombra de arena, con todos los huesos dislocados. Metió la mano por abajo, intentando agarrar la cabeza de la cascabel. Se tocó la herida y soltó un rebuzno.
    —¡Alto!
    Una bala rebotó delante de él.
    —¡Alto!
    Se metió detrás de una duna. Se miró el brazo izquierdo. Aún seguía allí. Lo levantó, lo agitó, flexionó los dedos. Unas sutiles punzadas de dolor le vibraron por la espalda de arriba abajo, logrando casi adormecerlo. ¡Que se jodan! ¡Se iba a desmayar! Se incorporó, fue dando traspiés hasta el Mercury. Abrió la puerta… ¡upa! La meseta se inclinó y lo envió de un capirotazo detrás del volante. Puso en marcha el motor. ¡Ahora todo iba bien! Ahora todo lo que tenía que hacer era seguir moviéndose. Nunca le pescarían, no sin ruedas y sin radio. Unas mariposas pasaron revoloteando delante del parabrisas: radiantes nubes de mariposas amarillas, naranjas, moteadas de negro y llamativas.
    Maggie se inclinó sobre él y cerró la puerta. Abrió la maleta y sacó el chal mejicano. Se lo envolvió alrededor bien prieto. Bien, va bien. Cesó la hemorragia. Gracias. Ella le señaló el cuentakilómetros. Iba a cien. Aminoró a cuarenta. Ella le indicó dónde estaba la carretera, sostuvo el volante, lo desvió de las rocas. Eso es. Estaba en carretera. Magnífico. Aceleró. Sesenta… ochenta… cien… ciento veinte… ¡Viva!
    Ella puso en marcha el aire acondicionado. Le frotó las mejillas con sus dedos fríos. Él se preguntó qué aspecto tendría ella. Ella se apoyó en él, encajonándole contra la puerta para que no se cayera. Cuando se puso el sol, fue ella quien encendió las luces. Gracias. Luego puso la radio. En la cerrada oscuridad la podía oír respirar. Tenía miedo de doblar la cabeza… su cuello estaba tan agarrotado… la miraría un momento, sin embargo… Tenía que hacerlo… Ella le despertó con la punta del dedo cuando se quedó dormido. Gracias. Cantó una canción para él.

    No será un matrimonio a la moda,
    no puedo costear un coche.
    Pero estarás encantada
    sobre el sillín
    de una bicicleta hecha para dos…

    La furgoneta iba a un par de kilómetros delante de él.


Marc Behm
La mirada del observador, capítulo 12




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