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amá cree que todavía soy virgen. Sabe muy pocas
cosas de su niña linda. Sabe de las visitas del vampiro y los botones de mis
senos, pero no imagina que el olor de un hombre me atrapó en el mercado. Conoce
al hombre porque ese día fuimos juntas a su tienda a comprar un conejo, pero no
tiene ni la menor idea de la pasión que me arrastra. La tía Adela, que no vivía
con nosotros sino con un camionero desde hacía siete meses, tenía antojos.
Dejamos para el final la compra del conejo, después de recorrer todo el mercado
buscando unos zapatos. Mamá se midió treinta pares y compró los más feos. Luego
fuimos por la fruta y la verdura, la papa y la yuca, el café y el arroz. Yo iba
atrás, como siempre, cargando todo. Me dolían los brazos y los hombros.
Descargué mientras mamá regateaba.
─Señora, por ese precio
le puedo dar otro ─dijo el dueño, que entonces no era mi dueño sino del conejo
y del negocio─. Espéreme, señora, ya lo traigo.
Pasó por mi lado y su
olor me impregnó. Ni siquiera había visto su cara. Levanté los ojos porque era
más alto y vi sus bigotes espesos, sus cejas despeinadas, su nariz colorada, y
el olor no me dejó pensar. Me gustó el hombre. Calculé que me llevaba por lo
menos veinte años. Me gustó como nadie nunca antes en la vida me había gustado.
El hombre, que todavía no era viejo, trajo el otro conejo, uno gris, algo
pequeño pero toda una preciosidad. Se lo pedí, ansiosa. Toqué sus manos, suaves
y tibias, al recibir el animalito. Tal vez ese era el propósito de la petición:
tocarlo. Olí su cuerpo mientras acariciaba las orejas del conejo. Como mantenía
abiertos los botones superiores de la camisa, vi su pelaje de oso y sentí la
tibieza. Manos grandes, zapatos grandes y nariz ancha, un tanto aplastada,
nariz de boxeador, nariz de negro. Me imaginé acostada en su mano de King Kong.
Altagracia y la bestia. Sentí el viento en las piernas mientras me llevaba a la
cima del rascacielos.
Mamá
se negó a aceptar el conejo gris. Insistió con el primero que habíamos visto,
uno negro, gordo y tranquilo, con las puntas de las orejas blancas. Me aburrí
mientras llegaban a un acuerdo. El hombre, cansado ante la terquedad de mamá,
aceptó el trato con la sabida advertencia: “Salgo perdiendo, señora”. Le pedí a
mamá el conejo gris. “Cómprele el conejo a la niña”, dijo el hombre, pero no
agradecí su ayuda porque me dolió que no me viera como mujer. Qué idiota. Había
perdido la niñez al conocer su olor. Qué idiotas son los hombres, qué bestias,
no se dan cuenta de nada. En fin, mamá se negó a complacerme, y regresamos a
casa sin hablar, pero yo sabía que volvería por el conejo gris.
Lo
hice al día siguiente.
─Pensé
que vendría más temprano ─dijo el hombre.
Me
asusté.
─Se
le notó el gusto ─dijo el hombre─. Por el conejo, niña.
No
le vi sentido a la aclaración.
─Ya
no soy una niña ─dije, toda seria.
─Como usted diga,
señorita. ¿Partió la alcancía?
Acaricié
el conejo mientras sus ojos me recorrían, y acordamos el precio.
─No
puedo llevármelo ─dije.
─Se
lo guardo un rato ─propuso el hombre, creyendo que tenía otros asuntos
urgentes.
El hombre era mi único
asunto urgente.
─No puedo llevarlo a
casa. No lo quiero en un asado de mi mamá.
─¿Entonces qué vamos a
hacer?
─Usted me lo cuida y yo
le pago ─dije.
─Pero pronto va a estar
muy grande para tenerlo en el negocio.
─Se lo lleva a su casa
y voy a visitarlo.
–¿Cuándo?
─El domingo.
Desde el martes le dije
a mamá que iría a misa con Rosana. Imaginé la casa de muchas maneras. Imaginé
la visita de muchas maneras. Luego ya no quise imaginar nada. Que sea lo que
Dios quiera. Mientras la tía Adela se chupaba los huesos del conejo negro, el
hombre me esperó en el Parque Colón, sentado junto a una señora gorda que
regaba maíz a las palomas. Está asustado el señor, está sudando. Tuve que
aguantarme la risa porque había desempolvado la corbata y se había engominado
el pelo, como los actores antiguos. Aunque la chaqueta a rayas y los vaqueros
no combinaban, me pareció bonito, menos viejo que el otro día. Me dio un
caramelo cuya envoltura había retorcido como un alambre mientras me esperaba.
Llegué a tiempo, pero el hombre se había adelantado media hora. El lobo
hambriento reparte caramelos y mastica niñas tiernas. Preguntó por mamá.
─Simpática, la señora ─dijo,
sin esperar respuesta.
Caminamos tres cuadras
y ya estábamos en su casa. Vivía solo, aunque había mano femenina: orden y
limpieza, el piso reluciente, las cositas en su puesto. El bosque del lobo
huele bien. Vi el conejo gris, por supuesto.
─Está creciendo.
No se notaba, pero dije
que sí.
Había otros conejos,
como siete ratones, dos perros arrugados y una tortuga. Unos al aire libre,
regados por el patio y el solar, y otros, enjaulados. Había duraznos y mangos.
Había cosecha.
─¿Qué le debo?
─Todavía nada.
Me tocó los cabellos.
Me tocó y me asusté.
─Otro día vuelvo ─dije.
─¿Sin dársele nada?
─Como qué.
Saltó para bajar un durazno y me lo ofreció.
─Entonces otro día
vuelvo.
─Como usted diga,
señorita.
Sabía que era cierto.
Sabía que las ganas le pueden al miedo. No volví el domingo siguiente sino
mucho antes. Dejé el durazno en la mesita de noche y volví el jueves, sin
avisar. No de día sino como a las siete de la noche. Mamá tenía un velorio.
Alegué que me dolía la cabeza para no acompañarla. Me puse la faldita negra,
las sandalias, la blusita ombliguera y me pinté la boca. Tengo que preguntarle
el nombre, no lo puedo llamar “el señor del conejo”. ¿Tendrá mujeres? Sería
raro que no. Tomé el autobús en la Esquina de las Golondrinas. Busqué una
ventanilla y me imaginé desnuda en un bosque, perseguida por los lobos. “Mamacita,
ya está como para chuparle los huesitos”, me susurró un viejo baboso al oído,
haciéndome acordar de los antojos de la tía Adela. No tiene mujer, no tiene
hijos. Me levanté porque el viejo quiso descansar su mano en mi rodilla. Otro,
menos viejo, se quedó mirándome el culo mientras me estiraba para alcanzar el
timbre. Me bajé dos cuadras antes del Parque Colón y caminé despacio. La brisa
me manoseó por todas partes. La gorda ya no daba de comer a las palomas, que se
habían ido a dormir. ¿A dónde van las palomas sin dueño cuando ya no son hermosas?
Me lo había preguntado Adolfo, que leía mucho, que casi no hacía otra cosa. Escribía,
perdía el tiempo. Poeta. Había copiado de un libro la frase de las palomas. El
flaco Adolfo, con sus ofrendas de libros y caramelos. Los libros se me quedaban
a medias. Pobre Adolfito. Siempre estaba memorizando bobadas para soltarlas en
mi oreja, pero aquello de las palomas me gustó. ¿A dónde van? ¿Pierden las
plumas y se mueren de pena? Imaginé a la gorda rezando el rosario de rodillas,
junto a la cama, toda desplumada, mortificada por los malos pensamientos. En el
escaño, una parejita de novios se besaba. El muchacho descansaba una mano en la
rodilla de la niña, y la otra iba camino al seno izquierdo. Van a comerse. Se
meterán a una pensión de mala muerte y se gozarán toda la noche. Atravesé el
parque y recorrí las tres cuadras que faltaban. En la tienda de la esquina,
unos muchachos bebían cerveza mientras veían bailar a Michael Jackson en la
tele. Me solté el cabello antes de tocar. Se va a comer toda la cosita rica que
soy, se va a chupar los dedos. Hasta me da envidia el hijo de perra. Volví a
tocar y el hombre apareció, descalzo, despeinado, con un pocillo rojo en la
mano. Los perros arrugados me hicieron fiesta hasta que el hombre los espantó:
no quería competencia, por supuesto.
─Vengo a ver el conejo ─dije.
Ambos sabíamos que no
era cierto.
─Está en su casa,
señorita ─dijo el hombre.
─No me diga señorita.
─¿Acaso no lo es?
Por supuesto que lo
era.
─Me llamo Altagracia.
─Bendita sea ─dijo, y
casi se persignó─. Soy Antonio.
Nos dimos la mano. Me
sentí estúpida al ofrecérsela. No me la soltó. Al contrario, me apretó hasta
casi lastimarme, erizándome toda.
─Altagracia, bendición
del cielo, y san Antonio, patrono de las niñas perdidas ─dijo.
Se las ingenió para
llevarme de la mano hasta el solar, donde el conejo dormía. Los perros
arrugados batieron la cola pero no se acercaron. El conejo, en cambio, no me
reconoció. Me quedé mirándolo, con Antonio a mis espaldas.
─¿Qué tal el duraznito?
─Todavía no me lo he
comido ─dije.
Puso las manos en mis
hombros. ¿Y el pocillo? Las bajó como quien no quiere la cosa, volvió a mis
hombros y empezó a masajearlos. “La niña del conejo”, dijo en mi oreja. Antonio,
el señor del conejo. Me atormentó su respiración de caballo en mi oreja.
Antonio, Antonio. Cerré los ojos. Lo que Dios quiera, que así sea. Puso las
manos en mi cintura. Casi me abarcaba con sus dos manos. Me volteó y me besó en
la boca con dulzura, con cuidado, con suavidad. Entonces lo besé: le chupé la
boca y olí su pecho con descaro. No había nada más que decir: me llevó de la
mano hasta su cama y me desnudó. “El conejo de la niña”, precisó, con la mano
sumergida en mi entrepierna. “¿Sabes por qué a las niñas les dicen alcancías”,
preguntó sin apartar la mano de mi raja y me olió como un perro. “Preciosa
alcancía”, suspiró. Quise que fuese verdad de inmediato lo que en mi mente
había sucedido tantas veces, con él y con otros, hasta con el Juan de Jesús, el
camionero de la tía Adela. “Pero qué miel tan rica tienes guardada”, dijo con
voz ronca y la punta de su lengua corroboró la afirmación. Me besó largo rato,
me besó la boca, la cara, las orejas, el cuello, los senos, y luego me penetró.
Estuvo moviéndose una eternidad, hasta que dejó de dolerme, y se derramó. El
aroma vegetal del solar entró por las rendijas de la ventana. Vi una telaraña
en el techo, en una esquina, y una mancha en la pared: un dragón persiguiendo
una pelota. El hombre amasó mis pechos mientras descansaba, luego volvió a
galoparme y me desbarató. Me dijo cosas, me llenó de miel y palabras, y se
desmadejó, vacío, en mis orillas. El dragón desmigajó la pelota y se hinchó
hasta cubrir toda la pared. Tuve un pensamiento raro: vi el planeta Tierra como
una pelota perdida en la inmensa sala del Universo, y la gente agarrándose como
gatos, con uñas y dientes, para no caer al vacío. Me sentí sola. Supe que
estaría sola, que por mi vida pasarían los hombres, uno detrás de otro, pero
que siempre estaría sola. Para espantar los pensamientos, me levanté y me vestí,
como si fuese otra porque tuve que ordenarme: ahora los calzones y la falda, muchacha,
ahora el brasier y la blusa, querida, ahora las sandalias, niña. No me despedí de
Antonio porque se había dormido. Apagué la luz y cerré la puerta. En la
oscuridad confundí la cocina con la sala. Altagracia, estás perdida. ¿O eres una perdida? ¿Dónde estarán los
perros? Al fin me orienté y di con la puerta de la calle. Me hizo sudar el
mecanismo del seguro. Eres una perdida, Altagracia. Estaba a punto de
devolverme a despertar a Antonio cuando la puerta se abrió con un gemido.
Perdida, ligera, fácil, lo que sea, pero me había quitado un peso de encima,
como la niña que se hace agujerear las orejas para lucir los aretes. Dejé
sueltos dos botones de la blusa. Quería que me vieran las tetas. Caminé de
prisa y en el Parque Colón todavía encontré transporte para Atalaya. Sentí
curiosidad por los hombres que venían en camino.
Mamá volvió tarde a
casa. Olía a alcohol y había llorado. Tuve ganas de decirle:
─Estoy embarazada.
O:
─¿Quieres ser abuela
dentro de nueve meses?
Ni siquiera le dije una
frase que bailaba en la punta de mi lengua. Que había vuelto a casa llena de
semen. No se lo dije a nadie. “Ahora sé a dónde van las palomas cuando son
hermosas”, quise decirle a mamá. Me senté en su tocador y me toqué los pechos
recién lamidos. La vi dormida en el espejo. Le dije pasito:
─Hice el amor, mamá.
Le acomodé la manta y salí de su cuarto con pasos de
ladrón.
Me comí el durazno en
la cama, despacio, con mordiscos de ardilla. Envolví la semilla en papel
aluminio y la guardé debajo de la almohada.
Soñé con un árbol por dentro.
Las ramas crecían hasta asomarse por mis orejas.
El vampiro me visitó a
mitad de mes. Quise correr a ver al hombre, pero preferí esperar tres días,
cuando otra vez era domingo. Fui a verlo y me quedé toda la tarde, desnuda en
su cama, feliz. Al final olí todo su cuerpo, desde la cabeza hasta los pies. Al
final besé todo su cuerpo. No había una dicha mayor.
─Conejita ─dijo─. Ay,
conejita.
Luego, como ido, como extraviado, añadió:
─Putica.
Me estremecí. “Toda
tuya, papacito”, dije. Y fui su coneja, su puta, su perra. Le pregunté si podía
venir al día siguiente y dijo que sí. ¿Y al siguiente? Tenía una diligencia.
Pero el domingo sí, todo el domingo.
─Puedo venir a
plancharte la ropa.
No era necesario.
Alguien ya hace el trabajo, por supuesto, pensé. Otra mujer. Un árbol parecía
espiarnos a través de la ventana. Fui desnuda al solar y bajé los duraznos que
quise. Uno de los perros arrugados me lamió una pierna y el otro quiso olerme
la parte más sagrada. “Muchachos, todo esto ya tiene dueño”, les dije. Tropecé
y volví cojeando, con otra idea:
─Puedo venir a
prepararte una mermelada.
─Voy a chuparte las
teticas.
–Lo que tú quieras ─dije─. Puedes hacer conmigo lo que
quieras.
Me mordisqueó los pezones.
─Teticas de perra ─dijo.
Me dio una tanda de
cosquillas con el bigote, me bañó como si fuese una recién nacida, me enseñó a
enjabonarlo. Soñé que me exhibía desnuda en la calle y los hombres me arrojaban
monedas. Unas cuantas entraron en mi raja abierta, húmeda y hambrienta.
Lo vi con la frecuencia
que las mentiras a mamá lo permitían.
─Ya no paras en la casa
─dijo mamá─. Adolfo ha venido varias veces.
Adolfo no era santo de
su devoción, pero, en el fondo, ella prefería este culicagado a cualquier otra
cosa. Cualquier extravío con quién sabe quién. Adolfo, el niño tonto, ahora me
fastidiaba. Quería hacer cosas conmigo pero no sabía exactamente cuáles. Me
manoseaba y eso era todo. Ni él propuso ni yo le di la oportunidad de algo más
memorable.
La tía Adela vino a casa con su barrigota, patiabierta,
escoltada por el Juan de Jesús, el camionero, el negro de ojos torcidos, que se
veía más feliz que marrano estrenando lazo, y me dio envidia. Mamá los había
invitado a tomar chocolate con queso y almojábanas y se reían de todo. La tía
Adela jugueteaba con los hilos de queso. Me pregunté si la barriga todavía les
permitía hacer cositas.
─Entonces seré la madrina, qué honor ─dijo mamá, aplaudiéndose.
La tía Adela dio a luz
a finales de febrero y me sentí dichosa. Era una niña sonrosada y peluda, con
naricita de modelo y preciosas orejas.
─Mi mamá era blanca ─dijo
el camionero, más negro que el carbón, para evitar malentendidos.
Si era blanca la
señora, por qué el pobre Juan de Jesús salió tan negro. Y si era así de negro
el pobre, por qué la niña tan blanca. La tía Adela siempre había sido
brinconcita. Pero, por otra parte, Michael Jackson, negrísimo de nacimiento, tenía
hijos blanquísimos, y todo el mundo se comía el cuento. Disimulé la risa porque
de pronto me imaginé a Juan de Jesús todo blanco, con nariz de muñeca, mentón
partido, labios finos y cabello lacio. Juan de Jesús y Michael, divinos,
trayendo al mundo niños blancos como la nieve, con cirugías incorporadas: sin
narices aplastadas.
─Es Piscis, buena gente
─señaló la tía Adela, con súbito dolor de cabeza, refiriéndose a la niña, por
supuesto.
El negro soportó la
comedia en la casa y los chistes en la calle hasta que ya no pudo más: dijo que
iba a la esquina a comprar el pan, se subió al camión y hasta el sol de hoy.
─Me lo imagino amasando negras en Punta Gallinas ─dijo la
tía Adela, y añadió, muerta de risa─: Ahora no sé si esperarlo o salir a
comprar el pan yo misma.
Tuve ganas de una
criatura, de cualquier color, con nariz chata o respingona. Unas ganas locas y
urgentes. De niña quise una bicicleta y nunca se pudo. Unos patines, y tampoco.
Una Barbie, y menos. Alquilé una bicicleta grande, me caí un montón de veces y
me raspé las rodillas, las manos, los codos, en la pista del estadio, hasta que
aprendí, sin guía, sin manual de instrucciones. Nunca me trepé a unos patines,
juguete de niños ricos. Me embolataron con muñecas de trapo. De niña me
contemplaba en el espejo, esperando las teticas de la Barbie, y nunca pasaron
de este tamaño. Ahora quería un muñeco de carne y hueso. Me moría de ganas. Se
lo dije al hombre, que se rió en mi cara.
─Ya no estoy para esos
trotes.
─No lo vas a parir ─aclaré.
─Estás muy niña.
─Niña, pero me haces de todo.
Ya no se derramaba
dentro. O sí lo hacía, prefería mi boca u otro sitio. El hombre no quería un
hijo y me dolía.
─No voy a verte más ─dije,
y ambos sabíamos que no era cierto.
No dijo nada.
Lo veía cada vez que me
lo permitía: cada vez menos. Decía que tenía que cuidar a su madre, muy
delicada de salud. Nunca me la presentó. Alguna vez no encontré a nadie en
casa. Fui al negocio: cerrado. El vecino explicó que había viajado. ¿Y el
conejo? Volví a la casa de Antonio a los tres días y no me dio ninguna
explicación. Le fui sacando la historia con ganzúa pero se contradijo en los
detalles. Primero dijo que había viajado a Pamplona a chupar frío y luego que a
Sacramento por un negocio que no entendí, primero dijo que en tren y luego que
en autobús, que había dormido en un hotel y después que donde unos viejos
amigos. Aburrido, me preguntó si podía llevarme el conejo.
─No, aquí se queda
mientras sigamos juntos.
Terminé por llevármelo.
Me lo llevé el día que una mujer me abrió la puerta y supe a dónde iban las
palomas cuando ya no eran hermosas.
─¿Antonio?
Piernas flacas, tetas
grandes, pelo pintado. Me pregunté si las tetas también serían falsas. No era
la madre, por supuesto. Quise decirle, para ofenderla, obviamente, que se veía
que no era la mamá de Antonio pero que tenía la edad para serlo.
─Sí, pero está dormido ─dijo
la mujer, mordiéndose el labio.
─No importa, vengo por
el conejo.
Fui detrás de la mujer
hasta el solar.
Qué culo.
─¿Y los perros?
─Se vendieron.
Creo que exageró el caminado a propósito, como para
restregarme las diferencias. ¿Qué puede hacer una, madre mía, con estas teticas
de perra hambrienta y este culo de muchacho? Me sentí como una inmunda
lagartija, ni más ni menos.
─¿Y qué le digo a
Antonio, niña?
─Que ya no se preocupe más por la perrita.
─Será por el conejo ─corrigió
la fulana.
─Y que tampoco se
preocupe más por el conejo.
Se lo llevé a mamá, que
lo preparó para el bautizo de Almendra, la niña de la tía Adela. Todos reían,
todos tan felices, tan alborotados. Hasta
la tía Adela, que ya le tenía reemplazo oficial al negro, se retorcía en la
silla. Se me salieron las lágrimas mientras se chupaban los huesitos. Adolfo
había venido a la fiesta. Me sacó a bailar. De pronto se me ocurrió decirle:
─Tengo un conejo que
quiero que veas.
Lo llevé de la mano al
fondo del solar, más allá de la casa del perro que se nos murió de viejo,
detrás del durazno. Me quité los calzones y me subí el vestido.
─Haz lo que quieras ─dije.
Es la primera vez que leo este cuento, por recomendación de alguien. Amé profundamente el texto y a Altagracia. Las letras llegan siempre que uno las necesita y de la forma que las necesita. Es un cuento que me ha movido profundamente el alma y el corazón. Sanador
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