lunes, 8 de junio de 2020

Marc Behm / El abismo








Marc Behm 

EL ABISMO 



    Viajó por Louisiana, Mississippi, Alabama, Georgia y Carolina del Norte, soltando un par de miles en cada parada en clubes de juego y mesas de póker entre bastidores y, de vez en cuando, en hipódromos. ¿Cuánto dinero le quedaba? El Ojo no estaba seguro. ¿Cuánto le quedaba de cualquier cosa? ¿Cuánto ánimo y energía? ¿Cuánto aguante? Él observaba espantado mientras el abismo se abría ante ella.
    Se le averió el coche en Burnsville, N. C., y repararlo costó cuatrocientos dólares. Se quedó en la ciudad de Linville intentando su vieja travesura del autostop en el Blue Ridge Parkway; simplemente no funcionó. El primer día se quedó en la cuneta de la autopista durante tres horas. Pasaron cientos de coches. Ninguno paró. Comió en un café de camioneros, luego, por la tarde, regresó a la carretera y se quedó allí hasta las nueve moviendo el dedo gordo como una autómata.
    El segundo día llovió. Un gorila que llevaba un Alfa la recogió, la condujo a un descampado cerca de Deep Sap e intentó violarla. Consiguió librarse de él sólo con un ojo morado y una lentilla perdida y anduvo bajo el azote de la tormenta hasta Bloming Rock, donde tenía aparcado su coche. Se pasó una semana en cama con gripe, leyendo Homeward, Angel, de Thomas Wolfe.


    Cuando se marchó a Carolina del Norte llevaba gafas. Fue a Virginia, vendió su coche en Portsmouth, intentó cobrar un cheque falso en un banco en Virginia Beach, pero en el último minuto le entró pánico y huyó. En mayo su patrona la expulsó de la pensión de huéspedes en Norfolk, y le embargó el equipaje.
    En Newport News comenzó a birlar en las tiendas: robaba jabón, pasta de dientes, sopa enlatada y peras en los supermercados. Sólo la pillaron una vez… intentando mangar una botella de scotch. El dependiente la dejó marchar; incluso le permitió quedarse con la botella. Durante días estuvo atontada por la bebida, durmiendo en coches aparcados y en las casetas de baño de la playa. Una azafata de Pan Am que estaba de vacaciones ligó con ella en Hampton, y durante tres semanas vivieron juntas en un camping de caravanas. Cuando la azafata regresó a su trabajo, Joanna subió en un barco con rumbo a Yorktown, donde vivió en una choza abandonada en las dunas, manteniéndose limpia a base de baños de mar. Robó un vestido en un tendedero y un par de tejanos en un velero anclado en la bahía.
    En Williamsburg la policía no la molestó, ya que en pleno verano la península era un hervidero de vagabundos. Se mudó a un viejo cobertizo en el río James. El Ojo no sabía qué hacer por ella. Compró una caja de comestibles y por la noche la dejó en el embarcadero, pero dos chicos que pasaban en una canoa arramblaron con todo. Otra noche dejó caer una pila de tarjetas de crédito en el buzón del cobertizo, pero Joanna nunca lo abrió.
    Luego su conducta se volvió extraña, y comenzó a vagar por las calles durante horas y horas cada día, yendo a ninguna parte, deambulando simplemente, una manzana arriba y otra abajo, con la espalda encorvada, atisbando en las cunetas y entre los matorrales. Aquellos paseos interminables lo asustaron. ¡Parecía una loca! No podía entender qué estaba haciendo.
    Una tarde encontró una moneda de veinticinco centavos, y finalmente comprendió.
    ¡Estaba buscando dinero!
    En la siguiente excursión se las arregló para dejar caer un billete de cien dólares en la acera frente a ella. Cuando lo vio, no se lo podía creer. Se quedó traspuesta un instante, luego lo agarró rápidamente y salió corriendo, huyendo como un atracador de bancos al otro extremo de la ciudad.
    En vez de gastárselo todo en bebida, como él pensó que haría, se cortó el cabello y se compró una falda nueva, una blusa y un par de zapatos.
    Fue a Richmond y consiguió un empleo; de hecho, diversos empleos, trabajando durante algún tiempo en un ultramarinos, luego en una tintorería, en una tienda donde todo vale cinco o diez centavos, como camarera en un restaurante de coches, y finalmente, en el hotel del Ojo.
    Vivía en una habitación barata de pensión situada en una callejuela, y en sus días libres iba al cine o a la biblioteca pública. Leyó La buena tierra, de Pearl Buck, Death Comes for the Archbishop, de Willa Cather, Barren Ground,
de Ellen Glasgow, y El corazón es un cazador solitario, de Carson McCullers. De vez en cuando iba a la piscina, pero nadar parecía fatigarla esos días. Dejó de beber, luego empezó otra vez, luego lo volvió a dejar.
    Envejeció.


Marc Behm
La mirada del observador, capítulo 16




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