Sleeping woman / Meditation, 1904
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Marc Behm
MUJER DORMIDA
Fue a Los Gratos y a San José. A Palo Alto, a Redwood City y a San Mateo. Fue a todas partes mostrando ampliaciones de las fotografías de la Minolta a los recepcionistas de hotel, doncellas, conductores de autobuses, camareras, mecánicos de gasolineras, barmans, taxistas, peluqueros, mozos de estación y chicos repartidores de periódicos.
Llovió toda la noche el día que me fui.
El tiempo era seco
y el sol tan caliente que me helé de muerte.
Susana no llores…
Entonces, el sinsonte cantó. Se había posado justo sobre una rama encima de su cabeza, y se mofaba con estridencia.
Escuchó el reproche encantado. ¡Ahí estaba! ¡Dios mío! ¡El sinsonte! ¡Bendito Moisés! Se había metido con el coche por un camino lateral junto a un campo de golf; había intentado hacer un crucigrama, pero aquel jodido pájaro le había chillado como un bugle; un golfista había llegado y le había dicho: «No se puede aparcar aquí». ¡Y ella estaba… haciéndose cambiar el vendaje! ¡Hospitalario! ¡Hospital! ¡Una clínica! ¡Al otro lado de Fresno! ¡Y precisamente allí era donde debía de estar ahora, por Dios!
Cuatro horas más tarde estaba en Fresno. Atravesó la ciudad y giró por la carretera de Selma. Se metió por el carril lateral que bordeaba el campo de golf. Salió del coche aturdido. Se quedó parado junto al VW durante unos minutos, pasándose la lengua por los labios y temblando como un epiléptico. Los últimos ciento cincuenta kilómetros casi le habían convencido de que toda la hipótesis no era más que pura ilusión, basada en algo totalmente insignificante.
—Aquí no puede aparcar, señor. —Un caddy gordo se hallaba al otro lado de la verja haciendo girar con el dedo un manojo de llaves.
El Ojo asintió tontamente con un movimiento de cabeza y subió andando por la carretera hasta la entrada de la clínica. Se quedó mirando fijamente el poste con el cartel: «Maternidad San Joaquín».
Se metió en el camino de entrada. Había varios coches aparcados bajo los árboles en un patio. Dos Jaguar, un Mercedes, un Lancia HPE, un Austin Allegro, un Plymouth Volares. Y un MG.
La sala de espera era una cueva amplia, de techo bajo, fresca y embaldosada con un mural imitando a Utrillo que ocupaba la pared del fondo. Una bonita chica con un uniforme de rayas estaba sentada en una mesa leyendo las Energísticas de Buster Crabbe.
—Llega demasiado tarde —le dijo ella. Él la miró boquiabierto—. Las horas de visita son de nueve y media a diez y media. Y de dos a cuatro. —Tenía acento de Massachusetts y las uñas verdes.
—Ehhh… —dijo él. ¡No podía hablar! ¡Su jodida voz había desaparecido! Apretó los labios y se concentró en el Utrillo. Un molino marrón. Vallas. Árboles. Un cielo azul pálido. En realidad no tengo tiempo para hacer una visita. Simplemente pasaba por aquí y pensé pararme y… —¡Mierda! ¿Qué nombre estaba utilizando ella?— ver cómo se encontraba nuestra paciente. ¿Charlotte Vincent? ¿Leonor Shelley? ¿Diane Morrel? ¿Señora de Ralph Forbes? No. ¿Ella quería que su hijo naciera con nombre falso?
La chica abrió de golpe una caja con fichas.
—¿Qué nombre?
—Joanna Eris.
—Oh, se recupera estupendamente bien. ¿Es usted pariente suyo?
—Sólo un amigo, sólo un amigo —farfulló—. He estado fuera. Volví esta mañana y me enteré… me enteré de ello. Vine enseguida. —Ocultó sus manos temblorosas en los bolsillos—. Pensé en colarme un segundo y… —Se le hizo un nudo, tragó saliva—. No la he visto hace tiempo, y…
—¿Sabe usted —un susurro— que perdió el bebé? ¡Una verdadera lástima! Una niña. Pero la señora Eris se encuentra perfectamente. Saldrá de aquí en pocos días.
Él la contempló y vio tres chicas con uniforme de rayas sentadas en tres mesas.
—Quiero verla —dijo.
—Será mejor que espere a la tarde. Esta mañana está bajo el efecto de los sedantes, y…
—Quiero verla.
—Pero…
—Por favor, quiero verla.
—¿Es que no puede volver esta tarde?
—Por favor.
Una enfermera pasó junto a la mesa. La chica se levantó y la siguió. Cuchichearon entre sí, mirándolo de soslayo. Luego la enfermera le hizo una seña y lo condujo a través de la sala de espera hacia un pasillo.
Abrió una puerta y dio un paso a un lado.
Las persianas estaban cerradas. Un único rayo de luz solar blanca, fino y nítido, atravesaba la oscura estancia y caía sobre el brazo de Joanna, que colgaba de la cama.
Se inclinó sobre ella.
Dormía profundamente, acostada de lado, su perfil sobre la almohada era un rostro falso de ébano en sombras. Se sentó junto a ella, alargando su mano tímidamente, cerniéndola sobre ella.
Sonrió, una enorme quietud se aposentó en su alma. Le tomó suavemente la muñeca y alzó el brazo hasta la cama, colocándolo sobre las sábanas como si fuera una frágil concha de jade.
Ella se agitó, sus labios se entreabrieron. Olía a medicinas y a bálsamo. Le había crecido el cabello. Tenía la carne de las manos hundida.
La había encontrado. En recompensa por todas sus pérdidas le había sido concedido este premio: una chica dormida en un cuarto sombrío. El mundo entero era un abismo lleno de los hombres que ella había asesinado, pero ella también era su gracia y su redención. Le había llamado y él había venido. A partir de ahora nunca la abandonaría. Permanecería para siempre bajo los robles, con sus hijas perdidas y su milagro.
—¿Quién era él? —preguntó Joanna.
—No dio su nombre —le contestó la enfermera.
—¿Y preguntó por mí?
—Sí.
—¿Preguntó por Joanna Eris?
—Sí. Dijo que era amigo suyo.
—¿Y qué aspecto tenía?
Estaban en el jardín de la clínica, paseando a lo largo de un camino que se hundía entre una hilera de hierba crecida. El Ojo estaba a menos de cinco pasos de ellas, oculto tras un montículo de lilas.
—A menudo hacen eso —le comentó la enfermera.
—¿Quién? ¿Hacer qué?
—Lo vendedores, los fotógrafos y gente así. Sacan los nombres de nuestros pacientes de nuestros registros y entran aquí pretendiendo ser miembros de la familia.
—Pero ¿por qué?
—Para vender su basura. Ya sabe, fotografías de niños y toda esa mierda maternal. O quizá fuera un periodista. Siempre andan merodeando por los alrededores también, buscando celebridades que aborten. —Mencionó a tres actrices de Hollywood—. Todas estuvieron en el San Joaquín. Con nombres falsos, por supuesto.
—Eso debe de ser… sí. Algo por el estilo, nadie sabe que estoy aquí. Pero no se dio por vencida. Se volvió y se quedó de pie con las manos en las caderas, mirando atentamente alrededor del jardín.
El nombre de la pequeña era Jessica. Fue enterrada a orillas del río San Joaquín. Joanna se pasaba allí una hora cada día, sentada junto a la tumba, encima de la minúscula lápida que llevaba la inscripción de Jessica Eris, 15 días de edad.
El cementerio era un bosque sombreado de viejas arboledas, lleno de pequeñas cuestas de flores silvestres, senderos tortuosos, setos, helechos y paredes musgosas. Joanna traía jarrones de rosas, tulipanes o narcisos, y los colocaba encima del pequeño túmulo, luego se sentaba en el suelo con las manos sobre el regazo e intentaba conciliar su dolor. El Ojo aún no la compadecía. La desgracia la había dejado estupefacta, se hallaba bajo los efectos inconscientes de un shock. El horror llegaría después, bastante más tarde, cuando volviese a ser dueña de sí misma.
Marc Behm
Volvió a Beverly Hills, y la casa seguía vacía, con un cartel de «Se alquila» clavado en el césped. Telefoneó a Ted Forbes, haciéndose pasar por un antiguo compañero de colegio de Charlotte Vincent de Nueva Jersey, y le preguntó si tenía su dirección.
—No, no la tengo —le contestó Ted—. Charlotte se marchó hace meses a Los Ángeles. En marzo. Desde entonces no la hemos visto.
—¿Y cómo puedo localizarla?
—No tengo ni la más remota idea. Lo siento.
El Ojo tampoco tenía ni la más remota idea. Pasó por delante de la librería en la calle Hope. Se había convertido en una barbería.
Se pasó dos meses en Alameda, girando en círculos interminables, vagando por los campos, visitando Livermore, Tracy, Stockton, Sonora, Angel’s Camp, Lodi, Pittsburg, Richmond, Berkeley y Oakland. Pasó otro mes en San Francisco, comprobando miles de hoteles.
Pero, en realidad, no tenía ninguna razón para creer que ella siguiera en California. Simplemente no se le ocurría pensar en ningún otro lugar donde ir a buscarla, no se le ocurría hacer ninguna otra cosa. Salía de la cama a las seis de la mañana creyendo que era el crepúsculo, e iba de un lugar a otro aturdido hasta el mediodía, esperando a que se pusiera el sol; luego se metía de nuevo en la cama y volvía a despertarse a las cuatro o las cinco, pensando que amanecía. Una tarde se encontró en la playa de Halfmoon y no tenía idea de cómo había llegado hasta allí; otra noche se quedó dormido en su coche en un aparcamiento de San Lorenzo y despertó cinco horas más tarde al otro lado de la bahía, en la sala de espera de una terminal de autobuses en Belmont. Una mañana se miró al espejo y se quedó asombrado de tener bigote.
Se pasaba las horas muertas tumbado en el suelo de su habitación de hotel, rodeado de todas sus fotos, intentando entresacar una imagen viva de la Joanna real, de la mirada de rostros artificiales y pelucas, tratando de abstraer alguna sustancia suya, absorber algo con lo que nutrir su esperanza. Esparció las sondas de su radar en todas direcciones, por cientos de pueblos y ciudades, pero ella se le resistía tenazmente.
Durante tres meses no hizo ni un solo crucigrama.
En agosto leyó en los periódicos que habían matado a tres presos en un motín ocurrido en un bloque de celdas en la prisión de San José. Uno de ellos era Dan «Ken Tuck» Kenny. Cumplía una condena de diez años acusado de tráfico de drogas.
A principios de septiembre encaró finalmente el hecho de que había fracasado. O lo dejaba por imposible o se volvía majara. Así que se afeitó el bigote y telefoneó a Baker.
—¡No, mierda! ¡No puedo creérmelo!
—Perdí a Paul Hugo, señor Baker.
—¡Tengo a dos tipos en Roma buscándoos!
—No estoy en Roma, estoy en Frisco.
—¡Frisco!
—Voló a El Cairo en mayo, luego se fue a Hong Kong pasando por Bombay y Singapur. Ayer volvió a Estados Unidos y esta mañana lo perdí de vista. ¿Y ahora, qué es lo que hago?
—Dalo por terminado. Sus padres murieron la semana pasada en un accidente de coche en Florida. Se acabó el cliente.
—Eso es fatal.
—No te preocupes. Su último pago cubrirá tus gastos. ¿Cuánto has gastado?
—Algo así como… hummm… cuarenta mil.
—¡Me cago en Dios!
—He intentado gastar lo mínimo, pero…
—De acuerdo. No te esfuerces. Vuelve aquí.
—Primero me gustaría tomarme un descanso de un par de semanas ¿Qué te parece si me das algo de pasta?
—Ve a ver a la gente de allí. Diles que se ocupen ellos de la jodida contabilidad. —Y colgó.
El Ojo falsificó unos cuantos justificantes en la máquina de escribir del hotel y los llevó a la oficina de Watchmen, Inc., que había en la calle Post. El cajero lo solucionó todo por télex y le dio un cheque por valor de cuarenta y cinco mil dólares, lo que cubría todos sus gastos de los últimos ocho meses, multiplicados por tres.
Lo depositó en un banco, compró dos trajes, media docena de camisas, un suéter, varias corbatas, un par de zapatos Hugo (Casa fundada en 1867), y un abrigo de tweed Harris. Dio su coche como entrada por un nuevo VW Rabbit. Se cambió de hotel. Bebió tres coñacs dobles. Luego se fue a la cama y esperó a ver qué pasaba.
Se sorprendió al volverse a encontrar de repente en el pasillo del colegio, intentando abrir las puertas de las aulas. Todas estaban cerradas con llave, por supuesto. ¡Aún seguía actuando en la misma vieja película de serie B! Se rió con deleite. ¡Le encantaba su película! ¡La había visto cientos de veces! El protagonista era un pobre imbécil que buscaba a su hija y que insistía en aporrear las puertas… ¡Era divertidísimo! En alguna parte del edificio estaba el aula con quince niñas sentadas en sus pupitres. Una de ellas era Maggie… pero él no sabía cuál. Se escondía de él. ¿Por qué? Ése era el misterio.
El misterio de las quince alumnas diminutas. De todos modos, la gran escena —el desenlace (nueve letras que significaban «la resolución de una serie dudosa de ocurrencias»)— era cuando él irrumpía en la habitación gritando: ¡Maggie! Maggie! ¿Dónde estás? , y… Bueno, era sólo una película. La pescaría entre clase y clase. Durante… ¿cómo lo llamaban? El recreo.
Czechoslovakia ¡Un momento! Sabía la solución, pero su pluma estaba vacía. Intentó garabatear las cuatro letras, pero era imposible. No había tinta. No importaba. Sabía la condenada solución. Era el nombre de un santo que empezaba por J. San Juan… San Jaime… San José… Santa Juana… J… J…
¿Y por qué J? ¡Un hospitalario! ¡Los caballeros de San Juan de Jerusalén! ¿Pero eso qué tenía que ver con Czechoslovakia? Entonces su voz le susurró al oído:
No le hagas daño.
Se incorporó, completamente despabilado.
La lluvia salpicaba en los cristales. La lámpara junto a la cama estaba encendida. La apagó. La gris humedad del amanecer empapó las esquinas del cuarto.
No le hagas daño. Había dicho eso en el motel, justo después de que él pegara a Kenny.
Se vistió y bajó al vestíbulo. Eran cerca de las seis. El conserje de noche le sonrió miserablemente.
—Buenos días, señor.
—Buenos días.
Salió y deambuló por las calles desiertas, plomizas y lluviosas.
No le hagas daño. Le estaba diciendo dónde se hallaba, todo estaba allí en su sueño-película de serie B, estaba convencido.
Se sentó en un banco mojado próximo al parque.
Ella pensó que él era Kenny, y le suplicaba que no le hiciera daño. Le. Me. ¡No! ¡Mierda! ¡Ella había dicho le, por favor no le hagas daño! Así que había hablado en otra persona. ¿Quién?
Ya llegaría.
Lo dejó a su lado e intentó analizar el resto del sueño. La pluma vacía; eso era, obviamente, un asunto freudiano. Seguro. La polla inevitable. Sin tinta. Impotencia, esterilidad o alguna otra cosa. La J era ¿qué? ¿Un santo? ¿San o Santa? ¿Uno de esos pueblos en los que había indagado recientemente? ¿San José? ¿San Juan? ¿Santa Juanita? Y el colegio de las aulas… el pasillo y todo lo demás… eso había sido Maggie. Tan sólo un montaje.
¡Un momento! A lo mejor no. En los sueños existía una jodida sutileza que al despertar siempre ridiculizaba. Maggie. Su hija. El colegio. Un edificio. Un edificio lleno de niños escondidos. ¡Hijo de puta! ¡Estaba llegando! ¡Hospitalario de él y de ella! ¡No le hagas daño!
—¿Qué es lo que está haciendo, amigo?
Se volvió. Un alto policía estaba de pie junto al banco.
—Dolor de muelas. No podía dormir. —Se cogió la mandíbula—. Me está matando.
—¿Vive por aquí cerca?
—En el hotel de allí.
El policía calibró con la vista el abrigo de tweed y los zapatos buenos.
—Lo que usted necesita es una aspirina. Vitamina B-1.
—Ya lo he probado. No funciona.
—¿Y qué es lo que va a hacer?
—Ver a un dentista. Tengo hora a las nueve. Hasta entonces, me aguantaré el mal rato.
—Bueno, que no le detengan por vagabundo. —Se marchó soltando una risa ahogada.
El Ojo se levantó de un brinco y se metió en el parque. ¡Maldita sea! ¡Lo había perdido! ¡Ahora todo no era más que una confusión! ¡Cojones! Mecanografió un informe de Watchmen, Inc., en su cabeza:
Sujeto: Joanna Eris.
Observaciones: Durante los últimos X meses, en algún momento durante el curso de mi vigilancia, el sujeto visitó un lugar situado en el pueblo de San J. Después de su desaparición, con toda probabilidad regresó al mismo lugar y se encuentra allí en el momento actual. Hay tres fallos en esta conclusión: 1) No sé dónde está el lugar. 2) No sé por qué ella regresó allí. 3) No sé por qué fue allí en primer lugar.
¡Por supuesto que lo sabía! ¡Y hoy mismo la encontraría! ¡Que se jodan! Sólo le faltaba una pieza. Se apoyó contra un árbol y se mordió las uñas. De acuerdo, de acuerdo. Ya llegaría. Ella y Kenny se habían metido en un motel de Monterrey Bay. Vale. ¿Y anteriormente? Ella había dormido en un hotel de Fresno. ¿Y antes de eso? Selma, Harford, Coalinga y Paso Robles; una noche en Santa María; Los Ángeles y Las Vegas. ¿Podría haber vuelto a Las Vegas? Su radar giró y zumbó. No, allí no había nada. Entonces ¿Los Ángeles? El radar bordoneó: zzzzzzzzzzzzzzz. ¡Sí! ¡Allí había algo! ¿Pero qué? Habían aterrizado en Los Ángeles. Había habido un motín en el aeropuerto. A ella le habían lastimado el brazo. Un doctor la vendó. Había ido al garaje para sacar su MG y había conducido hacia el norte por la costa… El zzzzzzzzz se desvaneció. Sus pensamientos se dispersaron.
Se quedó allí de pie, con la mente en blanco.
Aquello era peor que el crucigrama número siete.
Paró de llover. Salió el sol. La gente ahora se paseaba por el parque. Un organillero tocaba ¡Oh, Susana!:
—No, no la tengo —le contestó Ted—. Charlotte se marchó hace meses a Los Ángeles. En marzo. Desde entonces no la hemos visto.
—¿Y cómo puedo localizarla?
—No tengo ni la más remota idea. Lo siento.
El Ojo tampoco tenía ni la más remota idea. Pasó por delante de la librería en la calle Hope. Se había convertido en una barbería.
Se pasó dos meses en Alameda, girando en círculos interminables, vagando por los campos, visitando Livermore, Tracy, Stockton, Sonora, Angel’s Camp, Lodi, Pittsburg, Richmond, Berkeley y Oakland. Pasó otro mes en San Francisco, comprobando miles de hoteles.
Pero, en realidad, no tenía ninguna razón para creer que ella siguiera en California. Simplemente no se le ocurría pensar en ningún otro lugar donde ir a buscarla, no se le ocurría hacer ninguna otra cosa. Salía de la cama a las seis de la mañana creyendo que era el crepúsculo, e iba de un lugar a otro aturdido hasta el mediodía, esperando a que se pusiera el sol; luego se metía de nuevo en la cama y volvía a despertarse a las cuatro o las cinco, pensando que amanecía. Una tarde se encontró en la playa de Halfmoon y no tenía idea de cómo había llegado hasta allí; otra noche se quedó dormido en su coche en un aparcamiento de San Lorenzo y despertó cinco horas más tarde al otro lado de la bahía, en la sala de espera de una terminal de autobuses en Belmont. Una mañana se miró al espejo y se quedó asombrado de tener bigote.
Se pasaba las horas muertas tumbado en el suelo de su habitación de hotel, rodeado de todas sus fotos, intentando entresacar una imagen viva de la Joanna real, de la mirada de rostros artificiales y pelucas, tratando de abstraer alguna sustancia suya, absorber algo con lo que nutrir su esperanza. Esparció las sondas de su radar en todas direcciones, por cientos de pueblos y ciudades, pero ella se le resistía tenazmente.
Durante tres meses no hizo ni un solo crucigrama.
En agosto leyó en los periódicos que habían matado a tres presos en un motín ocurrido en un bloque de celdas en la prisión de San José. Uno de ellos era Dan «Ken Tuck» Kenny. Cumplía una condena de diez años acusado de tráfico de drogas.
A principios de septiembre encaró finalmente el hecho de que había fracasado. O lo dejaba por imposible o se volvía majara. Así que se afeitó el bigote y telefoneó a Baker.
—¡No, mierda! ¡No puedo creérmelo!
—Perdí a Paul Hugo, señor Baker.
—¡Tengo a dos tipos en Roma buscándoos!
—No estoy en Roma, estoy en Frisco.
—¡Frisco!
—Voló a El Cairo en mayo, luego se fue a Hong Kong pasando por Bombay y Singapur. Ayer volvió a Estados Unidos y esta mañana lo perdí de vista. ¿Y ahora, qué es lo que hago?
—Dalo por terminado. Sus padres murieron la semana pasada en un accidente de coche en Florida. Se acabó el cliente.
—Eso es fatal.
—No te preocupes. Su último pago cubrirá tus gastos. ¿Cuánto has gastado?
—Algo así como… hummm… cuarenta mil.
—¡Me cago en Dios!
—He intentado gastar lo mínimo, pero…
—De acuerdo. No te esfuerces. Vuelve aquí.
—Primero me gustaría tomarme un descanso de un par de semanas ¿Qué te parece si me das algo de pasta?
—Ve a ver a la gente de allí. Diles que se ocupen ellos de la jodida contabilidad. —Y colgó.
El Ojo falsificó unos cuantos justificantes en la máquina de escribir del hotel y los llevó a la oficina de Watchmen, Inc., que había en la calle Post. El cajero lo solucionó todo por télex y le dio un cheque por valor de cuarenta y cinco mil dólares, lo que cubría todos sus gastos de los últimos ocho meses, multiplicados por tres.
Lo depositó en un banco, compró dos trajes, media docena de camisas, un suéter, varias corbatas, un par de zapatos Hugo (Casa fundada en 1867), y un abrigo de tweed Harris. Dio su coche como entrada por un nuevo VW Rabbit. Se cambió de hotel. Bebió tres coñacs dobles. Luego se fue a la cama y esperó a ver qué pasaba.
Se sorprendió al volverse a encontrar de repente en el pasillo del colegio, intentando abrir las puertas de las aulas. Todas estaban cerradas con llave, por supuesto. ¡Aún seguía actuando en la misma vieja película de serie B! Se rió con deleite. ¡Le encantaba su película! ¡La había visto cientos de veces! El protagonista era un pobre imbécil que buscaba a su hija y que insistía en aporrear las puertas… ¡Era divertidísimo! En alguna parte del edificio estaba el aula con quince niñas sentadas en sus pupitres. Una de ellas era Maggie… pero él no sabía cuál. Se escondía de él. ¿Por qué? Ése era el misterio.
El misterio de las quince alumnas diminutas. De todos modos, la gran escena —el desenlace (nueve letras que significaban «la resolución de una serie dudosa de ocurrencias»)— era cuando él irrumpía en la habitación gritando: ¡Maggie! Maggie! ¿Dónde estás? , y… Bueno, era sólo una película. La pescaría entre clase y clase. Durante… ¿cómo lo llamaban? El recreo.
Czechoslovakia ¡Un momento! Sabía la solución, pero su pluma estaba vacía. Intentó garabatear las cuatro letras, pero era imposible. No había tinta. No importaba. Sabía la condenada solución. Era el nombre de un santo que empezaba por J. San Juan… San Jaime… San José… Santa Juana… J… J…
¿Y por qué J? ¡Un hospitalario! ¡Los caballeros de San Juan de Jerusalén! ¿Pero eso qué tenía que ver con Czechoslovakia? Entonces su voz le susurró al oído:
No le hagas daño.
Se incorporó, completamente despabilado.
La lluvia salpicaba en los cristales. La lámpara junto a la cama estaba encendida. La apagó. La gris humedad del amanecer empapó las esquinas del cuarto.
No le hagas daño. Había dicho eso en el motel, justo después de que él pegara a Kenny.
Se vistió y bajó al vestíbulo. Eran cerca de las seis. El conserje de noche le sonrió miserablemente.
—Buenos días, señor.
—Buenos días.
Salió y deambuló por las calles desiertas, plomizas y lluviosas.
No le hagas daño. Le estaba diciendo dónde se hallaba, todo estaba allí en su sueño-película de serie B, estaba convencido.
Se sentó en un banco mojado próximo al parque.
Ella pensó que él era Kenny, y le suplicaba que no le hiciera daño. Le. Me. ¡No! ¡Mierda! ¡Ella había dicho le, por favor no le hagas daño! Así que había hablado en otra persona. ¿Quién?
Ya llegaría.
Lo dejó a su lado e intentó analizar el resto del sueño. La pluma vacía; eso era, obviamente, un asunto freudiano. Seguro. La polla inevitable. Sin tinta. Impotencia, esterilidad o alguna otra cosa. La J era ¿qué? ¿Un santo? ¿San o Santa? ¿Uno de esos pueblos en los que había indagado recientemente? ¿San José? ¿San Juan? ¿Santa Juanita? Y el colegio de las aulas… el pasillo y todo lo demás… eso había sido Maggie. Tan sólo un montaje.
¡Un momento! A lo mejor no. En los sueños existía una jodida sutileza que al despertar siempre ridiculizaba. Maggie. Su hija. El colegio. Un edificio. Un edificio lleno de niños escondidos. ¡Hijo de puta! ¡Estaba llegando! ¡Hospitalario de él y de ella! ¡No le hagas daño!
—¿Qué es lo que está haciendo, amigo?
Se volvió. Un alto policía estaba de pie junto al banco.
—Dolor de muelas. No podía dormir. —Se cogió la mandíbula—. Me está matando.
—¿Vive por aquí cerca?
—En el hotel de allí.
El policía calibró con la vista el abrigo de tweed y los zapatos buenos.
—Lo que usted necesita es una aspirina. Vitamina B-1.
—Ya lo he probado. No funciona.
—¿Y qué es lo que va a hacer?
—Ver a un dentista. Tengo hora a las nueve. Hasta entonces, me aguantaré el mal rato.
—Bueno, que no le detengan por vagabundo. —Se marchó soltando una risa ahogada.
El Ojo se levantó de un brinco y se metió en el parque. ¡Maldita sea! ¡Lo había perdido! ¡Ahora todo no era más que una confusión! ¡Cojones! Mecanografió un informe de Watchmen, Inc., en su cabeza:
Sujeto: Joanna Eris.
Observaciones: Durante los últimos X meses, en algún momento durante el curso de mi vigilancia, el sujeto visitó un lugar situado en el pueblo de San J. Después de su desaparición, con toda probabilidad regresó al mismo lugar y se encuentra allí en el momento actual. Hay tres fallos en esta conclusión: 1) No sé dónde está el lugar. 2) No sé por qué ella regresó allí. 3) No sé por qué fue allí en primer lugar.
¡Por supuesto que lo sabía! ¡Y hoy mismo la encontraría! ¡Que se jodan! Sólo le faltaba una pieza. Se apoyó contra un árbol y se mordió las uñas. De acuerdo, de acuerdo. Ya llegaría. Ella y Kenny se habían metido en un motel de Monterrey Bay. Vale. ¿Y anteriormente? Ella había dormido en un hotel de Fresno. ¿Y antes de eso? Selma, Harford, Coalinga y Paso Robles; una noche en Santa María; Los Ángeles y Las Vegas. ¿Podría haber vuelto a Las Vegas? Su radar giró y zumbó. No, allí no había nada. Entonces ¿Los Ángeles? El radar bordoneó: zzzzzzzzzzzzzzz. ¡Sí! ¡Allí había algo! ¿Pero qué? Habían aterrizado en Los Ángeles. Había habido un motín en el aeropuerto. A ella le habían lastimado el brazo. Un doctor la vendó. Había ido al garaje para sacar su MG y había conducido hacia el norte por la costa… El zzzzzzzzz se desvaneció. Sus pensamientos se dispersaron.
Se quedó allí de pie, con la mente en blanco.
Aquello era peor que el crucigrama número siete.
Paró de llover. Salió el sol. La gente ahora se paseaba por el parque. Un organillero tocaba ¡Oh, Susana!:
Llovió toda la noche el día que me fui.
El tiempo era seco
y el sol tan caliente que me helé de muerte.
Susana no llores…
Entonces, el sinsonte cantó. Se había posado justo sobre una rama encima de su cabeza, y se mofaba con estridencia.
Escuchó el reproche encantado. ¡Ahí estaba! ¡Dios mío! ¡El sinsonte! ¡Bendito Moisés! Se había metido con el coche por un camino lateral junto a un campo de golf; había intentado hacer un crucigrama, pero aquel jodido pájaro le había chillado como un bugle; un golfista había llegado y le había dicho: «No se puede aparcar aquí». ¡Y ella estaba… haciéndose cambiar el vendaje! ¡Hospitalario! ¡Hospital! ¡Una clínica! ¡Al otro lado de Fresno! ¡Y precisamente allí era donde debía de estar ahora, por Dios!
Cuatro horas más tarde estaba en Fresno. Atravesó la ciudad y giró por la carretera de Selma. Se metió por el carril lateral que bordeaba el campo de golf. Salió del coche aturdido. Se quedó parado junto al VW durante unos minutos, pasándose la lengua por los labios y temblando como un epiléptico. Los últimos ciento cincuenta kilómetros casi le habían convencido de que toda la hipótesis no era más que pura ilusión, basada en algo totalmente insignificante.
—Aquí no puede aparcar, señor. —Un caddy gordo se hallaba al otro lado de la verja haciendo girar con el dedo un manojo de llaves.
El Ojo asintió tontamente con un movimiento de cabeza y subió andando por la carretera hasta la entrada de la clínica. Se quedó mirando fijamente el poste con el cartel: «Maternidad San Joaquín».
Se metió en el camino de entrada. Había varios coches aparcados bajo los árboles en un patio. Dos Jaguar, un Mercedes, un Lancia HPE, un Austin Allegro, un Plymouth Volares. Y un MG.
La sala de espera era una cueva amplia, de techo bajo, fresca y embaldosada con un mural imitando a Utrillo que ocupaba la pared del fondo. Una bonita chica con un uniforme de rayas estaba sentada en una mesa leyendo las Energísticas de Buster Crabbe.
—Llega demasiado tarde —le dijo ella. Él la miró boquiabierto—. Las horas de visita son de nueve y media a diez y media. Y de dos a cuatro. —Tenía acento de Massachusetts y las uñas verdes.
—Ehhh… —dijo él. ¡No podía hablar! ¡Su jodida voz había desaparecido! Apretó los labios y se concentró en el Utrillo. Un molino marrón. Vallas. Árboles. Un cielo azul pálido. En realidad no tengo tiempo para hacer una visita. Simplemente pasaba por aquí y pensé pararme y… —¡Mierda! ¿Qué nombre estaba utilizando ella?— ver cómo se encontraba nuestra paciente. ¿Charlotte Vincent? ¿Leonor Shelley? ¿Diane Morrel? ¿Señora de Ralph Forbes? No. ¿Ella quería que su hijo naciera con nombre falso?
La chica abrió de golpe una caja con fichas.
—¿Qué nombre?
—Joanna Eris.
—Oh, se recupera estupendamente bien. ¿Es usted pariente suyo?
—Sólo un amigo, sólo un amigo —farfulló—. He estado fuera. Volví esta mañana y me enteré… me enteré de ello. Vine enseguida. —Ocultó sus manos temblorosas en los bolsillos—. Pensé en colarme un segundo y… —Se le hizo un nudo, tragó saliva—. No la he visto hace tiempo, y…
—¿Sabe usted —un susurro— que perdió el bebé? ¡Una verdadera lástima! Una niña. Pero la señora Eris se encuentra perfectamente. Saldrá de aquí en pocos días.
Él la contempló y vio tres chicas con uniforme de rayas sentadas en tres mesas.
—Quiero verla —dijo.
—Será mejor que espere a la tarde. Esta mañana está bajo el efecto de los sedantes, y…
—Quiero verla.
—Pero…
—Por favor, quiero verla.
—¿Es que no puede volver esta tarde?
—Por favor.
Una enfermera pasó junto a la mesa. La chica se levantó y la siguió. Cuchichearon entre sí, mirándolo de soslayo. Luego la enfermera le hizo una seña y lo condujo a través de la sala de espera hacia un pasillo.
Abrió una puerta y dio un paso a un lado.
Las persianas estaban cerradas. Un único rayo de luz solar blanca, fino y nítido, atravesaba la oscura estancia y caía sobre el brazo de Joanna, que colgaba de la cama.
Se inclinó sobre ella.
Dormía profundamente, acostada de lado, su perfil sobre la almohada era un rostro falso de ébano en sombras. Se sentó junto a ella, alargando su mano tímidamente, cerniéndola sobre ella.
Sonrió, una enorme quietud se aposentó en su alma. Le tomó suavemente la muñeca y alzó el brazo hasta la cama, colocándolo sobre las sábanas como si fuera una frágil concha de jade.
Ella se agitó, sus labios se entreabrieron. Olía a medicinas y a bálsamo. Le había crecido el cabello. Tenía la carne de las manos hundida.
La había encontrado. En recompensa por todas sus pérdidas le había sido concedido este premio: una chica dormida en un cuarto sombrío. El mundo entero era un abismo lleno de los hombres que ella había asesinado, pero ella también era su gracia y su redención. Le había llamado y él había venido. A partir de ahora nunca la abandonaría. Permanecería para siempre bajo los robles, con sus hijas perdidas y su milagro.
—¿Quién era él? —preguntó Joanna.
—No dio su nombre —le contestó la enfermera.
—¿Y preguntó por mí?
—Sí.
—¿Preguntó por Joanna Eris?
—Sí. Dijo que era amigo suyo.
—¿Y qué aspecto tenía?
Estaban en el jardín de la clínica, paseando a lo largo de un camino que se hundía entre una hilera de hierba crecida. El Ojo estaba a menos de cinco pasos de ellas, oculto tras un montículo de lilas.
—A menudo hacen eso —le comentó la enfermera.
—¿Quién? ¿Hacer qué?
—Lo vendedores, los fotógrafos y gente así. Sacan los nombres de nuestros pacientes de nuestros registros y entran aquí pretendiendo ser miembros de la familia.
—Pero ¿por qué?
—Para vender su basura. Ya sabe, fotografías de niños y toda esa mierda maternal. O quizá fuera un periodista. Siempre andan merodeando por los alrededores también, buscando celebridades que aborten. —Mencionó a tres actrices de Hollywood—. Todas estuvieron en el San Joaquín. Con nombres falsos, por supuesto.
—Eso debe de ser… sí. Algo por el estilo, nadie sabe que estoy aquí. Pero no se dio por vencida. Se volvió y se quedó de pie con las manos en las caderas, mirando atentamente alrededor del jardín.
El nombre de la pequeña era Jessica. Fue enterrada a orillas del río San Joaquín. Joanna se pasaba allí una hora cada día, sentada junto a la tumba, encima de la minúscula lápida que llevaba la inscripción de Jessica Eris, 15 días de edad.
El cementerio era un bosque sombreado de viejas arboledas, lleno de pequeñas cuestas de flores silvestres, senderos tortuosos, setos, helechos y paredes musgosas. Joanna traía jarrones de rosas, tulipanes o narcisos, y los colocaba encima del pequeño túmulo, luego se sentaba en el suelo con las manos sobre el regazo e intentaba conciliar su dolor. El Ojo aún no la compadecía. La desgracia la había dejado estupefacta, se hallaba bajo los efectos inconscientes de un shock. El horror llegaría después, bastante más tarde, cuando volviese a ser dueña de sí misma.
La mirada del observador, capítulos 10, 11
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