Santiago Rueda |
LAS TRADUCCIONES DE SANTIAGO RUEDA
EDITOR EN LA ENCRUCIJADA DE SU TIEMPO
Lucas Petersen Departamento de Artes Dramáticas Universidad Nacional de las Artes
1611 / Revista de historia de la traducció No. 13
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Desde mediados de la década de 1990, y especialmente en lo que va del presente siglo, la investigación sobre la historia del libro y la edición en la Argentina se fue constituyendo en un campo dinámico y en constante crecimiento. Trabajos como los de Sagastizábal (1995), De Diego (2006) o Larraz (2010) contribuyeron a mapear y visibilizar un espacio en el que decenas de investigadoras e investigadores comenzaban a explorar con enfoque crítico y rigor metodológico una temática que, hasta entonces, por fuera de algunos trabajos pioneros como los de Rivera (1980-1986), había estado dominada por enfoques más relacionados con lo testimonial o con el análisis estrictamente económico-comercial del sector.
En dicho proceso, que se vio fortalecido por la realización de diversos eventos académicos y la aparición de numerosos libros y artículos, e incluso de colecciones bibliográficas dedicadas al tema, fueron saliendo a la luz análisis de diversas iniciativas editoriales, desde las pioneras del siglo XIX hasta la emergencia en la presente centuria de pequeñas casas en los intersticios que fue dejando la concentración del mercado de producción de libros. Una de la etapas que mayor atención concitó es el de la llamada «época de oro» de la edición argentina,(1) un período ubicado entre fines de los años treinta y mediados de los cincuenta.
Por entonces, la guerra civil española había sumido a la industria peninsular en una crisis de dimensiones tales que ya no pudo atender el mercado latinoamericano. Ante esa oportunidad, las antiguas casas editoriales argentinas —por entonces, las mejor preparadas del continente— reorientaron gran parte de su actividad a la cobertura de ese mercado externo. Pero también aparecieron nuevos sellos que, en algunos casos, terminaron convirtiéndose en las editoriales más innovadoras que tuvo el país en toda su historia. Las tres más emblemáticas, Sudamericana, Emecé y Losada, fueron creadas en aquellos días, entre 1938 y 1939. Un rasgo característico de estas empresas nuevas fue su activa política de traducción, que abrió al público hispanohablante una cuantiosa porción de la literatura que había renovado las letras occidentales en el primer tercio del siglo.
Entre aquellos sellos, todavía existentes (subsumidos, en los primeros dos casos, en grandes conglomerados trasnacionales), logró ganar un lugar de preminencia Santiago Rueda (1905-1968), un pequeño editor porteño que, en base a una intuición muy desarrollada, audacia e indudable sentido de la oportunidad, entregó por primera vez al castellano algunas de las obras fundamentales de la literatura europea y estadounidense.
Nacido en Buenos Aires, hijo inmigrantes españoles, se formó en el mundo del libro bajo el ala de su tío Pedro García, fundador de la librería y editorial El Ateneo, una de las más importantes del país. En 1939 decidió emprender su propio camino. Tras alguna oscilación inicial (Petersen 2019a, 26-30), la casa editora que llevó su nombre asumió rápidamente el perfil importador y traductor al que desde entonces quedó asociada.
Los números son elocuentes: considerando la totalidad de su catálogo, queda en evidencia si se considera que de las 318 obras publicadas entre 1940 y 1980 (2) solo 85 son de autores argentinos. Dado que en las últimas dos décadas se produjo una «nacionalización» de la propuesta, el peso de la literatura extranjera fue aún más abrumador los dos decenios iniciales (correspondientes a la «época de oro»): hubo solo 39 títulos de argentinos sobre un total de 237.
En base a un análisis del catálogo (3) y a testimonios de protagonistas de primer y segundo orden como Enrique Rueda (hijo y sucesor del editor), Max Dickmann (hijo homónimo de su asesor literario histórico) y René Palacios More (su último asesor), el presente artículo propone una lectura de las políticas de traducción de Santiago Rueda y las pone en relación con algunos de los debates que operaban en el campo de la lengua en los años en que estuvo activa.
El editor y sus estrategias
La importancia de Santiago Rueda en el espacio lingüístico del castellano puede ilustrarse, por ejemplo, en un resonado artículo publicado el 28 de diciembre de 1977 en El País por Francisco Umbral, en el que denostaba las «asquerosas ediciones suramericanas» de los libros de Henry Miller, con sus «plomeros, naftas y pancetas». El autor, sin embargo, reconocía que aquellos «libros informales, caóticos, líricos, vivos y putrefactos que para los gamberros españoles de la década prodigiosa (felices, sesenta) fueron una iluminación, un Eclesiastés de sexo y gula». «Miller fue para nosotros —agregaba— mucho más que una experiencia literaria: fue, en aquella España del franquismo próspero, un ventarrón de libertad».
Aquellas «asquerosas» ediciones sudamericanas eran, por supuesto, las de Santiago Rueda. Independientemente de las valoraciones que se puedan hacer sobre la percepción de Umbral de aquellas traducciones, el artículo ponía de relieve la profunda influencia que esta editorial tuvo en el escenario literario de todo el mundo hispanohablante entre las décadas de 1940 y fines de los 1960. Con diez obras traducidas entre 1959 y 1969, incluidos los Trópicos y la trilogía La crucifixión rosada, Henry Miller fue apenas el último nombre rutilante de una serie de grandes aportes de la editorial.
Entre ellos, se encuentran también la primera edición en castellano del Ulises de James Joyce (traducida por José Salas Subirat),(4) la culminación de las traducciones de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust (a cargo de Marcelo Menasché) y las Obras completas de Sigmund Freud (Ludovico Rosenthal), las primeras versiones de algunas obras capitales del nuevo realismo estadounidense (John Dos Passos, Ernest Hemingway, William Faulkner, John Steinbeck, Sherwood Anderson, Erskine Caldwell, Sinclair Lewis, etcétera; a cargo de varios traductores), la introducción de obras centrales de Søren Kierkegaard, la publicación de las más exitosas novelas de Hermann Hesse, una profusa publicación de D. H. Lawrence y Jakob Wassermann, a los que se suman uno o dos títulos de nombres tan relevantes como Italo Svevo, Rabindranath Tagore, Jean Giono, Joris-Karl Huysmans, Selma Lagerlöf y Jean Paul Sartre, entre otros.
Como resumió Ricardo Piglia en uno de los diálogos incluidos en Crítica y ficción: «no comparto la versión según la cual debemos a [la editorial] Sur el conocimiento y la difusión de la mejor literatura extranjera. Ésa fue sin duda su intención, pero alguna vez habrá que hacer la historia de la traducción: se verá entonces que editores más bien alejados de los círculos 'refinados' como Santiago Rueda, asesorado por Max Dickmann, publicaban en esos años el Ulysses y el Retrato del artista de Joyce, En busca del tiempo perdido de Proust y las obras completas de Freud, junto con la mejor literatura norteamericana [...]. Lo que, visto a la distancia, sí parece una excelente política de difusión cultural». (Piglia 2014).
Lo más llamativo del caso es que Rueda nunca dejó de ser —como se dijo— una editorial pequeña, casi artesanal. Durante su época de mayor impacto, entre 1940 y 1960, su personal se conformaba apenas con el propio Santiago Rueda, su asesor literario Max Dickmann (que, a su vez, era escritor, traductor y también asesor de otra editorial), un despachante, un hermano de Rueda que conducía un camión de reparto y tres vendedores a comisión. El resto de la cadena —traductores, correctores, ilustradores (poco habituales), diagramadores, imprenta— no eran personal de la empresa.
A diferencia de otras editoriales surgidas en el mismo período, que contaban con el aporte de importantes empresarios e intelectuales, Santiago Rueda Editor (tal fue su nombre original) no solo era pequeña sino que también —como lo señaló Piglia— estaba relativamente afuera de los círculos más «refinados» de la cultura. Rueda no era un intelectual en un sentido convencional. «Era fundamentalmente un hombre de negocios. Pero no le daba lo mismo vender zapatos o libros. Era un hombre muy respetuoso de la cultura», lo definió Max Dickmann, el hijo homónimo de quien sería durante décadas su asesor literario. René Palacios More, que trabajó con él varias décadas después, recuerda especialmente su «magnífica visión de editor». «No era un tipo de una información literaria grande. Al contrario, yo diría que había muchas falencias en él, pero era alguien que sabía oler lo que estaba bien» (Petersen 2019a, 19).
Tal vez fue esta característica, afinada sin duda por la formación adquirida en El Ateneo (García 2004), la que lo condujo a tomar algunas decisiones que moldearon el perfil de su editorial, especialmente en lo que respecta a las decisiones de qué publicar y cómo traducir. En efecto, considerando aquellos testimonios acerca de su limitada formación literaria, parecen haber influido en la conformación de su catálogo de autores internacionales tres circunstancias no excluyentes entre sí.
En primer lugar, por supuesto, el consejo de Max Dickmann, que leía en varios idiomas y estaba muy familiarizado con la literatura estadounidense de principios del siglo XX (de hecho, durante la Segunda Guerra Mundial fue invitado por el Departamento de Estado a visitar Estados Unidos, donde aprovechó para explorar el mercado). En segundo lugar, la relación del editor con dos agencias literarias, según reveló a este autor su hijo y heredero en la editorial, Enrique Rueda. Una de esas agencias era la de Lawrence Smith, un irlandés radicado en Buenos Aires que representaba sobre todo a autores ingleses y estadounidenses. La otra era International Editors, fundada por dos emigrados austríacos, quienes debieron ser en muchos casos el puente hacia los quince autores germanófonos que publicó Rueda. En tercer lugar, la detección de proyectos de traducción que habían quedado truncos en España a raíz de la guerra (es decir, que ya habían superado un proceso de selección y legitimación), especialmente si otras editoriales argentinas ya habían mostrado algún interés en el mismo autor. Cuando eso ocurría, Rueda optaba por publicar primero las versiones españolas y luego, de manera muy profusa, encargar traducciones propias.
Si se repasan los autores traducidos más publicados por Rueda (en este caso, de quienes editó más de cuatro obras), puede percibirse con claridad esta mecánica.
Líneas de publicación de editoriales españolas y argentinas retomadas por Santiago Rueda
¿Hubo traducciones previas en España?
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¿Publicaron otras editoriales argentinas textos de ese autor antes que Rueda?
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¿Publicó Rueda las traducciones españolas?
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Traducciones propias / Total de volúmenes publicados por Rueda
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S. Freud
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Sí
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Sí
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Sí
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3/22
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J. Wassermann
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Sí
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Sí
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Sí
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13/14
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M. Proust
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Sí
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No
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Sí
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8/11
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H. Miller
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Sí
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No
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No
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10/10
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D. H. Lawrence
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Sí
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Sí
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No
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10/10
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W. H. Hudson
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No
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Sí
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-
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8/8
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H. Hesse
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Sí
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Sí
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Sí
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5/6
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E. Verissimo
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No
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Sí
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-
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6/6
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J. Dos Passos
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Sí
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Sí
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Sí
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4/5
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L. Bromfield
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Sí
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Sí
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No
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5/5
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S. Kierkegaard
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Sí
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Sí
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No
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4/4
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Fuente: Elaboración propia.(5)
De este cuadro pueden extraerse varias conclusiones. En primer lugar, que los únicos autores de los que no toma traducciones españolas previas son el angloargentino William Henry Hudson y el brasileño Enrico Verissimo; es decir, dos autores de los que no había traducciones españolas. Todos los libros que de ellos se publican son traducciones propias. En segundo lugar, que, entre los nueve autores restantes de los que había traducciones españolas previas, Rueda la republicó en cinco ocasiones. Y, en tercer lugar –y aquí creemos que está el rasgo más característico de Rueda, el que le permitió hacerse de un lugar en el escenario editorial hispanoamericano con una conducta que sin dudas se podría considerar osada dada su escala–, que una vez que tomó un autor apostó por él de manera muy contundente. Estos 11 autores aportaron un tercio de todas las obras publicadas entre 1940 y 1980.
Un repaso somero por estos casos pueden ilustrar estos modos de acción del editor.
En el caso de Freud, como es sabido, Luis López Ballesteros y de Torres había ya traducido 17 tomos de sus Obras completas entre 1922 y 1934 para Biblioteca Nueva. El proyecto es retomado en realidad no por Rueda sino por su traductor argentino, Ludovico Rosenthal, quien había vivido en la Viena de entreguerras. Rosenthal publica los dos tomos siguientes en una pequeña editorial porteña, Americana, a principios de los 40. Sin embargo, por alguna razón el proceso se interrumpe. Allí entra en escena Rueda, quien negocia con Biblioteca Nueva y logra completar por primera vez la empresa hasta el tomo 22, entre 1952 y 1956. Entonces, ocurrió algo quizás inédito en la historia de la traducción: por el afán recopilador de Rosenthal, quien identificó 23 títulos que no habían sido publicados en las obras completas en idioma original y pudo acceder a 16 de ellos, logró dar unas obras que eran por entonces más «completas» en castellano que en alemán e inglés. A su vez, se mostró como un traductor atento en las sutilezas a las que obligaba la evolución de las ideas de Freud, ya que tuvo que abordar en trabajo tempranos conceptos que aún el vienés no había estabilizado. Rosenthal, por otra parte, opta por el término «el psicoanálisis», en lugar de «la psicoanálisis», que, quizás influido por la forma francesa, había utilizado López Ballesteros.
Jakob Wasserman había sido también publicado en España, aunque en este caso se habían priorizado las obras que tenían al país como escenario. Rueda toma la de Oliver Blachfeld de Golovin y luego publica trece versiones nuevas desde la lengua original, a cargo de Alfredo Cahn, John E. Hausner, Arístides Gregori, Héctor P. Agosti, Margarita De Goetz y Sonia Sorojovich, sin incluir sus obras «españolas».(6)
En cuanto a Proust, también se recurrió al En busca del tiempo perdido traducido por Pedro Salinas y continuado por José María Quiroga Plá. Max Dickmann estaba familiarizado con la literatura de Proust desde los años 20, al que había leído en francés (y quizás también en castellano). Para completar la traducción, Rueda recurre a un escritor que circulaba por varios espacios parecidos a los de Dickmann (para resumir: los círculos judíos de izquierda, el teatro independiente), Marcelo Menasché, un escritor que estaba recién iniciándose en el oficio de traductor. Él asumirá la tarea de completar las cuatro últimas partes de la obra en 1945 y 1946 y luego afrontará cuatro obras más de Proust para la editorial.
Los casos de D. H. Lawrence y Henry Miller son distintos a los anteriores y con algunos parecidos entre sí. Sobre ambos pesaban dictámenes de censura en los países angloparlantes y, si bien en ambos contaban con traducciones previas –muchas en Argentina, Chile y España, en el caso del primero; solo El coloso de Marusi de Seix Barral en el segundo–, Rueda no recurre a ellas sino que aborda la decena de títulos de cada uno con personal propio. En el caso de Lawrence, cinco fueron abordados por León Mirlas, un traductor muy activo por aquellos años; dos por Federico López Cruz, uno de lo que más obras tradujo para Rueda; y el resto por Max Dickmann con Ricardo Atwell de Veyga, por Anne Berlioz y por Irma P. Fontana. Con Miller ocurre un hecho extraño: aparece un traductor desconocido (que ni Rueda hijo ni Palacios More recuerdan en persona y del que no se encuentran otros registros), Mario Guillermo Iglesias. Él se ocupará de las obras más resonantes y polémicas, Trópico de Cáncer, Trópico de Capricornio y el primer libro de La crucifixión rosada: Sexus, por lo que no se descarta que haya sido un seudónimo. El resto de las diez obras publicadas fueron realizadas por Luis Echávarri (fue quien firmó los otros dos tomos de la trilogía, entre otros, por lo que –si el de Iglesias fuera un seudónimo–podría ser el traductor oculto), Josefina Martínez Alinari, Patricio Canto y Mary Williams.
El impulso traductor de Rueda se verifica también en el resto de los autores. De Hermann Hesse y John Dos Passos publica una traducción española y luego traduce cinco y cuatro más, respectivamente. De Louis Bromfield y Søren Kierkegaard no publica las traducciones españolas ni las argentinas previas sino que afronta la totalidad a su cargo. En el segundo caso, era realmente muy escaso lo que había hasta que Rueda entra en escena (Franco Barrio, 1989), lo que revaloriza los cuatro títulos que envía la imprenta de 1941 a 1955, y convierte a Rueda en la casa editora que más títulos pondrá en circulación del filósofo danés en todo el espacio lingüístico.
Efectos de un método irregular
¿Tenía Rueda (o su asesor Dickmann) una política clara sobre cómo debían afrontar sus traductores la tarea? ¿Había algún tipo de instrucciones? Todo parece indicar que no. Los hijos de Rueda y de Dickmann no tienen precisiones acerca de cómo sus padres contactaban a los traductores. Lo que se percibe es que en Rueda conviven prácticas tradicionales con otras, más innovadoras, que se estaban imponiendo por entonces y que tenían como objetivo valorizar el lugar de la traducción para, en simultáneo, prestigiar los criterios de la editorial. Nos referimos a aquellas que pone de relieve Patricia Willson (2004) en «Página impar: el lugar del traductor en el auge de la industria cultural».
Por un lado, es cierto que Rueda reclutó traductores y traductoras que tenían mucha presencia en el campo, como León Mirlas, Alfredo Cahn, Ricardo Atwell, Josefina Martínez Alinari o el propio Max Dickmann, por citar solo algunos. Y que también decidió priorizar en la absoluta mayoría de los casos las traducciones desde la lengua original y seguir la tendencia que marca Willson de ubicar su nombre en la página impar, debajo del de la autora o el autor.
Pero, a su vez, se observa en Rueda la utilización de criterios más tradicionales y menos sofisticados de reclutamiento: el recurso a personas que podían acreditar un manejo mínimamente solvente de la lengua fuente, aunque no tuvieran demasiada experiencia en la práctica de la traducción. O, al menos, no a la altura de lo que se supondría que algunos de los desafíos afrontados requerirían. Esta mecánica se hace especialmente evidente en algunas de las obras más extensas y complejas, que fueron traducidas por hombres que recién desembarcaban en el oficio. José Salas Subirat solo había traducido algunas obras para niños y, según Dickmann hijo, no hablaba inglés (solo lo leía) cuando abordó Ulises (inicialmente, como un ejercicio privado que luego Rueda decidió publicar). Rosenthal se convirtió en traductor para dar a conocer las obras no traducidas de Sigmund Freud. Menasché acababa de entregar a otros sellos sus primeras dos traducciones (las Memorias de Sara Bernhardt y una biografía de Monet) cuando afronta En busca del tiempo perdido.
En Petersen (2016) se muestra cómo, cuando inicia su trabajo con Ulises, Salas Subirat no parece contar con un método probado y afinado, lo que le lleva a recurrir al interior de la misma obra a formas de resolución distintas ante problemas similares. Algo parecido parece percibirse en Menasché. Por un lado, dado que Quiroga Plá había ya traducido el primer capítulo de Sodoma y Gomorra, Menasché tomó ese trabajo y le introdujo algunos mínimos cambios que, más allá del objetivo de justificar el despojo, de tan intrascendentes caen en el ridículo, como reemplazar «pequeño arbusto» por «arbustillo» (para el original «petit arbuste») o «entornados» por «cerrados a medias» (para «moitié clos»). La traducción verdaderamente propia arranca en el segundo capítulo. Quizá por eso su nombre aparece pudorosamente en página par y no, como venía ocurriendo, en la página impar, bajo el nombre del autor.
La circunstancia de haber recurrido a traductores de diversa experiencia se combina con una alta rotación: para poco menos de 200 obras traducidas, se utilizaron casi 90 traductores; es decir, una tasa de menos de dos obras por persona. Haciendo a un lado el trabajo de López Ballesteros, los dos traductores más prolíficos de Rueda, Federico López Cruz y Máximo Siminovich, entregaron 10 obras cada uno. En el otro extremo, hay casi 70 que hicieron solo uno o dos trabajos para la editorial.
Esta circunstancia intersecta con otra: desde su origen, Rueda se perfila como editorial exportadora, por lo que en su propuesta traductora debía responder necesariamente a un registro lo más «internacional» posible, factible de ser leído tanto en la Argentina como en todo el subcontinente hispanoamericano y en la propia España. Pero no era fácil encontrar el punto, mucho menos si algunos de sus traductores no tenían experiencia previa en este sentido. Esto podía tornarlos más permeables a las influencias de dos factores: por un lado, las propias traducciones —en su gran mayoría españolas— con que dichos traductores de formaron y que era, por lo tanto, la forma en que percibían la literatura extranjera; por el otro, en sentido contrario, los recursos lexicales que inevitablemente se colaban desde su entorno porteño.
Así, por ejemplo, Salas Subirat puede oscilar indistintamente entre «muchacha» y «chica» para traducir «girl», exponiendo esa tensión entre «el español de España y el de los demás países de habla hispana» que Gamerro (2008) celebra cuando lo encuentra homologable con la lengua de Ulises, tensionada entre «una variante desprestigiada (el inglés de Irlanda) y otra dominante (el inglés británico imperial)». También Francisco Zamora Salamanca (2003), por ejemplo, analiza suscintamente esa hibridez en Max Dickmann, al comparar sus traducciones de John Dos Passos con las de Robles Pazos. La combinación del «tú» con el «ustedes» que realiza el traductor argentino, extraña para el lector español, era una costumbre muy habitual para alguien que está pensando centralmente en el público americano, pero, por otra parte, desde el punto de vista lexical, no tiene empacho en articular palabras de su hábitat rioplatense con el español peninsular que experimentó como lingua franca del espacio hispánico.(7)
La propia continuidad de proyectos interrumpidos es quizás el índice más evidente de esa falta de una política de traducción demasiado consistente por parte del sello. Así, como se dijo, «la psicoanálisis» de López Balleteros puede convertirse sin problemas en «el psicoanálisis» de Rosenthal. Así, Menasché puede servirse de la obra de otro traductor, apenas retocarla, y seguir en el capítulo siguiente con su propio estilo. (En sentido inverso, la primera traducción española de los tomos que había hecho Menasché, realizada por Fernando Gutiérrez en 1952, hace exactamente lo mismo: procura borrar los argentinismos de las versiones de Rueda, como analizó Herbert E. Craig (s/f).)
Estas decisiones redundaron en un estilo ecléctico o, en el mejor de los casos, híbrido, influido por la oportunidad o la necesidad de sus propias condiciones de producción, las que articulan, para repasar en resumidas cuentas, la continuidad de traducciones iniciadas en la península, la demanda de legibilidad en públicos extranjeros, la incorporación de voces rioplatenses por mera cercanía (muchas veces sin que se advierta un plan de cómo regularla) y la influencia de las traducciones españolas con las que se habían formado sus traductores.
Pero, a su vez, estas prácticas —que podrían calificarse de irregulares en distintos sentidos— parecen haberle permitido a Rueda convertirse en aquellos años de la «época de oro» en la editorial crucial que fue. Tener un ojo puesto en lo que había quedado interrumpido en España le ofrecía un criterio de selección que podía suplía alguna de sus carencias formativas y moverse con cierta autonomía respecto a los gustos de su asesor literario.(8) Esta metodología, a su vez, le permitía recurrir una obra ya realizada —probablemente más barata, por lo tanto— para probar el funcionamiento de un autor en el mercado. Si los resultados eran evaluados como positivos, la decisión de avanzar con grandes porciones de la obra de ese mismo autor llevaba entonces a establecer una asociación fuerte entre su editorial y esa firma. Si para «inundar» esa porción del mercado o para afrontar los desafíos de libros cuya complejidad podía dificultar el proceso (sea, en este último caso, porque lo encarecía o porque los traductores con experiencia podían estar menos dispuestos a poner su capital simbólico en juego en apuestas tan arriesgadas), no tenía empacho en recurrir a traductores más o menos novatos, estando dispuesto —tanto él como su asesor— a pagar el costo simbólico que podía implicar esta decisión en el terreno de la crítica.(9)
En definitiva, queda claro que no fue Santiago Rueda Editor una editorial que haya mostrado excesivo cuidado —como pudo serlo Sur, para citar el caso más emblemático— en la forma en que volcaba al castellano el valioso catálogo que estaba poniendo en circulación.(10) Sin embargo, y tal vez por ello, por esa osadía a veces reñida con la elegancia, su impacto cultural fue fenomenal, cubriendo de ejemplares todo el continente e incluso España, como lo muestran los repositorios de las bibliotecas públicas.
En simultánea, esa media lengua casi involuntaria que se detecta en varias obras de Rueda es un síntoma del dilema fundamental de la traducción en la Argentina en esas décadas (Falcón 2010). Con su perfil más de hombre de negocios que de hombre de letras, Rueda terminó involucrándose así, de hecho, de manera quizás inconsciente o poco programada, en la disputa cultural que la Argentina sostenía con la España franquista sobre el monocentrismo o el pluricentrismo del castellano. En conjunto con otras editoriales argentinas emergidas por la misma época, con un rol protagónico ganado a fuerza de audacia e intuición, Rueda dejó una marca indeleble en al menos tres generaciones de lectores, a los que abrió no solo nuevas estéticas y autores sino también nuevas formas –es decir, distintas a las que habían sido dominantes hasta entonces– de experimentar en castellano literaturas concebidas originalmente en otros idiomas. Y esto incluye –como se vio, no sin pesar– al propio Paco Umbral, alarmado por los rasgos rioplatenses de las versiones que leía, pero quizás incapaz de reconocer el otro lado de esa moneda: la irremediable existencia de una tensión profunda en una lengua en pleno proceso de descentralización.
NOTAS
(1) Si bien la identificación de la «edad de oro» solo con el período de mayor proyección exportadora de la industria (entre 1938 y mediados de los 50) ha sido justamente problematizada en recientes estudios, la expresión goza de una tradición suficiente y razones valederas como para seguir utilizándola. Al respecto, remitimos a los estudios pioneros de Buonocore (1944) y Bottaro (1964), así como también a trabajos posteriores, como Rivera (1980-1986), Sagastizábal (1995), De Diego (2006), Larraz (2015) y Giuliani (2018).
(2) La editorial se fundó a fines de 1939, pero fue recién en el año siguiente cuando publicó su primer título.
(3) En 2018, debido a la importancia y al relativo olvido en que había caído esta editorial, se realizaron de manera independiente dos reconstrucciones simultáneas del catálogo de Rueda a partir de diferentes fuentes. José Luis de Diego tomó el período comprendido entre el nacimiento de la editorial (1940) y la muerte del editor (1968) y lo publicó, ordenado alfabéticamente por autor, en su trabajo «Un catálogo para Santiago Rueda» (De Diego, 2019). Por otra parte, el autor de estas líneas reconstruyó también el catálogo pero hasta el año 1980, cuando se publicó el último libro bajo el nombre que había tenido la editorial mientras su fundador estaba vivo (para entonces, se llamaba solo «Rueda» y no «Santiago Rueda Editor»). Ese catálogo, ordenado cronológicamente, está en Petersen (2019a). A este último nos referimos en la frase que envía a esta nota.
(4) Para una biografía de Salas Subirat que también incluye la historia de esa traducción y edición, ver Petersen (2016). En esta misma revista fue publicado un artículo con algunos aspectos de esa biografía, especialmente su herencia catalana (Petersen, 2015).
(5) Si bien en las Obras completas de Freud cada tomo contiene más de una obra, aquí se optó por considerar cada volumen como una unidad, lo que sustancialmente no cambia el sentido de este ordenamiento (en otras palabras, su liderazgo en la lista sería incluso más abrumador si se toma cada obra original). En el caso de la obra de siete tomos de Marcel Proust, En busca del tiempo perdido, cada tomo fue considerado una novela unitaria, de manera de dar cuenta más precisa del lugar prominente que ocupa en el catálogo de Rueda. De lo contrario, quedaría en sexto lugar, con 5 títulos. El ránking no considera la republicación de obras o fragmentos bajo otros títulos, lo que se da en los casos de Freud y Kierkegaard.
(1) Una operación similar hará Rueda con W. H. Hudson cuando decidió no abocarse exclusivamente a la edición de sus libros que tenían como escenario a la Argentina (lo que ocurría con otras editoriales), sino, al contrario, al tomar materiales de diversa procedencia. Esto complejizó la figura de este autor en el panorama de la literatura argentina, alejándolo de su imagen de autor costumbrista «criollo» y reposicionándolo como escritor extranjero que, en ocasiones, escribió sobre sus años en la Argentina. Esto pone de relieve los aspectos estéticos de su escritura y motiva muy interesantes reflexiones de su primer traductor para Rueda, Ricardo Atwell de Veyga (1944), en el prólogo que escribe para Aventuras entre pájaros.
(7) Rueda casi no recurrió para sus traducciones, como otras editoriales porteñas lo hicieron profusamente, a intelectuales del nutrido exilio español. Las traducciones propias fueron hechas casi en su totalidad por argentinos.
(8) Es imposible reconstruir al detalle qué lógica seguía la relación entre el editor y el asesor, sobre todo en relación a qué capacidad real de decisión tenía cada uno sobre lo que se publicaba. La impresión de Max Dickmann (hijo) es que Rueda le daba a su padre «toda la libertad para elegir las obras que él quería». «La voz cantante, en términos literarios –explica–, la llevaba mi viejo. Rueda confiaba en él». La impresión de Enrique Rueda, en cambio, es que la experiencia y el conocimiento del mundo de la novela que su padre había adquirido en El Ateneo eran la base de un poder de decisión que tenía a Dickmann solo como consejero. «Aconsejaba, pero no era el que decidía», dice Rueda, pero reconoce que Dickmann era quien leía los libros.
(9) En Petersen (2016) se relevaron ciertas repercusiones negativas, incluso burlonas, que despertó la traducción de Ulises de Salas Subirat en algunas figuras importantes del campo literario rioplatense, como Jorge Luis Borges, Emir Rodríguez Monegal o Juan Rodolfo Wilcock.
(10) No implica esto que no haya tenido aportes de excepción al campo de la traducción literaria: incluso con la polémica que despertó, algunos de los hallazgos de Salas Subirat en su Ulises fueron reivindicados no solo por destacados escritores argentinos como Piglia o Juan José Saer sino también, sin sospechas de nacionalismo, por Eduardo Lago (2002) en su ensayo «El íncubo de lo imposible».
BIBLIOGRAFÍA
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BOTTARO, R., La edición de libros en Argentina, Buenos Aires, Troquel, 1964.
BUONOCORE, D., Libreros, editores e impresores de Buenos Aires, Buenos Aires, El Ateneo, 1944.
CRAIG, H. E., «Las traducciones al español de Le temps retrouvé de Marcel Proust», Pensamiento Latinoamericano y Alternativo, s. f., disponible en http://cecies.org/articulo.asp?id=560 [consultado: 10 septiembre 2019].
DE DIEGO, J. L., «1938-1955. La "época de oro" de la industria editorial», en José Luis de Diego (dir.), Editores y políticas editoriales en Argentina, 1880-2000, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2006.
—— «Un catálogo para Santiago Rueda», en J. L. De Diego, Los autores no escriben libros, Buenos Aires, Ampersand, 2019.
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GAMERRO, C., Ulises. Claves de lectura. Buenos Aires, Norma, 2008.
GARCÍA, E. A., El Ateneo, vida y obra de Pedro García, Buenos Aires, Dunken, 2004.
GIULIANI, A., Editores y política: Entre el mercado latinoamericano de libros y el primer peronismo (1938-1955), Temperley, Tren en Movimiento, 2018.
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REVISTA DE HISTORIA DE LA TRADUCCIÓN
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