Malcolm Lowry
Bajo el volcán
Una adicción
Antonio Muñoz Molina
23 de febrero de 2008
Malcolm Lowry |
Hace muchos años, en Granada, un amigo muy querido me encargó el primer trabajo literario por el que recibí una remuneración decente: escribir, para un volumen colectivo sobre la historia de la ciudad, un repaso breve de las crónicas que viajeros ilustres le habían dedicado a lo largo de los siglos, haciendo de ella un lugar de la imaginación tan exótico y tan infiel a la realidad como aquellos grabados que convertían en salones de esplendor oriental las estancias modestas de la Alhambra. Tenía que escribir quince páginas: como ocurre tantas veces en que un encargo acaba siendo un don inesperado, al cabo de meses de lecturas y descubrimientos acabé escribiendo más de cien. La ciudad en la que transcurría con tan poco lustre novelesco mi vida ocupaba un lugar distinguido en los mapas de la literatura. Algunas veces, en ciertos lugares, a una cierta luz, en la noche cerrada o en la claridad húmeda de las mañanas, en los atardeceres violeta, yo casi podía vislumbrar, más allá de la miopía de la costumbre, la ciudad que para otros estaba cifrada sobre todo en su nombre, mejorada o revelada por su leyenda. Coleccionaba testimonios que eran como esas postales de lugares lejanos que uno encuentra a veces en los mercadillos, escritas y enviadas hace cincuenta o cien años, con sus fotografías en color de paisajes que quizás ya no existen, tan borrados del mundo como la mano que escribió la postal y los ojos de quien la recibió.
En 'Bajo el volcán', Granada, adonde ni Lowry ni Gabrial volvieron nunca, es el nombre de un paraíso breve y perdido, el del origen de un amor destinado al fracaso, envilecido, traicionado, y sin embargo intacto en la memoria
Quizás ha valido la pena que tardara tanto en llegar a este libro, con más conocimiento pero afortunadamente con el mismo entusiasmo. La prosa de Lowry es tan adictiva para mí como el mezcal para el Cónsul
En mi galería de viajeros ahora descubro que me faltaba uno imprescindible: a mediados de mayo de 1933 llegó a Granada Malcolm Lowry, que se hospedó en una pensión cercana a la Alhambra, Villa Carmona, que yo no recuerdo haber visto. El 19 de mayo, exactamente, conoció a una muchacha de Nueva York que llevaba algún tiempo vagabundeando por Europa, y que había abandonado Berlín hacia principios de enero, unas semanas antes de que Hitler fuera nombrado canciller. Viajaba con la convicción de que asomarse al mundo educaría su vocación literaria. Pero su destino no iba a ser de escritora de novelas, sino de personaje en una de ellas: y no con el nombre algo fantasioso que había elegido para sí misma, Jan Gabrial (el suyo verdadero, Jeanine van der Heim, no debía de parecerle lo bastante sugestivo) sino con el que Malcolm Lowry iba a darle a una mujer en gran medida inspirada por ella en la novela que aún tardaría varios años en ponerse a escribir, Bajo el volcán: Yvonne, Yvonne Firmin.
Nombres de Granada brillan en las páginas sombrías de la novela: la Alhambra, el Generalife, un bar llamado Hollywood. Los personajes inventados, Yvonne, el cónsul Geoffrey Firmin, comparten los recuerdos de Malcolm Lowry y Gabrial, que en la mañana del 20 de mayo dieron por primera vez un paseo juntos, por los jardines del Generalife. Me cuesta imaginarlos en esos lugares que conozco tan bien, y en los que no hay, que yo sepa, ninguna placa que recuerde sus pasos. Hay que esforzarse en no olvidar lo jóvenes que eran: veintitrés años, veintiuno. Jan Gabrial anotó en su diario que a la noche siguiente, hacia las tres o las cuatro de la madrugada, Malcolm Lowry irrumpió en su cuarto de la pensión Carmona borracho perdido y se echó sobre ella diciéndole que estaba enamorado y unos segundos después se quedó quieto y aturdido, abochornado por una eyaculación precoz.
Una novela transmuta para siempre a una ciudad en una capital de la imaginación. En Bajo el volcán Cuernavaca se convierte en Quauhnahuac, y Granada, adonde ni Malcolm Lowry ni Jan Gabrial volvieron nunca, es el nombre de un paraíso breve y perdido, el del origen de un amor destinado al fracaso, envilecido, traicionado, y sin embargo intacto en la memoria. No se puede vivir sin amar, se dice varias veces, en español, a lo largo del libro. Los dos amantes vuelven a encontrarse en el Día de los Difuntos de 1939, pero entre ellos se adensa la niebla tóxica del alcohol en la que el Cónsul vive extraviado, perseguido por voces, acosado por las arañas y alacranes de la realidad y los del delirium tremens, macerado en mezcal y al mismo tiempo diabólicamente lúcido, con una energía física y una capacidad de observación y humorismo que hacen más estremecedor su riguroso viaje al infierno.
De qué manera tan rara llegan a nosotros los libros. Entre los cientos de novelas que debí de leer en los años de mi vida en Granada, entre diez o veinte que fueron decisivas en mi educación, no estaba Bajo el volcán. La he leído ahora, o más bien, la estoy leyendo, cada día, sin faltar uno, desde principios de este año, en el que han pasado más de treinta desde que empecé a educarme seriamente en la literatura, desde que iba por Granada llevando en el bolsillo el tesoro de mi último descubrimiento. Leí a Proust, leía Faulkner, leía a Lorca, a Borges y a Onetti, pero no a Malcolm Lowry. Lo leo ahora, lo llevo conmigo en el metro y aprovecho para leer una página o sólo unas líneas en los sitios más inclementes, en la antesala del dentista, me levanto por la mañana y nunca me olvido de recogerlo de la mesa de noche, donde lo dejé al apagar la luz. Llegué a ese final que se parece en su espanto al de El proceso y volví a la primera página. Literatura, ya lo dice Cyril Connolly, es aquello que ha de ser leído al menos dos veces. Yo me adentré muy despacio en la novela, muy a tientas, en parte porque no hay manera de pisar firme en el arranque de la lectura, en parte porque requiere un grado de concentración del que no siempre somos capaces. Estamos perdidos en un paisaje que es el de una ciudad precisa y también el de una alegoría, igual que la conciencia de ese hombre que disgrega el alcohol. Parece que nos rechaza, que tiene algo de impenetrable: pero algo en el lenguaje, en la modulación de las voces, nos va atrayendo, y en un momento dado la dificultad se convierte en incandescencia: Esta mañana podía haber estado ya en el pasado lejano, como la infancia o los días anteriores a la última guerra.
Leo y vuelvo a leer y la incandescencia permanece, como sólo ocurre en la poesía, en Machado o en Proust, en Ulises. Quizás ha valido la pena que tardara tanto en llegar a este libro, con más conocimiento pero afortunadamente con el mismo entusiasmo. La prosa de Lowry es tan adictiva para mí como el mezcal para el Cónsul. Con él y con la luminosa Yvonne subo y bajo las cuestas de Quauhnahuac, me asomo a su terrible barranca, miro a lo lejos los volcanes gemelos en cuyas cumbres resplandece la nieve. Y entonces me doy cuenta de que la ciudad que imagino es Granada, con las cumbres de Sierra Nevada al fondo, con sus laberintos en cuesta y sus altas barandas, con sus barrancas trágicas de aguafuerte romántico y cruda muerte española, la del río Darro, la de Víznar.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 23 de febrero de 2008
Lowry parece que siempre estuviera saliendo de un zarzal para meterse, mientras se quita púas, en una casa en medio del fuego.
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