lunes, 8 de junio de 2020

Marc Behm / OSLO






Marc Behm 

OSLO 



    Ella lo estaba esperando en el aparcamiento. Se había quitado su espantoso disfraz de soldado Hessian y vestía una gabardina encima de un suéter y una falda. Era el suéter que había comprado en Filadelfia.
    —Querían que me quedase otra hora más. —Se quitó las gafas y las metió en el bolso—. Les dije que tenía que ver a mi hermano.
    —Nunca lo había visto tan lleno. —La condujo hasta el Porsche—. ¿A qué se debe?
    —Es el día D. Esta noche va a haber algo grande en el War Memorial Building.
    Subieron con el coche por West State. Podía sentir su cálido ardor junto a él. Se forzó a no pensar en ella. Tenía miedo de venirse abajo otra vez.
    —Duke Foote estaba cenando ahí —le comentó él—. ¿Lo vio?
    —Sí. —Se puso rígida—. Lo vi.
    Sintió que un temblor le recorría el cuerpo. ¡Estupendo! A pesar de todo, aún reaccionaba. A lo mejor sus instintos de supervivencia no están tan deprimidos.


    —Estaba con esos policías.
    —¿Qué policías?
    —El teniente o lo que sea que es. Y el otro.
    Ahora iban por East State, pero en dirección contraria.
    —¿Adónde quiere ir? ¿Qué le parece una copa?
    —Con gusto me tomaría una copa. ¿Policía, dijo usted? ¿En el restaurante?
    —Se los señalé.
    —¿Lo hizo?
    ¡Bien! Realmente ahora estaba saliendo. Su miedo era palpable. Las alarmas se le habían disparado.
    —Yo aquí soy forastero. ¿Conoce usted algún bar tranquilo en algún sitio? —Sus palabras le chocaron. Aborreció el papel que tendría que interpretar y el diálogo que se vería obligado a entablar durante el resto de la noche.
    —Por favor, bares no. Tengo un aspecto lamentable.
    —¿Entonces, le parece bien mi casa?
    —Claro.
    Giró al norte y subió por el río hacia el Washington Crossing.
    Se preguntó si ella le odiaba.
    Paró en el patio del motel y aparcó junto al Chevette.
    No funcionará, se dijo a sí mismo. Caminaron hacia el apartamento, dos inválidos de pies y manos actuando en una producción hortera de
Samson et Dalila, un tenor calvo y asmático y una mezzosoprano sosa que olía vagamente a grasa de cocina.
    Abrió el cerrojo de la puerta y pasaron dentro. Encendió las luces, colocó el maletín y las llaves del Porsche encima de la mesa.
    —Creo que tiene el lugar acordonado —comentó él.
    —¿Quién? —Se quitó la gabardina. Tenía un agujero en el codo del suéter.
    —La policía. El restaurante. Probablemente vayan a detener a alguien.
    —¿A quién?
    —A uno de los clientes que comen allí asiduamente, supongo. O a alguien que trabaja allí. —Sacó de su maleta una botella de Martell—. O a lo mejor es que simplemente les gusta la comida.
    Ella tomó asiento y cruzó las piernas. Tenía una carrera en la media. Intentó ocultarla.
    Destapó la botella, sacó dos vasos largos del bureau, iba de un lado a otro de la habitación para no tener que mirarla.
    —Esto es todo lo que tengo. ¿Le gusta el coñac?
    —¿Coñac? Nunca lo he probado.
    ¡Excelente! Sirvió dos copas.
    —Yo lo he visto antes en algún lugar —dijo ella de repente.
    Sintió que se le doblaban las piernas y se sentó en el borde de la cama.
    —¿De veras? Pensé que nunca había reparado en mí. He ido a ese sitio durante todos los días las últimas…
    —No. En algún otro lugar. ¿Ha estado alguna vez…? —Bebió su copa a sorbos, frunciendo el ceño—. ¿Ha estado alguna vez en Florida?
    —Sí. Un par de veces.
    Ella se encogió de hombros.
    —Todo el mundo parece familiar. Esto está muy bueno. —Bebió otro sorbo—. ¿Ha estado alguna vez en Los Ángeles?
    —No.
    —¿Qué es lo que hace en Trenton?
    —Simplemente estoy de paso. ¿Y usted?
    —Yo nací aquí. —Se levantó—. Me siento asquerosa. ¿Puedo utilizar su ducha?
    —Adelante.
    Se llevó la copa al cuarto de baño. El 45 estaba ahí colgado, en su pistolera, detrás de la puerta.
    Abrió rápidamente su bolso. Contenía sus gafas, un pañuelo sucio, un rotulador fino, su Hamlet de bolsillo manoseado y varias bolsitas de azúcar con el nombre de The Hessian Barracks.
    Se asomó desnuda a la puerta del cuarto de baño.
    —A propósito, me llamo Rita Holden.
    —Encantado de conocerla, Rita. —Empujó el bolso detrás de él.
    —¿Quién eres tú?
    —¿Yo? Oh… nadie en particular. Soy contable.
    —¿Me pones otra copa? —Alzó su vaso.
    Él cogió la botella de la mesa y fue hacia ella. Ella se tapó el pecho con timidez.
    —¿No quieres hablar de ti?
    —No realmente. —Le sirvió un trago doble.
    —¿Y qué hay sobre mí? ¿Te cuento la historia de mi vida?
    —Naturalmente.
    Se volvió a sentar al borde de la cama. Aquí estaría a salvo durante un rato. Y si conducía toda la noche, los podría perder de vista. Caerían sobre ella de nuevo tarde o temprano, pero podía tener varias semanas, meses, incluso un año de gracia.
    Ella abrió el grifo de la ducha.
    —Mi padre era un famoso ladrón de tiendas —contó en voz alta—. La Interpol, Scotland Yard y el FBI lo persiguieron durante años. Pero nunca podían agarrarlo. Era demasiado astuto. Entonces, una noche… ¿Me oyes?
    —Sí. —Escondió el rostro entre las manos. Rita. ¿Dónde había oído ese nombre antes?
    —Entonces, unas Navidades, cayó muerto en unos grandes almacenes, con los bolsillos repletos de joyas robadas. Así es como lo pillaron. Finalmente lo cazaron. Pero ya era demasiado tarde. Simplemente murió. Era Navidad. Lo último que dijo fue «Feliz Navidad». Y pasó a mejor vida, burlándoles en su castigo.
    La noche de Navidad, sí. ¡Santa Rita! En una iglesia de Baltimore. ¡O santa adorable —había rezado él—, deja que ella me mate y que quede en paz durante un tiempo!
    —Eso no es verdad —se rió ella—. Era doctor. Un ginecólogo bastante conocido. Le mató un rayo una noche mientras asistía en un parto a un niño en un establo de Bethlehem, Pensilvania. —Se volvió a reír, cerró la ducha y comenzó a silbar La Paloma.
    Él abrió el maletín, sacó el dinero y contó los billetes: 1, 2, 3, 4, 5, 6… ¿Se quedaría desnuda y continuaría jugando a ese triste juego con él? 11, 12, 13, 14, 15, 16… Si simplemente supiera dónde estaba Maggie, también le daría mil dólares a ella. Debe de ser agradable poder hacer algo así, pensó… ofrecerle a tu hija regalos y dinero…
    Ella salió del cuarto de baño. Iba vestida y llevaba en la mano el 45.
    —Mira lo que he encontrado —dijo ella.
    —Ten cuidado. —Se levantó—. Está cargada. —Metió los billetes de nuevo en el maletín—. No te preocupes, no soy un gángster ni nada por el estilo. Tengo permiso para llevarla. Normalmente suelo llevar conmigo bastante dinero.
    —¿Cuánto tienes ahí?
    —Bastante.
    Le disparó dos veces. Él dio unas vueltas hacia atrás, se golpeó violentamente contra el bureau y cayó al suelo.
    Ella tiró a un lado la pistola y se puso la gabardina. Cogió rápidamente el maletín y las llaves del Porsche y salió corriendo hasta llegar al coche.
    El Ojo oyó como se alejaba conduciendo. ¡Aleluya!
    Se levantó y se apoyó contra la mesa. Se había dejado olvidado su bolso. Y las gafas. Los cogió, cerró su maleta, le puso el corcho a la botella de Martell, recogió el 45, lo sacó todo fuera y lo tiró dentro del Chevette.
    Salió a la autopista y la siguió.
    ¡Fuera y lejos!
    Esperó que no hubiera intentado regresar a la avenida Yard. Ellos estarían vigilando la pensión.
    No lo hizo. Atravesó Mercerville, pasando por delante del Hogar Municipal de Niñas Mercer. Probablemente ni siquiera lo vio. ¿Qué podía ver sin sus gafas? Una avalancha de luz, una ventisca de colores.
    Conducía demasiado deprisa.
    Pasó volando por Highstown, luego por Princeton. Ahora iba por un túnel largo y oscuro de árboles a la orilla de un río. ¿Adónde se dirigía? ¿Llevaba puesto el cinturón de seguridad? Un camión salió rodando de la autopista frente a ella. Dio un violento giro para evitar el Porsche, haciendo chirriar los frenos. Se dio un golpe contra un antepecho. Cayeron a la carretera unas cestas. El Ojo pasó conduciendo a través de un millón de manzanas saltarinas.
    Irrumpió en Pennington, pasó de largo la curva de una calle y acortó por la esquina de un parterre, chocando contra un columpio y derribando una mesa de jardín. Un grupo de gente que estaba en el porche delantero de la casa se acercó a ella chillando. Se escurrió por la acera como un trineo hacia la calle, chocando de refilón contra un coche aparcado.
    Condujo por la ciudad como un huracán, subiendo por una avenida y bajando por otra, buscando la salida. Luego salió corriendo a la carretera de Ewing, esquivando por los pelos un taxi que pasaba. Los dos guardabarros se tocaron y rechinaron.
    ¡Vamos, Joanna, basta ya!
    De repente dio un brusco viraje y patinó en un apartadero; salió volando a un campo labrado. Retrocedió deprisa hasta la autopista, golpeando un poste.
    ¡No te asustes! ¡Aparca en cualquier lugar y espera a que sea de día!
    Al siguiente cruce cayó una señal de carretera. Pasó zumbando por Ewing a ciento sesenta kilómetros por hora. Volvió a frenar sin motivo aparente y se lanzó estrepitosamente contra una pila de botes amontonados en una curva, desparramándolos con un ruido metálico por toda la carretera.
    ¿Por qué estás yendo tan jodidamente deprisa?
    Pasó zumbando otra vez por Mercerville, volviendo a pasar delante del Hogar de Niñas. Había huido dando un círculo inmenso y ahora estaba de vuelta en la carretera de Highstown.
    Comenzó a llover.
    «No te pares —decía siempre Piesplanos—. Y no te agarrarán nunca.» Bueno, la verdad es que no se habían parado. ¡Dios Todopoderoso, cómo se habían movido! En realidad, había sido un largo, largo documental de viaje.
    Y nunca les habían dado caza.
    Pero ahora se había acabado. Ésta era su última carretera. Lo supo en el instante en que vio como se le bloqueaban las ruedas.
    El Porsche se deslizó de lado contra una valla, pulverizándola, y salió contra una cartelera.
    No más moteles. No más coches. No más dinero. No más aeropuertos.
    Esperó a que surgieran las llamas.
    No más pelucas. No más peras. No más horóscopos.
    Se detuvo, abrió la puerta, saltó a la hierba. No salían las llamas. El claxon sonaba como una trompeta, pero no se incendiaba. Se lanzó contra la brecha de la valla, cayó por una cuneta, dio saltos alrededor de la cartelera. No se incendiaba.
    No más coñacs. No más Gitanes. No más tiburones y serpientes de cascabel.
    Ella colgaba de la ventana, boca arriba, la lluvia le salpicaba en el rostro.
    La cogió por los hombros, la arrastró al suelo, la levantó y subió la cuesta con ella. No, no se incendiaba. Cruzó la autopista tambaleándose, la echó sobre un montículo de maleza.
    Se acordó de ella en su librería de la calle Hope. La recordó de pie con las manos en las caderas en Nueva York, Chicago y Nashville.
    Tenía la nariz rota. Le sangraban las orejas.
    La recordó esquiando en Sun Valley, y nadando en el Mississippi al amanecer.
    Ella abrió los ojos y le sonrió.
    —Sí, te conozco —le susurró—. Tú estabas en el parque… tenías una cámara… me hiciste una foto…
    Y el Porsche explotó, arrojando girasoles de fuego por encima de sus cabezas.
    Miró la cartelera al otro lado de la carretera y finalmente resolvió el crucigrama número siete.
    BEBA PILSEN: LA CERVEZA CHECOSLOVACA.
    Lo lamieron las llamas, tragándose todas las letras excepto OSLO , una ciudad de Checoslovaquia.


Marc Behm
La mirada del observador, capítulo 16




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