Marc Behm
UN HOMBRE CIEGO NO ES DIFÍCIL DE MATAR
1
Se sentó en un bar del aeropuerto, desnuda bajo el visón; releyó Hamlet y bebió una copa de Gaston Lagrange. Subrayó con un rotulador rojo:
Hay una divinidad que labra nuestros destinos
Estaba sola en el bar, a excepción de un hombre sentado en una mesa junto a la esquina.
—¿Qué hora es? —preguntó. Ella no se molestó en contestarle—. ¿Qué hora es, por favor?
Había un reloj en la pared justo encima de ellos. Ella se lo señaló con el dedo.
—Usted perdone, ¿me podría decir la hora?
—Las diez cuarenta.
—Gracias.
Unos minutos después derramó su bebida. Un camarero vino y limpió.
—Perdón —dijo el hombre.
—Está bien. ¿Otra?
—Sí, por favor.
Ella se lo quedó mirando, intrigada. Tenía unos cincuenta años, delgado, gris, calmado. Su mano buscó a tientas. Ella bajó la vista. Tirado en el suelo bajo su silla había un bastón. Se puso en pie, fue hacia él, lo recogió y se lo puso en la mano.
—Gracias.
Volvió a su mesa y se sentó. Él sacó una billetera, extrajo un billete de diez. Lo palpó a ciegas. El camarero le trajo otra bebida.
—Le pagaré ahora.
—Sí, señor. Cinco sesenta. —Cogió los diez—. Me da uno de cinco, señor.
—¿Ah, sí? Discúlpeme. —Hurgó en su billetera buscando más dinero—. Pensé que le daba diez.
Ella lo miró furiosa, violentada.
—¡Es uno de diez, condenado imbécil!
El camarero le devolvió la feroz mirada.
—Oh, sí, así es. Ha sido culpa mía. —Se alejó, hirviendo de rabia.
El hombre se rió por lo bajo.
—Los camareros siempre me la intentan pegar —dijo—. En realidad, puedo distinguir entre los de diez y los de cinco.
—¿Cómo? —preguntó ella.
—Los doblo de diferente manera.
—Muy inteligente.
—La paz sea contigo —brindó él.
—Amén —respondió ella. Bebieron juntos.
—¿Qué es lo que está leyendo?
—¿Cómo sabe que estoy leyendo?
—La oigo pasar las páginas.
—Hamlet.
—Yo lo tengo en discos —dijo él—. Burton, Barrymore, Gielgud, Evans, Leslie Howard… todos. Una docena de álbumes.
—Yo lo vi con Richard Burton.
—Yo nunca lo he visto —dijo él prosaicamente—. ¿Y por qué está leyendo
Hamlet?
—Hay una frase que me fascina —se rió—. Es como escuchar una y otra vez tu canción favorita. Siempre te coge de sorpresa.
—¿Qué frase? —preguntó.
Ella volvió las páginas al segundo acto, la escena segunda y leyó: Porque aunque el homicidio no tenga lengua, puede hablar por los medios más prodigiosos.
El vuelo a Los Ángeles fue anunciado.
—Ahí voy yo —dijo él.
—Yo también. ¿Le puedo echar una mano?
—Se lo agradecería. Mi nombre es Ralph Forbes.
—Charlotte Vincent.
El camarero los vio salir juntos del bar. Se volvió al barman.
—Fino de verdad —dijo refunfuñando—. Probablemente ella le robe todo lo que tenga.
El Ojo pensó exactamente lo mismo.
Mientras iban caminando por la rampa, ella echó una ojeada a los demás pasajeros.
—¿Busca a alguien? —preguntó Forbes.
—Pensé que quizás… un amigo mío pudiera haber venido para despedirse.
Él presionó su muñeca.
—Tranquila —le susurró.
Ella lo miró, sobresaltada.
—¿Qué?
—Su pulso —dijo él—. Va demasiado acelerado. Tenga cuidado con la hipertensión.
—Odio volar.
—Yo la cuidaré —la palmeó afectuosamente en el brazo—. Nada le ocurrirá yendo conmigo.
Ella lo miró fijamente.
Se hallaban sentados en medio del silencioso y sereno murmullo de la cabina de primera clase, a 1.200 metros sobre Pensilvania.
Ella observó su perfil por el rabillo del ojo. Tenía una nariz aguileña y una barbilla como una C obstinada. En su mejilla había cortes de afeitado.
Abrió la cremallera de un bolso de viaje y sacó una bolsa de caramelos.
—Tome uno. Se supone que calma los nervios.
—No, gracias.
—Entonces ¿un poco de chicle? —Sacó un paquete—. O, ¿qué le parecería…? —Rebuscó en el bolso y sacó una caja roja—. ¿Un toffee de fresa y crema? Son de Inglaterra. Callard y Bowser, Londres.
—¡Vamos, Ralph!
—¿Qué?
—¡Chicle, caramelos! —se rió—. Espero que no piense que soy una niñita. Quiero decir… que no lo soy.
—Soy bastante consciente de eso.
—Bien, temía que luego me ofreciera un cómic.
Él desenvolvió un toffee; se lo comió.
—Tiene aproximadamente… —vaciló—. ¿Veinticinco?
—Sí, aproximadamente.
—Y es muy alta, de veras. Tan alta como yo.
—¿Y qué más soy?
—Lleva puesto un abrigo de piel. —Tocó su hombro—. ¿Es que no se lo va a quitar? Se va a asar.
—No, estoy bien… Dígame más.
—Fuma cigarrillos extranjeros.
—Gitanes. —Abrió la pitillera de oro y le ofreció uno. Él lo aceptó con dedos hábiles. Se lo encendió.
—Ha estado recientemente en una piscina —dijo él.
—¿Y cómo lo sabe?
—Por su cabello. —Olisqueó—. Cloro. Es aún más fuerte que el coñac que ha estado bebiendo.
Ella cogió un chicle, lo desenvolvió y lo masticó.
—Espero que no se haya molestado, Charlotte…
—No, no.
—Sí lo está.
—Por supuesto que no.
—¡Soy un caso! —Sus manos se movieron con torpeza, volcando el bolso de viaje, tirando chicles y caramelos—. ¡Imagínese, decirle a una mujer que le huele el aliento!
Ella recogió las bolsas y los paquetes, y los metió de nuevo en el bolso. En su regazo había cinco billetes de cien dólares sujetos con un clip.
—Son mis napias —dijo él, pellizcándose la nariz aguileña—. Me guían. Puedo oler la lluvia inminente, los terremotos, los huracanes, los incendios forestales, los cambios de temperatura…
»Una vez, cuando era niño, abajo, en Tijuana, yo (ella) salvó la vida a mi madre. Estábamos de picnic en el bosque y olí una serpiente entre los matorrales. ¡Un olor espantoso! ¡Primitivo! ¡Horroroso!
—¿Cuánto…? —empezó a preguntar ella, luego vaciló.
—¿Qué?
—Nada.
—¡Por favor! —Le puso la mano en el brazo.
—¿Cuánto tiempo lleva así?
—Desde siempre.
El avión pegó un violento bandazo. Alguien dejó escapar un grito en un asiento cercano.
Él le apretó el brazo.
—No tenga miedo —le susurró.
—No lo tengo —dijo ella, y puso el dinero en su bolso de viaje.
El Ojo estaba sentado en un asiento de popa, terminando todos los crucigramas de su revista. Todos, excepto el número siete. Que se joda. Lo puso a un lado y abrió un periódico matutino. El titular era sorprendente, pero los hechos, parcos. Policía muerto a tiros en una habitación de hotel, Irwin Sheen. Cuarenta y seis años. Vernon Boulevard, Queens. Divorciado. Dos hijos, de dieciocho y veintiún años de edad. Con su propia arma. Dafne Henry. Veinticinco años. Iola, Kansas. Paradero actual desconocido. Se busca para interrogar.
No mencionaban el huésped desconocido de la habitación de al lado que desapareció a la misma hora que ella, pero supo que también se le «buscaba para interrogar». La policía nunca dejaría pasar una coincidencia como ésa sin investigarla. Que se jodan. Él se había registrado en el Park Lane con nombre falso. Utilizó otro nombre cuando compró el pasaje de avión. Dafne Henry en realidad nunca existió. Tampoco Erica Leigh. Tampoco él.
Llamó a la azafata y pidió un coñac.
Que se jodan.
Salieron del edificio del aeropuerto y se pararon bajo el sol caliente. Forbes la tocó.
—¿Aún lleva puesto el visón? ¡Quíteselo, por amor de Dios!
—No puedo. —Ella sonrió.
—¿Por qué no?
Un chófer uniformado se acercó a ellos.
—Buenos días, señor Forbes.
—¿Eres tú, Jake?
—Sí, señor. Siento llegar tarde.
—Ah, no tiene la más mínima importancia. Estoy en buenas manos. Jake, ésta es la señorita Vincent. Vamos a dejarla en su hotel.
—Sí, señor.
El Ojo vio como se marchaban en un Bentley.
2
Ella se quedó durante tres semanas en el Beberly Wilshire. Se compró un nuevo vestuario y un coche. Un MG. Comía con Ralph Forbes casi a diario. Salían juntos todas las noches.Él vivía en un palacio en el Benedict Canyon. Su abuelo había llegado a California a principios de siglo, e hizo una fortuna en naranjos. Había una calle con su nombre en el centro de la ciudad de Los Ángeles. Su hijo se había casado con una rica petrolera. Ralph tenía una fábrica en San Bernardino: Forbes, Ropa deportiva, Inc. Había una Cosmética Forbes en Burbank, propiedad de su hermana, Joan. Había una galería Forbes en Sunset, llevada por su hermano Ted. Otro hermano, Basil, era vicepresidente de una cadena de televisión. Su tío era fiscal.
Charlotte Vincent los conoció a todos. Ahora verdaderamente estaba saliendo al descubierto, pero de una forma muy recatada. No obstante, el Ojo estaba preocupado. Si planeaba hacer lo de siempre, esta vez no llegaría muy lejos.
En octubre alquiló una pequeña casa en Oak Drive. La amuebló escasamente, como el templo de un asceta, cuarto por cuarto: unas cuantas sillas, dos pinturas, algunas alfombras, una cama, una mesa con bancos, un sofá y una mecedora. Ralph le regaló un Dual 1249 de trescientos dólares, y ella comenzó a comprar discos. Bach, Verdi, Ravel, Shakespeare, Chopin. Ted Forbes fue el responsable de las pinturas: un Thomas Eakins y un William Parker. Joan Forbes le dio una caja de champagne. Una noche cenaron allí todos juntos: Ralph, Joan, Ted, Basil y Charlotte. Charlotte cocinó un Navarin aux navets nouveaux, y sirvió de postre una tarte au citron meringuée. Después fueron a ver una película a Hollywood. Ralph y Jake, el chófer, trajeron a Charlotte a medianoche y la dejaron en su puerta. Ella se quedó toda la noche sentada en el salón, fumando Gitanes.
No había ningún lugar en la vecindad donde el Ojo pudiera esconderse, así que se trasladó a una pensión en La Ciénaga, a dos manzanas de distancia. Ahora, él también tenía coche, pero como no podía pasar arriba y abajo por la calle una docena de veces al día sin llamar la atención, se convirtió en niñera.
Compró una peluca. Y un vestido, un par de zapatillas playeras, una capa y una toca. Y mañana y tarde andaba con dificultad de acá para allá por Oak Lane y Oak Drive empujando un cochecito de bebé que contenía un niño de plástico, pasando por delante de su casa.
Al principio se sintió grotesco, como si fuera un travestí desgarbado. Pero había unas cuantas niñeras más vagando por las calles con cochecitos, y no parecía más extravagante que ellas. Se mezcló en su procesión, teniendo cuidado de no acercarse mucho a ninguna.
Entonces revivieron lejanos recuerdos. Comenzó a imaginar que era padre otra vez, que el fardo del cochecito era la pequeña Maggie. Tenía cuatro meses, estaba envuelta en lana brillante, sin sonreír, mirándole fijamente con unos ojos muy abiertos, ojos solemnes azul celeste. Imágenes y aromas hacía tiempo olvidados regresaron a él… su menuda, casi inexistente hija en la cuna, en el baño, a la luz de la lámpara, en la oscuridad… su bautizo, sus berrinches, sus frascos, polvos y ungüentos, sus fiebres, su sueño, sus paseos… ¡Todo había pasado tan deprisa!
Apenas había llegado a conocerla. En realidad, no había habido tiempo suficiente para los recuerdos.
Luego, un día ya no estaba.
Pero ahora había vuelto. ¡La había encontrado de nuevo, tal y como siempre pensó que ocurriría… en los Beverly Hills de todas partes! Ella creció… seis meses, diez meses, quince meses… desapareció su roja y arrugada tosquedad de recién nacida, se volvió suave y resplandeciente, dorada y solar. Comenzó a repetir las palabras que él le enseñaba: árbol… calle… mano… papá… cielo.
Le compró un sonajero y una muñeca de trapo en una tienda, en Wilshire.
Sabía que se estaba volviendo loco de atar, pero le importaba un carajo. Su felicidad era demasiado aguda; anestesiaba todo lo demás.
Hizo un pacto con ella, una alianza que era el punto culminante de toda su locura. Le pidió que le prometiera que cuando ella muriese, se le iba a aparecer, tan a menudo como quisiese, pero al menos una vez, así él sabría que estaba muerta y dejaría de buscarla. Ella le dijo que lo haría. Incluso escogieron el lugar del encuentro: debajo de un roble en algún sitio, al anochecer, justo antes de que llegase la noche solitaria.
Y mientras tanto, observaba a Charlotte. La vio lavar el coche, abrir y cerrar persianas, volver a casa con las bolsas de la compra, andar por sus habitaciones, de pie en el patio con las manos en las caderas.
Por la noche desechaba el disfraz y se agachaba detrás de su garaje, para atisbar a través de sus ventanas.
Una noche Forbes la visitó y no regresó a su casa.
Se sentaron en el sofá, vieron juntos la televisión hasta las once, luego ella lo condujo a su dormitorio.
3
A las seis estaba de vuelta en la oficina de la señorita Gómez.
—¡Tiene un antecedente! —anunció radiante la señorita Gómez. A los del registro siempre les encantaba descubrir fechorías—. Estado de Nueva York.
—¿Ah, sí? —Temblaba como una hoja. Ocultó sus manos en la espalda—. ¿Se la busca por alguna cosa, señorita Gómez?
—No. Cumplió la condena. —Abrió una carpeta y sacó un informe de la Watchmen. Él lo cogió, agarrándolo con rapidez para encubrir su temblor.
Intentó leerlo. Lo veía borroso.
—Vamos a cerrar —dijo ella—. Venga, le invito a tomar algo.
—Me encantaría. —Se restregó los ojos—. Pero en cualquier otro momento. Tengo que estar en… en… he quedado con alguien dentro de cinco minutos.
Dobló la hoja y salió apresurado hacia los ascensores, se sentía como Dolly Madison cuando huía de la Casa Blanca ardiendo con la declaración de Independencia entre las manos. ¡Jesús! ¡Tenía que echar una meada! Ella tenía un antecedente. No era de extrañar que se pusiera guantes. ¿Y ahora qué haría Baker? ¿Qué podía hacer? ¡Nada! Por supuesto que llevaba guantes. Cumplió una condena. Eso significaba que había una fotografía de su cara archivada, y que si la identificaban, la podían poner en circulación. Pero ¡un momento! También había fotografías de Josefina Brunswick. ¿Y qué pasaba con esos fotógrafos de la boda cuando se casó con el doctor Brice? Esas imágenes podían circular también. Si encontraban el cadáver de Brice… ¡Dios! Sólo se necesitaba un leve empujón para que le cayeran las jodidas cartas sobre la cabeza. Los capricornio deben de ser unos jugadores fanáticos.
En el ascensor, dos mujeres se fueron apartando poco a poco de él, incomodadas porque no se estaba quieto. Que se jodan. Y que se joda Baker también. ¡Formidable! ¡Tenía que echar una monstruosa meada! ¡Era abominable!
Abajo, en el vestíbulo, encontró el lavabo. A continuación salió, y fuera, se sentó en un banco, en la Central Avenue. No, un momento, Gómez podría encontrarle allí. Se metió en el coche y condujo hasta el Hollywood Bowl.
Aparcó en una cuesta remota, temblando todavía. Se quedó allí sentado un momento, mientras golpeaba con los dedos el parabrisas. Luego leyó el informe, tapando su nombre en la primera línea con el dedo gordo.
NOMBRE
FECHA DE NACIMIENTO - 24 diciembre, 1952.
LUGAR DE NACIMIENTO - Trenton, N. J.
SEÑAS - 1952-1963, calle Tyler, 127, Trenton.
REFERENCIALES - N. J. 1963-1970, Hogar Municipal de Niñas Mercer, Mercerville, N. J. 1970-1971 Encarcelación. 1971 presente X.
LUGAR DE CONDENA - White Plains, N. Y. 1970.
CARGO Y SENTENCIA - Robo de coche. 13 meses, Granja Penitenciaria de Mujeres, Norwich, N. Y. Ago 70-Mayo 71.
Se oyó un rugir de motores. Una docena de chicos y chicas en motocicletas llegaron por la carretera dando brincos. Llevaban gafas, cascos de rugby y chaquetas de cuero blasonadas con estrellas rojas. Pasaron en un tifón de polvo y ruido.
El Ojo levantó el dedo gordo y leyó su verdadero nombre: JOANNA ERIS.
4
En diciembre alquiló una tienda vacía en el centro de la ciudad, un pequeño rectángulo moderno de cristal y ladrillo en la calle Hope. En menos de quince días se convirtió en una librería: La Biblioteca.
Justo al cruzar la calle había un hotel, el Del Río. El Ojo se instaló en el cuarto frontal de arriba, manteniendo a su vez su alojamiento en la pensión de La Ciénaga.
Durante la restauración de la tienda, ella llegaba cada mañana temprano y se quedaba allí todo el día, supervisando el trabajo de los pintores, carpinteros y electricistas. A la una llegaba el Bentley, y ella y Ralph, sentados en una esquina, trataban de mantenerse fuera del camino de todos. El chófer, Jake, se quitaba la chaqueta y se pasaba la tarde serrando tablones y clavando clavos. El único problema que tuvieron fueron las bandas de motoristas, bramando arriba y abajo, aterrorizando a los peatones y, de vez en cuando, tirando algo a las ventanas.
El Ojo se quedaba sentado en su habitación, observándolo todo a través de unos prismáticos.
El día de la inauguración todos los Forbes estaban allí, descorchando botellas de champagne y repartiendo bandejas de sándwiches. Charlotte y Joan colgaron retratos de Proust y Hemingway, Conan Doyle y Joyce en el escaparate. Basil se sentó en un taburete y tocó canciones populares con una cítara. Ted se quedó fuera, invitando a entrar a los transeúntes a tomar una bebida. Un autor de bestsellers, amigo de Ralph, entró casualmente y firmó ejemplares de su última novela. Una multitud se arremolinó en la acera. Dos estrellas de cine aparecieron y se dejaron hacer fotografías.
Hacia el mediodía, más de mil clientes habían comprado libros, vaciando la mitad de los estantes.
Era Nochebuena, el cumpleaños de Joanna Eris.
5
Joanna pasó por delante. Sujetaba su bastón y le daba vueltas.
—Yo quería ser majorette —dijo ella—. Pero no podíamos costeárnoslo. El uniforme valía cincuenta dólares. Eso quedaba muy lejos de nuestras posibilidades. —Lanzó el bastón al aire, lo recogió—. Solía practicar durante horas. Con un palo, Papá me prometía una y otra vez que, tan pronto como tuviéramos algo de dinero en el banco, todo iría bien. Pero nunca tuvimos ningún dinero y nunca salía nada bien.
Ralph dijo algo.
—Él era de todo —continuó ella—. Fontanero, camionero, empapelador. Lo que se te ocurra, barman, reparador de televisiones, jardinero, basurero, albañil. De todo y nada. Un verano —se le quebró la voz; tosió—, un verano vendió enciclopedias a domicilio. O lo intentó. No vendió ni una. —Hizo girar el bastón, se le cayó—. El peor trabajo que tuvo… ¡fue acomodador principal del Mayfair! ¡Dios! —Recogió el bastón y lo colocó en una silla—. El Mayfair era un cine en la calle Broad. Vestía un uniforme rojo con grandes botones, charreteras y capa, una capa malva, y un pequeño sombrero redondo…
Se acercó a la ventana. El Ojo se puso en cuclillas.
—¡Cogía las entradas en el vestíbulo, y tenía un aspecto absolutamente ridículo! Con un… un… no sé qué. —Fue hacia el Dual y lo encendió. Cogió un disco del estante—. Ya era tremendo cuando era fontanero y solía llegar a casa apestando a mierda, ¡pero ese uniforme! Todas mis amigas del colegio lo vieron, mis profesores, los vecinos.
El disco estaba sonando.
—Pero entonces, gracias a Dios, lo despidieron… como siempre. Ese fue el invierno en que murió mi madre, en septiembre. Y allí nos quedamos, nosotros dos solos. Para entonces ya no trabajaba en nada. Estábamos completamente arruinados. Septiembre. Octubre. Noviembre.
Iba de un lado a otro del cuarto, restregándose las manos, pellizcándose el dedo ganchudo.
—Diciembre. Nos iban a desalojar de la casa. Una tarde llegó un hombre y nos cerró el agua y la electricidad. Era mi cumpleaños. El 14 de diciembre. Cumplía once años. Papá se las arregló no sé cómo para comprar un árbol, y lo adornamos con tiras de papel. Una mujer vieja que vivía en la misma casa, la señora Keegan, me dio unas peras. Ésa fue nuestra cena. Luego salimos a dar un paseo. Vagamos por las calles como un par de desposeídos, mirando las luces navideñas. Nevaba y la gente aún seguía de compras. Había unos tipos vestidos de Santa Claus en las esquinas que tocaban campanas. Yo estaba helada. Nos metimos en unos grandes almacenes para calentarnos.
Fue hacia el Dual y volvió a poner el mismo disco.
—Esta música sonaba por los altavoces. La Paloma. —Se quedó mirando el disco que giraba—. ¡Era tan increíblemente maravillosa! La canción más hermosa que nunca había oído. Me hizo llorar. Pensó que yo lloraba porque él… porque él… Yo estaba ahí de pie sollozando, ves, y él pensó que era porque no podía ofrecerme ningún regalo. Así que dijo: «Espera un minuto, te traeré algo». ¡El pobre! Intentó robar un jersey y lo pescaron. Yo salí corriendo de la tienda. Fui a casa y le esperé. Le esperé toda la noche. A la mañana siguiente vinieron dos policías y me dijeron que estaba muerto.
Pasó por delante de la ventana.
—Estaba muerto. Tuvo un ataque de corazón en la comisaría. Él sólo… él… —Se le abrió la boca. Se mordió el dedo. Un chasquido de profundo dolor le recorrió la garganta y le estremeció el cuerpo. Se dejó caer en el suelo y se sentó sobre la alfombra, la mirada desorbitada, con la cara bañada en lágrimas.
Ralph se puso en pie y se adelantó, buscándola a tientas. Chocó contra una silla, volcándola.
—¡Charlotte!
Sus manos anhelantes la encontraron y la apresaron. Se arrellanó tras ella y la tomó entre sus brazos.
Ella se reclinó contra él, gimiendo débilmente.
—¡No puedo esperar al día del Juicio Final —gimió—, cuando pueda estar ante Dios, y decirle lo mucho que le aborrezco!
El Ojo se marchó a la calle.
6
Al día siguiente tomó un avión para Nueva Jersey.
El Hogar Municipal de Niñas Mercer era puro Charles Dickens. Paredes mugrientas, un patio sucio de hollín, ventanas puercas, arcadas de mazmorra. Parecía una imagen retrospectiva de la época victoriana.
1963-1970
Joanna Eris.
Una fila de niñas con delantales grises salía de un cobertizo, todas llevaban cubos. Otras barrían una entrada. Dos más cambiaban la rueda de un camión levantado con la ayuda de un gato en el patio.
Un tipo delgado, calvo, de aspecto borroso, vestido con algo que parecía un uniforme de conductor de autobús, condujo al Ojo a través de un pasillo. Golpeó respetuosamente en una puerta, lo hizo pasar a la guarida de una mujer vieja llamada señora Hutch.
Tenía unos setenta años, cuello de morsa, hinchada, mezquina, carnívora.
—¿Joanna Eris? Sí, la recuerdo. —No le invitó a tomar asiento—. ¿Qué es de ella?
—Mi compañía está intentando localizarla. Un tío suyo muerto de West Virginia le dejó algún dinero del seguro.
Le dio una de sus tarjetas falsas. Ella no se molestó en cogerla.
—Probablemente esté en Sing Sing.
—¿Es allí donde suelen acabar sus antiguas alumnas, señora Hutch?
—En los últimos años, señor Sabelotodo —cogió una regla, la desplazó por la mesa de izquierda a derecha—, quinientas treinta y seis jovencitas han salido de esta institución, y ahora todas se hallan bien colocadas, todas y cada una de ellas.
—Eso es admirable.
—Yo también lo pienso. Estamos muy orgullosos de nuestro record. Una de nuestras antiguas alumnas, como usted las llama, está ahora en el gobierno, de secretaria particular del gobernador de Nueva Jersey. Otra es supervisora de teléfonos Bell, a cargo de cien centralitas.
—¿Y Joanna Eris?
—Joanna Eris —cogió un lápiz y lo movió— fue uno de nuestros raros casos de estudiantes que abandonan. Se marchó de aquí con dieciocho años. ¡Y menudo alivio!
—¿No le gustaba, señora Hutch?
—Era una lianta y una ladronzuela. Insubordinada, viciosa. Una malhablada, una pequeña inadaptada de ojos gatunos.
—¿Y adonde fue cuando se marchó?
—A Trenton. Trabajó durante dos meses en la General Motors. Luego fue despedida. El jefe de personal me llamó un día y me dijo: «Lo siento, señora Hutch, simplemente no se puede quedar aquí». Y me preguntó si era retrasada.
—¿Y qué le contestó?
—Le contesté que el asunto no era de mi incumbencia. —Volvió a desplazar la regla de derecha a izquierda—. Luego fue a Nueva York, y fue detenida por hurto. —Su falsa cabeza de abuela se hundió aún más en su cuello seboso, y lo miró con ojos entrecerrados—. ¿Se trata, en realidad, de un seguro? —preguntó.
Se quedó completamente sorprendido.
—No comprendo, señora Hutch…
—¿No estará —le sonrió tristemente— pescando, por casualidad?
—¿Pescando?
—Intentando poner un pleito a la casa después de estos años. —Él se rió rotundamente—. Ella me dijo que un día me demandaría. Y no me extrañaría nada de su parte. Pequeña fresca descarada.
Él no tenía ni idea de lo que le estaba diciendo. Esperó.
—Fue culpa suya. Como cuando ocurrió aquello de la electricidad. Casi se electrocutó jugando con los plomos. Fundió las luces de todo Mercerville. O como cuando trabajó en la cocina. Una vez se dejó el gas encendido toda la noche. Nos podía haber matado a todas.
Desplazó un pisapapeles por la mesa.
—Siempre estaba destruyéndolo todo. Era torpe, inepta, incapaz de tocar algo sin romperlo. Arruinó tres máquinas de coser. Tuve que reponerlas. Metió el codo por la ventana del invernadero, hubo que darle cinco puntos. Si tuviera que enviarle una cuenta por todo el destrozo que causó, le costaría una fortuna. No puede culpar a nadie más que a sí misma por lo de su mano.
—¿Su mano? ¿Se refiere usted al dedo?
—Pura negligencia.
—¿Cómo ocurrió?
—¿Lo ve? Usted está pescando.
—No estoy pescando, señora Hutch. ¿Cómo ocurrió?
—Con una hoz.
—¿Una hoz?
—Cortando el césped.
Miró tras ella. Colgando de la pared tras la mesa, había un retrato al óleo polvoriento de una hermosa mujer con un rostro tímido y asustadizo.
—¿Quién es? —preguntó.
Ella se volvió, levantando la vista.
—Yo. —Su boca se torció—. Una de nuestras chicas lo pintó. En 1929. El año del crack. Herbert Hoover. Todo el mundo recibía ayuda estatal, pero mis niñas tenían tres comidas satisfactorias al día. Tenían carbón en invierno y una semana de vacaciones en Atlantic City cada verano. Hoy nadie se acuerda de la Depresión. No duró mucho, alabado sea Dios. Todo pasa. —Desplazó un par de tijeras de la mesa—. El tiempo pasa. Me gustaría saber qué aspecto tiene Joanna. La pequeña zorra.
7
Cogió el tren de mediodía para Nueva York. Condujo hasta White Plains, primero al Palacio de Justicia, donde leyó una copia de su juicio, luego a una estación de servicio en la avenida Hudson, donde habló con un mecánico jorobado metido en un foso. Se llamaba Zaleshey.
—Sí. Claro —dijo pensativamente—. Una chavala guapa de veras. Como vestía esa clase de mono blanco, los tipos le tocaban la bocina al pasar. No duró mucho. Un par de meses. Trabajaba en la oficina, con el señor Wozniak. Y en los surtidores, cuando no dábamos abasto. Un día se subió a un Lancia Scorpio nuevecito, simplemente arrancó y se fue. La policía del estado la arrestó muy lejos de aquí, al norte, en algún lugar cerca de Albany. El propietario se cabreó muchísimo. Presionó al abogado del distrito para que la empapelaran, el muy jodido. Yo no entiendo por qué se armó tanto jaleo por eso. Ella tan sólo estaba dando una vuelta. Probablemente lo hubiera traído de regreso. Le cayeron trece meses.
8
En el vuelo de regreso a Los Ángeles hizo el crucigrama de The Boston Globe. Luego leyó hasta el final algunos prospectos de la TWA. En uno de ellos había un gráfico con las líneas aéreas de Europa. Estudió un mapa de Checoslovaquia. Sólo había una ciudad indicada, Praga (Praha), atendida por un vuelo de la Air France desde París. Sacó su revista del bolsillo y la abrió por el crucigrama número siete. Ciudad de Checoslovaquia. Cuatro letras. Pero estaba demasiado cansado para pasar por todo ello de nuevo. Dos veces había arrojado la revista al lado y pidió prestado Los Angeles Times a una mujer que estaba sentada cruzando el pasillo. Leyó sobre la economía. Leyó sobre la caída de la producción de acero. Leyó sobre los misiles soviéticos, sobre el Programme Commun en Francia, y el racismo en Rodesia. Leyó la página de sociedad. La señorita Charlotte Vincent y el señor Ralph Forbes anunciaron ayer su compromiso en una fiesta celebrada en el Mark Taper Forum…Se incorporó, despabilándose del todo. La boda ha sido fijada para abril…
Había una foto de la pareja, apoyados contra la rampa de una escalera, sonriendo. ¡Joder! ¡Más le hubiera valido figurar en la hilera de un Cuartel General de la Policía de Nueva York! ¿Es que se había vuelto loca? Todo lo que cualquier policía de homicidios perspicaz tenía que hacer era echarle un vistazo y… No, un momento. La miró de cerca. Vestía un brillante traje de noche Cardin, llevaba la cabeza envuelta con una cinta tipo turbante. Su rostro era una máscara adorable de dulce anonimato. No esa Dafne Henry. Tenía que admitirlo. No, ella no era nadie que cualquiera en Nueva York pudiera reconocer… o cualquiera en Chicago, tampoco. La señorita Vincent es de Nueva Jersey… Pero ¡qué descaro! La doctora Darras se sentiría orgullosa de ella.
El señor y la señora Newman felicitaron a la feliz pareja, al igual que hicieran Jodie Foster, el señor y la señora Warner, Le Roy, Lily Tomlin, LeVar Burton, Gore Vidal… ¡Una gala de futuros testigos!
—Por favor, puede ponerse en pie la acusada. Señor Newman, ¿reconoce usted a esta mujer?
—Sí.
—¿Es la misma mujer que usted conoce como la señora de Ralph Forbes, alias Charlotte Vincent?
—Sí, lo es.
—¡Protesto! La acusación está declarando por el testigo.
—Admitido.
—Señor Newman, ¿podría decir a la audiencia con sus propias palabras quién es esta mujer?
—Ella es la señora Forbes. La viuda de Ralph Forbes. Como usted dice, alias Charlotte Vincent.
¡Jesús! No lo conseguiría esta vez. Era demasiado insensato.
No tendría más remedio que pararle los pies.
Un accidente en la autopista bloqueó el tráfico durante más de una hora. Eran las ocho pasadas cuando regresó a la calle Hope. La Biblioteca estaba cerrada. Se aseguró de que aún tenía su habitación en el Del Río, y luego condujo hasta Beverly Hills.
¿Pararla? ¿Cómo? Tenía hasta abril para encontrar la manera de hacerlo. ¿O no? A lo mejor intentaba realizar la jugada antes del casamiento. Un viaje de quince días en coche a algún lugar… al desierto, la montaña o la playa. Un hombre ciego no era difícil de matar.
A lo mejor ya estaba muerto. Ella se podía haber largado. ¡Aquel viaje a Trenton había sido una completa idiotez! ¡Se había quedado sola durante tres días enteros!
Condujo por Oak Drive, aminorando la velocidad al pasar por delante de su casa. Suspiró con alivio. El Bentley se hallaba aparcado junto al bordillo.
Pero no era más que un alivio. ¿Y mañana qué pasaría? No, no podía esperar hasta abril. No tenía idea de cuándo, cómo ni dónde planeaba hacerlo. Todo su modelo se había vuelto caótico desde que llegó a Los Ángeles.
Giró por Oak Lane, subió por Ledoux, acortó vía Stanley Terrace de vuelta a Oak Drive.
9
Se despertó sobresaltado. ¡Claro que lo sabía! Sólo había una manera de evitar que matase a Ralph Forbes.A las nueve sacó su MG del garaje dando marcha atrás, y condujo hasta el Benedict Canyon. Pasó todo el domingo oculta tras los altos muros del Coliseum de Ralph.
A las 7:30 condujeron a Santa Mónica y cenaron en Nero’s. Le trajo de vuelta a su casa a las diez.
El Ojo entró por un oscuro agujero que había tras la propiedad. Trepó por la pared, cayó en un huerto. Avanzó por entre los árboles, su radar acariciaba la oscuridad para detectar posibles trampas.
Sintió un tenue latido de peligro… apenas un susurro en la hierba. Se detuvo, escuchó. ¿Una serpiente? ¿Un perro? ¡Ahí estaba otra vez! Esperó. Un diminuto erizo cruzó corriendo un trozo de césped iluminado por el claro de luna frente a él.
Continuó. Encontró un camino pavimentado, lo siguió pasando por delante de una pista de tenis y una piscina. La casa apareció ante él, tintada como un mausoleo.
El MG estaba aparcado junto a la terraza. Joanna y Ralph estaban al lado, riendo.
Se fundió entre las sombras, los observó.
—Pero tú tienes una familia enorme —le estaba diciendo Joanna—. Tías, primos y tíos que nunca se ven entre sí excepto en las bodas y en los funerales. Todos me han estado telefoneando, insistiendo en algo grande.
—Quiero una boda tranquila —explicó Ralph—. En una pequeña iglesia de pueblo en algún lugar. Después podemos invitarles a todos aquí para el asunto familiar.
—¿Y por qué no les ofrecemos un montaje, si es eso lo que quieren?
—Escucha, Charlotte, la idea de tener presentes a todos mis familiares, ahí sentados en sus bancos, observándome andar hasta el altar, esperando que me tropiece con algo, simplemente no me seduce.
—De acuerdo —se rió ella—. Pero en ese caso, entonces ¿por qué esperar? Vayámonos ahora mismo.
—¿Ir adónde?
—No lo sé. A San Luis, o a cualquier lugar.
—¿Esta noche?
—Claro.
—No podemos. Mañana tengo una entrevista con los auditores.
—Entonces mañana.
—¡De acuerdo! —La tomó entre sus brazos—. Mañana por la tarde. Es una cita.
Ella se desprendió de él, señalando el camino de entrada.
—¡Mira!
—Yo nunca miro, cariño. ¿Qué es?
—¡Un erizo! —Bordeó el coche, pasando delante de una hilera de crisantemos—. Está por aquí entre los matorrales —dijo—. ¿No es una señal de buena suerte, Ralph?
—¿Los erizos? Sí, creo que sí. Si es luna llena o algo así.
—¿Esta noche es luna llena? —Cogió un palo, hurgó con él alrededor de los zapatos del Ojo.
—¿Y cómo puedo saberlo? No, creo que está en cuarto creciente. ¿Estás segura de que no era una rata?
—Lo he visto. Aquí mismo. ¿Significaría eso que sólo seré afortunada en un setenta y cinco por ciento?
Ella se marchó unos minutos más tarde.
Ralph encendió su pipa y golpeó con su bastón las baldosas de la terraza mientras andaba hacia la parte trasera de la casa. Se detuvo, apoyándose contra un pilar.
—Sé que estás ahí —dijo—. ¿Qué es lo que quieres?
El Ojo dio un salto hacia atrás cuando el bastón le pasó rozando la cara. Rodeó a Ralph rápidamente y le pegó una patada en la rodilla, derribándole en el camino de entrada. Se abalanzó tras él, dirigiendo sus piernas. Le pegó con el canto de la mano en el muslo, falló y le arreó en la cintura. Ralph salió disparado por el suelo, relinchando agónicamente, pegándole furiosos bastonazos. El Ojo le machacó de nuevo, en el brazo, rompiéndoselo, Ralph gritó y forcejeó. El Ojo bailó a su alrededor atizándole en la pantorrilla. El golpe era doloroso, pero inofensivo. Tenía que romperle una pierna.
Intentó agarrarle del tobillo. Las sacudidas del bastón le obligaron a retroceder. Le pegó en la cabeza, luego en los riñones. ¡Una pierna! ¡Tenía que agarrarle una condenada pierna! Golpeó de nuevo en el muslo, volviendo a fallar, y le alcanzó en la tibia izquierda.
Las luces se iban encendiendo en las ventanas. Intentó un último y desesperado golpe. Éste cayó como un hacha sobre el zapato de Ralph y lo envió al césped, girando como una peonza.
Alguien gritaba en la terraza. El Ojo corrió a la parte trasera de la casa, cruzó un patio, subió precipitadamente varios peldaños de ladrillo. Intentó calcular su situación. El huerto estaba al este de la casa. La pared trasera daba al norte. Él se movía hacia el oeste, directo al Benedict Canyon. ¡Imposible! Giró a la izquierda… al sur. Pasó delante de un cobertizo, un reloj de sol, una sombrilla, sillas, un columpio. De nuevo a la izquierda… al este. Una palmas batieron tras él: ¡clap!, ¡clap!, ¡clap! Tres balas pasaron silbando. ¡Que se jodan! ¡Un rifle o una carabina! Una ráfaga le resonó en el oído. Un abejorro murmullador casi le tocó la nariz. ¡Rebotes! Subió una cresta, embalado. Árboles. El huerto. La pared. La subió a gatas, se desplomó en el remate, cayó. El agujero negro lo engulló.
—¡Eh! ¿Qué ha sido eso?
Una linterna se encendió. Vio dos figuras desnudas boca abajo sobre una manta a los pies de un sauce.
—¿Son los cerdos, George?
—¡Alguien ha saltado el muro!
Él pasó galopando delante de ellos.
—¡Ahí está!
El haz de luz lo siguió mientras salía del declive, alumbrándole el camino. Cruzó volando un claro, giró a la derecha… al sur… otra vez a la derecha en un arroyo… al oeste… hacia el final del Benedict.
Cinco minutos más tarde se encontraba a salvo en las entrañas de su coche aparcado en Sunset.
Pasó la mañana sentado junto a la ventana de su cuarto en el Del Río, observando La Biblioteca con sus prismáticos.
Joanna llegó a las ocho, la otra chica a las ocho y cuarto. Hicieron café en un hornillo. Joanna leyó el correo. Desempaquetaron una caja de libros, colocaron uno de ellos en el escaparate: Raíces, de Alex Haley. Un camarero de un restaurante que había más abajo en la calle les trajo una bolsa de bollos y tres peras. El primer cliente entró en la tienda, una mujer con un perro. Comenzó a llenar una bolsa de la compra con libros de bolsillo: cuatro… cinco… ocho… diez… una docena de ellos. Los libros de bolsillo estaban a la izquierda, los de tapa dura a la derecha, al fondo las novelas y delante los libros que no eran de ficción. A lo largo de la pared trasera estaba el mostrador. Las ediciones de lujo se hallaban colocadas en varios estantes en el centro de la tienda, y la mesa de Joanna estaba en un hueco, exactamente tras las novelas.
Entraron más clientes. Compraron cinco ejemplares de Raíces. Uno de ellos compró un gran volumen de Picasso con una sobrecubierta chillona por quince dólares. La mujer del perro llevó su cesta de libros de bolsillo a la caja registradora. Fue hacia el mostrador deprisa y corriendo, humedeció una pluma con la punta de la lengua y extendió un cheque. Lo rompió, hizo otro. Una chica con un sombrero tejano compró un voluminoso diccionario: veinticinco dólares. Un niño compró un álbum de Tarzán, que pagó con un puñado de monedas de cinco y diez centavos. La pluma de la mujer se quedó sin tinta. La agitó, la tiró al suelo, la recogió, la lamió, la raspó en el mostrador. Joanna le prestó un bolígrafo.
No se mencionaba a Ralph en los periódicos de la mañana ni en las noticias de las nueve. El Ojo esperaba que estuviera en el hospital, al menos por unas cuantas semanas. Una pierna rota le hubiera puesto fuera de circulación bastante más tiempo, pero asaltar a un hombre ciego no había sido tan fácil como había pensado. Tenía los brazos y las muñecas amoratadas de las marcas del bastón.
De todos modos, esa tarde no habría boda.
Los prismáticos le acercaron La Biblioteca, y Joanna estuvo frente a él. Se apoyaba contra el mostrador, una mano en la cadera, la otra sujetando el medallón de la cabra, haciéndolo girar entre los dedos mientras hablaba con un cliente.
De repente se giró y miró directamente al Ojo.
Ella sólo vio el tráfico que pasaba y el hotel al otro lado de la calle.
—¿Ocurre algo? —preguntó el cliente.
Ella se echó a reír.
—Alguien anda pisando mi tumba.
El Bentley se paró junto al bordillo. Jake se apeó rápidamente y abrió la puerta trasera. Ralph bajó a la calzada. Llevaba el brazo en cabestrillo y un pie liado con un pesado vendaje. Se ayudaba con una muleta.
El Ojo se levantó de su silla estupefacto, y bajó corriendo las escaleras hacia el vestíbulo. Salió a la acera justo cuando Joanna se precipitaba fuera de la tienda. Se quedó frente a Ralph, petrificada por la sorpresa. Él se encajó la muleta bajo el brazo y se rió. La besó, se dio una patada alegremente en el pie vendado, Jake también se reía haciendo muecas, boxeando con un adversario imaginario, hablando atropelladamente.
El Ojo cruzó la calle aturdido.
Se oyó un zumbido de motores. Un enjambre de motocicletas pasó como un rayo por su lado. Se volvió, vio los cascos de rugby, las negras zamarras con estrellas rojas, las mandíbulas peludas, los ojos saltones y desorbitados. Un chico rodó frente a él, a escasos metros de distancia, su cara de yac resplandecía, su boca se rajaba entreabierta en un gruñido salvaje.
El Ojo echó a correr.
El joven giró en seco y se lanzó zumbando tras él. El Ojo cruzó de un salto la calzada hacia un portal. La motocicleta rebotó tras él, rugiendo como una furia. Alcanzó a Ralph, lo envió haciendo piruetas, dando bandazos sin control a lo largo del bordillo, luego lo levantó por los aires y lo arrojó acrobáticamente al parachoques de un coche que pasaba en ese momento. Éste lo arrastró un bloque arriba, con los frenos chirriándole.
Joanna se abalanzó sobre el montón que yacía aplastado en la cuneta. Cayó encima, gritando, apretándolo entre sus brazos.
Y en ese mismo terrible instante, el Ojo supo que ella nunca había tenido intención de matar a Ralph Forbes.
Marc Behm
La mirada del observador, capítulos 6,7,8.
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Casa de citas / Marc Behm / La tormenta
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