Woody Allen en Oviedo |
El ‘Yo me defiendo’ de Woody Allen
El cineasta dedica buena parte de su autobiografía, que se publicará en mayo en España, a defender su inocencia frente a las acusaciones de abuso sexual de las que fue absuelto
Gregorio Belinchón
Madrid, 25 de marzo de 2020
A sus 84 años, Woody Allen ha escrito, más que un ‘Yo acuso’, un ‘Yo me defiendo’, unas memorias marcadas por la acusación de su hija adoptiva Dylan y de su exesposa, Mia Farrow, de haber abusado de la entonces niña de siete años en la casa en Connecticut de la actriz. Un tercio de las páginas de Apropos of Nothing (A próposito de nada), editado este lunes por sorpresa por Estados Unidos por Arcade Publishin y que se puede adquirir online en todo el mundo, está dedicado a desmontar esa acusación –de la que le han declarado inocente dos investigaciones independientes judiciales en Yale y Nueva York-, a explicar lo “naíf” que fue en su relación de 13 años con Farrow (marcada por un montón de detalles extraños que él mismo califica de “banderas rojas” a las que no hizo caso) y su amor por Soon-Yi Previn, su esposa desde 1997, hija adoptiva de Farrow, y a quien dedica esta autobiografía que en España editará el 21 de mayo por Alianza Editorial.
Woody Allen |
A lo largo de sus 400 páginas, en las que el neoyorquino confirma su talento como narrador, se suceden anécdotas –le encantan sobre todo las historias que le desmitifican- y recuerdos de sus rodajes y de la gente que ha conocido. Las frases fluyen, y el cineasta ha apostado por un tono nostálgico para trasladar a los lectores a diferentes etapas de su vida personal y artística. Es mucho más divertido al inicio, en la descripción de su infancia y del mundo de Brooklyn, en el que nunca se sintió “cómodo o entendido”. Con un abuelo paterno rico que lo perdió todo en el crash del 29, con un padre que se ganó la vida como pudo y una madre “idéntica a Groucho Marx”, al joven Allan Stewart Konigsberg solo le interesaban los deportes, la magia y escaparse a la mínima a Manhattan, el Nueva York que de verdad le fascinaba. Su prima Rita, de 10 años, le llevaba al cine habitualmente a sus cinco años. “Vi cada película que hizo Hollywood, cada filme de serie B”, escribe, y confiersa que sus favoritas eran “las comedias champán”, que se desarrollaban en lujosos áticos “con hombres de diálogos ingeniosos y mujeres que vestían como ahora solo se iría a una boda en el palacio de Buckingham”.
Ahí empezó a construir su propia realidad. Allen cuenta que nunca ha ido a un funeral, y que la única vez que ha visto un cadáver fue en el velatorio de Thelonious Monk. “En realidad, soy como Blanche [la protagonista de su obra favorita, Un tranvía llamado deseo], que dice: ‘Yo no quiero realidad, quiero magia’ […]. Intenté ser mago, pero descubrí que solo podía manipular cartas y monedas, no el universo”. Y, subrayando este amor por un mundo perfecto inexistente, confirma: “Cuando me preguntan qué personaje de mis películas se parece a mí, solo hay que fijarse en Cecilia, de La rosa púrpura de El Cairo”.
Allen fue precoz en muchos sentidos. Con 11 años se largaba en metro con un amigo a Manhattan, donde descubrió el mundo del vodevil y de los cómicos. “Entre las diversas ideas equivocadas que la gente se ha creado sobre mí está la de que, como llevo gafas, soy un intelectual y muy poco atleta. Gran error. Era muy rápido, un muy buen jugador de baloncesto que hubiera querido hacer una carrera sino fuera porque acabé contratado como escritor de chistes”. Con 15 años ya publicaba gags en varios periódicos, y cambió su nombre a Woody (“Me parecía ligero”) Allen (“Por mantener algo del mío original”). Con 18 ganaba el triple que sus padres y con 20 años, ya casado, trabajaba en Los Ángeles junto a algunos de sus ídolos, como Mort Sahl o Sid Caesar, y codo con codo con una nueva generación de cómicos como Mel Brooks.
A propósito de nada repasa todas sus películas y escritos. Desde su primera toma como director –“Un motín carcelario en San Quintín para Toma el dinero y corre"- a su última claqueta, con El festival de Rifkin en San Sebastián, ciudad de la que, como con Oviedo, cuenta maravillas. Pero Allen se detiene más a pormenorizar su relación con Mia Farrow, a la que conoció cuando la actriz ya tenía tres hijos biológicos y cuatro adoptados (“Según Soon-Yi, había vástagos de primera y de segunda”). Aunque advierte al lector que espera que sus relaciones con Farrow y Soon-Yi Previn no sean la razón para comprar el libro, él mismo desgrana sus 13 años de emparejamiento con la actriz, sus extraños comportamientos, y lo ocurrido el 4 de agosto de 1992, cuando ya habían roto, en la casa de campo de la actriz: “Nunca le puse un dedo encima a Dylan, nunca le hice nada que pudiera interpretarse erróneamente como un abuso […]. Mientras Mia había salido de compras, después de explicarles a todos que Dylan tenía que ser vigilada cuidadosamente, todos los niños y las niñeras estábamos en el salón viendo la televisión, una habitación llena de gente. No había asiento para mí, así que me senté en el suelo y recliné mi cabeza hacia atrás en el sofá en el regazo de Dylan por un momento. No le hice nada inapropiado”. Allen, tras emparejarse con Farrow, había adoptado a Dylan, a quien no ha vuelto a ver. También incide que la actriz, con la que nunca convivio bajo un mismo techo, no le dejó reconocer en el registro a su hijo biológico Ronan Farrow. “Nunca sabré si es mío de verdad”. Ronan es hoy su mayor enemigo, y logró que Hachette no publicara las memorias. Allen desgrana las investigaciones, los numerosos testimonios a su favor (incluidos los de otro vástago de la actriz, Moses, y de Soon-Yi) y las numerosas contradicciones de las acusaciones de su exesposa.
Sobre su actual pareja es igual de contundente. “Cuando me enamoré de ella, de repente me cayó el sambenito de ser obseso con las chicas jóvenes. A mí me obsesionaban los gánsters, los jugadores de béisbol, los músicos de jazz, y las películas de Bob Hope. Muy pocas de las mujeres con las que he salido han sido más jóvenes que yo […]. Cuando las cosas se pusieron feas, me preguntaron que si hubiera sabido lo que iba a pasar habría deseado no tener contacto con Soon-Yi. Siempre he respondido que lo volvería a hacer en un santiamén".
Allen tiene una gran memoria, y agradece a todos los que le han apoyado y con quienes ha trabajado felizmente. Entre los mencionados, además de musas históricas como Diane Keaton (de la que dice que vestía “con imaginación algo excéntrica, como si su personal shopper fuera Buñuel"), intérpretes que le han acompañado en sus tiempos modernos como Alec Baldwin, Hugh Jackman, Jonathan Rhys Meyers o sus adoradas Scarlett Johansson (“Siempre me ha apoyado incondicionalmente”) y Emma Stone. Habla maravillas del talento de Javier Bardem y Penélope Cruz, y desprecia a esos actores “tontos” que reniegan de haber trabajado con él, como parte del reparto de Un día de lluvia en Nueva York, que sigue inédita en Estados Unidos (a Timothée Chalamet le saca los colores contando su maniobra para intentar ganar el Oscar). A Allen le duele los ataques de un diario que él siente muy cercano, The New York Times, "que está casi siempre en el lado correcto de los asuntos que me preocupan”. Y acaba definiendo su situación actual en su país, donde es casi un apestado para el mundo de la cultura: “Al contrario de muchas pobres almas que fueron destrozadas por las listas negras durante la época de McCarthy, yo no soy tan frágil. Por de pronto, no corro peligro de pasar hambre, y como escritor yo genero mis propios proyectos. Además, debo confesar, dado que soy un romántico que sueña despierto, que me he sentido protagonista de un drama sobre un inocente acusado erróneamente”.
En su ‘A propósito de nada’, Woody Allen insiste a los estudiantes de cine que el libro no les valdrá para mucho. Aunque a continuación cuenta: “Mi consejo a los jóvenes cineastas es que trabajen, que disfruten de ese trabajo, y si no lo hacen, que cambien de profesión”. Cuando una película no funciona, el neoyorquino suele achacárselo al guion. “Es mucho más duro escribir que dirigir”. Nunca ensaya, “porque en las comedias, cuantas más veces oyes las frases, menos divertidas son”. De sus películas ama ‘Balas sobre Broadway’ y ‘La rosa púrpura de El Cairo’, y aborrece ‘Un final made in Hollywood’. Y en su contra, alega: “Poseo una total falta de curiosidad. No deseo ver el Taj Mahal, la Gran Muralla o el Gran Cañon. No quiero visitar las pirámides ni entrar en la Ciudad Prohibida. Y desde luego no seré uno de los primeros viajero al espacio exterior”. Le dan igual los premios (cuenta que casi rechaza el Príncipe de Asturias, pero que una vez en Oviedo fue inmensamente feliz cuando comió y charló a solas con Arthur Miller), incluyendo el Oscar. Pero Woody Allen ama el cine. Conserva en un lugar prominente en su memoria sus conversaciones telefónicas con Ingmar Bergman (“Descubrí que compartíamos los mismos miedos sobre dónde poner la cámara, y eso que Bergman es el mejor cineasta de la Historia”), y una charla con Federico Fellini que casi no ocurrió por la desconfianza de Allen (“Me llamó a mi hotel en Roma desde una cabina telefónica cruzando la calle”). “Me encanta hacer cine, pero no poseo la dedicación de Spielberg o Scorsese, por no mencionar otros talentos. No tengo miedo a levantarme un día y no ser gracioso, porque eso no es una camiseta que te quitas y al día siguiente ni encuentras. O se es gracioso o no se es”. ¿Se arrepiente de algo? “De no haber hecho una gran película a pesar de haber contado con el control artístico de mis filmes”. ¿Y le importa su legado? “Más que vivir en el corazón y la mente del público, prefiero vivir en mi apartamento”.
EL PAÍS
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