Solentiname |
Archipiélago Solentiname
Ernesto Cardenal creó una comunidad cristiana, revolucionaria y artística de fama mundial, perseguida primero por Somoza y luego por Ortega, que es uno de los legados del poeta y sacerdote nicaragüense
Carlos Salinas
México, 6 de marzo de 2020
Tengo en mi casa de México una pintura primitivista que muestra a Ernesto Cardenal llamando a misa en la isla Mancarrón, en el Archipiélago Solentiname. El cuadro, firmado por el maestro primitivista Rodolfo Arellano, es simbólico para mí: es mi conexión con Nicaragua —país que tuve que dejar por el asedio de Ortega a los periodistas críticos con su régimen—, pero también con el poeta Cardenal y lo que significa su poesía: compromiso, ideales, búsqueda de la belleza, denuncia e innovación. Cardenal es el poeta de Solentiname, ese grupo de islas localizadas en el Gran Lago de Nicaragua o Lago Cocibolca, donde vuelan libres las garzas y habitan enormes reptiles que asoman sus poderosas mandíbulas bajo el sol tropical. Allí Cardenal fundó una comunidad de artistas. Allí se involucró en la lucha contra la tiranía de Somoza. Allí se refugió para buscar su espiritualidad. Y desde allí escrutó el Universo para componer una de las obras más bellas de la lengua española: su monumental Cántico Cósmico.
Ahora que ha fallecido el poeta considerado la voz moral del sandinismo —esa corriente política mancillada por Daniel Ortega— es oportuno recordar que él convirtió a Solentiname en un lugar mítico (como García Márquez con su Macondo, Juan Rulfo con su Comala o Faulkner y Yoknapatawpha), una comunidad hermosa donde del arte y la búsqueda de la belleza se convirtieron en un objetivo común, después de que sus campesinos y pescadores aprendieron a leer y escribir; donde la comunión no solo fue una conexión con lo espiritual, sino también una forma de resistencia y de protesta; donde la pintura antiquísima que sus mujeres plasmaban en barro, como si se tratara de un don antediluviano, se convirtió en una corriente artística que pronto se expondría en galerías de medio mundo, con coleccionistas de arte alemanes, gringos, holandeses ansiosos de hacerse con las mejores pinturas, viajando a Solentiname en un peregrinar insólito. Fue una comunidad cristiana, revolucionaria y artística, que pronto se convertiría en una piedra en el zapato de la infamia somocista, que no dudó en enviar a sus esbirros para arrasarla y asesinar a sus jóvenes revolucionarios, que, así como tiraban balas contra la ignominiosa dinastía, pintaban la voluptuosidad de la fauna y flora de Solentiname. “El padre Cardenal vio que había un talento en Solentiname y dijo que había que continuar lo que habían hecho nuestros ancestros”, me dijo Arellano cuando lo visité en su casa de la isla La Venada, golpeado por la diabetes, pequeño, frágil, pero aún hábil con el pincel. Arellano es uno de los herederos de aquel proyecto que Cardenal fundó junto a uno de los más grandes pintores nicaragüenses, Róger Pérez de la Rocha. “Fue un hecho determinante en mi crecimiento como artista educarme a la sombra de Ernesto Cardenal. Fue mi guía en esos años de juventud”, me dijo Pérez de la Rocha.
En este paraíso amenazado por un empresario chino a quien Daniel Ortega entregó la concesión para construir un Canal Interoceánico que es una fantasía cargada de corrupción —y que Cardenal denunció—, el poeta también escribió una de sus obras clave: Su Evangelio de Solentiname, hermosa interpretación personal de los evangelios, donde la justicia social, la fraternidad, el compromiso revolucionario y el amor cristiano se mezclan para retratar el mundo campesino de este archipiélago que era su lugar de retiro. Lo recuerdo una Semana Santa, encorvado, pequeño, arrastrando sus sandalias y con su inconfundible boina negra sobre la larga cabellera cana, entrando a la pequeña iglesia de Mancarrón para celebrar la misa en rebeldía, porque Wojtyla le había prohibido oficiar. Allí, sin subirse al altar de la iglesia adornada con peces de colores, leyó extractos de su evangelio.
Las noches en Solentiname las pasaba en su cabaña, amueblada con humildad, escrutando el cielo tirado en su hamaca. La brisa del lago menguaba el calor del trópico, mientras su mirada se perdía en las estrellas, tratándose de explicar las maravillas del Universo, el infinito que tanto lo atraía y lo hacía devorar revistas y libros científicos. En una entrevista con este diario me dijo que él era el creador de lo que llamó poesía científica y la obra principal de ese viaje galáctico fue su Cántico Cósmico, un encuentro casi sexual con las galaxias, los átomos y dios. “Somos polvo de estrellas”, escribió. “Seres esencialmente cósmicos: No podemos excluir a la tierra de la eternidad”.
Cardenal fue perseguido hasta su muerte. Rosario Murillo, esposa de Daniel Ortega y vicepresidenta de Nicaragua, le demostró su odio desde que era ministro de Cultura durante los años de la revolución sandinista. Ya viejo la justicia orteguista embargó sus bienes y confiscó su sueño de Solentiname. Y en la muerte se ensañan con el poeta. El día que falleció publicaron un infame comunicado en el que le endilgaban el Premio Cervantes, que Cardenal nunca ganó, aunque lo tenía muy merecido. Es de una vergüenza monumental que en un comunicado oficial se afirme semejante error, que solo demuestra dos cosas: la ignorancia del Ejecutivo que Gobierna Nicaragua o pura desidia convertida en burla contra uno de los grandes literatos en lengua española. Durante una misa en su honor en la Catedral de Managua, el lumpen de Ortega irrumpió para gritarle traidor. Pero nada de lo que haga el odio de la Murillo mancillará la figura del hombre, sacerdote, poeta y revolucionario comprometido con la justicia, la libertad, la igualdad, la belleza y la innovación. El Archipiélago de Solentiname, donde sus cenizas serán enterradas en un mausoleo, con sus artistas primitivistas manteniendo vivo su legado, es la muestra de que Cardenal es ya un poeta eterno, convertido en polvo de estrellas que suben hasta la Vía Láctea, el lugar de donde nos llegó.
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