Témpera sobre cartón, 2017 Manuel Martín Morgado |
Marc Behm
UN HOMBRE BUENO
Nunca supo cómo se llamaba; todo sucedió y acabó demasiado rápido.
Pasearon por las calles sin rumbo fijo, y se metieron en un bar donde se pasaron el resto de la tarde sentados, bebiendo grogs.
—Sí, he estado haciendo viajes rápidos por todo el país —le dijo ella—, durante meses y meses.
—Tienes suerte de poder viajar —comentó el hombre—. Yo simplemente no tengo tiempo.
Tenía unos cincuenta años, calmado y serio. Un hombre bueno, resultaba claro, alguien que nunca era cruel o malicioso.
—Pero me gustaría descansar un tiempo. —Encendió un Gitanes, se recostó, miró la habitación en penumbra a su alrededor—. Aquí.
—¿Y por qué no? Fila es una ciudad agradable. Creo que te gustaría.
—Alquilar una casa y sólo dormir y… —Se tocó el medallón de plata—. Estoy tan cansada…
—Yo podría ayudarte a encontrar una casa. Eso no es ningún problema.
—Eso no es ningún problema, no —se rió ella—. El problema es…
—¿Qué?
No muy lejos de su mesa había un pequeño árbol de Navidad. Joanna lo miró fijamente. En la esquina del salón un pianista tocaba Jingle Bells. La escarcha cubría los ventanales, nublando la luz con cumulonimbos niveos y grisáceos.
—El problema es —dijo ella—: ¿qué haré mañana? O al día siguiente. O las próximas Navidades. —Probablemente había empezado con la intención de contarle alguna historia. Pero ahora se estaba yendo por las ramas, y hablaba casi para sí misma—. ¿Cuánto tiempo puedo descansar? El tiempo pasa muy rápido. Y es tan caro. Cuesta una fortuna comprar un día o un año de vida. Tenemos que pagar un alquiler para vivir en el mundo. Cada vez que el mundo se mueve, el propietario quiere su dinero. Y mi monedero siempre está vacío, me gasto todo mi tiempo y todo mi dinero, y no tengo nada que dar a cambio. Absolutamente nada. Todo lo que poseo es un sentimiento de pérdida. Lo he perdido todo.
—¿Qué has perdido?
Se miraron el uno al otro. Ella le sonrió.
—¿Eres banquero?
—No. ¿Qué es lo que te hace pensar eso?
—Tienes pinta de ser uno de ellos.
—¿Quiénes?
—En un banco, sentado a la mesa en un cuchitril acordonado. Cada vez que intento cobrar un cheque, la chica del mostrador va y te comenta algo por lo bajo y ambos me miráis. Y tú coges un teléfono y llamas a alguien en otro cuchitril, y finalmente regresa la chica y me dice: «¿Puede identificarse, por favor?».
—Hago publicidad.
—No —cabeceó—, no haces publicidad, eres un banquero que preguntas por qué tengo un pasivo.
—Yo sólo te he preguntado qué era lo que habías perdido.
—Bueno, te lo diré. Perdí mi infancia y mi juventud. Mi padre y mi marido. Mi hija. Y mi cabeza, eso también me ocurre ahora, mi memoria no hace más que ponerme zancadillas. Todos mis recuerdos están enlodados. Y mis ojos. —Lo miró de reojo—. Me estoy volviendo miope. Todo tiene un aspecto borroso. Necesito gafas. ¿Qué voy a hacer cuando sea vieja, cuando me encuentre agotada, ciega y loca de atar?
El pianista tocaba La Paloma. El camarero les sirvió otras copas.
—¿Quién pidió esa canción? —le preguntó ella.
—No lo sé —contestó el muchacho.
—La Paloma. —Sonrió haciendo una mueca—. Estaban tocando eso la noche que papá se fue de Nueva York. Vimos Hamlet, con Richard Burton. Antes de eso fuimos… nos fuimos a patinar sobre hielo toda la mañana. Y por la tarde subimos andando por el Riverside Drive hasta la Tumba de Grant; un día magnífico. En el Hudson había unos enormes barcos grises con chimeneas color naranja. En el parque había sillas. ¿Quién fue el que dijo que la Tierra es incapaz de responder? ¡Eso no es verdad! La Tierra puede hablar. Nos puede cantar. Los árboles, las calles, las lilas pueden tocar música en tus oídos si escuchas y si eres una niña, paseando por el River Side con tu padre. Después del teatro nos fuimos a una fiesta en algún lugar del East Side, creo. Todo el mundo pensó que era su novia, o así lo pretendieron. «La recogí en la Calle 42», decía él cuando alguien le hacía alguna broma. Luego nos fuimos al Kennedy y se montó en el avión. Había sido un día tan largo, toda la mañana, tarde y noche, y estuvimos juntos cada minuto. Pero era su último día y su última noche. Nunca lo volví a ver.
—¿Adónde fue?
—¿Y quién lo sabe?
—¿Qué le ocurrió?
—Simplemente se largó. Me compró un suéter. No era de mi talla. Un suéter rojo. Y los altavoces tocaban La Paloma. Dijeron que tuvo un ataque de corazón. Ahora siempre que salgo de un banco pretendo que él me está esperando en la esquina. Pero él ya no necesita el dinero; es una pena, porque sería agradable comprarle cosas. También me hubiera gustado que conociera a mi hija. Ni siquiera sabe que es abuelo. Podríamos vivir todos juntos en esa casa que vas a buscar para mí. Pero por supuesto no podemos. Ambos están muertos. Y yo me estoy emborrachando.
El hombre no se rió ni se burló de ella. No se adelantó por encima de la mesa, ni la cogió de la mano y le dijo: «Salgamos de aquí y vayamos a otro sitio». Él no podía seguir todo lo que ella intentaba contarle —o intentaba decirse a sí misma—, pero comprendió la mayor parte. Abrió su cartera y le enseñó una fotografía.
—Es mi pequeño —explicó—. Murió cuando sólo tenía tres años. —No se estaba poniendo sensiblero; no había nada empalagoso en él; simplemente le estaba enseñando una fotografía de cómo eran las cosas—. Eres muy afortunada si piensas que el tiempo transcurre rápido. Para mí se mueve muy despacio, y ello me da todo el tiempo que necesito para sobrellevar mi tristeza —se sonrió—. Te puedes volver increíblemente viejo cuando cada hora que pasa parece que nunca vaya a acabar.
Y aquí acabó la cosa.
Ella se quedó allí sentada un momento, fumando un cigarrillo y escuchando al pianista tocar unas cadencias. Luego recogió su visón, su bolso y el paquete con su suéter.
—Discúlpame un segundo —dijo ella.
Y nunca volvió. Tuvo piedad de él.
Pasearon por las calles sin rumbo fijo, y se metieron en un bar donde se pasaron el resto de la tarde sentados, bebiendo grogs.
—Sí, he estado haciendo viajes rápidos por todo el país —le dijo ella—, durante meses y meses.
—Tienes suerte de poder viajar —comentó el hombre—. Yo simplemente no tengo tiempo.
Tenía unos cincuenta años, calmado y serio. Un hombre bueno, resultaba claro, alguien que nunca era cruel o malicioso.
—Pero me gustaría descansar un tiempo. —Encendió un Gitanes, se recostó, miró la habitación en penumbra a su alrededor—. Aquí.
—¿Y por qué no? Fila es una ciudad agradable. Creo que te gustaría.
—Alquilar una casa y sólo dormir y… —Se tocó el medallón de plata—. Estoy tan cansada…
—Yo podría ayudarte a encontrar una casa. Eso no es ningún problema.
—Eso no es ningún problema, no —se rió ella—. El problema es…
—¿Qué?
No muy lejos de su mesa había un pequeño árbol de Navidad. Joanna lo miró fijamente. En la esquina del salón un pianista tocaba Jingle Bells. La escarcha cubría los ventanales, nublando la luz con cumulonimbos niveos y grisáceos.
—El problema es —dijo ella—: ¿qué haré mañana? O al día siguiente. O las próximas Navidades. —Probablemente había empezado con la intención de contarle alguna historia. Pero ahora se estaba yendo por las ramas, y hablaba casi para sí misma—. ¿Cuánto tiempo puedo descansar? El tiempo pasa muy rápido. Y es tan caro. Cuesta una fortuna comprar un día o un año de vida. Tenemos que pagar un alquiler para vivir en el mundo. Cada vez que el mundo se mueve, el propietario quiere su dinero. Y mi monedero siempre está vacío, me gasto todo mi tiempo y todo mi dinero, y no tengo nada que dar a cambio. Absolutamente nada. Todo lo que poseo es un sentimiento de pérdida. Lo he perdido todo.
—¿Qué has perdido?
Se miraron el uno al otro. Ella le sonrió.
—¿Eres banquero?
—No. ¿Qué es lo que te hace pensar eso?
—Tienes pinta de ser uno de ellos.
—¿Quiénes?
—En un banco, sentado a la mesa en un cuchitril acordonado. Cada vez que intento cobrar un cheque, la chica del mostrador va y te comenta algo por lo bajo y ambos me miráis. Y tú coges un teléfono y llamas a alguien en otro cuchitril, y finalmente regresa la chica y me dice: «¿Puede identificarse, por favor?».
—Hago publicidad.
—No —cabeceó—, no haces publicidad, eres un banquero que preguntas por qué tengo un pasivo.
—Yo sólo te he preguntado qué era lo que habías perdido.
—Bueno, te lo diré. Perdí mi infancia y mi juventud. Mi padre y mi marido. Mi hija. Y mi cabeza, eso también me ocurre ahora, mi memoria no hace más que ponerme zancadillas. Todos mis recuerdos están enlodados. Y mis ojos. —Lo miró de reojo—. Me estoy volviendo miope. Todo tiene un aspecto borroso. Necesito gafas. ¿Qué voy a hacer cuando sea vieja, cuando me encuentre agotada, ciega y loca de atar?
El pianista tocaba La Paloma. El camarero les sirvió otras copas.
—¿Quién pidió esa canción? —le preguntó ella.
—No lo sé —contestó el muchacho.
—La Paloma. —Sonrió haciendo una mueca—. Estaban tocando eso la noche que papá se fue de Nueva York. Vimos Hamlet, con Richard Burton. Antes de eso fuimos… nos fuimos a patinar sobre hielo toda la mañana. Y por la tarde subimos andando por el Riverside Drive hasta la Tumba de Grant; un día magnífico. En el Hudson había unos enormes barcos grises con chimeneas color naranja. En el parque había sillas. ¿Quién fue el que dijo que la Tierra es incapaz de responder? ¡Eso no es verdad! La Tierra puede hablar. Nos puede cantar. Los árboles, las calles, las lilas pueden tocar música en tus oídos si escuchas y si eres una niña, paseando por el River Side con tu padre. Después del teatro nos fuimos a una fiesta en algún lugar del East Side, creo. Todo el mundo pensó que era su novia, o así lo pretendieron. «La recogí en la Calle 42», decía él cuando alguien le hacía alguna broma. Luego nos fuimos al Kennedy y se montó en el avión. Había sido un día tan largo, toda la mañana, tarde y noche, y estuvimos juntos cada minuto. Pero era su último día y su última noche. Nunca lo volví a ver.
—¿Adónde fue?
—¿Y quién lo sabe?
—¿Qué le ocurrió?
—Simplemente se largó. Me compró un suéter. No era de mi talla. Un suéter rojo. Y los altavoces tocaban La Paloma. Dijeron que tuvo un ataque de corazón. Ahora siempre que salgo de un banco pretendo que él me está esperando en la esquina. Pero él ya no necesita el dinero; es una pena, porque sería agradable comprarle cosas. También me hubiera gustado que conociera a mi hija. Ni siquiera sabe que es abuelo. Podríamos vivir todos juntos en esa casa que vas a buscar para mí. Pero por supuesto no podemos. Ambos están muertos. Y yo me estoy emborrachando.
El hombre no se rió ni se burló de ella. No se adelantó por encima de la mesa, ni la cogió de la mano y le dijo: «Salgamos de aquí y vayamos a otro sitio». Él no podía seguir todo lo que ella intentaba contarle —o intentaba decirse a sí misma—, pero comprendió la mayor parte. Abrió su cartera y le enseñó una fotografía.
—Es mi pequeño —explicó—. Murió cuando sólo tenía tres años. —No se estaba poniendo sensiblero; no había nada empalagoso en él; simplemente le estaba enseñando una fotografía de cómo eran las cosas—. Eres muy afortunada si piensas que el tiempo transcurre rápido. Para mí se mueve muy despacio, y ello me da todo el tiempo que necesito para sobrellevar mi tristeza —se sonrió—. Te puedes volver increíblemente viejo cuando cada hora que pasa parece que nunca vaya a acabar.
Y aquí acabó la cosa.
Ella se quedó allí sentada un momento, fumando un cigarrillo y escuchando al pianista tocar unas cadencias. Luego recogió su visón, su bolso y el paquete con su suéter.
—Discúlpame un segundo —dijo ella.
Y nunca volvió. Tuvo piedad de él.
Marc Behm
La mirada del observador, capítulo 14
FICCIONES
Casa de citas / Marc Behm / La tormenta
Casa de citas / Marc Behm / Doris Fleming
Casa de citas / Marc Behm / Mujer desaparecida
Casa de citas / Marc Behm / Pérdidas
Casa de citas / Marc Behm / Matarlo no era ningún problema
Casa de citas / Marc Behm / Ya no era suficiente
Casa de citas / Marc Behm / Nombres
Casa de citas / Marc Behm / De puerta en puerta
Casa de citas / Marc Behm / Desearía que dejaras de perseguirme
Casa de citas / Marc Behm / Pasar la página
Casa de citas / Marc Behm / Recién casados
Casa de citas / Marc Behm / Ladrón de tiendas
DE OTROS MUNDOS
Marc Behm / La mirada del observador / Una novela maldita
Marc Behm / La mirada del observador / Reseña
Marc Behm / El deseo y la perversión
Jungla de asfalto / La mirada del observador / Dos negras clásicas
Paco Ignacio Taibo II / Marc Behm
LA MIRADA DEL OBSERVADOR
Marc Behm / La novia de Paul
Marc Behm / El deseo y la perversión
Jungla de asfalto / La mirada del observador / Dos negras clásicas
Paco Ignacio Taibo II / Marc Behm
LA MIRADA DEL OBSERVADOR
Marc Behm / La novia de Paul
Marc Behm / Muchachas en la piscina
Marc Behm / El hombre del traje beige
Marc Behm / Un hombre ciego no es difícil de matar
Marc Behm / Conversación con la doctora Darras
Marc Behm / El día que cantó el sinsonte
Marc Behm / Mujer dormida
Marc Behm / Trío
Marc Behm / El tiburón y la serpiente
Marc Behm / Un hombre bueno
Marc Behm / La pera
MESTER DE BREVERÍA
Marc Behm / De puerta en puerta
Marc Behm / Ladrón de tiendas
DRAGON
Marc Behm / Screewriter known for Charade and The Eye of the Beholder
Ewan McGregor and Ashley Judd / Eye of the Beholder
Marc Behm / A writers lost to translations
Marc Behm / The Eye
RIMBAUD
Marc Behm / Tout un roman!
Marc Behm / El hombre del traje beige
Marc Behm / Un hombre ciego no es difícil de matar
Marc Behm / Conversación con la doctora Darras
Marc Behm / El día que cantó el sinsonte
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MESTER DE BREVERÍA
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