lunes, 8 de junio de 2020

Marc Behm / Becky Yamassee




Marc Behm 

BECKY YAMASEEE



     Joanna atravesó en coche el oeste de Kentucky hacia el Green River. En Rockport estaba lloviendo, se salió patinando de la carretera y se dio contra una valla. En realidad no pasó nada, pero finalmente se vio forzada a hacer algo con su miopía: se puso lentillas.
    La oficina de correos de Rockport le proporcionó al Ojo un póster federal de ella; hasta ahora no se había percatado de cuán buscada era. Su retrato robot era casi un facsímil exacto de su cara. Faltaba la franja de su nariz, pero el resto de sus facciones eran de una similitud perfecta. Se la identificaba como Ella Dory, alias señora de Jerome Vight, alias Mary Linda Kane, alias señora de Rex Hollander, alias Ada Larkin. ¡Ada Larkin! Eso de veras lo sobresaltó. Significaba que le habían seguido la pista hasta Miami. ¿Cómo? Los muy bastardos, probablemente habían comprobado las listas de pasajeros de todos los vuelos que salían de Savannah el día que fue cobrado el cheque de cuarenta y cinco mil dólares de Hollander. Tenía que reconocerlo, los follamadres… eran verdaderamente eficientes. ¿Descubrirían ahora sus identidades de Roxane Devorak y Victoria Chandler, y le seguirían la pista a Michigan, Filadelfia y Saint Louis? No, no veía cómo podían hacerlo. Y sin embargo…

    Esa noche, en la tele de su cuarto de hotel vio una película sobre un preso que se había fugado de una cadena de presidiarios y al que perseguían unos sabuesos. Continuamente atravesaba con dificultad arroyos y pantanos para alejar a los perros de su rastro, pero luego tenía que cruzar un desierto y el pelotón le pescaba. Ése también era el problema de Joanna. La estela que dejaba tras de sí era demasiado obvia, y estaba escaseando el agua para cubrir sus huellas. Simplemente ya no era suficiente con cambiarse de nombre y de peluca.
    Siguió conduciendo hacia Louisville, el antiguo teatro de operaciones de Dan «Ken Tuck» Kenny. Intentó traer a su mente el recuerdo de Kenny, pero no se acordaba de su cara. ¡Dios! ¿Hace cuánto tiempo que ocurrió eso? Fresno, Los Ángeles, la librería, Ralph Forbes, la clínica, Jessica, el cementerio a orillas del río San Joaquín… ¿Había matado ella a Kenny? Sí… no… había muerto en chirona. ¡Habían recorrido juntos tantas carreteras, parado en tantos sitios! Ahora iban por la ruta 60, por algún lugar del sur del río Ohio, pasando por ciudades que se llamaban Hawerville, Cloverport, Hardinsburg, Irvington…
    Hacía una tarde de enero brillante y ventosa. Una chica hacía autostop al borde de la carretera. Vestía pantalones tejanos, botas del ejército, una gorra puntiaguda y una guerrera. Era rubia, pecosa, tenía diecisiete o dieciocho años. Su nombre —lo supo mucho más tarde— era Becky Yemassee.
    Joanna la recogió.
    Después de unos kilómetros salieron de la carretera por una pista de ceniza y desaparecieron por un bosque. Él se detuvo, temeroso de seguirlas demasiado de cerca. ¿Adónde demonios iban? ¿Es que había un pueblo tras el oquedal? ¿Una granja? ¿O una casa? Esperó diez… quince… veinte minutos. Ya estaba a punto de ir con el coche tras ellas, cuando la chica reapareció corriendo. Un viejo Dodge Royal Lancer con un motor que sonaba como una carraca llegó acelerando por la autopista. Lo conducía un muchacho con un sombrero hongo al que le faltaba el ala. Se acercó patinando a ella, abrió la puerta. Ella se metió de un salto tras él, y salieron zumbando como Bonnie & Clyde.
    El Ojo se adentró en el camino. Encontró el coche de Joanna aparcado en un claro. Todo su equipaje había sido abierto y su ropa esparcida por tierra. Ella estaba acostada en el asiento delantero, inconsciente, el corte de su frente era un golpe limpio y profesional, probablemente un machetazo. Lo limpió con loción para después del afeitado. Luego hurgó en su monedero, las bolsas y el coche. No pudo encontrar ningún dinero. Bonnie la Pecosa debía de haberlo cogido todo.
    Salió del bosque a pie media hora después. Vestía unos pantalones viejos y un suéter, y llevaba una bolsa de viaje atada con una correa a la espalda. Bajó andando hacia Irvington. Parecía un muchacho de una granja dando zancadas hacia el pueblo para comprar un saco de avena. Se había quitado la peluca y el viento le restregaba el cabello por la cara. El golpe en la frente no parecía importarle. Tampoco la pérdida de su dinero. Silbaba… de hecho, se estaba riendo. A dos kilómetros del sendero se paró, recogió un pedrusco y lo dejó caer en la bolsa.
    Luego comenzó a hacer autostop.
    La cogió un sedán Honda. El Ojo les siguió. Giró al norte y condujo a lo largo de Ohio. Se detuvieron en un depósito de chatarra junto a las ruinas de un malecón. Vio como ella le golpeaba en el cráneo con la piedra. Cogió su cartera, le tiró de espaldas a una zanja, y luego regresó conduciendo a la ruta 60.
    Se metió por la pista de ceniza, dejó el sedán en el claro y salió a la carretera con su propio coche.
    Durante las dos semanas siguientes repitió la escena doce veces, haciendo autostop arriba y abajo de Louisville a Huntington, y de Danville a Bowling Green. En una tarde muy atareada en la ruta 68, entre Campbellsville y Edmondton, golpeó a cuatro hombres en fila. Sólo murieron dos de sus víctimas.
    A finales de febrero, cuando toda la policía montada del condado de Kentucky estaba buscándola, se bajó a Nashville.
    Ahora era Nita Iqutos, del Perú, con una larga peluca de cabello negro recogido en trenzas indias. Su inglés tenía un cálido acento de violoncelo. Era periodista de alguna revista de Lima, Quito o Santiago y estaba en la ciudad escribiendo una serie de artículos sobre «el sonido». Lo más seguro era que también tuviera una tarjeta de prensa por si alguien se la pedía. Pero nadie lo hizo.
    Asociarla con la bandida que hacía autostop, a la que los periódicos de Kentucky llamaban «La arpía de la autopista», era simplemente impensable.
    El Ojo no sabía cuánto dinero había acumulado, pero ella seguía bebiendo coñac y fumando Gitanes. Y todas las noches jugaba. Se fue a vivir con un cantante folk llamado Duke Foote. Era un tipo que cantaba baladas con voz de coyote, cuya canción favorita en las máquinas de discos, Texas Freeways, había vendido novecientos mil ejemplares. Ella lo enganchó en cuanto se conocieron porque era impotente y un tipo bastante agradable, y como no esnifaba coca ni pervertía a menores, la pasma le dejaba en paz. Su foto apareció en la sección de rumores del Playboy, lo cual convertía su relación más o menos en oficial.
    Entrevistado durante una reciente sesión de grabación en Nashville, el gran Duke admitió tímidamente que estaba pensando seriamente en ir uno de estos días a ver a un sacerdote en vez de rejuntarse como un condenado pecador. La ardiente y encarnizada católica Nita es justo la chica que puede volver a encauzarlo por el camino de la rectitud.
    El Ojo se aterrorizó y comparó su foto con el retrato robot que había robado en una oficina de correos, pero, en realidad, no había por qué preocuparse. Nita Iqutos no guardaba ningún parecido con esas otras mujeres.
    En la primavera Duke se marchó a Nueva York, dejándola sola en su mansión de Franklin. El Ojo había estado viviendo todo ese tiempo en un motel de la ruta 31, y la visitaba cada noche como un amante, merodeando por los jardines y atisbando por las ventanas, observándola cocinar la cena, leer, escuchar los discos y, por lo general, emborracharse sola. Una noche pretendió estar ciega y anduvo a tientas por las habitaciones durante horas, dando golpecitos con un bastón y alargando una taza para las limosnas. Y un sábado por la noche, apareció una banda calentona de amigos de Duke, y montaron una orgía. Mientras gateaban por las alfombras de la sala de estar haciendo ejercicios calisténicos, ella se marchó a otro cuarto y se sentó a escuchar el concierto Emperador. Una de las chicas salió a rastras de la marea de cuerpos y fue junto a ella. Era rubia, pecosa y atractiva; su desnudez ya no era del todo núbil, y parecía ligeramente perdida.
    —¿Puedo entrar aquí contigo? —preguntó—. No me molan los asuntos en grupo.
    Era Becky Yamassee.
    Joanna cerró la puerta con llave y la abofeteó. Becky dio un aullido. Pero todo el mundo aullaba. Su grito de terror sonaba igual que cualquier otro orgasmo.
    —¿Qué hiciste con mi condenado dinero, jodida mocosa?
    —¡Moby lo cogió!
    —¿Quién es Moby?
    —Mi chico. ¡Dijo que tenía que subir a Terre Haute, me pegó el corte y me dejó en Shebyville, y se llevó toda la pasta, excepto doscientos dólares que me dio, y ésa fue la última vez que lo vi!
    —¿Cómo te llamas?
    —Becky Yamassee. ¿Y tú eres Nita, la chica de Duke?
    —Sí.
    —No te reconocí. ¿Qué te has hecho en el pelo?
    —Es una peluca.
    —¿Ah, sí? ¿Me la puedo probar?
    Joanna se quitó la peluca y se la pasó. Becky se la puso y se acercó a un espejo. Parecía una ofrenda azteca.
    —Me voy a conseguir una —parloteó—. Llevando esto y meneando el culo les puedo cobrar el polvo a cien dólares a esos hijos de puta.
    —¿Mover el culo? ¿Es eso lo que haces?
    —Ni hablar, yo voy a ser cantante. Tan pronto como encuentre una guitarra de segunda mano que no sea muy cara. Yo sólo lo hago cuando no tengo más remedio que hacerlo.
    —Cántame algo.
    Y Becky cantó «I heard the crash on the highway but I didn’t hear nobody pray».
    El veredicto de Joanna fue compasivo.
    —Delipendo —opinó con guasa.
    —Más bien desafinado —admitió Becky—. Pero eso se puede arreglar cuando se grabe. ¡Escucha esto! —En la otra habitación estaban haciendo ruidos de zoológico—. ¡Ése es el verdadero sonido de Nashville!
    —Ven a darte una ducha —le aconsejó Joanna—. Hueles a cocodrilo.
    Comenzó a llover.
    Más tarde, el Ojo escaló por la celosía del mirador hasta la ventana del dormitorio. Estaban sentadas en la cama, desnudas. Joanna sostenía a Becky entre sus rodillas, la apretaba contra su pecho, meciéndola suavemente. Las dos estaban sollozando. Él las observó y pensó: ¿De qué manera se fragmenta la luz? ¿Tiene padre la lluvia? ¿De qué entraña sale el hielo? Se preguntó dónde demonios había oído eso antes.
    Becky era de Charleston, Carolina del Sur. Su nombre verdadero era Azalea Goche.
    —Mamá era de Orangeburg —explicó—. De ahí saqué ese nombre mierdoso, Azalea, de los jardines de Edisto que hay allí. Y Goche, ¡menuda mierda! ¿Qué te parece eso? ¡Azalea Goche! Cuando me largué me cambié de nombre. ¿Has leído alguna vez Rebecca, de Daphne du Maurier? Yo lo he leído dos veces. ¿Has visto alguna vez la película en televisión con Joan Fontaine? ¡Ella es probablemente una de las cosas más hermosas que hay en la Tierra! Estuve a punto de llamarme Rebecca Fontaine, pero sonaba demasiado falso. En cambio, escogí Yamassee. Es una pequeña ciudad que hay abajo, en la frontera con Georgia. Me recuerda con frecuencia de dónde vengo.
    Su madre había trabajado toda la vida en casas de putas en Walterboro, Charleston y Folly Beach.
    —Allí es donde crecí. En burdeles. Para cuando tenía diez años, sabía hacer trabajos manuales de cincuenta maneras diferentes. Solía pelársela a los marines por veinticinco centavos. «Cuidado», me solía decir mamá. «Uno de ellos puede ser tu padre.» Eso te da una idea del tipo de salidas graciosas que solía tener.
    Su madre murió cuando ella tenía once años.
    —Un par de gilipollas de Parris Island se la llevaron a nadar un domingo. Estaba pedo perdida, y tan pronto como la golpearon las olas, cayó muerta.
    Becky se escapó a Columbia, luego fue a Charlotte y a Knoxville.
    —Todo el camino a través de los tres jodidos estados se la fui pelando a los tipos. En las estaciones de ferrocarril, en los váteres, en aeropuertos, en zonas de aparcamientos, en Greyhounds, en sitos a donde se entra en coche, en el cine, una vez en la parte trasera de un coche de bomberos con un bombero. En Charlotte subí mi precio a dólar y medio. Pero nunca las chupaba, porque es que no soporto esa mierda. Metértela en la boca sería como comer fiambre podrido. Ni siquiera podía hacerlo con Moby. Olía particularmente asqueroso ahí abajo.
    Conoció a Moby en Knoxville, y él la llevó a Indianápolis.
    —Era jugador de béisbol. Un delantero de los Yankees, pero lo expulsaron por esnifar coca. También le daba al caballo, las anfetas, los poppers, lo que quieras. Siempre estaba colgado, el «País del desembarco feliz». Se inventó el truco del autostop con una cachiporra. Lo probamos un par de veces en Indiana, luego bajamos a Kentucky, donde te encontré y me hice con tanta pasta. Cuando esa tarde me recogiste cerca de Irvington me dije a mí misma, «¡Me cago en la virgen María! ¡Es más bonita que Joan Fontaine!». No te golpeé demasiado fuerte; espero que sepas apreciarlo. No quise dejarte una cicatriz en la frente. Después le dije a Moby, el mamón: «¡Mierda! ¡Espero que me perdone!». Me perdonas, ¿no, Nita?
    —Claro, Becky.
    —¡Adoro tu acento! ¡Me pone la carne de gallina! Nunca he conocido a nadie que tuviera tantas maneras diferentes de hablar. Y tantas maneras diferentes de ser diferente. Cambias todo el tiempo.
    —«El demonio tiene poder para asumir una apariencia agradable».
    Vivieron juntas durante tres meses mientras Duke Foote estaba en Nueva York. El Ojo se colgaba todas las noches de la celosía de la ventana, y las oía hablar, reír, llorar, hacer el amor y leerse libros en voz alta. Leyeron
Rebecca, Lo que el viento se llevó, Hamlet y Variety. Visitaron el campo de batalla de Shiloh, la montaña Lookout, el museo atómico de Oak Ridge. En mayo fueron al Carnaval del Algodón de Memphis. Joanna le enseñó a conducir. Le compró ropa y la llevó a la peluquería. Se volvió elegante y arreglada, chic y perfumada. Maduró. Y una mañana, cuando el Ojo las vio andando una al lado de la otra en el Centennial Park, apenas pudo distinguirlas.
    Cuando Duke regresó a Franklin, las puso de patitas en la calle. Se trasladaron a un apartamento en Nashville, pero a Joanna se le estaba acabando el dinero. Compraron dos pistolas con silenciadores a un oscuro traficante, y un sábado por la noche, enmascaradas y vestidas con trajes de hombre, atracaron una gasolinera en Lebanon. El botín fue más que suficiente para hacer las maletas y volar a San Francisco.
    Quedaba aún el dinero de la venta de las joyas de Cora Earl en la caja de seguridad de Oakland. Mientras Joanna entró en el banco para recogerlo, Becky la esperó fuera. Lo mismo hizo el Ojo, sudando del pánico. Examinó cada paso en la calle, pero no pudo identificar a nadie que estuviera apostado en las afueras, lo cual, por supuesto, no significaba nada. A lo mejor los federales estaban dentro. O, milagrosamente, quizá simplemente ignoraban la existencia de esa caja.
    Transcurrió una media hora. Él estaba convencido de que la habían cogido. Casi vomitó de terror. Vio los titulares de mañana en el cielo: ¡DETENIDA LA ASESINA DE MARIDOS! ¡ARRESTADA LA VIUDA ARAÑA! ¡EL FBI ATRAPA A UNA ASESINA MÚLTIPLE! ¡LA CAZA POR TODO EL PAÍS DE LA NOVIA DE LA MUERTE FINALIZÓ CON LA CAPTURA DE OAKLAND!
    Entonces apareció ella, tranquilamente, dando grandes zancadas por la acera, silbando, con una saca de dólares encima.
    Durante la comida en el restaurante del aeropuerto, las escuchó hacer planes.
    —¿Adónde quieres ir, Becky?
    —¿Qué te parece Miami?
    —No, Miami no.
    —¿Y por qué no?
    —Tengo que mantenerme alejada de Florida.
    —Entonces ¿qué te parece Hawai?
    —Eso tampoco me va bien.
    —Entonces Los Ángeles. Nunca he estado allí.
    —Preferiría evitar Los Ángeles.
    —¡Mierda! ¿Tienes algo contra Nueva York?
    —La verdad es que sí.
    —¡Joder!
    Pasaron tres meses en el lago Tahoe y seis meses en Nueva Orleans. Luego, en un Opel Manta, condujeron por Texas, Colorado, Wyoming, Montana y por el norte de Idaho hasta Washington. En Seattle se quedaron dos meses.
    —En la casa de putas de Walterboro —le contó Becky— había un cuarto lleno de juguetes. Muñecas, ositos de peluche, trenes, coches de carreras, lo que quieras. Algunas veces mamá me encerraba ahí dentro todo el día.
    Las dos muchachas estaban en una playa nudista cerca de Townsend en Puget Sound, tumbadas en la arena, comiendo peras y tomando el sol. Joanna leía Beethoven, de Romain Rolland.
    —Pero primero me hacía quitarme la ropa. Me quedaba ahí dentro con el culo al aire, ¿lo pescas? Debía de tener ocho o nueve años. No me gustaba ni pizca. El jodido cuarto me daba miedo. Tenía algo fantasmal. Yo me echaba a llorar y ella entraba y me daba unos cuantos azotes, diciendo: «¡A jugar con tus condenados juguetes, coñito!». Bueno, había agujeros en la pared, ¿entiendes? Luego descubrí que siempre había un par de tipos en el cuarto de al lado mirándome. Yo era parte del espectáculo. ¿Qué te parece?
    —¿Alguna vez te ocurrió algo agradable? —preguntó Joanna.
    —Sólo tú. —Becky sonrió melancólicamente—. Todo lo demás que me ha ocurrido es pura mierda. Pero la cuestión es que… —Echó una ojeada a su alrededor frunciendo el entrecejo—. La cuestión es que aquí también hay agujeros en la pared. Alguien nos está observando.
    —No, no los hay.
    —Oh, claro que sí. Y también en Nueva Orleans. Y todo el viaje mientras conducíamos hacia aquí. Y hace tiempo, en Nashville, también. Alguien nos está observando.
    —Yo solía pensarlo también todo el tiempo. Pero no es más que un efecto.
    —¿Un qué? ¿Qué es eso?
    —Una fantasía. —Cerró el libro y encendió un Gitanes—. Nosotros creemos cosas, ¿lo entiendes? Del aire, del viento y de la gente que nos rodea, de las impresiones, las sensaciones y todo eso. Y de nosotros mismos también, de nuestros pensamientos, nuestros miedos y nuestros remordimientos. Y de nuestras oraciones. Y estas cosas adquieren forma y viven a nuestro alrededor, nos miran fijamente, e incluso a veces nos hablan. Escucha. —Y mirando a la multitud, susurró—: ¿Aún sigues ahí, viejo compañero? —Se rió y se incorporó—. ¿Has oído eso? ¡Me ha contestado!
    —¿Qué es lo que ha dicho?
    —«¡Sí, estoy aquí!»
    —¿Qué, estás alucinando o qué?
    —¡En absoluto! —exclamó, abrazándola—. Espero que siempre esté ahí. Es reconfortante. Arrodillémonos ante él y démosle las gracias.
    —Mierda.
    Se fueron a Reno y a Las Vegas y perdieron todo su dinero jugando a la ruleta. Vendieron el Opel y atravesaron el país en avión hasta Portland, Maine. Allí Joanna tenía una reserva escondida, de antes de que el Ojo la conociera, cuatro mil dólares en una caja de seguridad en un banco de Westbrook, alquilada a nombre de la señorita Faye Jacobs (peluca oscura). Y dos mil más al norte en otro banco de Auburn, donde se la conocía como señorita Paula Jason (sin peluca).
    Pasaron los diez meses restantes viajando hacia el oeste en un viejo Peugeot 604, sin prisas, pasando tres, cuatro o cinco semanas en cada parada: Siracusa, Toledo, Indianápolis, Des Moines, Omaha, Denver, Salt Lake City (¡ocho semanas!), Carson City.
    Para cuando llegaron a California, se habían vuelto a quedar sin blanca.
    Dieron un golpe a las afueras de Pasadena; desempaquetaron sus pistolas y sus silenciadores, se pusieron las caretas y sus trajes de hombre y atracaron un ultramarinos en Sierra Madre y una mercería en Azusa. Y una zapatería Hugo (Casa fundada en 1867) en Alta Loma.
    Eran las ocho de la tarde, hora de cerrar. Se marchó el último cliente, un ranchero que se llevaba puestas un par de botas nuevas. El chico de detrás del mostrador estaba solo. Tenía veinticinco años, delgado, con el pelo largo y no muy guapo. Se llamaba Finch. Probablemente odiaba su trabajo, odiaba a su jefe, la tienda, Alta Loma, el olor del cuero, de los pies y los calcetines, o esto supuso el Ojo al leer sobre el atraco en los periódicos del día siguiente. En realidad, sin embargo, no había manera de saber lo que Finch pensaba sobre cualquier cosa, si es que pensaba algo. Pero no debía de haber sido muy listo. Sacrificar su vida por una caja llena de dinero de otra persona era algo extremadamente noble y concienzudo, y probaba su dedicación inequívoca a los intereses de su patrón, pero era una estupidez. A lo mejor, de haber sobrevivido, lo hubieran ascendido. Eso pudo haber motivado su actuación. O quizás estaba enamorado de la hija del patrón, y esperaba ganar su mano en recompensa por su heroísmo. Así que, de nuevo, a lo mejor era exactamente lo que aparentaba ser, un estúpido y un esclavo aplicado con un calzador atado a una cuerda alrededor del cuello.
    Al tiempo que las dos chicas atravesaban la puerta apuntándole con sus pistolas, él metió la mano bajo el mostrador, abrió un cajón y sacó una Magnum 357.
    —¡Mierda y corrupción! —chilló Becky.
    Él le disparó en el estómago justo cuando ella apretaba el gatillo y le reventaba las cuerdas vocales.
    Joanna vació el contenido de la caja en su bolsa y sacó a Becky fuera al Peugeot. Condujo hacia San Bernardino a 140 kilómetros por hora.
    La dejó sangrando y farfullando en el umbral de un hospital en Rialto, luego se registró en un motel cerca de Riverside. Lo mismo hizo el Ojo.
    La muerte de Becky fue anunciada en las noticias de las once. Se la identificó por su carné de conducir. El locutor puso una cara convenientemente solemne al mencionar su edad. Tenía diecisiete años.
    El Ojo oyó a alguien golpear débilmente la puerta del apartamento de al lado.
    —¿Sí? —voceó un hombre—. ¿Qué hay?
    —¿Puedo entrar un minuto, por favor? —preguntó Joanna.
    El Ojo miró por la ventana. Ella estaba de pie frente a la puerta, con una mano detrás de la espalda. La puerta se abrió y el hombre le sonrió abiertamente.
    —¡Vaya, por supuesto, entre! —exclamó—. ¡Venga, adelante!
    El Ojo oyó el exaltado ¡poooooof! del silenciador cuando ella le disparó en la cara. El cuerpo cayó hacia atrás con estrépito en la habitación. Fue al apartamento de al lado, y llamó a la puerta.
    —¿Qué pasa? —gritó otro hombre.
    —Por favor, déjeme pasar —suplicó ella.
    Aquella noche mató a siete hombres.


Marc Behm
La mirada del observador, capítulo 15




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