Padres neuróticos, hijos indagadores
Tanto Ronan Farrow como su padre, el director de cine Woody Allen, acusado de abusar sexualmente de su hija, juegan en sus respectivos libros a modelar sus máscaras
Jesús Mota
5 de junio de 2020
Woody Allen y Ronan Farrow mantienen un escabroso enfrentamiento desde las tinieblas de un oscuro y estridente pasado. Allen fue acusado de abusar sexualmente de su hija, hermana del propio Ronan. Algunos hechos, como bien sabían Esquilo, Sófocles o Faulkner, marcan para siempre las vidas de las personas y de sus descendientes. La oportunidad de acceder a representaciones del alma de Allen y Farrow (la autobiografía del director Apropos of Nothing y el libro sobre investigación de abusos sexuales Catch and Kill) constituye una invitación irresistible. ¿Para cotillear en los abismos personales de un suceso catastrófico? Pues sí, también. Pero sobre todo para observar cómo uno y otro juegan a modelar sus máscaras.
A propósito de nada empieza como una confesión inicial confusa, valga la aliteración. Woody se declara sin ambages neurótico e impermeable a la cultura. Llegó a un mundo “en el que jamás me sentiré cómodo, al que jamás entenderé, jamás aprobaré ni perdonaré”. Demasiado Schopenhauer para un nativo alérgico a la lectura. “Era un holgazán que no encontraba nada divertido abrir un libro”. Incluso para su desarrollo adulto descarta afanes intelectuales. Las tintas vienen muy cargadas. “Era sano, querido, muy atlético, siempre me escogían en primer lugar para formar los equipos, jugaba a la pelota, corría y, sin embargo, me las arreglé para terminar siendo inquieto, temeroso, siempre con los nervios destrozados, con la compostura pendiendo de un hilo, misántropo, claustrofóbico, aislado, amargado”. Un neurótico sin causa. “Mi madre aseguraba que yo fui un niño amable, dulce y alegre hasta los cinco años, y que luego me convertí en un chaval avinagrado, desagradable, rencoroso y malo”.
Woody Allen y Ronan Farrow, vistos por Setanta. |
No hay para tanto. Woody, un freudiano macarrónico, probablemente marra en el autoanálisis. La supuesta misantropía choca abruptamente con el despliegue imperial de colaboradores, amigos y conocidos. El texto parece a veces una sucesión de agradecimientos en la ceremonia de los Oscar. Todo el mundo es bueno: Mickey Rose, Marshall Brickman, los actores y actrices con los que trabaja, el matrimonio Doumanian, Louise Lasser, Tony Roberts, Diane Keaton… Todos salvo dos villanos, Mia Farrow y el juez Wilk. E incluso en el caso de Farrow, por herencia psiquiátrica.
Pero los lectores no corren el riesgo de aburrirse. La autobiografía discurre por territorio Groucho Marx. El mejunje, ligero, jovial, con fogonazos de sosa cáustica, incluye sátira moderada de familiares y meteduras de pata espectaculares. Allen domina el recurso a la comparación grotesca y las frases que van en una dirección y cambian bruscamente al final. ¿Carencias? Alguna. Se echa en falta un análisis de sus películas o una explicación razonada de sus intereses estéticos. Allen se desembaraza apresuradamente del problema. “Mis hábitos de filmación son perezosos e indisciplinados; tengo la técnica de un estudiante de cine fracasado al que han expulsado (…). Escribir me gusta más que rodar, porque rodar es un trabajo duro y físico”. Nada en el texto nos aclara por qué se da el salto cuántico desde La última noche de Boris Grushenko a Annie Hall y, después, a las historias de gris bergmaniano. Allen solo se reconoce como un escritor compulsivo que cree en la superioridad del guion.
La autobiografía tiene un fondo expiatorio que se explica por el intenso interés en explicar el desdichado episodio de la acusación de abuso sexual perpetrado sobre Dylan, la hija de Allen y Farrow. El autor construye su defensa sobre tres carriles. El primero es una declaración insistente de adoración hacia la niña. Es, por decirlo así, el argumento de la ternura cuyo objetivo sería descartar de entrada la disposición a la violencia sexual. El segundo vector es la descripción de la personalidad de Mia Farrow como una bruja vengativa, despreocupada realmente del bienestar de sus hijos (biológicos o adoptivos), diestra en manipular la conducta de sus retoños, incluso hasta entrenarlos para mentir, rodeada además de ominosos signos familiares de desquiciamiento. La tercera es la negativa muy argumentada. Si hay que creer en la versión de Allen no es porque él se esmere en negar las acusaciones, sino porque los servicios sociales y la policía descartaron rastros de violencia en la niña después de examinarla cuidadosamente.
Depredadores (Catch and Kill), el libro que narra la investigación de Ronan Farrow sobre los abusos sexuales en Hollywood y en los medios de comunicación, es un ejercicio moral de primer orden que merece el agradecimiento público de todos aquellos que crean en la igualdad y en los valores democráticos. Farrow (alineado con su madre frente a Woody Allen en las acusaciones de violación) denunció en The New Yorker las prácticas sostenidas de abuso sexual practicadas por Harvey Weinstein; una costra terrorífica de prepotencia feudal enquistada en una sociedad democrática trabada por demasiados nudos de poder. Weinstein aparece como un ogro vociferante, un troll convencido de que tiene derecho a intimidar a sus subordinadas, imponerles actos sexuales repugnantes y considerarse con derecho a exigirles silencio. No se sabe si es más escalofriante la deformidad moral de Weinstein o el entorno de infecciosa tolerancia creado alrededor del jefe de Miramax (o de otros violadores, como Matt Lauer de la NBC).
Más perplejidad incluso produce el consentimiento, culpable e igualmente delictivo, de los responsables corporativos, que no dudaron en ahogar las denuncias judiciales mediante el pago de cuantiosas compensaciones e indemnizaciones a las víctimas. ¿Esta es la rentabilidad que defienden los mecanismos capitalistas de las grandes corporaciones?
Pero por debajo de su valor como denuncia, Depredadores produce una sensación incómoda. La denuncia es escalofriante, pero el envoltorio formal no convence. Estamos en territorio King, por la incontinencia expositiva y la recargada prosa de Farrow. Como suele suceder en el maestro del terror de Maine, el libro está sobrecargado con un exceso de peso muerto. Hay páginas prescindibles y exposiciones repetidas. La presencia obsesiva de Ronan en cada frase, en cada párrafo, acaba por exhibir el narcisismo del autor.
Al final del libro, Ronan dialoga con su hermana Dylan. “Tú no tuviste tu reportaje”, le dice. Y así, Satchel Ronan Farrow revela el doloroso motor oculto que le ha empujado contra Weinstein y nos ha permitido asistir al fétido espectáculo organizado de la agresión sexual. Las culpas atribuidas a los padres pesan como una losa mortuoria sobre los hijos.
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