Mi mujer y yo hemos cambiado, más ella que yo, creo. Mientras mi mujer se estira y se contonea, rápida y furiosa, venenosa como la hiedra, toda nerviosa aunque sutil y agazapada, me encojo como un ratón y me desangro. Se desplaza por la casa sin ruido, casi invisible, y cuando menos lo espero, cuando todavía la imagino en la cocina o el baño, me respira detrás de la oreja. La miro de reojo y no digo nada. Las palabras que me trago me rasgan sin lástima. Ahí dentro las heridas supuran y así termino envenenado con mis propias miserias. Aunque sus gestos, cada vez más altaneros, son los mismos, y sus historias, todavía más retorcidas, las mismas, algo en el aire me eriza la piel. Como en una encarnizada partida de ajedrez, le desaparecí el gato cuando me quemó los libros y, por su parte, en una jugada perfecta, le escribió una carta obscena a mi madre porque le espanté un pretendiente. No había firma pero se trataba de sus inconfundibles garabatos y su tinta verde. Me estremeció hasta los huesos la minuciosa y descarnada descripción de mis más perversos deseos. En las despiadadas líneas de mi mujer, mientras manoteaba como un náufrago, me encontré con otro hombre, uno que mi madre desconoció. “No vengas más”, dijo. Me aconsejó que buscara a otra que velara por mi ropa y arrojó la carta por la ventana. Poco después se internó en un asilo y se negó a recibirme. Leí la carta tres veces, la amasé con lágrimas y me la tragué. Bebí en el bar de Osiris y busqué furrusca. Volví a casa al amanecer, apaleado, con la camisa desgarrada. Uno tras otro, he perdido los botones. Tal vez mi mujer los confunde con monedas de oro. Ya me acostumbré a deambular con la barriga al aire y de nada me serviría descubrir el botín porque soy negado para el hilo y la aguja. Y para otras tantas cosas. “No sirves ni para muerto porque te tragas las velas”, dijo mi mujer una vez que me caí del mango y pasé la semana en el hospital. Soy bruto, torpe, oscuro. Pero ella ni siquiera es bonita. Se le secaron las piernas y las tetas dan pesar, aunque sigue dando guerra. ¿Qué le verán? Su café sabe a cucaracha y el arroz se le quema, como si pretendiera matarme de hambre. El rencor de otros hombres se derrama en las paredes y ella cree que todas esas frases malintencionadas son mías. No es así. Voy al solar, abro un hueco en la tierra hasta destrozarme las manos y escondo mis gritos. En fin, me pregunto si todavía es mi mujer porque a veces, en mitad de la noche, la sorprendo mirándome como una serpiente.
México, diciembre 12 de 2013
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