viernes, 5 de junio de 2020

Marc Behm / El hombre del traje beige




Marc Behm 

EL HOMBRE 

DEL TRAJE BEIGE



    Siguió a Dafne a la Calle 57.
    La siguió al Park Lane, justo tras el hombre del traje beige y la camisa hawaiana.
    —¿Su nombre es Dafne Henry?
    —Sí.
    —Soy el sargento Sheen, departamento de policía de Nueva York.
    —¿En qué puedo servirle?
    —Dejó caer esto. —Le enseñó el medallón de plata.
    —Eso no es mío.
    —Sí lo es.
    —¿Quién le ha dado la llave de mi cuarto?
    —El tipo de abajo. Dice que es usted de Iola, Kansas.
    —Así es.


    —Es suyo. —Lanzó el medallón al aire y lo agarró al vuelo—. ¿Desaparecería de un accidente de Iola, Kansas? —Ella estaba atrapada contra la mesa. Él estaba de pie frente a ella, inclinado hacia delante, casi tocándola—. Bueno, también va contra la ley en Nueva York, ¿sabe?
    —¿Cuánto?
    —¿Qué?
    —¿Que cuánto me costará?
    —¿Está intentando sobornarme, nena?
    —Simplemente quiero saber de cuánto será la multa.
    —Quinientos dólares. —Le sonrió haciendo una mueca—. ¿Qué es eso? —Señaló la botella en la mesa.
    —Courvoisier.
    —¿Qué es?
    —Coñac. —Se quitó los guantes, arrojándolos al sofá.
    —Quinientos y un trago de eso.
    —Sírvase. —Pasó por su lado con sumo cuidado y fue hacia la bandeja con vaso que había sobre la cómoda—. Que sean dos. —Le alcanzó dos vasos largos—. ¿De dónde ha sacado esa camisa tan fea?
    Él se quitó la chaqueta y la colgó del respaldo de una silla.
    —De una tienda en la Tercera Avenida. Había rebajas. Compré seis. —Llevaba una pistolera enganchada a la cadera—. ¿Cómo se gana la vida, Dafne? —Llenó dos vasos.
    —Hago pelucas. —Cogió la peluca y la colgó sobre un soporte—. Estoy en Nueva York intentando vender algunas piezas.
    —¿Era eso lo que hacía vagando por las calles a la una de la madrugada? ¿Haciendo clientela?
    —Simplemente visitaba la ciudad.
    —¿Me puede enseñar algún documento de identidad?
    —¿Algún qué? ¿Identidad? Por supuesto.
    —Tiene roto el vestido. —Se desabrochó la pistolera y la dejó caer sobre la mesa.
    —No importa. Tengo varios.
    El tipo se bebió el coñac de un trago.
    —¡Uuuaaj! —exclamó, sirviéndose otro. Le dio su copa—. Quítatelo.
    —¿El carné de conducir? —Se quitó el traje—. ¿Tarjetas de crédito? ¿Qué es lo que quiere?
    —Ya sabes lo que quiero, monada. —Cruzó la habitación, se desabrochó el cinturón. Se bajó los pantalones y los dejó plegados sobre una silla—. ¿Estás segura de que tienes los quinientos?
    —Sí.
    —De acuerdo, pues supongo que podemos hacer un trato entre nosotros. —Se bajó los calzoncillos—. Ven aquí.
    Ella tragó de golpe el coñac y se acercó a la mesa. Puso el vaso a un lado, cogió la pistolera y la abrió.
    —¡No toques eso! —gritó él.
    Ella se giró y le disparó en la cara.
    Fue al sofá, se puso los guantes. Recogió el traje, limpió la pistola y luego su copa. El vaso de él estaba en el suelo; también lo frotó. Echó una rápida ojeada alrededor. No había huellas en ningún lado, siempre iba con los guantes puestos en la habitación. Ya había decidido de antemano que su equipaje tendría que ser sacrificado. ¡Era una auténtica lástima! Sacó la peluca platino de la maleta y la metió en el bolso. Cogió el medallón de plata del bolsillo de la chaqueta del hombre.
    Bajó corriendo las escaleras de servicio —diez pisos— hasta llegar al sótano. Atravesó la galería trepidante y oscura, que vibraba con un golpeteo de maquinaria como la bodega de un barco. Un vigilante roncaba en un catre metido en un hueco. Pasó junto a él de puntillas, descorrió un cerrojo y abrió la puerta de salida.
    Subió andando por Central Park West a la 72, y se metió en el parque. Escaló una ladera empinada y se sentó bajo un árbol.
    Permaneció allí hasta el amanecer, observando a los duendes que habitaban los bosques ir y venir a su alrededor, a la luz de la luna. Tres chicos hicieron el amor sobre la hierba justo enfrente de ella. Otros dos hicieron strip-tease y se vistieron con tutús de bailarina; luego desaparecieron, silbando, por un sendero oscuro.
    A las 5:30 descendió de la ladera y tomó un metro en la 72 Oeste hacia el Bronx. Fue hasta la última parada, en Dyre Avenue, luego volvió a la Calle 180. Luego hasta la parada de la 241, y regresó a la 149. Desde allí fue hasta Woodlawn y regresó.
    Así se pasó tres horas mortales.
    A las 8:30 desayunó en un café de la avenida Tremont. A las 9:10 se colocó la peluca platino y fue al banco de la avenida Jerome: vació La caja de seguridad de Erica Leigh. Mientras esperaba a que apareciese un taxi se zambulló en una tienda y compró una maleta. La llevó consigo, vacía, al aeropuerto Kennedy.
    Compró un billete para Los Ángeles utilizando el nombre de Charlotte Vincent.


Marc Behm
La mirada del observador, capítulo 5




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